Capítulo 28
Los preparativos para la llegada de los príncipes y cortesanos de más de diez naciones, de reinas menores con sus séquitos y de miles de nobles de Mitanni y Rodas se prolongaron hasta Tybi. Los soldados trabajaban desde el amanecer hasta el ocaso para vestir el estadio con telas doradas y para terminar de esculpir la imagen de Atón en todos los altares. Había que organizar siete noches de festival, había que preparar habitaciones para mil dignatarios y vino para ofrecer a todo el mundo. Durante un mes entero, el palacio estuvo en movimiento y mientras todo el mundo creía que el Durbar —el primero después de veinte años— era una celebración por el gobierno de Nefertiti y Akenatón, nuestra familia sabía que se trataba de otra cosa.
Mi padre estaba en la puerta de la habitación de Nefertiti, viendo cómo ella elegía las sandalias que debía ponerse.
—¿Es verdad? —le preguntó.
Yo también había oído el rumor: que Akenatón había escrito una carta para el rey Suppiluliumas de los hititas, invitando a nuestro enemigo a ver la gloria de Amarna.
Mi padre entró.
—¿Es cierto que tu esposo le da la bienvenida a los hititas? ¿Los hititas —susurró con ira contenida— en medio de nuestra ciudad?
Nefertiti se irguió en toda su estatura.
—Sí —declaró—, que vean lo que hemos construido.
—¿Y dejaremos que traigan la plaga? —gritó mi padre—. ¡La Muerte Negra! —clamó ante ella—. ¿También permitiremos que eso suceda? —Le puso ante los ojos los rollos que traía consigo. Los desenrolló, enojado, leyendo lo que decían—. Plagas, epidemias por todo el norte.
—Akenatón ya lo sabe. —Ella apartó los papiros.
—¡Entonces su estupidez es aún mayor!
Se miraron.
—Ya sabes qué es lo que estoy a punto de hacer —dijo Nefertiti.
—Sí, traerás la muerte a esta ciudad.
—Todos tienen que ver lo que va a suceder. Todos tienen que entenderlo. ¡Todos los reinos del este!
Entendí lo que quería decir mi padre. Que el orgullo, el orgullo de toda la familia, sería nuestra ruina. En cambio, respondió:
—Entonces invita al rey de Nubia, pero no te arriesgues con los hititas. No te arriesgues a traer la plaga a esta ciudad.
—¿Cuándo fue la última vez que hubo una plaga en Egipto?
—Cuando el Grande era faraón. Cuando los soldados la trajeron del norte —dijo él, en tono admonitorio.
Mi hermana tembló.
—Bueno, pero no hay nadie que pueda convencer a Akenatón para que cambie de idea.
Mi padre la miró.
—Nunca has visto la Muerte Negra —le advirtió—. Cómo se ponen negras las piernas de una persona. Cómo comienza a hincharse todo bajo la piel hasta que se forman grandes bultos negros. —Mi hermana retrocedió y mi padre se acercó—. No sabemos qué traen del norte. Algunas enfermedades pueden tardar días en presentarse. ¡Hay que detenerlos!
—Es demasiado tarde.
—¡Nunca es demasiado tarde! —bramó él.
Nefertiti gritó:
—¡No cambiará de idea! Los hititas vendrán y se irán cuando termine el Durbar.
—¿Y qué dejarán atrás?
Nefertiti rió, presumida.
—Su oro.
Mi padre fue a hablar con Akenatón, pero este no cambió de idea, tal como había predicho Nefertiti.
—¿Por qué permitiría Atón que la plaga toque esta ciudad? —preguntó—. Esta es la ciudad más grande de Egipto.
Mi padre acudió a su hermana, que sugirió que debía hacerse un último intento ante el sumo sacerdote. Quizás, aunque fuese su enemigo, temiese a la peste. Pero Panahesi se limitó a reírse.
—No ha habido plagas desde hace quince años —se burló.
—Pero la han visto en el norte —dijo mi padre, convencido—. Cerca de Kadesh han muerto cien marineros.
—¿Qué pasa, visir? ¿Tienes miedo de que los hititas entren y vean cuán indefensa está la ciudad? ¿Que se den cuenta de que el faraón necesitará un hijo fuerte para dirigir su ejército si quiere defenderla? Ninguna de tus niñas puede llevar a los hombres a la batalla. La designación de Nebnefer como heredero es sólo una cuestión de tiempo.
—Entonces tú no conoces a Akenatón —dijo mi padre, y me pregunté si ese no sería el gran secreto de Nefertiti.
Me pregunté si no sería que iban a declarar a Meritatón heredera.
—Si esa es la razón por la que permites que los hititas entren en Amarna —siguió diciendo—, entonces eres más estúpido de lo que creía.
Acudieron desde todos los rincones: nubios, asirios, babilonios, griegos. Las mujeres que llegaban desde puntos distantes del desierto llevaban velos en la cara, mientras que nosotras íbamos apenas vestidas, con los pechos y los pies pintados de henna y el cabello con pelucas trenzadas con cuentas que sonaban musicalmente cuando soplaba el viento cálido que venía del oeste.
Los sirvientes revoloteaban como mariposas alrededor de mi hermana, alisando, pintando y arreglando su corona. Tutmose hizo un boceto de ella en un papiro. Nefertiti permanecía sentada mientras Merit la arreglaba. Estaba habituada al ajetreo y los mimos.
—¿No me dirás cuál es la sorpresa? —le pregunté—. ¿No estarás embarazada de nuevo?
—Claro que no. Esto es más importante para Egipto que un hijo. Se trata del mismo Egipto —dijo, muy tranquila.
Tutmose le dirigió una sonrisa inteligente y me dirigí al escultor en tono acusador.
—¿Tú sabes de qué se trata? —Miré a Nefertiti—. ¿Se lo has contado a Tutmose y no a tu hermana?
—Tutmose tiene que saberlo. —Alzó la barbilla—. Tiene que captarlo todo.
Las trompetas sonaron y Merit dio un paso atrás. Nefertiti resplandecía con las joyas más preciosas de Egipto. Ni siquiera su hija, que era la continuación y guardiana de su belleza, podía rivalizar con ella. Meritatón dio un paso adelante.
—¿Será una buena sorpresa, mawat?
—Decidirá tu herencia y la mía. —Tomó a su hija del brazo, para después llamarme a su lado.
Detrás de nosotras venían Meketatón y Ankhesenpaatón, de cinco años.
—¿Dónde está el faraón?
—En la Ventana Pública —respondió ella.
Pude oír las aclamaciones procedentes del patio interno del palacio. Cuando llegamos a la ventana, mis padres estaban allí, hablando animadamente con Akenatón. Contuve la respiración. Abajo habían levantado doscientos altares coronados con mirra. Miles de sacerdotes estaban reunidos frente a ellos. Sobre todos los bloques se sacrificaban bueyes que eran ofrecidos a Atón. Doscientos sacrificios para mostrar la riqueza y la gloria del palacio de Amarna. No habían reparado en gastos para el Durbar que perduraría toda la historia. La cornalina, el lapislázuli y el feldespato brillaban en el cuello de las nobles y los tobillos de los escribas. La gente se había ubicado bajo sombras y sombrillas. Bebían, charlaban y miraban, expectantes, hacia arriba, en busca del dios terrenal que les ofrecía semejante espectáculo. Los sacerdotes estaban vestidos de oro, desde los tobillos hasta los relucientes adornos pectorales; y frente a ellos, en el altar más elevado, estaba Panahesi.
—¿Impresionada? —Akenatón estaba de pie detrás de mí y pensé que era extraño que quisiera conocer mi opinión.
Miré hacia abajo. Oí la mezcla de risas, voces y arpas. Los hombres le cantaban al gran dios Atón, el dios que había creado tanto oro y tanto vino. El aroma de la carne de buey y la mirra subía, en oleadas, hasta las alturas del palacio. En el viento flotaba el perfume embriagador de la cerveza.
—Será recordado por toda la eternidad —respondí.
—Sí, la eternidad.
Entonces, Akenatón le dio la mano a Nefertiti y se mostró en la Ventana Pública.
—Un Durbar para los faraones más grandes de Egipto —declaró, y la gente lo vitoreó—. ¡El faraón Akenatón y la faraona NeferNeferuatón-Nefertiti!
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Meritatón.
Nefertiti y Akenatón se quedaron en la ventana, unidos, y la gente lanzó un grito que debió de ensordecer a los dioses.
—¿Qué quiere decir eso? —repitió Meritatón, y mi esposo le respondió, porque yo estaba perpleja.
—Significa que tu madre hará lo que no ha hecho ninguna otra reina antes que ella. Está a punto de convertirse en faraona y corregente de Egipto.
Era impensable. Una reina convertida en rey. Corregente de su esposo. Ni siquiera mi tía se había proclamado faraona. La expresión de mi padre era ilegible, pero yo supe lo que pensaba. Nuestra familia nunca había llegado tan alto.
—¿Dónde está Tiy? —Busqué por la sala.
—Con los emisarios de Mitanni —dijo mi padre.
—¿Y Panahesi? —preguntó mi esposo.
Mi padre utilizó su mentón para señalarnos a un hombre rojo de furia. Panahesi miró primero hacia su derecha y luego hacia la izquierda, tratando de hallar una salida del patio, en medio de los sacerdotes que cantaban y los miles de dignatarios que aclamaban. Pero no había adonde ir. Luego miró hacia arriba y vio la escena representada por mi familia, perfectamente enmarcada en la Ventana Pública.
Me aparté. A mi lado, Nakhtmin negó con la cabeza. Sus ojos brillaban mientras su cabeza trabajaba para discernir lo que aquello implicaba para una reina sin hijos. Pero yo ya sabía lo que implicaba. Implicaba que nadie, ni Kiya ni Nebnefer ni Panahesi, podría derrocar a nuestra familia.
—¡Mut-Najmat! ¡Meritatón! ¡Venid! —llamó Nefertiti.
Nos acercamos.
—¿Dónde está Nakhtmin? —preguntó Akenatón. Vio a mi marido, al fondo del salón—. Tú también.
Mi padre dio un paso adelante a toda prisa.
—¿Qué necesitas, alteza?
—Que el ex general se ponga a mi lado. Se pondrá de pie a mi lado y la gente verá que hasta Nakhtmin se inclina ante los faraones de Egipto.
El corazón se aceleró en mi pecho. Estaba convencida de que Nakhtmin iba a negarse. Vi la mirada de mi esposo. Mi padre fue hacia él y le tocó el brazo, susurrándole algo al oído.
Cuando vieron a Nakhtmin en la Ventana Pública, los hombres que estaban abajo, soldados y plebeyos, lanzaron un grito tan fuerte que hasta Akenatón retrocedió como si lo hubieran enfrentado con un soplido atroz.
—¡Dame la mano! —gritó Akenatón—. Me querrán como te quieren a ti —afirmó.
Levantó el brazo de Nakhtmin con el suyo y pareció que todo Egipto comenzaba a gritar «A-ke-na-tón». Nakhtmin estaba a su izquierda. Nefertiti estaba su derecha. Se dirigió a su reina-faraón y gritó:
—¡Mi pueblo! —Estaba resplandeciente con el amor de los plebeyos que habían sido comprados con pan y vino—. ¡La faraona NeferNeferuatón-Nefertiti!
Cuando Nefertiti levantó el cayado y el mayal, signos inequívocos del reinado en Egipto, los vítores nos ensordecieron. Di un paso atrás y Nefertiti gritó:
—¡Bienvenidos al Durbar más grande de toda la historia!
—Van a creer que lo quieres —le susurré a mi esposo durante la procesión al templo—. ¡Todos los soldados creerán que te has inclinado ante Atón!
—No pensarán eso. —Se acercó más a mí—. No son tontos, saben que creo en Amón y que si estoy presente ante el faraón es por ti.
Miré la formación que iba delante. Eran soldados con faldas y cintos militares.
—También sabrán que soy la razón por la que ya no eres un general.
—Horemheb está en prisión. Yo también estaría allí si tú no me amaras. Lo saben.
Nos detuvimos en un patio lleno de carros. Resplandecían de colores: turquesa, plata, cobre. Panahesi dio un paso adelante para llevar a Nefertiti al sitio que ella misma, faraón sin hijos ni historia ni precedentes, se había mandado construir. Panahesi trataba de sonreír, como si la ascensión de ella al trono, por encima de su nieto, fuese su mayor deseo.
—Ahora tendrá que unir su destino al de ella o conspirar contra dos faraones —dijo mi esposo.
—¿Sería capaz de unir su carro al de ella al precio de su hija y su nieto? —pregunté.
Nakhtmin abrió las palmas de sus manos.
—Unirse a la estrella que se eleva, sea la que sea.
Fuimos arrastrados hacia un mar de carros y llevados a través del Patio de los Festivales hacia el templo con sus estatuas de Nefertiti y Akenatón. Las trompetas sonaron. Abrieron innumerables puertas.
—Por tu aspecto se diría que este es un trago amargo —me dijo Nefertiti, riéndose, mientras bajaba de su carro—. ¿Qué sucede, Mut-Najmat? Este es el día más grande que hemos conocido. Somos inmortales.
«No. Estamos rodeados de mentiras», pensé.
Antes de que los sacerdotes se la pudiesen llevar al santuario interior del templo para recibir la doble corona de Egipto, dije en voz alta:
—Esta gente está contenta porque tiene pan y vino gratis. Y muchos son hititas. Hititas en la capital, Nefertiti. ¿Cómo sabes que no han traído la plaga?
Mi hermana miró con cara de incredulidad a Nakhtmin y luego me miró a mí.
—¿Por qué dices eso durante mi mayor triunfo?
—¿Tendría que mentirte, como hacen todos cuando eres faraón?
Nefertiti se quedó en silencio.
—No los toques —le aconsejé—. No dejes que besen tu anillo.
—¿Quién no debe tocarla? —Akenatón apareció a espaldas de Nefertiti.
—Los emisarios hititas —dijo Nefertiti—. No dejes que besen tu anillo. —Akenatón sonrió, despectivo.
—No besarán mi anillo, sino mis pies, cuando vean lo que he construido.
Durante el Durbar, Akenatón ofreció todos los lujos a Nefertiti. Era su esposa principal, su consejera más importante, su socia en todos los planes y además, desde ese momento, era también faraona de Egipto. Para que el mundo nunca lo olvidara, viajamos hasta los límites de Amarna, donde había mandado erigir una columna en honor a su reinado. Se colocó al frente de los emisarios del este y le ordenó a Maya que leyera la inscripción que él mismo había escrito para su esposa, la reina faraona de Egipto.
Para la Heredera, Grande en Palacio, de Bello Rostro, Ornada con el Doble Penacho, Señora de la Felicidad, Dotada de Gracia, ante cuya voz se regocija el Faraón, Esposa Principal del Rey, su bienamada, Dama de las Dos Tierras, Y ahora faraona NeferNeferuatón-Nefertiti, Que viva por Siempre y para Siempre.
Ningún faraón le había otorgado antes el cayado y el mayal a una mujer. Cuando Nefertiti se puso de pie ante la multitud para bendecirla, la gente se apretujaba y se encaramaba sobre banquetas con tal de poder verla, aunque sólo fuera un poco.
—Me aman —aseguró ella el segundo día del Durbar—. ¡Me quieren más que cuando sólo era reina!
—Porque ahora tienes más poder sobre ellos —dije.
Ignoró mi cinismo.
—Quiero que la gente recuerde esto para siempre. —La luz de su vestidor era tenue y el sol que se ocultaba teñía su piel de un brillante color bronce—. Mutni —dijo—, busca a Tutmose. Quiero que me esculpa tal como soy.
Crucé el palacio para ir al estudio del artista. El Durbar duraría seis días y siete noches y ya había hombres borrachos en la calle. Las esposas de los dignatarios llegaban a sus literas a trompicones, apestando a aceite perfumado y vino. Tutmose estaba feliz en su taller. Se reía en medio de una pandilla de chicas jóvenes y hombres apuestos. Sus ojos se encendieron al verme.
—¿Una escultura? —preguntó, sin aliento—. Estaré listo enseguida. Cuando la vi en el templo con el cayado y el mayal —me contó—, y la cobra alzada en la corona, sabía que iba a llamarme. Ninguna otra reina ha llevado esa corona con esa gracia.
—Ninguna la ha llevado nunca —dije, secamente.
Tutmose se rió.
—Dile a su majestad que lo mejor es que venga aquí —dijo, grandilocuente, y luego puso a todos en movimiento con un gesto de las manos—. ¡Salid todos!
Las mujeres se quejaron y se fueron por la puerta con sus copas de vino y sus faldas de mostacillas.
Cuando el grupo terminó de irse, le pregunté a Tutmose:
—¿Por qué te quieren tanto las mujeres?
Pensó un momento.
—Porque puedo hacerlas inmortales. Cuando encuentro a la modelo apropiada, puedo usarla como imagen de Isis. Cuando los vientos del tiempo hayan borrado su recuerdo, su rostro seguirá mirando todo desde los templos.
Pensé en lo que había dicho Tutmose cuando fui a decirle a Nefertiti que él ya estaba listo. Se había cambiado y me pregunté si sería recordada así por la historia. Llevaba una túnica tan delgada que era perfectamente transparente. El oro, grueso, y los cristales brillaban en sus muñecas, en sus tobillos, en sus orejas y en los dedos del pie. Caminamos juntas por los pasillos del palacio, como muchos años antes en Tebas, la noche en que se había presentado como una virgen ante Akenatón. Podíamos oír a la gente que reía y bailaba fuera, en los patios. El interior del palacio estaba fresco y silencioso.
En el estudio de Tutmose habían puesto almohadones para que se sentara Nefertiti. Había una silla con apoyabrazos para mí. Cuando Nefertiti entró, Tutmose hizo una profunda reverencia.
—Faraona NeferNeferuatón-Nefertiti.
Mi hermana sonrió al escuchar su nuevo nombre.
—Quiero un busto —le dijo—. Desde el pectoral hasta la corona.
—Con la cobra regia —asintió Tutmose, siempre de acuerdo, mientras se acercaba para observar los rubíes que constituían los ojos brillantes de la serpiente. Nefertiti se sentó un poco más alto en los almohadones—. Haré el busto en piedra caliza —anunció él.
Me puse de pie para retirarme y Nefertiti gritó:
—¡No puedes irte! Quiero que veas esto. Después iremos a las fiestas —me anunció—. Por favor, quédate conmigo para ver los dibujos.
Así nos pasamos la tarde. Aunque la memoria del Durbar más importante de la historia está llena de imágenes de gente que baila y bebe, mi recuerdo más nítido es el de Nefertiti sentada algo inclinada hacia delante, en medio de un mar de almohadones, con el coral y la turquesa de su adorno pectoral atrapando la luz del sol, y sus ojos negros, que eran como lagos de obsidiana. En el rostro de mi hermana había una tranquilidad auténtica. Por fin, Nefertiti estaba convencida de que nunca la abandonarían, que el cayado y el mayal significaban que sería recordada por toda la eternidad.