Capítulo 9
Al aproximarse el 2 del mes Pashons, ya podía reconocer a los marineros a bordo de nuestro barco. Asentían cuando yo pasaba, pero estaban cansados y abatidos, todo el día bajo el sol, con sólo agua y sopa para sustentarse. De todas maneras, siempre tenían tiempo para Ipu. Cuando ella caminaba por la cubierta, con sus grandes pendientes de oro y sus caderas que se balanceaban, los hombres le hablaban con el tono que emplean los hermanos con las hermanas, y cuando nadie los veía, se reían con toda tranquilidad, con otro tono. Pero a mí nunca me hablaban, salvo cuando murmuraban, gentilmente, «señora».
Al tercer día de viaje ya estaba aburrida. Intentaba leer, para aprender sobre los árboles que crecían en el reino de Mitanni, lejos, al norte, donde el Khabur y el Eufrates inundaban sus orillas. A los siete días de navegación, ya estaba sumida en la lectura de los tratados que Ipu había encontrado en los mercados de Tebas. A la octava noche, hasta Amenhotep estaba cansado de viajar sin pausa, y nos llevaron a la orilla para encender una fogata y estirar las piernas.
Los sirvientes reunieron leña para asar los gansos salvajes que habían capturado en el río. Comimos en las mejores vajillas de loza fina del Grande. Fue un cambio muy favorable respecto al pan duro y los higos que habíamos estado comiendo. Ipu se reunió conmigo junto al fuego, con una copa del mejor vino del faraón. En el extremo opuesto, algo así como doce fogatas más allá, los soldados se embriagaban y los cortesanos jugaban al senet. Ipu miró su copa y sonrió.
—El mejor que he probado —dijo.
Puse cara de cierta sorpresa.
—¿Mejor que el vino de los viñedos de tu padre?
Asintió y se me acercó.
—Creo que han abierto los barriles más viejos.
Contuve la respiración.
—¿Así, por las buenas? ¿Al faraón no le importa?
Miró a Amenhotep y seguí su mirada. Los cortesanos reían, Nefertiti conversaba en voz baja con nuestro padre y Amenhotep miraba el fuego. Sus labios formaban una línea delgada y los huesos de su rostro parecían de cristal en aquella luz intermitente.
—Lo único que le importa es llegar —respondió Ipu—. En cuanto llegue a Menfis, tendrá el cayado y el mayal de Egipto.
Panahesi se aproximó a nuestro círculo con Kiya, cuyo embarazo ya era evidente. Cuando se acercaron al fuego, Nefertiti giró sobre sus talones y me pellizcó el brazo.
—¿Qué hace ella aquí? —preguntó, con un tono tan airado que se hubiera dicho que yo tenía la culpa de su presencia.
Me froté el brazo.
—Viene a Menfis con nosotros, ¿recuerdas?
Pero Nefertiti no hizo caso de mi sarcasmo.
—Está embarazada. Debería permanecer en el barco.
«Y lejos de Amenhotep», hubiese querido agregar.
Una de las doncellas de Kiya colocó un almohadón de plumas en la arena y la segunda esposa se sentó frente a Amenhotep, con la mano apoyada sobre su abultada tripa teñida de henna. Tenía un aspecto suave y fresco, natural en su embarazo, mientras que, al otro lado del fuego, Nefertiti resplandecía de oro y malaquita.
—Estamos en pleno camino a Menfis —anunció Panahesi—. Llegaremos en menos de un mes, y entonces el faraón ocupará el trono en su palacio.
El grupo reunido alrededor del fuego asintió. Todos murmuraban entre sí. Nuestro padre lo miraba con atención.
—¿Marchan bien los planos para los edificios, alteza? —preguntó Panahesi.
Amenhotep se enderezó, despertando de su sopor.
—Los planos son magníficos. Mi reina tiene buen ojo para el diseño. Ya hemos hecho el boceto de un templo con un patio y tres altares.
Panahesi sonrió, indulgente.
—Si su alteza necesita ayuda… —Abrió los brazos y Amenhotep asintió, conforme con su lealtad.
—Ya tengo planes para ti. —Los cortesanos dejaron de jugar al senet en las fogatas cercanas—. Cuando lleguemos a Menfis —anunció Amenhotep—, quiero que te asegures de que el general Horemheb recaude los impuestos de los sacerdotes de Amón.
El fuego crepitaba y silbaba. Panahesi procuró ocultar su sorpresa. Miró, de inmediato, a Nefertiti. Quería saber si ella lo sabía, sin duda para calcular hasta qué punto confiaba en ella el faraón. Todos los visires comenzaron a hablar al mismo tiempo.
—Pero, majestad —se atrevió a terciar uno de ellos—, ¿eso es prudente?
Panahesi se aclaró la garganta.
—Claro que es prudente. Los templos de Amón nunca fueron gravados. Acaparan la riqueza de Egipto y la gastan como si les perteneciera.
—¡Exacto! —exclamó Amenhotep. Se dio un puñetazo en la palma de la mano.
Muchos soldados se volvieron para oír lo que decía el faraón. Miré a mi padre, cuyo rostro era una blanca máscara cortesana, pero yo sabía de sobra lo que pensaba: «El rey apenas llega a los dieciocho años. ¿Qué sucederá dentro de una década, cuando cargue con todo el poder sobre sus hombros, con la misma comodidad que si se tratase de una capa que le va bien? ¿Qué precedentes sentará, qué tradiciones echará por tierra entonces?».
Panahesi se inclinó y le dijo al rey:
—Mi hija os ha echado de menos durante estas ocho noches a bordo.
Amenhotep miró fugazmente a Nefertiti.
—No he olvidado a mi primera esposa —dijo—. Iré con ella de nuevo… cuando lleguemos a Menfis. —Miró a Kiya, que estaba al otro lado del fuego. La embarazada simulaba ignorar lo que se hablaba, incluido lo que su padre acababa de decir. Le sonrió, amorosa. «Pequeña descarada —pensé—. Sabe exactamente qué es lo que está haciendo su padre».
—¿Paseamos por la orilla? —me dijo Nefertiti, de pronto, mientras me tomaba del brazo y me sacudía.
Contuve la respiración cuando nos alejábamos. Pensaba que mi hermana estaría furiosa. Sin embargo, cuando pusimos los pies en las orillas húmedas del Nilo, escoltadas por dos guardias, me di cuenta de que estaba de muy buen ánimo. Levantó la vista hacia el despejado cielo y respiró el aire fresco.
—El reinado de Kiya en el corazón de Amenhotep ha llegado a su fin. No irá a visitarla hasta que lleguemos a Menfis.
—Faltan sólo unas pocas semanas —señalé.
—Pero la que está planeando la construcción del templo con él soy yo. Yo seré la que reine a su lado, no ella. Y pronto tendré un hijo suyo.
La miré, sorprendida.
—¿Estás embarazada?
Su rostro se apagó.
—No, aún no.
—¿Has tomado la miel?
—Y algo más. —Se rió como si estuviese achispada por el vino—. Mis sirvientes encontraron mandrágora.
—¿E hicieron zumo con ella? —Era un proceso difícil. Sólo se lo había visto a hacer a Ranofer una vez.
—Sí, lo bebí anoche. Y ahora lo que más deseo puede suceder en cualquier momento.
En cualquier momento. Mi hermana, embarazada del heredero al trono de Egipto. La miré, a la luz plateada de la luna, y fruncí el entrecejo.
—¿Pero no te asustan nada sus planes?
—Claro que no. ¿Por qué tendría que asustarme?
—¡Porque los sacerdotes pueden ponerse en contra! Son poderosos, Nefertiti. ¿Y si intentan algo, por ejemplo un asesinato?
—¿Cómo podrían hacerlo sin el ejército? El ejército está de nuestro lado. Tenemos a Horemheb.
—¿Por qué os empeñáis en hacer esto? ¿No ganaréis su enemistad para siempre? ¿Qué pensará la gente que cree en los sacerdotes? Es su oro. Es su plata.
—Nosotros vamos a liberar al pueblo de la opresión de los sacerdotes de Amón. Le daremos al pueblo lo que los sacerdotes le quitaron.
Mi voz sonó cínica hasta para mis propios oídos.
—¿Cómo?
Nefertiti miró las aguas del río.
—A través de Atón.
—Un dios al que sólo vosotros entendéis.
—Un dios que será conocido por todo Egipto.
—¿Porque, en realidad, ese dios es Amenhotep?
Me miró, pero no me respondió.
A la mañana siguiente, los criados llevaban retraso en sus tareas: habían bebido demasiado vino. Amenhotep negó a todo el mundo autorización para regresar a la orilla, la expedición en pleno debía permanecer en los barcos. Mi madre y mi padre no decían nada, ejercitaban sus piernas entumecidas en la cubierta. Siete noches después se corrió la voz, entre los barcos, de que habían muerto seis hombres de Horemheb. Los sirvientes murmuraban que sus muertes habían sido causadas por el agua y la comida contaminadas.
—¿Qué pretende el faraón? —le susurró un visir a mi padre—. Si no nos dejan buscar agua fresca en la orilla con regularidad, los hombres morirán.
Algunos decían que la enfermedad, que llamaban disentería, podría haber sido curada por un médico local si hubiesen autorizado a los hombres a desembarcar.
Dos noches después llegaron noticias de que habían muerto otros once hombres. Entonces, el general desobedeció las órdenes de Amenhotep de permanecer en su nave. Al atardecer abordó el barco real, que encabezaba la flota, y pidió una audiencia con el rey.
Levantamos la vista de nuestra partida de senet. Mi padre se incorporó con rapidez.
—No sé si querrá recibirte, general.
Horemheb no aceptaba negativas.
—Cada vez mueren más hombres y la disentería se propaga.
Mi padre dudó.
—Veré qué puedo hacer.
Desapareció dentro de la cabina. A la vuelta negó, desolado, con la cabeza.
—El faraón no quiere ver a nadie.
—Son hombres —dijo Horemheb, entre dientes—. Son hombres que necesitan ayuda. Todo lo que necesitan es un médico. ¿Va a sacrificar a sus hombres para llegar antes a Menfis?
—Sí. —Se abrió la puerta de la cabina mejor guardada y apareció Amenhotep, con su falda y su corona de nemes—. El faraón no cambia de idea. —Dio un paso adelante—. ¡Ya sabes cuál es mi decisión!
En los ojos de Horemheb brilló un relámpago de amenaza. Pensé que iba a cortarle el cuello a Amenhotep con su daga. Pero Horemheb recordó cuál era su lugar en Egipto y se acercó a la puerta.
—¡Aguarda! —grité, sorprendiéndome a mí misma. El general se detuvo—. Tengo menta y albahaca. Con ellas puedes curar a tus hombres, y no tendríamos que ir a la orilla a buscar a un médico.
Amenhotep se puso tenso, pero Nefertiti apareció oportunamente en la puerta de la cabina, detrás de él.
—Déjala ir —lo apremió.
—Puedo usar una capa —dije atropelladamente—. Nadie tiene por qué saber que viajo en uno de los barcos. —Miré a Amenhotep—. Nadie dudará de que tus órdenes de permanecer en las naves fueron obedecidas y la vida de tus hombres quedará a salvo.
—Estudió las propiedades de las hierbas en Akhmim —explicó Nefertiti—. Podría curarlos. ¿Qué sucedería si la disentería se propagara?
El general Horemheb miró al faraón, atento a su decisión.
El faraón levantó la barbilla, afectando un aire de magnificencia.
—La hermana de la esposa principal puede partir.
El gesto de mi madre era de desaprobación. Los ojos de mi padre eran ilegibles. Pero se trataba de la vida de aquellos hombres. Dejarlos morir, cuando podíamos salvarlos, equivalía a ir contra las leyes de Ma’at. ¿Qué pensarían los dioses si los hombres morían en nuestro viaje a Menfis, al inicio de un nuevo reinado? Corrí hacia mi litera y tomé el cofre de hierbas. Luego me eché encima una capa. Seguí a Horemheb, entre las sombras de la oscuridad. Una vez fuera, el viento del Nilo hacía ondear mi capa. Estaba nerviosa. Hubiese querido postrarme ante Bast, el dios de los viajes, para pedirle protección. Seguí al general, que iba delante de mí, sin decir nada. Abordamos una nave, donde los hombres sufrían. El hedor de la enfermedad era abrumador. Me tapé la nariz con la capa.
—¿Una sanadora aprensiva? —El general me hablaba irritado, con tono descortés. Dejé caer la capa, desafiante. Me guió hasta su cabina y me preguntó:
—¿Qué necesitas?
—Agua caliente y vasijas. Tenemos que poner en remojo y cocer la albahaca y la menta, para hacer una infusión.
Se retiró en busca de lo que había pedido. Inspeccioné su camarote. La cabina era, por supuesto, más pequeña que la que compartían el faraón y Nefertiti. No había nada colgado de las paredes, y eso que hacía casi veinte días que estábamos en el río. Su jergón estaba cuidadosamente doblado. Había cuatro sillas sin apoyabrazos dispuestas en derredor de un tablero de senet. Miré las piezas. Estaba claro que las negras habían ganado la última partida. Me imaginé que habría sido Horemheb, porque en caso contrario no hubiese dejado las piezas así.
—El agua está hirviendo —me dijo cuando regresó.
No me ofreció asiento. Permanecí de pie.
—Juegas al senet —dije.
Asintió.
—Tú, general, ¿jugabas con las negras? —proseguí.
Me miró con interés.
—Adivínalo. Según dicen, tú eres la sabia, señora. —Me señaló una silla con la mano.
Se sentó en otra, con los brazos cruzados sobre el pecho, a la espera de que trajeran la vasija con agua hirviendo.
—¿Cuántos años tienes?
—Catorce —respondí.
—Cuando yo tenía catorce años, estaba luchando por el Grande contra los nubios. Fue hace ocho años —dijo, pensativo.
De manera que ahora tenía veintidós. La edad, más o menos, del general Nakhtmin.
—Los catorce son una edad importante —agregó—, es el momento en que se decide el destino. —Me miró de una manera inquietante—. Serás la consejera más íntima de tu hermana en Menfis.
—No le doy ningún consejo. Ella sigue siempre sus propias ideas e intuiciones.
Puso cara de sorpresa. Me arrepentí de mi locuacidad. De pronto hubiese querido no haber dicho nada. Un soldado entró al camarote portando un gran recipiente de agua hirviendo. Lo seguía otro, con montones de vasijas.
Me quedé asombrada.
—¿Cuántos hombres están enfermos?
—Veinticuatro. Y mañana habrá más.
¿Veinticuatro? ¿Cómo había permitido Amenhotep que sucediera eso? Era la mitad de la gente del barco. Trabajé a toda prisa. Corté las hojas de menta y las coloqué en las tazas. El general observaba. Apreciaba mi trabajo. Cuando terminé, no me dijo nada. Se llevó las vasijas con vapor y me llevó por donde habíamos llegado. Pensé que no podía suceder nada más entre nosotros, pero cuando llegamos a la barca del rey se inclinó.
—Gracias, señora Mut-Najmat.
Después giró sobre sus talones y se perdió en la noche.
Los barcos de nuestra flota estaban tan cerca uno de otro que cualquier marinero podía hablar desde la popa de uno de ellos con el marinero que se situara en la proa del siguiente. Y seguramente fue así como se corrió la voz, de nave en nave, de lo que yo había hecho por los hombres de Horemheb. Por la noche, cuando los barcos atracaban, me llegaban ruegos de mujeres que intentaban aliviar su dolor mensual, o que querían detener una enfermedad o prevenir los resultados indeseables de un encuentro casual con un marinero.
—¿Quién hubiera dicho —comentó mi hermana, apostada en mi puerta— que las interminables charlas de Ranofer sobre hierbas serían de utilidad?
Busqué algunas cosas en mi caja. Le pasé a Ipu un poco de menta para el mareo en el agua y unas hojas de frambuesa para el dolor mensual, para que lo repartiera. Evitar nacimientos indeseables era más difícil. Había estudiado con Ranofer la combinación de miel y acacia, pero hacerla en su justo punto era muy complicado. Ipu envolvió las hierbas con cuidado en unas vendas de lino y escribió en los paquetes resultantes el nombre de cada mujer que había hecho la petición.
Nefertiti nos observaba.
—Deberíais cobrar por esto. Las hierbas no crecen solas.
Ipu levantó la vista y asintió.
—Yo sugerí lo mismo, señora.
Suspiré.
—A lo mejor, si tuviese mi propio jardín…
—¿Y qué sucederá cuando te quedes sin hierbas? —quiso saber Nefertiti.
Miré dentro de mi caja. Estábamos a día 20 de Pashons y ya no tenía menta. En veinticuatro horas también se acabarían las hojas de frambuesa.
—Buscaré más en Menfis.
Cuando finalmente llegamos a la capital del Bajo Egipto, las mujeres corrieron a cubierta y los hombres se agolparon cerca de ellas, para ver Menfis por primera vez. Era hermosa. Parecía una ciudad de comercios y ajetreos, que brillaba a la luz temprana del sol. Las aguas del Nilo lamían los escalones del templo de Amón. Podíamos oír los gritos de los mercaderes que descargaban los barcos en los muelles. Los templos de Apis y de Ptah se elevaban por encima de los edificios más altos. Sus techos dorados brillaban al sol. Nefertiti miró con los ojos bien abiertos.
—¡Es magnífico!
Amenhotep no se inmutó.
—Aquí crecí —dijo—, junto a mi abuelo y a las esposas indeseadas. Y a la parte menos importante del tesoro.
Los sirvientes descargaron los barcos. Trajeron los carros del faraón para que él y su corte cubrieran en ellos la breve distancia que mediaba hasta el palacio. Había miles de personas que se apiñaban en las calles. Arrojaban pétalos, saludaban con ramas y coreaban los nombres de los reales personajes. El sonido se hizo tan fuerte que tapaba el ruido de los caballos y los carros.
Amenhotep se henchía con el nuevo amor del pueblo.
—Te adoran —le dijo Nefertiti al oído.
—¡Que me traigan dos cofres con oro! —Los visires no pudieron oír el grito de Amenhotep entre el ruido de los caballos y, sobre todo, el clamor de la multitud entusiasmada. Se dirigió a Panahesi, que detuvo los carros. Entonces gritó por segunda vez—. ¡Dos cofres con oro!
Panahesi se apeó de su carro y corrió de vuelta a la barca. Retornó con siete guardias y dos cofres. Cuando la gente se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder, enloqueció.
—¡Por la gloria de Egipto! —Amenhotep tomaba puñados de deben y los arrojaba a la masa. Los egipcios, turba poseída por una repentina demencia, se apretujaban a su alrededor y sus cantos se volvieron casi animales. Nefertiti echó la cabeza hacia atrás y rió, tomando, a su vez, montones de anillos y arrojándolos a la multitud.
El gentío comenzó a correr detrás del carro del rey. Los soldados de Horemheb le bloqueaba el paso con sus lanzas. Cuando atravesamos las puertas del palacio, la multitud era incontrolable. Había cada vez más personas, pero los cofres ya estaban vacíos.
—¡Quieren más! —gritó Nefertiti, viendo a las mujeres que se lanzaban a través de la entrada.
—Entonces, ¡que les den más! —gritó Amenhotep. Trajeron un tercer cofre. Mi padre levantó la mano.
—¿Os parece prudente, majestad? —Miró, directamente, a Nefertiti—. Se matarán entre ellos en mitad de la calle.
Panahesi dio un paso adelante.
—Yo digo que es prudente, y que traigan un cuarto cofre, majestad. Te adorarán.
Amenhotep se rió, jubiloso.
—¡Un cuarto cofre! —gritó.
Trajeron el cuarto cofre y arrojaron los deben de oro entre las rejas de la entrada. Horemheb daba órdenes a sus hombres. Les gritaba que arrestaran a cualquier ciudadano o esclavo que intentara trepar por los muros.
—¡Se están peleando! —Me agarré a la túnica de mi madre, horrorizada.
—Sí. —Amenhotep sonrió—. Pero sabrán que los quiero.
Fue de los jardines hacia las salas del palacio. Los sirvientes le pisaban los talones.
Mi padre, enojado, dijo:
—No se puede comprar el amor del pueblo. Terminará por darte la espalda.
Amenhotep dejó de caminar. Nefertiti hizo un gesto conciliador: apoyó su mano en el brazo de su marido.
—Mi padre tiene razón. Me parece que es demasiado.
Panahesi se acercó, furtivamente, a Amenhotep.
—Pero la gente hablará durante meses del gran faraón Amenhotep el Generoso.
Amenhotep ignoró la preocupación de mi padre.
—¡Que nos lleven a nuestras habitaciones! —Cumpliendo las órdenes de Amenhotep, nos enseñaron nuestras alcobas nuevas.
Como de costumbre, la habitación del faraón estaba en el centro del palacio. Llevaron allí las ropas de Nefertiti. Los sirvientes de Menfis miraron con los ojos abiertos como platos, pero los criados de Malkata sabían bien qué era lo que tenían que hacer. El visir Panahesi y mis padres fueron alojados alrededor de un patio ubicado a la izquierda del patio del rey. Yo quedé a la derecha de Nefertiti, en una recámara aparte, separada de ella sólo por un pasillo. En diez días llegaría el ejército de tierra, compuesto por casi tres mil hombres. Serían alojados en sus propios cuarteles, que eran unas estancias situadas fuera del palacio, pero dentro de las murallas de la ciudad. En los barcos habían muerto casi doscientos de los soldados que habían viajado con nosotros.
En mi nueva habitación, ubicada en el patio del rey, miré la cama dorada, con sus imágenes talladas de Bes, el diminuto dios protector que espantaría a los demonios. La habitación era grande, con mullidos almohadones de plumas en cada rincón. Había vasijas de vidrio sobre los arcones bajos de madera de cedro. El techo estaba sostenido por columnas con forma de flores de loto. Ipu ya estaba colocando mis pertenencias en un rincón. Había visto que puse la caja de hierbas en la parte más fresca de mi habitación en Malkata, y ahora hacía lo mismo. Hasta se tomaba el trabajo de colgar hojas de mirra, de color ambarino, tal como lo hacía yo, para endulzar la recámara con su aroma. Tarareaba mientras trabajaba. Nefertiti apareció, sonriente, en la puerta.
—Ven a ver esto. —Prendió mi brazo en el de ella y me condujo a la cámara real. Di un paso atrás, sonriendo de oreja a oreja, y me quedé con la boca abierta.
Nunca había visto una habitación semejante. Estaba embaldosada y pintada de forma exquisita, decorada con estatuas de oro que honraban a los dioses egipcios más poderosos. Desde una amplia ventana, en una arcada, podían verse los cuidados jardines del palacio y tres avenidas de árboles que descendían hasta el Nilo. Había una habitación para las pelucas. Estaba perfumada con lotos. Otra magnífica estancia estaba acondicionada para que trabajase Merit. Entré en esa segunda habitación. Todo estaba aún en preparación: bolitas de incienso para llevar bajo los brazos, rizadores de cabello, pinzas, jarras de perfume y vasijas con kohol ya mezclado con aceite de dátiles de palmera. Había un espejo de mano, hábilmente tallado con la forma, mitad de cruz, mitad de lazo, del ankh. Los arcones con cosméticos llenaban los espacios disponibles. En el balcón, las cortinas se mecían con la brisa. Las lámparas tenían incrustaciones de marfil y obsidiana.
Amenhotep se sentó en un rincón, atento a mi expresión.
—¿Contamos con la aprobación de la hermana de la esposa principal del rey? —preguntó, mientras se ponía de pie y tomaba el brazo de Nefertiti para que ella tuviese que soltar el mío—. Tu hermana te busca siempre antes que a nadie.
Me incliné.
—Es hermoso, alteza.
Tomó asiento y acomodó a Nefertiti en su regazo. Ella rió y me hizo señas para que me sentara frente a ellos. Luego dijo, contenta:
—Mañana, Maya, el constructor, comenzará el templo.
Tomé asiento.
—¿El templo de Atón?
—Claro, de Atón —confirmó Amenhotep—. El 26 de Pashons el ejército comenzará a recaudar impuestos de los sacerdotes. El primer día de Payni se iniciará la construcción propiamente dicha. Cuando terminemos el templo, no necesitaremos sumos sacerdotes. Nosotros nos convertiremos en sumos sacerdotes. —Se dirigió, triunfal, a mi hermana—. Tú y yo…, los dioses hablarán por nuestras bocas.
Retrocedí. Era una blasfemia. Nefertiti no dijo nada y eludió mi mirada.
La cena en el Gran Salón fue un caos. Aunque era como el de Tebas, la confusión convertía la imponente estancia en una locura de gente apresurada. Parecía el mercado. Los sirvientes les hacían reverencias a los escribas y desairaban a los cortesanos, porque aún no conocían los rostros de la nobleza tebana. Sólo habían concurrido unos pocos visires de Egipto. Ni siquiera estaba Panahesi. Probablemente seguía en sus habitaciones, atento a sus trajes. Las mujeres venían a darme las gracias por las hierbas. Eran damas que no había visto antes. Todas querían saber si seguiría llevando acacia conmigo, y decían que me pagarían, encantadas, por ella. También por las hojas de frambuesa, si estaba decidida a proveerlas.
—Deberías hacerlo, señora —me alentó Ipu—. Puedo buscarte las hierbas que quiera en el puerto y en otros lugares. Puede que no tengas un jardín, pero si me dices qué es lo que necesitas…
Pensé un poco. No sólo se trataba de acacia y frambuesa. Las mujeres también pedían otras hierbas, otros productos. Aceite de flor de azafrán para el dolor muscular y la salud del pelo, higo y sauce para el dolor de muelas, mirra para las curaciones… Podía cosechar algunas plantas cuyas semillas tenía guardadas en cofres, pero Ipu tendría que encontrarme el resto.
—De acuerdo —dije, dudando.
—¿Y les cobrarás?
—¡Ipu! —Ahogué un grito.
Pero ella aún me miraba.
—Las mujeres del harén del faraón cobran por el lino que tejen. Y tu padre no trabaja gratis porque preste los servicios a la familia real.
Me moví, incómoda.
—Sí, puede que cobre.
Ella sonrió, retirando mi silla.
—Volveré con todo, mi señora. Mis padres estaban en la mesa real. Desde ese momento, Nefertiti comería con Amenhotep en lo alto del estrado, abarcando, con su vista, toda la sala. Esa noche, como no había asientos asignados, Maya, el arquitecto, se sentó junto a nosotras bajo el trono de Horus. El y su esposa parecían cortados con la misma tela. Los dos eran egipcios altos, con ojos atentos.
—El faraón quiere comenzar a construir un templo para Atón —dijo Maya, a modo de advertencia, y mi padre suspiró.
—¿Te ha dicho algo más?
El arquitecto, nervioso, miró disimuladamente hacia Nefertiti y Amenhotep, que lo observaban todo distraídamente, enfrascados como estaban en su conversación sobre templos e impuestos. Maya bajó la voz.
—Sí, me ha dicho más. En dos días, el ejército comenzará a cobrar impuestos a los templos de Amón.
—Los sacerdotes no estarán contentos por tener que entregar lo que les ha pertenecido durante siglos.
—Entonces, el faraón los matará —respondió Maya.
—¿Ha ordenado eso?
El mejor arquitecto de todo Egipto asintió, solemne.
Mi padre se puso de pie. Empujó la silla.
—Hay que avisar al Grande.
Dejó la Sala de Audiencias con mi madre pisándole los talones. Esa fue la primera vez que la pareja real del estrado reparó de verdad en algo que no fueran ellos mismos. Nefertiti me hizo una seña con el dedo para que me acercara a los tronos.
—¿Adónde ha ido nuestro padre? —preguntó.
—Se ha enterado de que queréis comenzar a construir en poco tiempo —dije, prudente—. Ha ido a hacer preparativos para allanar el camino.
Amenhotep se removió, para acomodarse en el trono.
—Hice bien al elegir a tu padre —le dijo a Nefertiti—. Cada siete días tendremos reunión de la corte en la Sala de Audiencias. Dejaremos que Ay se ocupe de los emisarios extranjeros y de cuantos egipcios vienen con sus peticiones.
Mi hermana me miró con aire satisfecho e hizo un gesto de aprobación.