Capítulo 1
El sol se fue de Tebas. Sus últimos rayos bañaron los barrancos y los riscos de piedra caliza. Caminamos, en larga procesión, por la arena. Los primeros en llegar a la grieta sinuosa que se abría entre las colinas fueron los visires del Alto y Bajo Egipto. Después llegaron los sacerdotes de Amón, seguidos por cientos de participantes en la ceremonia fúnebre. La arena se enfriaba rápidamente en la sombra. Podía sentir los granos de arena en mis sandalias, en las plantas de los pies, entre los dedos. El viento sopló bajo mi túnica ligera de lino y temblé. Salí de la fila para ver el sarcófago, que transportaban en una carreta tirada por cebúes, para que el pueblo de Egipto viera cuán grande y rico había sido nuestro príncipe coronado. Nefertiti sentiría rabia, se lo había perdido.
«Se lo contaré todo cuando llegue a casa —pensé—, si está amable conmigo».
Los sacerdotes calvos marchaban detrás de nuestra familia, porque nosotros éramos más importantes que los representantes de los dioses. El incienso que desprendían unas esferas doradas me hizo pensar en los escarabajos gigantes que infestaban el aire. Cuando la procesión fúnebre alcanzó la boca del valle, el tintineo de los sistros cesó y los miembros del cortejo guardaron silencio. Las familias se habían reunido en los barrancos para ver al príncipe. Miraban hacia abajo. El sumo sacerdote de Amón procedió a la apertura de la boca, para devolverle a Tutmosis sus sentidos en el Más Allá. El sacerdote era más joven que los visires de Egipto. Pero aquellos hombres —mi padre entre ellos— retrocedieron ante su poder cuando posó la mano sobre el kan dorado de la boca de la imagen del sarcófago y anunció: «El halcón real ha volado al cielo; Amenhotep, el Joven, se eleva en su puesto».
El viento silbó entre los riscos y me pareció oír el batir de las alas del halcón en el momento en que el príncipe coronado era liberado de su cuerpo y ascendía al cielo. Se oyeron pies golpeando contra el suelo. Los niños se asomaban entre las piernas de sus padres para ver al nuevo príncipe. Yo también estiré el cuello.
—¿Dónde está? —susurré—. ¿Dónde está Amenhotep el Joven?
—En la tumba. —Al responder, la calva de mi padre brilló, lánguida, a la luz del sol poniente. En la profundidad de las sombras, su rostro estaba muy serio.
—¿Pero es que no quiere que la gente lo vea? —pregunté.
—No, senit. —Era su forma de decir niña pequeña—. No hasta que le den lo que le prometieron a su hermano.
Fruncí el ceño.
—¿Y qué es eso?
Apretó los labios.
—La corregencia —respondió.
La ceremonia terminó. Los soldados se desplegaron para evitar que los plebeyos nos siguieran hasta el valle. Nuestro pequeño grupo tenía que marchar solo. Detrás de nosotros, los cebúes tiraban de su carga dorada por la arena. Estábamos rodeados por muros de piedra que se recortaban contra el cielo oscuro.
—Vamos a entrar —advirtió mi padre, y mi madre palideció levemente. Ella y yo éramos como gatas temerosas de entrar en los lugares que no podíamos comprender, en aquellas alturas y aquellos valles con dormidos faraones que nos miraban desde recámaras secretas. Nefertiti hubiese cruzado el valle sin detenerse. Era temeraria como un halcón, igual que nuestro padre.
Marchamos al son del espeluznante lamento de los sistros. Veía mis sandalias doradas reflejando la luz menguante. Cuando ascendíamos por los barrancos, me detuve para mirar la tierra, abajo.
—No te pares —me advirtió mi padre—. Sigue andando.
Caminábamos con dificultad entre las colinas. Los animales resoplaban, cuesta arriba, entre las rocas. Los sacerdotes iban delante de nosotros. Llevaban antorchas para iluminar el camino a nuestro paso. Entonces, el sumo sacerdote vaciló. Me pregunté si habría perdido el rumbo en la noche.
—Desatad el sarcófago y soltad a los cebúes. —Al oír esa orden vi la entrada a la tumba, excavada en la ladera del escarpado barranco.
Las cuentas de los adornos de los niños resonaron y los brazaletes de las mujeres tintinearon al unísono. Como si lo tuviesen ensayado, todos se miraron. Entonces vi la escalera estrecha que parecía conducir al corazón de la tierra y comprendí por qué tenía miedo.
—Esto no me gusta —musitó mi madre.
Los sacerdotes liberaron a los cebúes de su peso y cargaron el sarcófago dorado sobre sus sagradas y humanas espaldas. Mi padre me apretó la mano para darme valor. Seguimos a nuestro príncipe muerto hasta su recámara, lejos del sol menguante y hacia la oscuridad absoluta.
Descendimos con cuidado, para no tropezar ni resbalar en las rocas. Llegamos hasta las entrañas negras de la tierra. Nos manteníamos cerca de los sacerdotes y sus antorchas hechas con juncos empapados de sebo. Dentro de la tumba, la luz arrojó sombras sobre las escenas pintadas que daban testimonio de los veinte años de Tutmosis en Egipto. Había mujeres que danzaban y hombres ricos que cazaban. Allí estaba la reina Tiy ofreciendo manjares con miel y vino a su hijo mayor. Apreté la mano de mi madre en busca de consuelo. Como no dijo nada, me di cuenta de que ofrendaba plegarias silenciosas a Amón.
Debajo de nosotros el aire denso se enfriaba, parecía hacerse cada vez más húmedo. La tumba comenzó a oler a tierra removida. Las imágenes aparecían y desaparecían con los destellos de luz: mujeres sonrientes, pintadas de amarillo, hombres que reían y niños que hacían flotar capullos de loto en el río Nilo. Pero lo más temible era el dios de rostro azulado, el habitante del submundo, que llevaba en las manos el cayado y el mayal de Egipto. «Osiris», susurré, pero nadie me oyó.
Seguimos caminando hasta la recámara más oculta. Entramos a una habitación abovedada. Me quedé boquiabierta. Allí era donde habían reunido todos los tesoros terrenales del príncipe: barcazas pintadas, carros de oro, sandalias ribeteadas en piel de leopardo. Pasamos por esa habitación y llegamos a la cámara funeraria, la más secreta. Mi padre se inclinó a mi lado y susurró:
—Recuerda lo que te dije.
Dentro de la cámara vacía estaban el faraón y su reina, uno al lado del otro. A la luz de las antorchas, era imposible ver algo más que sus siluetas sombrías y el largo sarcófago del difunto príncipe. Extendí los brazos, a modo de homenaje, y mi tía asintió con solemnidad. Recordaba mi rostro por sus infrecuentes visitas a nuestra familia, en Akhmim. Mi padre nunca nos llevó a Nefertiti ni a mí a Tebas. Nos mantenía alejadas del palacio, de las intrigas y la ostentación de la corte. Allí, a la luz parpadeante de la tumba, advertí que la reina no había cambiado en los seis años que habían transcurrido desde la última vez que la había visto. Seguía siendo pálida y pequeña. Sus ojos claros me observaron cuando estiré los brazos. Me pregunté qué pensaría de mi piel oscura y de mi inusual estatura. Me erguí. El sumo sacerdote de Amón abrió el Libro de los Muertos. Su voz entonaba las palabras que los mortales agonizantes dirigían siempre a los dioses.
Dejad que mi alma venga a mí desde donde esté. Venid en busca de mi alma. Oh, Guardianes de los Cielos. Dejad que mi alma vea mi cadáver, que descanse en mi cuerpo momificado, que nunca será destruido y nunca perecerá…
Miré por toda la recámara en busca de Amenhotep el Joven. Estaba de pie, lejos del sarcófago y de las vasijas funerarias que llevarían los órganos de Tutmosis al Más Allá. Era más alto que yo. Era apuesto, a pesar de su rizado cabello claro. Me pregunté si podíamos esperar gran cosa de él cuando el que tenía que reinar había sido, desde siempre, su hermano. Fue lentamente hacia la estatua de la diosa Mut. Recordé que Tutmosis había sido, en vida, un amante de los gatos. Junto a él se iría su querida gata Ta-Miw, en su propio sarcófago de oro, bello ataúd en miniatura. Toqué, con suavidad, el brazo de mi madre. Se dio la vuelta.
—¿La mataron? —Al escuchar mi pregunta, ella siguió la dirección de mis ojos, que miraban el pequeño sarcófago, junto al príncipe.
Mi madre negó con la cabeza. Los sacerdotes tomaron los sistros. Respondió:
—Dicen que dejó de comer cuando murió el príncipe coronado.
El sumo sacerdote comenzó a entonar el Canto del Alma, un lamento dedicado a Osiris y a Anubis, el dios chacal. Después cerró de un golpe el Libro de los Muertos y anunció:
—La bendición de los órganos.
La reina Tiy dio un paso hacia delante. Se arrodilló en la tierra y besó todas las vasijas, una a una. Luego el faraón hizo lo mismo y vi cómo se dio la vuelta de forma brusca, buscando a su hijo menor en la oscuridad.
—Ven —le ordenó.
Su hijo menor no se movió.
—¡Ven! —Su clara voz se amplificó cien veces en la recámara.
Nadie respiraba. Miré a mi padre, quien negó, severo, con la cabeza.
—¿Por qué tengo que inclinarme ante él en signo de obediencia? —preguntó Amenhotep—. Hubiese puesto Egipto en manos de los sacerdotes de Amón, como todos los reyes que lo precedieron.
Me tapé la boca con la mano. Por un momento, pensé que el Grande cruzaría la cámara funeraria para matarlo. Pero Amenhotep era su único hijo vivo, el único heredero legítimo del trono de Egipto, y los egipcios querían verlo coronado como corregente. Era lo que se había hecho siempre con todo joven príncipe coronado de diecisiete años a lo largo de nuestra historia. El Grande sería faraón del Bajo Egipto y de Tebas y Amenhotep sería corregente del Alto Egipto y de Menfis. Si este hijo también moría, la estirpe del Grande llegaría a su fin. La reina avanzó, con rapidez, hasta donde se hallaba su hijo menor.
—Bendice los órganos de tu hermano —ordenó.
—¿Por qué?
—¡Porque es un príncipe de Egipto!
—¡Y yo también lo soy! —replicó Amenhotep, con vehemencia.
La reina Tiy entornó los ojos.
—Tu hermano ha servido a este reino al unirse al ejército egipcio. Era un sumo sacerdote de Amón, consagrado a los dioses.
Amenhotep rió.
—¿De manera que lo querías más que a mí porque servía a Egipto y a los dioses?
La reina Tiy suspiró, enojada.
—Ve con tu padre. Pídele que te convierta en soldado. Con el tiempo veremos qué clase de faraón serás.
Amenhotep se dio la vuelta. Se inclinó, de pronto, frente al faraón, en medio de la solemnidad del funeral de su hermano.
—Seré un guerrero, como mi hermano. —El dobladillo de su capa blanca se arrastraba por la tierra. Los visires negaron con la cabeza—. Juntos, podemos elevar a Atón por encima de Amón. Podemos gobernar como tu padre soñó hace tiempo.
El faraón se aferró a su cetro, como si este pudiese sostener su fluctuante vida.
—Criarte en Menfis fue un error —dijo—. Tendrías que haber crecido con tu hermano, aquí, en Tebas.
Amenhotep se incorporó rápidamente. Enderezó los hombros.
—Sólo me tienes a mí, padre. —Le ofreció su mano al anciano que había conquistado tierras y países—. Tómala. Puede que no sea un guerrero, pero construiré un reino que durará toda la eternidad.
Cuando quedó claro que el faraón no iba a tomar la mano de Amenhotep, mi padre se apresuró a salvar al príncipe de semejante desaire.
—Deja que entierren a tu hermano —le sugirió, con calma.
La mirada que Amenhotep lanzó a su padre hubiese dejado helado hasta al mismo Anubis.
Nadie se atrevió a hablar hasta que no estuvimos en las barcazas, cruzando el Nilo. Las olas del río agitado ahogaban nuestras voces.
—Es inestable —declaró mi padre en el viaje de regreso a Akhmim—. Durante tres generaciones, nuestra familia les ha dado esposas a los faraones de Egipto. Pero no le daré una de mis hijas a ese hombre.
Me cubrí los hombros con la capa de lana. No hablaba de mí. Se refería a Nefertiti, mi hermana.
—Si Amenhotep es designado corregente junto a su padre, va a necesitar una esposa principal —dijo mi madre—. Serán o Nefertiti o Kiya. Si es Kiya…
Dejó la frase sin terminar, pero todos sabíamos lo que había querido decir. Si era Kiya, el visir Panahesi tendría influencia en Egipto. Convertir a su hija en reina era para él algo lógico y fácil: Kiya ya estaba casada con Amenhotep y se hallaba embarazada de tres meses. Pero si se convertía en la esposa principal, nuestra familia tendría que inclinarse ante la de Panahesi, y eso era impensable.
Mi padre acomodó su peso en el almohadón. Meditaba, melancólico. Los sirvientes remaban hacia el norte.
—A Nefertiti se le ha dicho que será una esposa real —agregó mi madre—. Se lo dijiste tú.
—¡Cuando Tutmosis estaba vivo! Cuando había estabilidad y parecía que Egipto sería gobernado por… —Mi padre cerró los ojos.
Vi la luna que se alzaba sobre la barcaza. Cuando hubo pasado un tiempo, pensé que ya podía preguntar lo que me rondaba desde tiempo atrás por la cabeza.
—Padre, ¿qué es Atón?
Abrió los ojos.
—El sol —respondió.
Miró a mi madre. Intercambiaron pensamientos, pero no palabras.
—Pero Amón-Ra es el dios del sol.
—Y Atón es el sol mismo —aclaró él.
No lo entendí.
—Pero ¿por qué Amenhotep quiere construir templos a un dios del sol del que nadie ha oído hablar?
—Porque si construye templos para Atón, los sacerdotes de Amón no harán falta.
Estaba impresionada.
—¿Quiere quitárselos de encima?
Mi padre asintió.
—Sí. Y quiere ir contra las leyes de Ma’at.
Contuve el aliento. Nadie se ponía en contra de la diosa de la verdad.
—Pero ¿por qué?
—Porque el príncipe coronado es débil —me explicó mi padre—. Porque es débil y superficial. Mut-Najmat, tendrías que aprender a reconocer a los hombres que temen a otros que tienen poder.
Mi madre le dirigió una mirada brusca. Lo que mi padre acababa de decir era una traición, pero nadie podía oírlo entre el ruido de las salpicaduras de los remos.
Nefertiti nos aguardaba. Se recuperaba de la fiebre, pero aun así estaba sentada en el jardín, reclinada al lado del estanque de nenúfares. La luz de la luna se reflejaba en sus brazos esbeltos. Se puso de pie en cuanto nos vio. Sentí una especie de triunfo por haber visto el funeral del príncipe mientras que ella no había podido ir porque estaba demasiado enferma. La culpa barrió ese sentimiento cuando vi la añoranza en su rostro.
—Bueno, ¿cómo fue?
Había pensado hacerla rabiar guardándome información, pero a la hora de la verdad no pude ser tan cruel como ella.
—Absolutamente magnífico —dije, entusiasmada—. Y el sarcófago…
—¿Qué haces fuera de la cama? —le reprochó mi madre, interrumpiéndome.
No era madre de Nefertiti. Era mi madre. La madre de Nefertiti había muerto cuando su hija tenía dos años. Era una princesa de Mitanni y había sido la primera esposa de mi padre. Por ella Nefertiti recibió su nombre, que significaba «Ha llegado la bella». Aunque éramos parientes, no había parecido entre las dos. Nefertiti era pequeña y broncínea, de cabello negro, ojos oscuros y pómulos que podías abarcar con la palma de la mano. Yo soy más alta, más oscura y tengo un rostro delgado que nunca llamaría la atención en la multitud. Cuando nací, mi madre no eligió mi nombre por mi belleza. Me llamó Mut-Najmat, que significa «Dulce niña de la diosa Mut».
—Nefertiti tendría que estar acostada —dijo mi padre—. No se encuentra bien.
Aunque tenía que reprender a mi hermana, me regañaba a mí.
—No hay que preocuparse —prometió Nefertiti—. ¿Ves?, ya estoy mejor.
Le sonrió y me di la vuelta para ver la reacción de mi padre. Le dedicó, como siempre, una mirada suave.
—De todas maneras —interrumpió mi madre—, tenías mucha fiebre, y te acostarás, quieras o no.
Dejamos que nos llevaran adentro. Cuando nos recostamos en nuestras esteras de juncos, Nefertiti se dio la vuelta. Su perfil afilado se recortaba a la luz de la luna.
—Cuenta, por favor. ¿Cómo fue la ceremonia?
—Daba miedo —admití—. La tumba era enorme. Y oscura.
—¿Y la gente? ¿Cuántas personas había?
—Oh, cientos. Quizá miles.
Suspiró. Había perdido una gran oportunidad de que la vieran.
—¿Y el nuevo príncipe coronado?
Dudé.
—Él…
Se sentó sobre su manta. Asintió con la cabeza, animándome para que prosiguiera.
—Es extraño —susurré.
Los ojos oscuros de Nefertiti brillaron a la luz de la luna.
—¿A qué te refieres?
—Está obsesionado con Atón.
—¿Con qué?
—Con una imagen del sol —expliqué—. ¿Cómo puede alguien honrar a una imagen del sol y no a Amón-Ra, que lo controla?
Ella estaba en silencio.
—¿Eso es todo?
—Es alto.
—Bueno, no puede ser más alto que tú.
Ignoré su comentario, que encerraba una crítica velada a mi cuerpo.
—Es mucho más alto. Le lleva dos cabezas a nuestro padre.
Cruzó los brazos por encima de sus rodillas y respondió:
—Entonces debe de ser interesante.
Fruncí el ceño.
—¿Qué?
No se explicó. Guardaba silencio.
—¿Qué es lo que te parece interesante? —repetí.
—El matrimonio. —Lo dijo como de pasada, echándose boca arriba mientras se cubría con la sábana de lino hasta el pecho—. Con la coronación tan próxima, Amenhotep tendrá que escoger pronto una esposa principal. ¿Por qué no puedo ser yo?
Tenía razón. ¿Por qué no podía ser ella? Era hermosa, educada, hija de una princesa de Mitanni. Sentí una puñalada, un agudo pinchazo de celos, pero también de miedo. Nunca había estado sin Nefertiti. No quería perderla.
—Vendrás conmigo. —Lo dijo en un bostezo, como si me leyera el pensamiento—. Serás mi dama principal, hasta que tengas edad para casarte.
—Mi madre no me dejaría ir sola al palacio.
—No estarías sola. Ella también vendría.
—¿Al palacio? —pregunté, sorprendida.
—Mutni, cuando eres la esposa principal, tu familia va contigo. Nuestro padre es el gran visir de esta tierra. Nuestra tía es la reina. ¿Quién se atrevería a decir que no?
En medio de la noche, una sombra alargada se deslizó cerca de nuestra habitación. Luego entró una sirvienta, que sostuvo una lámpara de aceite sobre la cabeza de Nefertiti. Me desperté y vi el rostro de mi hermana a la luz dorada, perfecto aun bajo la distorsión del sueño.
—¿Señora? —Nuestra sirvienta parecía inquieta, pero Nefertiti permaneció impasible—. ¿Señora? —insistió, en voz más alta.
Me miró y sacudí a Nefertiti para que se despertara.
—Señora, el visir Ay quiere hablar con usted.
Me senté de inmediato.
—¿Hay algún problema?
Pero Nefertiti no dijo ni una palabra. Se enfundó en su túnica y tomó una lámpara de aceite de la pared, protegiendo la llama chispeante con la mano. «¿Qué sucede?», le pregunté, pero no respondió. La puerta hizo un agudo ruido al cerrarse. Esperé, despierta, el regreso de mi hermana, y cuando volvió, la luna ya era un disco amarillo en lo alto del cielo.
—¿Dónde estabas? —Me incorporé en el jergón.
—Nuestro padre quería hablar conmigo.
—¿A solas? —No acababa de creerla—. ¿De noche?
—¿En qué otro momento duermen los ruidosos sirvientes?
Entonces lo supe, de inmediato.
—No quiere que te cases con Amenhotep.
Nefertiti se encogió de hombros, haciéndose la esquiva.
—No temo a Kiya.
—Lo que a él le preocupa es la reacción del visir Panahesi.
—Quiero ser la esposa principal, Mut-Najmat. Quiero ser reina de Egipto, como mi abuela, que fue reina de Mitanni.
Se sentó en su jergón y permanecimos en silencio, sólo alumbradas por la llama de la lámpara que había traído.
—¿Y qué dijo nuestro padre?
Se encogió de hombros una vez más.
—¿Te contó lo que sucedió en las tumbas?
—Así que se negó a besar y bendecir las vasijas —comentó, displicente—. ¿Y qué importa, si al final termino sentada en el trono de Horus? Amenhotep será el faraón de Egipto. —Lo dijo como si eso solucionara el problema—. Y nuestro padre ya ha dicho que sí.
—¿Dijo que sí? —Retiré la sábana de lino—. Pero no pudo haber dicho que sí. Siempre dijo que el príncipe era inestable. ¡Juró que nunca iba a entregarle una hija a ese hombre!
—Y cambió de opinión. —A la luz vacilante de la lámpara, vi que se recostaba y se tapaba con las sábanas—. ¿Puedes traerme un poco de zumo de las cocinas? —me preguntó.
—Es muy tarde —contesté con tono disgustado.
—Pero estoy enferma —me recordó—. Tengo fiebre.
Dudé.
—Por favor, Mutni. Por favor.
Transigí, pero sólo porque tenía fiebre.
A la mañana siguiente, los tutores terminaron temprano con nuestras lecciones. Nefertiti no presentaba síntomas ni signos de enfermedad.
—Pero no hay que ser exigentes con ella —dijo mi padre.
Mi madre no estaba de acuerdo.
—No recibirá muchas más lecciones si se casa pronto. Tendría que aprender ahora todo lo que pueda.
Mi madre no había sido criada en la nobleza como la primera esposa de mi padre, y sabía cuál era la importancia de contar con una buena educación, porque había tenido que luchar por la suya cuando era joven. Sólo era la hija de un simple sacerdote de pueblo.
Pero mi padre se mantuvo firme. Abrió las manos, con las palmas hacia arriba.
—¿Qué más tiene que aprender? Domina muy bien los idiomas y su escritura supera a la de los escribas del palacio.
—No conoce, como Mutni, las hierbas curativas —objetó mi madre.
Levanté la barbilla. Mi padre se limitó a responder:
—Ese es el don de Mut-Najmat. Nefertiti tiene otras habilidades.
Todos miramos a mi hermana que, con su túnica corta y los pies sumergidos en el estanque de nenúfares, era el centro de atención. Ranofer, el hijo de un médico local, le había traído flores. Era un ramo de lirios blancos, sujetos con hilo de cáñamo. Se suponía que era mi tutor, que me enseñaba los secretos de la medicina y las hierbas, pero pasaba más tiempo mirando a mi hermana.
—Nefertiti cautiva a la gente —dijo mi padre, con tono aprobador—. Y es más lista que aquellos que no ceden a sus encantos. ¿Para qué necesita las hierbas y la medicina, si lo que quiere es ser la guía del pueblo?
Mi madre levantó las cejas.
—Si es que la reina lo aprueba.
—La reina es mi hermana —se limitó a decir mi padre—. Aprobará a Nefertiti como esposa principal.
Pude advertir la preocupación en sus ojos. ¿Un príncipe coronado que profanaba la cámara funeraria de su hermano, un hombre que no podía controlar sus emociones? ¿Qué tipo de faraón sería? ¿Y qué tipo de marido?
Nos quedamos mirando a Nefertiti hasta que nos vio a los tres, contemplándola. Me llamó haciendo una seña con el dedo. Fui hasta el estanque, donde reían mi hermana y mi tutor.
—Buenas tardes, Mut-Najmat. —Ranofer me sonrió, y por un momento olvidé lo que quería decirle.
—Hoy probé el aloe —dije finalmente—. Curó las quemaduras de nuestra sirvienta.
—¿En serio? —Ranofer se incorporó—. ¿Y cómo lo hiciste?
—Lo mezclé con lavanda y bajó la hinchazón.
Me sonrió más.
—Señora, superas mis lecciones.
Sonreí, orgullosa, con mi habitual ingenuidad.
—Creo que lo próximo que quiero probar es…
—¿Hablar de algo interesante? —Nefertiti suspiró y se echó hacia atrás, de cara al sol—. Dime, ¿qué estaba diciendo nuestro padre?
—¿Ahora?
Dudé. No soy una buena mentirosa.
—Sí, mientras estabais ahí, espiándome.
Me sonrojé.
—Habló de tu futuro.
Se sentó. Las puntas del hermoso pelo negro rozaron su mentón.
—¿Y qué decía?
Hice una pausa. Me pregunté si debía contarle el resto. Ella aguardó.
—Y que puede ser que venga la reina —dije, al fin.
La sonrisa de Ranofer se esfumó de inmediato.
—Pero si ella viene —alzó la voz—, se irá de Akhmim.
Nefertiti frunció el ceño, mirándome por encima de la cabeza de Ranofer.
—No te preocupes —comentó con ligereza, para tranquilizar al tutor—. No sucederá nada.
Entre ellos hubo un momento de tensión. Luego Ranofer le tomó las manos y ambos se pusieron de pie.
—¿Adónde vais? —Pero Nefertiti no respondió a mi pregunta, así que me dirigí a mi tutor—. ¿Y nuestra lección?
—Más tarde. —Sonrió, pero estaba claro que sólo tenía ojos para mi hermana.
Llegaron, en efecto, rumores de que la reina visitaría nuestra villa de Akhmim. Nefertiti había estado rezando, rogando por eso, en secreto, en el altar de la familia. Había dejado jarros con nuestro mejor vino dulce a los pies de Amón y había prometido todo tipo de cosas extrañas, con tal de que él enviara a la reina a nuestra ciudad. Ahora que Amón había atendido sus súplicas, Nefertiti estaba insoportable por la excitación. Mi madre corría por la casa, regañando a los esclavos y los sirvientes, mientras Nefertiti se emperifollaba.
—Mutni, asegúrate de que las toallas estén limpias. Nefertiti, las vasijas, por favor. Encárgate de que las sirvientas las laven, todas.
Nuestras sirvientas oreaban los lienzos y los tapices orlados que colgaban de las paredes, mientras mi madre disponía nuestras mejores sillas repujadas en la sala de audiencias, que sería la primera estancia en la que entraría la reina.
La reina Tiy era la hermana de mi padre. Era una mujer dura y el descuido hogareño no le gustaba. Fregaron los azulejos de la cocina hasta sacarles brillo, aunque la reina no fuera ni a acercarse a ellos, y llenaron el estanque de lotos de peces anaranjados. Hasta Nefertiti trabajó un poco y, por una vez, inspeccionó realmente las vasijas, en vez de fingir que lo hacía. En seis días, Amenhotep el Joven sería coronado y convertido en corregente, junto a su padre, en Karnak. Hasta yo me daba cuenta de lo que significaba la visita. La reina no había ido a Akhmim en seis años. La única razón para hacer una visita en ese momento era arreglar un matrimonio.
—Mutni, ve a ayudar a tu hermana a vestirse —dijo mi madre.
En nuestra habitación, Nefertiti estaba de pie frente al cristal que reflejaba su imagen. Se quitó el cabello oscuro del rostro, imaginándose ya con la corona de Egipto.
—Así será —susurró—. Seré la reina más grande que haya tenido Egipto.
Me burlé.
—Ninguna reina será más grande que nuestra tía.
Giró sobre sus talones.
—Olvidas que existió Hatshepsut. Y nuestra tía no lleva la doble corona.
—Sólo puede llevarla un faraón.
—Aunque la tía comande los ejércitos y se reúna con los dirigentes enemigos, ¿qué obtiene? Nada. El que cosecha la gloria es su esposo. Cambiaré las cosas. Cuando sea reina, mi nombre será el que viva en la eternidad.
Sabía que era mejor no discutir con Nefertiti cuando se ponía así. Mezclé el cosmético y se lo pasé, en un frasco. Luego vi cómo se lo aplicaba. Delineó sus ojos, se oscureció las cejas. El maquillaje la hacía parecer mayor de quince años.
—¿Crees, en serio, que serás la esposa principal? —pregunté.
—¿Quién preferirá nuestra tía que dé a luz a un heredero? ¿Una plebeya —hizo un mohín con la nariz— o su sobrina?
Yo era una plebeya, pero no era a mí a quien despreciaba en ese momento. Era a Kiya, la hija de Panahesi, que sólo era hija de una noble, mientras que Nefertiti era la nieta de una reina.
—¿Puedes buscar mi vestido de lino y mi cinturón de oro?
Entorné los ojos.
—El hecho de que estés a punto de casarte no me convierte en tu esclava.
Sonrió de oreja a oreja.
—Por favor, Mutni. Sabes que no puedo hacer esto sin ti. —Miró el espejo mientras yo revolvía en sus arcas, en busca del traje que sólo se ponía en los festivales. Extraje su cinturón de oro. Protestó—. El que tiene ónix, no el que lleva turquesa.
—¿No tienes sirvientas para esto? —pregunté.
Me ignoró y estiró la mano para que le diera el cinturón. A mí, personalmente, me gustaba más el que tenía turquesa. Sonó un golpe en la puerta y luego apareció la sirvienta de mi madre, con el rostro brillante por la excitación.
—¡Tu madre dice que te des prisa, señora! —gritó—. Han visto acercarse la caravana.
Nefertiti me miró.
—Piénsalo, Mutni. ¡Serás la hermana de la reina de Egipto!
—Si es que le gustas —respondí con desgana.
—Claro que le gustaré. —Miró su figura en el espejo, sus pequeños hombros de miel y su cabello espeso y negro—. Me mostraré encantadora y dulce. ¡Piensa en todo lo que podremos hacer cuando nos mudemos al palacio!
—¡Hacemos muchas cosas aquí! —protesté—. ¿Qué tiene de malo Akhmim?
Tomó el cepilló y terminó de peinarse.
—¿No quieres ver Karnak y Menfis y ser parte del palacio?
—Nuestro padre es parte del palacio. Dice que tanta charla sobre política acaba por cansarlo.
—Bueno, allá él. Claro, como puede ir al palacio todos los días… Nosotras, sin embargo, ¿qué podemos hacer aquí? Nada más que esperar que se muera un príncipe. Es la única manera de salir y ver el mundo.
Contuve la respiración.
—¡Nefertiti!
Se rió, contenta. Mi madre apareció, agitada, en la puerta. Se había puesto sus mejores joyas y unas pesadas ajorcas nuevas, que nunca le había visto.
—¿Estás lista?
Nefertiti se puso de pie. Su vestido era fino y sentí una oleada de pura envidia por la manera en que el tejido se le ceñía en las caderas y los muslos, realzando su talle esbelto.
—Aguarda. —Mi madre levantó una mano—. Hemos de tener un collar. Mutni, ve a buscar el collar de oro.
Con la voz quebrada, pregunté:
—¿Tu collar?
—Por supuesto. ¡Ahora apresúrate! Y no te preocupes, el guardián te dejará entrar en el tesoro.
Me sorprendía que mi madre dejase que Nefertiti llevara el collar que mi padre le había dado el día de la boda. Había subestimado, por tanto, lo importante que era la visita de mi tía para ella. Para todos nosotros. Fui deprisa hasta el tesoro, que se hallaba en la parte trasera de la casa. El centinela me miró con una sonrisa. Yo, la señora, le sacaba una cabeza, pero me ruboricé.
—Mi madre quiere el collar para mi hermana.
—¿El collar de oro?
—¿Qué otro collar iba a ser?
Echó la cabeza hacia atrás.
—Bueno. Debe de ser para algo muy importante. He oído que hoy llega la reina.
Me llevé las manos a las caderas para que se diera cuenta de que estaba impaciente.
—De acuerdo, de acuerdo. —Descendió a la cámara subterránea y reapareció con el tesoro de mi madre, que algún día sería mío—. Así que tu hermana debe de estar a punto de casarse —dijo.
Alargué la mano.
—El collar.
—Será una bella reina.
—Es lo que dicen todos.
Sonrió como si conociese mi verdadera opinión al respecto. Viejo y pequeño burro entrometido. Luego extrajo el collar y se lo quité. Corrí con la pesada joya en alto, como un trofeo. Nefertiti miró a mi madre.
—¿Estás segura de que quieres que lo lleve? —Miró el oro y sus ojos reflejaron su luz.
Mi madre asintió. Lo colocó en el cuello de mi hermana. Luego las dos dimos un paso atrás. El oro nacía en el cuello de mi hermana, con un diseño de lotos, y se derramaba entre sus pechos, en pequeñas gotas de distintos tamaños. Yo estaba contenta de que fuera dos años mayor que yo. Si yo hubiese sido la primera en casarse, ningún hombre me hubiera preferido antes que a ella.
—Ahora estamos listas. —Mi madre, satisfecha, nos precedió hasta la sala de audiencias, donde ya aguardaba la reina. Podíamos oírla conversando con nuestro padre, con su voz baja, chirriante y mandona.
—Iréis cuando os llamen —dijo mi madre, deprisa—. En la mesa hay regalos de nuestro tesoro. Traedlos al entrar. Nefertiti tiene que traer el más grande.
Luego desapareció en el interior de la estancia. Nos quedamos en el pasillo, a la espera de que nos llamasen.
Nefertiti se paseaba con excitación creciente.
—¿Por qué no va a elegirme para que me case con su hijo? Soy la hija de su hermano, y nuestro padre ocupa el cargo más alto en estas tierras.
—Claro que va a elegirte.
—¿Para esposa principal? No aceptaré otra cosa, Mutni. No seré una esposa menor, relegada en un palacio, a quien el faraón visita esporádicamente. Prefiero casarme con el hijo de un visir.
—Ella te elegirá.
—Claro que todo depende de Amenhotep. —Dejó de pasearse y advertí que no se dirigía, en realidad, a mí, sino que hablaba sola—. Al final, él será quien decida. El es el que tendrá que hacerme un hijo, no ella.
Hice una mueca, impresionada por su crudeza.
—Pero nunca llegaré a verlo si antes no le gusto a su madre.
—Te irá bien.
Me miró, como si se diera cuenta, por primera vez, de que yo estaba allí.
—¿En serio?
—Sí. —Me senté en la silla de ébano de mi padre y llamé a uno de los gatos de la casa, que ronroneaba cerca—. Pero ¿cómo puedes saber que vas a amarlo?
Nefertiti me miró, desafiante.
—Porque está a punto de convertirse en faraón de Egipto —dijo—. Y estoy cansada de Akhmim.
Pensé en Ranofer y su apuesta sonrisa y me pregunté si también estaba cansada de él. En ese momento, la sirvienta de mi madre salió por la puerta doble de la sala de audiencias y el gato se escabulló.
—¿Ya tenemos que entrar? —preguntó, ansiosa, Nefertiti.
—Sí, señora.
Nefertiti me miró. Sus mejillas estaban sonrojadas.
—Ven detrás de mí, Mutni. Tiene que verme primero y enamorarse.
Entramos en la sala de audiencias con los regalos de nuestro tesoro. La sala parecía más grande de lo que recordaba. Los lagos pintados en las paredes y los azulejos que conformaban un río azul parecían más brillantes. Los sirvientes se habían esmerado y hasta habían lavado las manchas del lienzo que colgaba sobre la cabeza de mi madre. La reina estaba igual a como se la veía en las tumbas. Un rostro austero, enmarcado por una larga peluca nubia. Si Nefertiti se convertía en reina, usaría una peluca como aquella. Nos acercamos al estrado. La reina estaba allí, sentada sobre un gran almohadón relleno de plumas, en la silla con apoyabrazos más grande de la casa. Un gato negro descansaba sobre su regazo. Tenía la mano apoyada en su lomo. El gato tenía puesto un collar de lapislázuli y oro.
El heraldo de la reina dio un paso adelante y extendió el brazo, con un gesto dramático.
—Majestad: vuestra sobrina, la señora Nefertiti.
Mi hermana ofreció su regalo. Una sirvienta tomó la vasija dorada. Mi tía tocó un asiento vacío que estaba a su derecha, para indicar que Nefertiti tenía que sentarse a su lado. Mi hermana subió al estrado. Mi tía no apartaba los ojos de su rostro. Nefertiti era tan bella que hacía que hasta las reinas la mirasen intensamente.
—Majestad: vuestra sobrina, la dama Mut-Najmat.
Di un paso adelante y mi tía pestañeó, sorprendida. Miró la caja turquesa que le ofrecía y sonrió como si admitiese que, en presencia de Nefertiti, se había olvidado de mí.
—Estás muy alta —comentó.
—Sí, pero no tan grácil como Nefertiti, majestad.
Mi madre asintió, aprobando mis palabras. Había llevado la conversación hacia la razón por la que la reina visitaba Akhmim. Todos miramos a mi hermana, que intentaba no ruborizarse.
—Es bella. Creo que se parece más a su madre que a ti —le dijo la reina a mi padre.
Mi padre rió, antes de responder.
—Y tiene talento. Puede cantar. Y bailar.
—¿Pero es inteligente?
—Por supuesto. Y es fuerte. —Bajó la voz de manera significativa—. Será capaz de guiar sus pasiones y de controlarlo.
Mi tía miró una vez más a Nefertiti. Se preguntaba si sería cierto lo que decía su hermano.
—Pero si se casa con él, tiene que ser la esposa principal —agregó mi padre—. Sólo así podrá alejarlo de Atón y acercarlo a Amón y, por tanto, a una política menos peligrosa.
La reina se dirigió directamente a mi hermana.
—¿Qué opinas de todo esto?
—Haré lo que me ordenen, majestad. Tendré contento al príncipe. Y voy a darle los hijos deseados y adecuados. Seré una obediente sierva de Amón. —Sus ojos se encontraron con los míos y bajé la cabeza para no sonreír.
—De Amón —repitió la reina, pensativa—. Si mi hijo fuera tan sensato como tú…
—Es la más tenaz de mis dos hijas —dijo mi padre—. Si hay alguien capaz de llevarlo por el buen camino, es ella.
—Y Kiya es débil —admitió la reina—. No puede hacer ese trabajo. El quería convertirla en esposa principal, pero no lo permití.
Mi padre prometió:
—Se olvidará de Kiya en cuanto vea a Nefertiti.
—El padre de Kiya es un visir —advirtió mi tía—. Si prefiero tu hija a la suya, va a disgustarse.
Mi padre se encogió de hombros.
—No tendría que sorprenderse mucho. Somos familia.
Hubo un momento de duda. Luego la reina se puso de pie.
—Entonces, está todo arreglado.
Oí que Nefertiti tomaba aire, complacida. Todo había acabado tan rápido como había comenzado. La reina descendió del estrado. Era una figura pequeña, pero imponente. El gato la siguió, atado a una correa dorada.
—Espero que ella pueda cumplir tu promesa, Ay. Está en juego el futuro de Egipto —advirtió, sombría.
Durante tres días, las sirvientas corrieron de una habitación a otra guardando sábanas, ropa y joyas pequeñas en canastas y cofres. Había arcas medio vacías y abiertas por todos lados, con vasijas de alabastro, vidrio y cerámica pintada a la espera de ser envueltas y guardadas. Mi padre supervisaba la mudanza con notable placer. La boda de Nefertiti significaba que todos nos mudaríamos al palacio de Malkata, en Tebas, donde solía estar él, y que podría vernos más que antes.
—Mutni, no te quedes ahí pasmada —me advirtió mi madre—. Busca algo que hacer.
—Nefertiti también está allí sin hacer nada —delaté a mi hermana, que estaba en el otro extremo de la habitación. Se probaba ropa y sostenía unas alhajas de vidrio en las manos.
—¡Nefertiti! —dijo mi madre, bruscamente—, ya habrá tiempo de sobra para estar de pie frente al espejo en Malkata.
Nefertiti resopló, irritada. Luego cogió un montón de trajes y lo arrojó dentro de una gran cesta. Mi madre negó con la cabeza y mi hermana salió para supervisar cómo llenaban sus diecisiete arcas. Al cabo de unos instantes, oímos su voz, que venía del patio. Le decía a un esclavo que tuviese cuidado con las canastas, porque valían más que lo que habíamos pagado por él. Miré a mi madre, que suspiró. Parecía mentira que mi hermana fuera a convertirse en reina.
Todo iba a cambiar.
Dejaríamos Akhmim, aunque nos quedaríamos con la villa, pero quién sabía si alguna vez volveríamos a verla.
—¿Crees que alguna vez regresaremos? —le pregunté a mi madre.
Ella se incorporó. La vi mirar los estanques donde habíamos jugado, de niñas, con mi hermana, y nuestro altar familiar dedicado a Amón.
—Aquí hemos sido una familia. Es nuestro hogar.
—Pero ahora nuestro hogar será Tebas.
Emitió un profundo suspiro.
—Sí, es lo que quiere tu padre. Y lo que desea tu hermana.
—¿Y es lo que tú quieres? —pregunté, con calma.
Sus ojos se dirigieron a la habitación que compartía con nuestro padre. Lo extrañaba terriblemente cuando él se iba. De ahora en adelante, estaría cerca de él.
—Quiero estar con mi marido —admitió—. Y quiero lo mejor para mis hijas. —Miramos a Nefertiti, que ahora impartía órdenes a las sirvientas en el patio—. Será reina de Egipto —dijo mi madre, un poco impresionada—. Nuestra Nefertiti, de apenas quince años.
—¿Y yo?
Mi madre sonrió. Las arrugas de su cara se movieron.
—Tú serás la hermana de la esposa principal del príncipe. Eso no es cualquier cosa.
—Pero ¿con quién me casaré?
—¡Sólo tienes trece años!
Una sombra cruzó su rostro. Yo era la única hija que le había dado la diosa Tawaret. Cuando yo me casase, ya no tendría ninguna. Me arrepentí, de inmediato, de haber hablado de tal asunto.
—A lo mejor no me caso —improvisé—. A lo mejor, al final me convierto en sacerdotisa.
Asintió, pero me di cuenta de que pensaba en el momento en que se quedaría sola.