Capítulo 29

El dios con cabeza de chacal descendió sobre Egipto cuando aún había bailes en la calle y miles de dignatarios en el palacio. Al principio acechó por los callejones, de noche, atrapando a los albañiles de la tumba del faraón. Después se volvió más audaz y merodeó el barrio de los panaderos a pleno día. Cuando el pánico alcanzó, finalmente, el palacio, nadie en Amarna podía negar lo que todos habían visto.

Anubis había llegado con la Muerte Negra en sus fauces.

El sexto día del Durbar mi padre entró en la Sala de Audiencias para darle la noticia al faraón. En los patios abiertos que daban al río seguían los bailes.

—Alteza —dijo mi padre, y la gravedad de su voz ahogó la risa de Nefertiti.

—Acércate. —Akenatón sonrió abiertamente—. ¿Qué sucede, visir?

El rostro de mi padre permanecía serio.

—Hay noticias de plaga en el barrio de los albañiles, majestad.

Akenatón miró a Nefertiti.

—Imposible —susurró—, le sacrificamos doscientos bueyes a Atón.

—Han muerto once trabajadores en las tumbas.

Algunos dignatarios se alejaron del estrado y Nefertiti susurró:

—Han debido de ser los hititas.

—Sugiero que vuestra majestad permanezca en cuarentena en el palacio del norte.

—¿En el palacio de la segunda esposa? —gritó Nefertiti.

—No. Nos quedaremos aquí. —Akenatón se mostró firme.

Miró la Sala de Audiencias. El horror de la plaga había paralizado a la corte. En los salones exteriores había música, pero la risa de las mujeres se había silenciado.

—Alteza —intervino mi padre—, reconsidera si es sabio quedarse en el palacio. Al menos los hititas serán puestos en cuarentena. Cualquiera que venga del norte debe ser enviado…

—¡No enviarán a nadie afuera! —estalló el faraón—. El Durbar no ha terminado. —Hasta los músicos guardaron silencio. El se dio la vuelta y les ordenó—: ¡Seguid tocando!

Comenzaron a interpretar una melodía de inmediato. Panahesi fue deprisa hacia la base del estrado. No lo había visto llegar.

—Podemos hacer una ofrenda especial en el templo —sugirió.

Akenatón le sonrió, desairando a mi padre.

—Muy bien. Y Atón protegerá esta ciudad.

—Pero que cierren las puertas de la ciudad —imploró mi padre—. No se puede permitir la entrada o salida de nadie.

Nefertiti estaba de acuerdo.

—Tenemos que clausurar las puertas.

—¿Y dejar que nuestros invitados crean que hay plaga?

Mi padre dijo, con calma:

—Lo sabrán pronto. El barrio de los panaderos también ha sido infectado.

Hubo un momento de silencio horrorizado y luego todos los dignatarios comenzaron a hablar a la vez. Una oleada de cortesanos se apiñó frente al estrado, para saber qué hacer y adonde ir. Akenatón se puso de pie y mi familia se reunió a su alrededor. Tiy, mi madre y Nefertiti estaban allí.

—Volved a vuestras habitaciones —le ordenó mi padre a la corte—. Regresad a los aposentos y no salgáis.

—¡Yo soy el faraón y nadie regresa a sus aposentos!

Nefertiti lo contradijo.

—¡Haced lo que dice el visir!

Nuestra familia atravesó la sala. Hasta los pasos de Tiy eran rápidos. Cuando llegamos a un rincón, dimos la vuelta para encaminarnos a las habitaciones reales, pero Akenatón se negó a seguir adelante.

—Tenemos que prepararnos para esta noche.

Nefertiti se enfureció y me di cuenta de que temblaba de miedo.

—¿Quieres prepararte para una fiesta en medio de la epidemia? ¿Quién sabe quién está enfermo? ¡Puede ser toda Amarna!

—¿Y queremos que nuestros enemigos nos vean en estado de debilidad? —la desafió Akenatón—. ¿Que vean que hay problemas en medio de nuestra celebración? —Ella no respondió—. Entonces yo mantendré la fiesta y nadie olvidará por qué ha venido. Por la gloria de Atón. Esto será lo que recordará la historia.

Nefertiti lo vio perderse en el Gran Salón y recordé aquel viaje en barco, de hacía muchos años, cuando mi padre había dicho: «No es estable». Mi hermana miró hacia arriba y vio las estatuas con su propia imagen y la de su familia. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Se suponía que sería glorioso.

—Tú invitaste a los hititas y sabías que estaban infectados —respondí.

—¿Y qué podía hacer? —me contestó bruscamente Nefertiti—. ¿Podía impedirlo?

—Tú también querías traerlos.

Movió la cabeza. Su respuesta podía ser un sí o un no.

—La gente va a culparnos —dijo cuando llegamos a sus habitaciones—. Culparán a nuestra devoción por Atón. —Cerró los ojos, anticipando el drama que se desarrollaría en las calles de Amarna y por todo el reino—. ¿Y qué sucederá si el mal llega al palacio? —preguntó—. ¿Y si destruye todo lo que hemos construido?

Pensé en Ipu, que una vez me había dicho que su padre había utilizado menta para mantener a las ratas alejadas del sótano, y que así había conseguido que ninguno de sus trabajadores muriera con la plaga.

—Utiliza menta —le dije—. Usa menta y ruda. Llévala alrededor del cuello y cuélgala de todas las puertas.

—Deberías irte, Mut-Najmat, estás embarazada. —Nefertiti se secó las lágrimas—. ¡Y estabas tan desesperada por tener un hijo!

—Ni siquiera estamos seguros de que sea la plaga —dije, esperanzada.

Mi padre me miró atentamente antes de entrar en las habitaciones reales.

—Es la plaga.

De todas maneras, siguió la celebración. La noche estuvo llena de arpistas y velas de loto. Había cien bailarinas que brillaban a la luz de la hoguera, lanzando reflejos de oro y plata. Entre los invitados había tensión, pero nadie se atrevía a nombrar la plaga entre las columnas del Gran Salón de Amarna. El aroma del azahar flotaba en el aire nocturno, entre los pilares, y en el patio los invitados se reían, nerviosos, a viva voz. Nakhtmin me llevó un plato con la mejor carne y comimos mientras allí abajo Anubis rondaba las calles. Las mujeres coqueteaban y los hombres jugaban al senet. Los sirvientes llenaban una copa de vino tinto tras otra. Cuando terminaba la noche, hasta yo me había olvidado del miedo a la muerte. Sólo a la mañana siguiente, cuando varios cientos de invitados olieron una dulzura empalagosa en el aire, el aroma infecto de la peste, todos pensamos en lo que sucedía en la ciudad.

El mensajero regresó y contó lo que había visto ante la Sala de Audiencias, que estaba llena.

Mientras bebíamos y bailábamos, mil pobres yacían, pudriéndose, en sus camas.

—¡Sellad el palacio! —gritó Akenatón.

Los guardias nubios se apresuraron a aislar el palacio del faraón del resto de la ciudad.

—¿Y qué hay de los sirvientes que están haciendo compras? —preguntó mi padre.

—Si no se encuentran en el palacio, morirán en las calles.

Nakhtmin me habló.

—Es nuestra última oportunidad, Mut-Najmat, podemos regresar a Tebas ahora. Podemos escapar.

Me aferré al borde de mi silla.

—¿Y dejar a mi familia?

—Ellos han elegido quedarse, Mut-Najmat.

Sus ojos me mecieron, recordándome aquella noche junto al río.

Mi padre se acercó y posó las manos sobre mis hombros.

—Estás embarazada. Tienes que pensar en tu hijo.

El golpeteo entrecortado de los martillos empezaba a llenar el aire. Cerraban las puertas, clausuraban las ventanas. Si la enfermedad entraba, se extendería por todas las habitaciones. Me llevé las manos a la barriga como si así pudiese proteger a mi hijo del horror. Miré a mi padre.

—¿Y tú?

—Akenatón no se irá. —La voz de mi padre era solemne—. Nos quedamos con Nefertiti.

—¿Y nuestra madre?

Mi madre tomó el brazo de mi padre en busca de apoyo.

—Nos quedamos juntos. No creo que la plaga llegue al palacio.

Pero en sus ojos había incertidumbre. Nadie sabía por qué llegaba la plaga, ni a qué casa ni a quién mataba.

Miré a Nakhtmin. El ya sabía cuál sería mi decisión. La decisión que siempre habría tomado. Asintió, comprensivo, tomándome la mano.

—La plaga también puede estar en Tebas.

Nos reunimos, tranquilos, en la Sala de Audiencias. Todos los dignatarios extranjeros, fueran de Rodas o de Mitanni, habían sido expulsados. Sólo trescientas personas se amparaban entre las columnas macizas del palacio. Kiya y sus doncellas merodeaban por un rincón. Panahesi le hablaba al faraón al oído. Casi nadie se movía. Nadie hablaba. Parecíamos prisioneros que esperaban ser enviados a su ejecución.

Miré a los sirvientes, que lloraban. Un escriba al que había visto muchas veces en los pasillos del Per Medjat estaba sin su esposa. Me pregunté dónde se hallaría ella cuando el faraón decidió sellar el palacio sin previo aviso. A lo mejor se encontraba en el templo dando gracias por algo o de visita en casa de su anciana madre. Ahora tendrían que esperar a que pasara la plaga en casas separadas y confiar en que Anubis no se los llevara. Eso o reunirse en el Más Allá.

Apreté la mano de Nakhtmin y él me apretó la mía con ternura, mirándome a la cara.

—¿Tienes miedo? —le pregunté.

—No. El palacio es el lugar más seguro de Amarna. Está por encima de la ciudad y lejos de las casas de los trabajadores. La plaga tendría que atravesar dos murallas para llegar hasta nosotros.

—¿Crees que en Tebas estaríamos mejor?

Dudó.

—Es posible que la plaga haya llegado hasta Tebas.

Pensé en Ipu y en Djedi. En ese momento podían estar enfermos, encerrados en su casa, sin nadie que les llevara comida o algo para beber. ¿Y el pequeño Kamoses? Nakhtmin me apretó el hombro.

—Tomaremos nuestras hierbas y nos protegeremos lo mejor que podamos. Estoy seguro de que Ipu y Djedi están bien.

—Y Bastet.

—Y Bastet también.

—¿Es verdad que los hititas han traído esto? —susurré.

La mirada de Nakhtmin era dura.

—Sobre las alas del orgullo del faraón de Egipto.

Mientras fuera los egipcios morían a miles, fui llevada, temprano, a la sala de partos.

El pabellón que había utilizado mi hermana estaba fuera, así que las mujeres se apresuraron a llenar la sala con imágenes protectoras del sol. Cuando comenzaron los dolores, Nefertiti me deslizó una imagen de Tawaret en la mano, para que la escondiese entre las almohadas mientras gritaba. Las comadronas pidieron kheper-wer y albahaca para ayudarme a empujar y más tarde, cuando gritaron que les llevasen clavo oloroso, supe que mi hijo era un regalo de Tawaret y que sería el último.

—¡Ya llega! —gritaron las comadronas—. ¡Ya viene! —Y arqueé la espalda para dar el empujón final.

Cuando mi hijo finalmente se decidió a venir al mundo, el sol casi se había puesto. No hubo nada en su nacimiento que fuera auspicioso. Era un hijo de la muerte, un hijo del sol poniente, un hijo nacido en medio del caos mientras fuera los juerguistas del Durbar del faraón morían en las calles: primero tenían el olor de miel en el aliento, luego descubrían una hinchazón en las axilas y las ingles, los pulmones se ponían negros y rezumaban. Pero allí, dentro, las parteras me ponían a mi hijo en brazos, gritando: «¡Un niño, un niño sano, señora!». Lloró fuerte, como para incomodar a Osiris, y mi hermana salió deprisa de la sala de partos para decirles a mi marido y mi padre que los dos habíamos sobrevivido.

Toqué el penacho de pelo oscuro de la cabeza de mi hijo y lo apreté contra mis labios.

—¿Cómo lo llamarás? —me preguntó mi madre.

Cuando Nakhtmin entraba en la sala de partos dije Baraka, «Bendición inesperada».

Durante dos días sólo fui consciente del éxtasis de la maternidad. De nada más. Nakhtmin era una compañía permanente a mi lado. Me vigilaba por si aparecían los primeros síntomas de fiebre o por si el pequeño Baraka comenzaba a toser. Llegó hasta a prohibir a los sirvientes que tuvieran contacto con nosotros, por si alguno de ellos tenía la plaga. Al tercer día, cuando le pareció que estábamos en condiciones de dejar la cama, ordenó que nos mudaran a nuestra habitación, donde podía protegernos de las idas y venidas de los visitantes del palacio.

El espectro de Anubis estaba en todos los rostros. Los criados se arrastraban, en silencio, por los pasillos del palacio. Lo único que rompía la quietud de las habitaciones de huéspedes era el llanto de Baraka. Nefertiti había ordenado que decorasen nuestras habitaciones con abalorios dorados, el color brillante de la piel de mi hijo, y las damas de la corte también habían recolectado abalorios de sus tocados y los habían trenzado. Con eso ocuparon su tiempo mientras éramos prisioneros en el palacio. Meritatón, Meketatón y Ankhesenpaatón habían pintado, con sus paletas, imágenes alegres en la parte baja de las paredes. Los abalorios colgaban de todos los rincones y de los pilares de madera. Habían echado mirra en los braseros de todo el palacio y sentí su aroma espeso, que llenaba toda la habitación, cuando entré por primera vez. Mi hermana miró a Baraka y me pareció percibir un destello de rencor en sus ojos, pero cuando vio que la miraba, se iluminó con su mejor sonrisa.

—Ya te he encontrado una nodriza que puede darle de mamar cuando pasen tus tres días.

Había pensado en alimentarlo yo misma.

—¿Quién es ella? —pregunté, con recelo.

—Heqet, la esposa de un sacerdote de Atón.

—¿Y estás segura de que no es portadora de la plaga?

—Por supuesto que lo estoy.

—Pero ¿cómo sé que su leche es buena?

—No estarás pensando en amamantarlo tú misma, ¿no? —me preguntó Nefertiti—. ¿Quieres que tus pechos cuelguen por encima de la barriga cuando él tenga tres años?

Miré a mi hijo. Vi sus labios fruncidos y su profunda satisfacción. Era mi único hijo y no tendría otro. ¿Por qué no alimentarlo, al menos hasta que terminara la plaga? ¿Quién sabía qué podía portar la nodriza en su interior cuando había tanta gente muriéndose? Pero debía tener en cuenta algo más. Si me desgastaba amamantándolo, ¿qué sucedería si la plaga entraba en el palacio y yo estaba demasiado débil para combatirla? Baraka se quedaría sin madre. Nakhtmin se quedaría viudo y solo para criar a un hijo. Nefertiti me miraba.

—Trae a Heqet —dije—. Dejaré de amamantar a Baraka dentro de dos días. —Acaricié su pequeña nariz con la yema de mis dedos y sonreí—. Entiendo por qué hiciste esto cinco veces, Nefertiti.

Mi hermana arrugó la frente.

—Tú lo disfrutas más que yo entonces.

La miré desde mi cama.

—Pero tú siempre estabas contenta.

—Porque había sobrevivido —dijo Nefertiti, con franqueza—. Y estaba viva para intentar tener un hijo varón. —Sus ojos se posaron sobre Baraka—. Pero ahora no necesitaré ninguno. Soy faraona y Meri será faraona después que yo.

Me senté en los almohadones, haciendo gemir a Baraka.

—¿Nuestro padre sabe esto?

—Por supuesto. ¿Quién más querría él que lo fuera? ¿Nebnefer?

Pensé en Kiya y Nebnefer, que estaban al otro lado del palacio. Toda la corte de Amarna —escultores, sacerdotes, bailarines, sastres— había acudido al palacio en tropel en busca de un refugio.

En ese momento colmaban las habitaciones que rodeaban la Sala de Audiencias. Cualquiera que tuviese influencia o un trabajo en el palacio podía quedarse, pero la comida no era infinita.

—¿Qué haremos si la plaga dura más que los víveres? —pregunté.

—Mandaremos a buscar más —dijo Nefertiti, con ligereza.

—No tienes que mentir para tranquilizarme. Sé que no hay muchos sirvientes con ganas de salir del palacio. Nakhtmin me contó que anoche un mensajero fue hasta la ventana para informarle de la muerte de trescientos trabajadores. Trescientos —repetí—. Son dos mil personas ya las que han muerto desde el Durbar.

Nefertiti se movió, incómoda.

—No tendrías que pensar en eso, Mut-Najmat. Tienes un hijo…

—Y si no sé la verdad, no podré protegerlo. —Me incorporé en los almohadones—. ¿Qué está sucediendo, Nefertiti?

Se sentó en una silla, cerca de mi cama. Sus mejillas perdieron color.

—Hay motines en las calles.

Contuve la respiración y acuné a Baraka entre mis brazos hasta que empezó a llorar.

—No hay nada que los detenga. Quieren tomar la prisión y liberar a Horemheb —dijo—. El ejército está en cuarentena. Sólo hay unos pocos soldados…

—El general puede haber muerto. Habrá epidemia en las cárceles…

—Pero si no ha sucumbido, podrán liberarlo. Y él encabezaría una revuelta contra nuestra familia. Estaríamos perdidos. —Dudó—. Todos menos tú. Nakhtmin te salvaría.

—Eso nunca, Nefertiti, los dioses están contigo. Eso nunca sucedería.

Me sonrió con ironía. Me di cuenta de que pensaba en la plaga que le había pisado los talones en cuanto comenzó el Durbar, cuando ascendió al trono más grande de la tierra. Si los dioses estaban con ella, ¿por qué había plaga?

—Entonces, ¿qué haremos? —Miré a Baraka.

Su vida breve e inocente podía acabarse antes de haber empezado. Pero ¿por qué harían eso los dioses? ¿Por qué darme un hijo después de tanto tiempo, para quitármelo?

—¿Qué cree nuestro padre que tendríamos que hacer?

—Cree que tendríamos que enviar mensajeros a Menfis y Tebas. Para advertirles.

—¿No les han advertido? —grité.

—Hemos cerrado las puertas —contestó—, nadie puede irse. Están selladas. Si enviamos mensajeros a Tebas, ¿qué pensará la gente, tan poco tiempo después del Durbar?

Miré las ventanas clausuradas.

—No avisarles es algo que va en contra de todas las leyes de Ma’at —dije.

—Akenatón no lo hará.

—Entonces tienes que hacerlo tú —le dije—, ahora eres faraona.

Pagaron con oro a seis hombres del palacio para que llevaran mensajes a Menfis y Tebas, avisando de la situación apremiante de Amarna: los hititas habían llevado la plaga al Durbar del faraón, y ya se había cobrado dos mil vidas.

No había suficientes tumbas para todos los muertos. Hasta los ricos eran arrojados en fosas comunes, anónimos para la eternidad. Algunos corrían peligro de muerte al salir para colocar amuletos de sus seres queridos en la tierra, con tal de que Osiris pudiese identificarlos. Por la noche yo tenía pesadillas con esas fosas. Cuando me despertaba llorando, Nakhtmin me preguntaba qué era lo que me atormentaba en los sueños.

—Soñé que Osiris no podía encontrarme, que estaba perdida para toda la eternidad, que nadie se tomaba el trabajo de escribir mi nombre en mi tumba.

Mi marido me acariciaba el pelo y me juraba que eso no iba a suceder, que él lo arriesgaría todo para colocar un amuleto en la palma de mi mano antes de que me enterrasen.

—Júrame que no harás eso —le rogué—. Júrame que si muero por la plaga, dejarás que se lleven mi cuerpo, con o sin amuleto.

Sus brazos se cernieron, protectores, sobre mí.

—Por supuesto que no te llevarían sin identificación para los dioses. Nunca dejaría que eso suceda.

—Pero tendrás que dejarme ir. Porque si yo muriera y tú enfermaras, ¿quién cuidaría de Baraka?

—No hables así.

—Todo Amarna está muriendo, Nakhtmin. ¿Por qué ha de permanecer inmune el palacio?

—¡Porque estamos protegidos! Por nuestras hierbas, por nuestra ubicación en la colina. Estamos por encima de la plaga —dijo en su vano intento de convencerme.

—¿Y si la gente sublevada entra en el palacio y la trae?

Estaba sorprendido por mi falta de confianza.

—Entonces los soldados los harían retroceder, porque aquí están protegidos y alimentados.

El quejido de Baraka rompió la quietud de la mañana y Nakhtmin se puso de pie para consolarlo. Miró a su hijo con ternura y lo colocó, con cuidado, en mi pecho.

—Mañana nuestro hijo tendrá una nodriza.

—Nefertiti ha enviado noticias de la plaga a Menfis y Tebas —le conté.

Nakhtmin me miró atentamente.

—Akenatón nunca hubiese hecho eso. Quizá aprenderá, gracias a esto, una vez que haya terminado la plaga.

—¿Cómo sabes que terminará?

—Porque siempre pasa. Sólo es cuestión de cuántas personas se lleve Anubis antes de que termine.

Temblé.

—Nefertiti dijo que en las calles hay motines.

Nakhtmin me miró, con gesto grave.

—¿Por qué te ha dicho eso?

—Porque yo quería saber lo que pasa. Porque yo nunca le mentí y sabe que quiero lo mismo a cambio. Tendrías que habérmelo dicho.

—¿Para qué?

—Imagina mi sorpresa si los amotinados entrasen en el palacio. No hubiese sabido qué sucedía. Necesito estar al tanto por si es necesario esconder a nuestro hijo.

—No entrarán en el palacio —dijo Nakhtmin, firme—. El ejército del faraón está afuera. Comen la misma comida que comemos y toman las mismas hierbas. A pesar de su estupidez, Akenatón sabe que es mejor no arriesgarse a perder su ejército o sus guardias nubios. Estamos a salvo —me aseguró—. Y si entraran, yo te protegería.

—¿Y si entran con Horemheb? —pregunté, y por su expresión pensé que él también había pensado en eso.

—Entonces Horemheb les diría que no te toquen.

—¿Porque es tu amigo?

Nakhtmin apretó los dientes. Ese tipo de preguntas no le gustaban.

—Sí.

—¿Y Nefertiti? —pregunté.

No me respondió.

Bajé la voz.

—¿Y mis sobrinas?

Tampoco respondió a eso. En cambio, un mensajero llamó a la puerta y solicitó nuestra presencia en la Sala de Audiencias.

—Más juegos de senet —predijo Nakhtmin, pero no se trataba de eso.

Mi padre nos había llamado para informarnos de que habían muerto tres mil egipcios.

—Comenzad a almacenar pan en vuestra habitación desde este momento —nos dijo a los que estábamos reunidos en la sala—. Y agua en vasijas. La plaga durará más que nuestros víveres.

En el salón, mi padre se dio la vuelta para mirar los tronos vacantes y las mesas de ébano. En una hora, la sala se llenaría de bailarinas y Akenatón ordenaría a los emisarios que jugasen al senet.

—Una cáscara vacía —dijo, con calma—. Besaron sus sandalias, como quiso, y ahora la gente muere en la calle, a sus pies.

Cuando el cocinero entró gritando en la Sala de Audiencias, supimos que la Muerte Negra había llegado al palacio. El sudor empapaba su rostro.

—Hay dos aprendices enfermos —gritó—. Hay muerte en las cocinas. Ha muerto la esposa del panadero… y cinco ratas.

Las partidas de senet se detuvieron. Los dedos del arpista se congelaron de espanto. El hombre que trajo la noticia, gordo, aterrado, buscaba palabras.

Fue como si hubiesen soltado a Anubis dentro del palacio.

Nakhtmin me tomó por los hombros.

—Regresa a nuestra habitación. Lleva a Heqet y su niño, sella la puerta y no dejes que nadie entre hasta que oigas mi voz. Voy en busca de agua fresca.

Las mujeres se apresuraron y los hombres se dieron prisa para salir. Mis ojos se encontraron con los de Nefertiti y pude sentir su horror mientras Amarna se le iba de las manos. Un estruendo de cristales rotos nos hizo apartar la mirada. Los hombres y las mujeres trataban de huir de la Sala de Audiencias. Si la plaga estaba en el palacio, era una sentencia de muerte para todos los que se encontraban en él. Akenatón se levantó del trono y llamó a sus guardias, gritando que nadie debía abandonarlo, pero el pánico crecía y era incontrolable. Se dirigió a Maya, que estaba a los pies del estrado.

—Te quedarás —le ordenó.

El rostro de Maya se puso gris. Su ciudad, la ciudad de ellos, un tributo a la vida, se había convertido en un monumento a la muerte. En medio del pánico, alguien ordenó que enviaran los niños a la guardería. Todos los menores de dieciséis años debían estar protegidos en la sala más apartada del palacio.

—¿Quién los cuidará? Alguien tiene que cuidarlos —gritó mi padre. Pero el caos era demasiado grande. Ningún guardia dio un paso adelante. Tiy se presentó. Su rostro estaba ceniciento, pero calmo.

—Yo me ocuparé de la guardería.

Mi padre asintió.

—Ordenad a los guardias que refuercen el sellado de las ventanas —le dijo a Nefertiti—. Matad a cualquiera que quiera abrirlas. Quien lo haga estará poniendo en peligro nuestras vidas.

—¿Y eso qué importa? —chilló una mujer—. La plaga ya está en el palacio.

—En las cocinas —dijo mi padre, de inmediato—. Puede contenerse.

Pero nadie le creyó.

—¡Tú! —gritó Akenatón, señalando a una noble que había empujado a un niño a la libertad a través de una ventana y se preparaba para salir. Tomó el arco y la flecha de uno de sus guardias—. Si das un paso más, morirás.

La mujer miró al niño. Se movió para buscar al pequeño y llevarlo de regreso. Oímos el silbido de una flecha. En la Sala de Audiencias estalló un grito colectivo y luego se hizo el silencio. La mujer cayó hacia delante y su hijo gritó. Akenatón bajó el arco. «¡Nadie se va del palacio!», gritó. Akenatón puso otra flecha en el arco y apuntó a la multitud, que seguía inmóvil y en silencio. Nefertiti se puso de pie detrás de él y le bajó el arma.

—Nadie va a irse —le aseguró.

La gente la miró con los ojos abiertos, temerosos.

Akenatón se enfrentó a los sacerdotes, que cayeron al suelo en signo de obediencia.

—Los que abran una ventana o manden un mensaje bajo la puerta serán enviados a las cocinas para morir. ¡Guardias! —ordenó—. Matad a todos los cocineros y aprendices, que no quede nadie con vida en las cocinas, ni siquiera los gatos. —Buscó con la mirada al hombre que había llevado la noticia de la plaga y lo señaló—. Comenzad por él.

Los guardias fueron veloces. Se llevaron al hombre, que gritaba, por la puerta de la Sala de Audiencias, casi antes de que pudiese rogar por su vida. Mi familia miró a Nefertiti.

—Regresad todos a las habitaciones —dijo—. El que presente síntomas de la plaga debe tomar carbón del brasero y dibujar con él un ojo de Horus en la puerta. Recibiréis comida una vez al día. —Miró a mi padre, que asintió, de acuerdo con ella, y alzó la voz, que sonó más confiada—. Los sirvientes sacarán la comida de los almacenes de los sótanos, no de las cocinas. Nadie debe aventurarse a salir de sus habitaciones hasta que el palacio se libre de la plaga, en quince días.

Panahesi dio un paso adelante, ansioso por convertirse en protagonista.

—Tendríamos que hacer un sacrificio —anunció.

Akenatón estuvo de acuerdo.

—Un plato de carne y una vasija con el mejor vino de Amarna en todas las puertas —declaró.

—¡No! —Fui rápidamente hacia el estrado—. Tenemos que colgar guirnaldas de menta y ruda en todas las puertas, pero sólo eso.

Akenatón me miró.

—¿La hermana de la esposa principal cree que sabe más que el sumo sacerdote de Atón?

La mirada de Nefertiti era feroz.

—Entiende de hierbas y sugiere la ruda en vez de la carne podrida.

La voz de Akenatón se volvió recelosa.

—¿Y cómo sabes que no trata de librarse de la hermana y el cuñado? Podría tomar el trono para ella y su hijo.

—Todas las puertas tendrán una guirnalda de menta y ruda —ordenó Nefertiti, ignorándole.

—¿Y el sacrificio? —Panahesi insistió ante los dos faraones.

Akenatón se enderezó.

—Que esté en las habitaciones de los que quieran la protección de Atón —dijo, en voz alta—. Los que deseen sufrir la ira del gran dios —sus ojos y los míos se encontraron— no lo harán.

La salida de la Sala de Audiencias se hizo en silencio. El grupo se dispersó. Nefertiti tocó mi mano.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a regresar a la habitación con Baraka, voy a sellar la puerta y no dejaré entrar a nadie.

—Porque no podemos estar todos juntos, ¿no? —preguntó—. Meter a toda la familia en una habitación sería arriesgarlo todo.

En su voz había miedo. Se me ocurrió pensar que era la primera vez en que realmente sólo tendría a Akenatón y a nadie más. Nuestros padres irían a sus habitaciones y Tiy cuidaría de los niños.

Estiré el brazo y le di la mano.

—Podemos sobrevivir sólo si nos separamos —dije.

—¿Pero cómo lo sabes? Podrías morirte por la plaga y yo no me enteraría hasta que un sirviente dibujara el ojo de Horus. Y mis hijas… —su pequeño cuerpo pareció todavía más pequeño—, estaré totalmente sola.

Era su mayor miedo. Tomé su mano y la apoyé en mi corazón.

—Vamos a estar todos bien —le aseguré—. Y te veré dentro de quince días.

Fue la única vez que le mentí.

La Muerte Negra asolaba el palacio y Panahesi ponía ofrendas de carne salada en la puerta de todos los que querían la bendición de Atón. Iba por los pasillos con su abrigo de leopardo y sus grandes anillos de oro, seguido por sacerdotes jóvenes que cantaban alabanzas a Atón con sus voces altas y dulces.

Mientras los jóvenes cantaban, Anubis hacía estragos.

Cuando Panahesi se presentó a nuestra puerta, Heqet le ordenó que se fuera.

—¡Espera! —Abrí la puerta para enfrentarme a él. Nakhtmin y la nodriza gritaron—. ¿Has puesto una ofrenda en la guardería? —le pregunté.

Hizo a un lado su capa de leopardo y se encaminó a la puerta contigua.

—¿Has puesto una ofrenda en la guardería? —insistí.

Me miró, condescendiente.

—Por supuesto que sí.

—Quítala. No pongas una ofrenda allí. Te daré lo que quieras —dije, desesperada.

Panahesi me miró de arriba abajo.

—¿Y qué querría yo de la hermana de la esposa principal del rey?

—De la hermana de la faraona —respondí.

Sus labios se curvaron.

—Mi nieto duerme en la guardería. ¿Crees que envenenaría a la esperanza del trono de Egipto con tal de matar a seis niñas insignificantes? Entonces eres tan tonta como había creído.

—¡Cierra la puerta! —gritó Heqet desde atrás—. Cierra la puerta, señora —rogó otra vez, con su hijo y el mío en brazos.

Vi cómo Panahesi se alejaba por el pasillo con sus vasijas llenas de carne. Cerré la puerta de nuevo. Esparcí ruda y menta debajo de la puerta y sellé la hendidura.

Pasaron dos días y en los salones del palacio no había signos de la Muerte Negra. No había ojos dibujados con carbón en ninguna puerta. A la tercera noche, cuando ya pensábamos que el palacio estaba protegido, Anubis se detuvo a comer en todas las habitaciones que tenían una ofrenda para Atón.

Los gritos de una joven sirvienta estremecieron los salones silenciosos al amanecer. Corría al pasar junto a las habitaciones reales, gritando cosas sobre el ojo de Horus.

—Un niño, cerca de las cocinas —gritaba, aterrada—, y el jefe de la caballeriza. ¡Todos los que le hicieron una ofrenda a Atón! Dos embajadores de Abydos, uno de Rodas. ¡Podemos olerlo desde nuestras habitaciones!

—¿Y ahora qué? —susurré, apostada detrás de nuestra puerta.

Nakhtmin respondió:

—Veremos lo que pasa. Espero que la muerte sólo visite a aquellos que le hicieron ofrendas a Atón.

Sin embargo, cuando la gente de Amarna vio los carros fúnebres yendo al palacio, la furia se desató en la ciudad. Si el dios del faraón no protegía el palacio de Amarna, ¿por qué iba a proteger al pueblo? Sin importar el riesgo que corrían, los egipcios tomaron las calles, elevando cánticos a Amón y destrozando las imágenes de Atón. Se apiñaron contra las puertas del palacio para que les dijeran si el Faraón Hereje seguía vivo. Me acerqué a nuestras ventanas selladas y oí los gritos.

—¿Oyes cómo lo llaman? —susurré.

Los ojos de Heqet se abrieron de miedo. Respondió:

—El Faraón Hereje.

—¿Y oyes lo que hacen?

Oímos el ruido de piedra que caía y de martillos. Estaban destrozando el rostro de las estatuas de Akenatón y cantaban exigiendo la destrucción de Amarna. «¡Quemadla!, ¡quemadla!».

Alcé a Baraka y lo estreché contra mi pecho.

Al mediodía llegó la comida. Cuando Nakhtmin abrió la puerta, dio un paso atrás, sorprendido. Una nueva sirvienta estaba allí de pie, con nuestra comida, temblando y llorando.

—¿Qué sucede? —le preguntó, alarmado.

—¡La guardería! —gritó ella.

Le di mi hijo a Heqet y corrí hacia la puerta.

—¿Qué ha pasado?

—Todos han sido alcanzados —gritó, sosteniendo una canasta preparada para nosotros—. ¡Todos los niños están infectados!

—¿Quiénes? ¿Quiénes han sido tocados? —grité.

—Los niños. Las princesas mellizas han fallecido. La princesa Meketatón se ha ido. Y Nebnefer, señora… —Se tapó la boca con las manos como si tuviera que retener las palabras que pugnaban por salir.

Nakhtmin tomó a la joven del brazo.

—¿Murió?

Las rodillas de la sirvienta se aflojaron.

—No, pero está enfermo, con la plaga.

—Danos nuestra comida y cierra la puerta —dijo él.

—¡Espera! —supliqué—. Nefertiti y mis padres ¿tienen el ojo de Horus?

—No —susurró la joven—, pero la faraona preferirá estar muerta cuando se entere de que sus seis princesas han quedado reducidas a tres.

Retrocedí, espantada.

—¿No se lo han dicho?

La joven apretó los labios. Lloraba cada vez más. Negó con la cabeza.

—Sólo usted lo sabe, señora. Los sirvientes le temen a él.

A Akenatón. Me agarré a la puerta para no ir al suelo. Tres princesas y, dentro de poco, el príncipe de Egipto. Y si la plaga había llegado a la guardería, ¿qué pasaba con Tiy y con Meritatón y Ankhesenpaatón? Nakhtmin cerró la puerta. Heqet se puso de pie de inmediato.

—No deberíamos probar la comida.

—No se contagia por la comida —respondió Nakhtmin—. Si así fuera, ya estaríamos todos muertos.

—Alguien tiene que rescatar a los sobrevivientes —dije.

Nakhtmin se quedó mirando la habitación donde dormía nuestro hijo.

—Alguien tiene que rescatar a la reina y a Meritatón —repetí—. Ankhesenpaatón…

—Está perdida. —Los ojos de mi esposo estaban lúgubres.

—¡Pero está viva! —protesté.

—No podemos hacer nada por ella. Por ninguno de ellos. Si ya murieron tres princesas, la guardería tiene que estar en cuarentena.

—Pero podemos separar a los que están sanos. Podemos llevarlos a una habitación separada y darles una oportunidad.

Nakhtmin negaba con la cabeza.

—El faraón les quitó sus oportunidades cuando invitó a los hititas y escuchó a Panahesi —dijo, fríamente.

Dieron la noticia de la muerte de las princesas mellizas, de la pequeña Neferuatón, de tres años, y de Meketatón, de ocho.

Las campanas resonaron en los patios y se oían gritos en el palacio. Las mujeres lloraban e invocaban a Atón para que detuviera la maldición que había descendido sobre el palacio de Amarna. Un sirviente vino y nos dijo que habían enviado a los guardias nubios al rescate de las princesas que quedaban y de la reina, pero que para Nebnefer ya era demasiado tarde. Cerré la puerta. Oímos los cantos más allá de los muros del palacio. Nunca habían sido tan fuertes.

—Saben que la plaga está dentro del palacio —dijo Nakhtmin— y piensan que si los hijos del faraón han sido llevados al Más Allá, debe ser un castigo por algo que él ha hecho.

Los cánticos no cesaron en tres días. Podíamos oír a los egipcios enfurecidos que imploraban piedad en nombre de Amón y maldecían al Faraón Hereje que había atraído la plaga. Me quedé cerca de la ventana y apoyé mi cara contra la madera, con los ojos cerrados. Oí los gritos, las salmodias contra el rey: «Nunca será conocido como Akenatón, el Constructor. Lo llamarán el Faraón Hereje por toda la eternidad». Pensé en lo que sentiría Nefertiti, sola en su habitación, al enterarse de la noticia de que sus hijas habían muerto. Cada vez que miraba a mi hijo, recostado en el pecho de Heqet, los ojos se me llenaban de lágrimas. Era tan pequeño, demasiado pequeño para luchar contra algo tan grande. Por la noche lo abrazaba y trataba de agradecer a los dioses el tiempo que pasaba con él.

Durante el día, oíamos el paso de los carros fúnebres fuera del palacio. Dejábamos nuestras apacibles partidas de senet cuando pasaban las carretas. Nos preguntábamos de quién sería el cuerpo que desvestirían para luego enterrarlo, en el anonimato, por toda la eternidad, sin ningún sello, ni siquiera un ushabti, para contarle a Osiris quién había sido esa persona el día en que el dios regresara a la tierra. Rogaba a los sirvientes que nos llevaban la comida que me consiguieran más ruda, pero todos decían que en el palacio no quedaba nada.

—¿Buscaste en los sótanos? Puede estar almacenada con el vino. Mira los barriles y lee los nombres que hay escritos en ellos.

—Lo siento, pero no sé leer, señora.

Tomé un lapicero de caña y tinta de mi caja y escribí el nombre de la hierba en el reverso de uno de mis papiros médicos. Dudé, pero finalmente le llevé el trozo de papel a la mujer que estaba en el pasillo y se lo puse en la mano.

—Esta es la hierba. Busca este nombre entre los barriles. Si lo encuentras, toma un poco y colócalo debajo de tu puerta. Llévales todo lo que puedas a mi hermana y a mis padres. Tráenos el resto a nosotros. Si hay otro barril, que se lo repartan los que siguen vivos.

Asintió, pero antes de que se fuera le pregunté:

—¿Qué te dan para que camines entre estos salones marcados por la muerte?

Me miró; sus ojos estaban como hechizados.

—Oro. Todos los días me pagan con oro. Guardo los brazaletes y las monedas en mi habitación. Si sobrevivo, se lo daré a mi hijo para que se prepare y prospere como escriba. Si me ataca la Muerte Negra, hará con él lo que quiera.

Pensé en Baraka y sentí que se me cortaba el aliento.

—¿Dónde está tu hijo?

Pareció que las arrugas de su rostro se iluminaban.

—En Tebas. Sólo tiene siete años. Lo enviamos lejos cuando nos enteramos de la llegada de la plaga.

Dudé.

—¿Muchos sirvientes enviaron sus hijos a Tebas?

—Sí, señora. Todos pensamos que tú también tendrías que haberlo hecho. Y la reina…

Se detuvo al ver la expresión de mi rostro, preguntándose si no había hablado demasiado.

—Gracias —susurré—. Si encuentras la ruda, tráela de inmediato.

Al otro día se presentó con una cesta llena de hierbas.

—¿Señora? —Golpeó la puerta con fuerza y Nakhtmin entreabrió, para verle la cara—. ¿Puedes decirle a la señora que encontré las hierbas e hice lo que me dijo? Puse un poco debajo de mi puerta y le llevé una cesta llena al visir Ay.

Nakhtmin me llamó con la mano y ocupé su lugar en la puerta, dejándola un poco abierta.

—¿Y la reina?

La mujer dudó.

—¿La faraona NeferNeferuatón-Nefertiti?

—Sí. ¿La tomó? —La mujer bajó la cabeza y comprendí de inmediato—. El faraón Akenatón… Le temes… Por favor, ve y colócala debajo de su puerta. Ella entenderá.

La mujer ahogó un grito.

—¿Y si alguien me ve?

—Si alguien te pregunta algo, di que lo pusiste por indicación de mi hermana. El faraón estará encerrado. Nunca se enterará. —La mujer retrocedió y le toqué el brazo—. Nadie dirá lo contrario. Y si el faraón le pregunta a la reina, ella sabrá que fui yo y dirá que ella misma dio la orden.

Pero la mujer seguía dudando y al fin caí en la cuenta de lo que quería.

Fruncí el ceño, con toda seriedad.

—No tengo nada para darte.

Miró el brazalete que tenía puesto. No era de oro, pero estaba hecho con piedras de turquesa. Era un regalo de Nefertiti. Me lo quité y lo deposité, bruscamente, en sus manos.

—La pondrás en todas partes.

Metió el brazalete en su cesta.

—Por supuesto, señora.

No vi a la sirvienta en los siguientes siete días. Tenía que confiar en que había hecho aquello por lo que le había pagado, todo mientras los gritos del palacio crecían en intensidad y aumentaba la sensación de fatal angustia. Podía oír a las mujeres corriendo con sus sandalias por los pasillos embaldosados. Algunas llamaban a las puertas selladas en pleno delirio. Podía imaginarme su terror. Pero mantuvimos las puertas cerradas y no salimos de nuestras habitaciones. Ya habían pasado ocho noches desde la visita de la sirvienta, cuando una mujer, cuyo hijo había muerto, golpeó, enloquecida, nuestra puerta y nos gritó, desesperada, que le abriéramos.

«No quiere morir sola», pensé, y comencé a apretar a Baraka contra mi pecho, segura de que nos quedaba poco tiempo juntos.

—No puedes abrazarlo tan fuerte, vas a lastimarlo —protestó Heqet.

Pero mi pánico iba en aumento.

—La comida no alcanzará. Si no morimos por la plaga, moriremos de hambre. ¡Y nuestra tumba no está terminada! No hemos encargado un sarcófago para Baraka.

Heqet abrió más los ojos.

—Tampoco para mi hijo —susurró—. Si morimos, lo haremos todos aquí, sin nombre.

Nakhtmin, furioso, negó con la cabeza.

—No dejaré que eso ocurra. No permitiré que eso os suceda a ninguna de las dos.

Miré a nuestro hijo.

—Tenemos que rezarle a Amón.

Heqet ahogó un grito.

—¿En el palacio del faraón?

Cerré los ojos.

—Sí. En el palacio del faraón.

Al día siguiente, cuando salió el sol, no había nuevas señales de plaga, no había nuevos ojos de Horus. Esperamos otro día, después dos, y poco a poco, cuando habían pasado siete días, y todo lo que nos quedaba para comer era pan rancio, los cortesanos comenzaron a salir de sus habitaciones.

Vi a la sirvienta que había arriesgado su vida por el oro.

Había sobrevivido a la Muerte Negra. Enviaría a su hijo a la escuela para que se convirtiera en escriba. Pero había muchos otros que no fueron tan afortunados. Muchas madres, quebrantadas, salían sonámbulas de sus alcobas. Había padres que habían perdido a todos sus hijos. Vi a Maya, encorvado y más frágil que nunca. La luz se había ido de sus ojos. Cuando salimos, se corría la voz de que el faraón de Egipto estaba enfermo.

—¿Le alcanzó la plaga?

—No, señora. —La sirvienta que había puesto la ruda en la puerta de mi hermana me respondió con calma—. Es una enfermedad de la cabeza.

Las campanas del palacio sonaban para llamar a la Sala de Audiencias a los visires, cortesanos y todos los sirvientes que se habían quedado. En el salón en donde alguna vez hubo cientos de personas, sólo había ahora unas pocas decenas. Miré, de inmediato, todo el salón, buscando a mis padres.

Mawat. —Corrí a los brazos de mi madre. Lloró al ver a Baraka, abrazándolo con tanta fuerza que el niño dio un grito. Nefertiti nos miró desde su trono. No pude comprender la expresión de su rostro. Tenía la mano de Akenatón entre las suyas. A sus pies estaban sentadas Meritatón y Ankhesenpaatón. Su familia de ocho había quedado reducida a cuatro. Hasta la pequeña Ankhesenpaatón estaba sentada quieta y en silencio, enmudecida por lo que habría visto en la guardería cuando sus hermanas murieron, postradas.

—Tendríamos que irnos de Amarna —susurró mi madre—. Tendríamos que dejar este palacio e ir al de Tebas. Aquí han sucedido cosas terribles.

Pensé que se refería a la maldición de la plaga, pero cuando mi padre apretó los labios, me di cuenta de que se refería a algo más.

La miré.

—¿De qué hablas?

Nos alejamos del estrado para que no nos oyeran.

—En el séptimo día de la cuarentena, el faraón insultó al rey de Asiria.

—¿Al rey? —repitió Nakhtmin.

—Sí. El rey de Asiria envió un mensajero para solicitar tres tronos de ébano. Cuando el mensajero se presentó, vio que había plaga y dudó, pero tenía órdenes de su rey y ya había entrado en la ciudad, para luego atravesar todo el camino hasta el palacio.

—Entonces los guardias llamaron al faraón en vez de llamar a tu padre y Akenatón lo echó —dijo, de pronto, mi madre—. Con un regalo.

Nakhtmin oyó el timbre ominoso de la voz de mi madre y miró a mi padre.

—¿Qué tipo de regalo?

Mi padre cerró los ojos.

—El brazo de un niño, deformado por la plaga. De la guardería.

Di un paso atrás. El rostro de Nakhtmin se puso muy serio.

—Los asirios tienen muchas tropas —advirtió, abatido.

Mi padre asintió. Su tono de voz era implacable.

—Avanzarán contra Egipto.

Mis ojos se encontraron con los de mi madre. Estaba pálida.

—Es demasiado peligroso estar aquí —sentenció Nakhtmin y me di cuenta de que la decisión de quedarnos ya no estaba en mis manos.

Habíamos sobrevivido a la Muerte Negra. Amón no sería tan generoso cuando los asirios cayeran sobre Egipto. Me miró.

—Ya no podemos hacer nada.

—Por favor, espera hasta el funeral —rogó Nefertiti.

—Nos iremos esta noche. Los asirios estarán a las puertas de Egipto y tu ejército no está preparado para detenerlos.

—Pero esta noche habrá un funeral —dijo, susurrando desesperada—. Quédate conmigo. Son mis hijas, tus sobrinas.

Dudé al mirarla a los ojos. Le pregunté, con calma:

—¿Qué han hecho con sus cuerpos?

Nefertiti tembló.

—Los prepararon para quemarlos.

Me tapé la boca.

—¿No habrá entierro?

—Fueron víctimas de la plaga —dijo, con furiosa crudeza, pero noté que su enojo no estaba dirigido a mí.

Pensé en Meketatón y en la pequeña Neferuatón, en las llamas alzándose a su alrededor mientras las quemaban en una pira. Princesas de Egipto.

—Pero nos iremos a Tebas en cuanto termine —dije, finalmente—. Si nuestros padres son inteligentes, traerán a Tiy y se vendrán con nosotros.

Nuestra tía estaba enferma, pero no por la plaga. Era una enfermedad del corazón. Había cuidado la guardería que Anubis tomó cruelmente por asalto. Vio cómo sus nietos enfermaban y morían.

Meketatón, Neferuatón, Nebnefer. Y hubo otros: los hijos e hijas de ricos hombres de negocios y de escribas. Cuando fui a verla, los ojos me ardían por las lágrimas.

—Ven con nosotros —le rogué—. ¿No quieres cuidar tu jardín? —Negó tristemente con la cabeza y me dio la mano.

—Dentro de poco cuidaré el jardín de la eternidad.

En ese momento, Nefertiti me miraba, negando con la cabeza.

—Nuestro padre no irá a ningún lado —dijo—. No me dejará.

—La gente está enojada —le advertí—. Mueren a causa de la plaga y culpan a los faraones por eso. Creen que Atón les ha dado la espalda.

—No quiero oír eso. No quiero oír eso ahora —dijo.

—¡Entonces lo oirás cuando sea demasiado tarde!

—¡Puedo solucionarlo!

—¿Cómo? ¿Qué harás cuando el rey de Asiría abra su regalo? ¿Crees que los reinos del este no están enterados de la imprudencia del faraón? ¿Por qué crees que le escriben a nuestro padre y no a él?

—Él tiene visiones… Visiones de grandeza, Mut-Najmat. Quiere que lo quieran… mucho.

—Igual que tú.

—No es lo mismo.

—No, porque él haría cualquier cosa por eso. Y tú eres racional. Tú eres la hija de nuestro padre y por eso él te prefiere. —Quiso interrumpirme, pero yo proseguí—. Es por eso por lo que se quedará aquí contigo, aunque la ciudad se desmorone a su alrededor. Aun si todos nosotros muriéramos. Pero ¿vale la pena? ¿La inmortalidad tiene ese precio?

No respondió. Negué, triste, con la cabeza, y me alejé. Encontré a Nakhtmin con Baraka en el pasillo que daba a nuestra habitación.

—Heqet vendrá con nosotros —dijo—. Ninguna barca entra o sale de Amarna. Podemos ir a caballo y luego buscar una embarcación fuera de la ciudad. No nos acercaremos a las casas de los trabajadores. Cabalgaremos directamente hasta las puertas y los hombres nos dejarán pasar —dijo, confiado.

—Pero no podemos irnos hasta bien entrada la noche —le dije—. Habrá un funeral. Sé lo que vas a decir, pero no puede afrontarlo sola. No puede.

—¿Entonces será una pira funeraria? —preguntó.

Asentí.

—La pequeña Neferuatón… —Me temblaron los labios y miré a Baraka, que estaba en los fuertes brazos de su padre—. No sé cómo puede soportarlo.

—Lo soporta porque es fuerte y porque no puede hacer otra cosa. Tu hermana no es tonta, aunque apoye a Akenatón. Y no está flaqueando.

—Yo no podría soportarlo —dije, y él puso su mano debajo de mi mentón, levantándolo para que lo mirara a los ojos.

—Nunca tendrás que hacerlo. Te llevo lejos de aquí, lo quieras o no.

—Después del funeral.

Cuando el cielo se oscureció, sonaron las campanas y los sacerdotes de Atón que habían sobrevivido a la plaga se reunieron en el patio del palacio de Amarna. Todos llevábamos guirnaldas de ruda. Los sirvientes, nerviosos, habían hecho una pira —la plaga podía merodear aún en cualquier rincón—, y nosotros permanecimos juntos, con velos sobre la cara. Las mujeres lloraban. Mi madre se apoyaba en mi hombro. Mi padre estaba de pie al lado de Nefertiti. Los dos eran como torres fuertes y desafiantes. El llanto de Kiya era insoportable. Su embarazo estaba muy adelantado y me sorprendió que hubiese sobrevivido a la plaga estando tan débil.

Pero el pequeño Baraka también había sobrevivido.

La vi llorar con sus sollozos profundos, que partían el corazón, y pensé que era muy cruel que estuviese casi sola, apenas acompañada por algunas pocas mujeres que quedaban. Panahesi estaba cerca de la pira, vestido con su traje de ceremonias. Nefertiti le daba la mano a Akenatón, temerosa de soltarlo.

—¿Crees que están con Atón? —preguntó Ankhesenpaatón.

Era una niña distinta, hosca y retraída.

—Creo que están con Atón. —Tragué saliva al mentir—. Sí, lo creo.

Miró las llamas que habían comenzado a encenderse en el lado más lejano de la pira funeraria. Habían envuelto los cuerpos con sábanas de lino rociado con ruda. Las llamas se elevaban al cielo, envolviendo a las princesas. La carne ya crepitaba y chisporroteaba. El olor era acre. Las ropas del príncipe Nebnefer se prendieron fuego y el sudario que cubría su cuerpo se desintegró, dejando el pequeño rostro al descubierto. Un grito estremeció el patio. Panahesi sostuvo a Kiya. Akenatón miró a sus esposas dolientes y algo se rompió en su interior.

—Esto es por culpa de los seguidores de Amón —gritó—. Nos han traicionado. Este es el castigo de Atón —chilló, ya sin cordura alguna—. ¡Traed un carro! —Sus guardias nubios retrocedieron—. ¡Un carro! —gritó—. Iré a todas las casas y derribaré sus puertas en busca de los falsos dioses. Están adorando a Amón en mi ciudad. ¡En la ciudad de Atón!

Estaba loco. La furia desfiguraba su rostro.

Nefertiti lo agarró del brazo.

—¡Basta! —gritó.

—Voy a destruir a las familias que tengan dioses falsos en sus casas —juró.

Libró su brazo de la mano de Nefertiti. Se echó la capa hacia atrás y saltó al carro que le habían llevado. Los dos caballos piafaron, inquietos, y él levantó el látigo. «¡Guardias!», ordenó, pero ellos, asustados, dieron un paso atrás. En la ciudad aún había plaga y nadie quería arriesgar la vida. Cuando Akenatón se dio cuenta de que nadie iría con él, ordenó que abrieran las puertas de todas maneras.

—¡Las dejarán cerradas! —La voz de Nefertiti retumbó.

Los guardias miraron a los dos faraones, sin saber a cuál obedecer. Entonces, Akenatón galopó hacia las pesadas puertas de madera y Nefertiti chilló:

—¡Abrid! ¡Abrid las puertas! —No quería que se estrellara.

Akenatón no se detuvo. Las puertas se abrieron a tiempo para dejar pasar al faraón de Egipto y su carro descontrolado. Después, se perdió en la noche mientras las llamas ascendían cada vez más alto en el patio, envolviendo los cuerpos de sus hijos.

Nefertiti se acercó a la luz. Llevaba el mayal y el cayado del poder en la mano derecha. Apretó el puño de la izquierda.

—¡Traedlo sano y salvo!

Los guardias vacilaron.

—Soy la faraona de Egipto. Traedlo —alzó la voz—. ¡Antes de que Amarna quede destruida!

Una sirvienta salió llorando del palacio. Todos los que estábamos en el patio nos dimos la vuelta al mismo tiempo.

La joven cayó frente a Nefertiti.

—Alteza, la reina madre ha fallecido.

La expectación del patio se convirtió en histeria. Mi padre corrió al lado de Nefertiti y le hablaba deprisa.

—Si vuelve, puede traer la plaga. Tenemos que liberar a los habitantes del palacio. Busca las barcas y déjalos salir de la ciudad. Los sirvientes se quedarán. Tus hijas…

—Tienen que irse —dijo Nefertiti—. Mut-Najmat puede llevárselas.

Me quedé sorprendida.

—No —gritó Meritatón—, no te dejaré, mawat. No me iré de Amarna sin ti.

Mi padre intentó persuadir a Meritatón.

—No me iré del palacio —juró la niña.

Mi padre asintió finalmente.

—Envía a Ankhesenpaatón con Mut-Najmat. Pueden quedarse en Tebas hasta que Akenatón recupere el sentido. —Mi padre miró el palacio. Cerró los ojos por un instante. Fue su único respiro—. Ahora debo ver a mi hermana —dijo.

Me di cuenta del coste que el poder suponía para mi familia. Los ojos de mi padre se hundían en su rostro y Nefertiti parecía a punto de derrumbarse bajo el peso de tantas pérdidas. En ese momento, la mujer que nos había llevado al poder había fallecido. No volvería a ver sus ojos agudos o a escuchar su risa sonora en mi jardín. Ya no me miraría con aquella facilidad para leer mis pensamientos, como si estuviesen escritos en un rollo de papiro. La mujer que había reinado junto a el Grande, Amenhotep el Magnífico, la que había ocupado su lugar cuando él estaba demasiado cansado para gobernar, se había ido al Más Allá.

—Que Osiris bendiga tu travesía, Tiy —susurré.

Las mujeres chillaban y los niños correteaban por los pasillos. Iban a la Sala de Audiencias. «¡El faraón ha huido! ¡El faraón ha huido!», gritó una sirvienta, y su grito resonó en las habitaciones de servicio y en todos los pasillos. Por las ventanas abiertas, vi a mujeres que pasaban corriendo, gritándose, con los brazos llenos de ropas y joyas. «¡Los dioses han abandonado Amarna!», gritó alguien. «¡Hasta el faraón se ha ido!». Las mujeres empujaban a los niños a través del humo acre del patio, para ir hacia los muelles. Llevaban cofres con su ropa. Los hombres cargaban con los restos de las posesiones familiares. Los sirvientes huían con los cortesanos y los emisarios. Era una locura.

Mi familia corrió al interior del palacio, pero Nakhtmin me detuvo antes de llegar a la Sala de Audiencias.

—No podemos dejar a tu familia en estas condiciones —dijo—. El faraón se ha ido. Cuando la gente de fuera se entere, tu familia estará en peligro.

—Estaremos en peligro si regresa —dije, desesperada—. Podría volver con la plaga.

—Lo pondremos en cuarentena.

—¿Al faraón de Egipto?

—Estamos juntos gracias al consentimiento de tu padre —explicó—. Le debemos eso. Quédate con Baraka y Heqet. Debes estar lista para marchar en cuanto te avisen. Lleva contigo a Ankhesenpaatón. Voy a buscar a tu hermana. Tiene que estar preparada para ponerlo en cuarentena si regresa.

Los guardias entraron dando tumbos en la Sala de Audiencias. Llevaban al rey, medio inconsciente, sangrando y quemado por el fuego que él mismo había encendido en su demencial propósito de destruir las casas de su gente. Lo que quedaba de la corte se puso en movimiento.

—Llevadlo a la habitación más apartada y cerrad la puerta. Dadle comida para siete días y no dejéis que entre nadie. Nadie debe dejarlo salir, so pena de muerte. —Mi padre supervisaba la cuarentena y a su lado el visir Panahesi permanecía en silencio—. No vayas a verlo —le advirtió mi padre.

—Por supuesto que no —respondió de inmediato Panahesi.

Cuando Akenatón se dio cuenta de lo que le sucedía, las puertas ya estaban cerradas y selladas. Sus gritos podían oírse en todo el palacio. Exigía que lo liberaran, llamaba a Nefertiti y luego comenzó a rogar que fuera a verle Kiya.

—¿Hay alguien vigilando a Kiya? —preguntó mi hermana.

Kiya había sido puesta al cuidado de varios guardias. Al enterarse de que Akenatón estaba confinado en una habitación como si fuese un prisionero, comenzó a llorar. El segundo día, fue ella la que hizo saber a todo el palacio, con sus chillidos de terror, que Akenatón escupía sangre y que los olores que llegaban a los guardias por debajo de la puerta del rey eran dulces, como de miel y azúcar. Al tercer día, la tos cesó. Al cuarto, había silencio.

Pasaron seis días antes de que alguien pudiera confirmar lo que ya sabíamos.

El Faraón Hereje había sido llevado ante Anubis.

Cuando se enteró, Nefertiti se echó a llorar en brazos de nuestra madre. Luego vino a mí. Había sido un rey egoísta, un gobernante defectuoso, pero también fue su esposo y su compañero en todo. Y era el padre de sus hijas.

—Tenemos que abandonar la ciudad —dijo mi padre, entrando en la habitación con Nakhtmin a sus espaldas.

Nefertiti lo miró. Su dolor era profundo.

—Es el fin de Amarna —me susurró—. Sus ruinas serán todo lo que quedará para hablar de nosotros cuando estemos muertos, Mutni. La ciudad de Atón está sucumbiendo.

Su sueño, su anhelo de inmortalidad y grandeza serían sepultados por la arena y abandonados al desierto. Cerró los ojos. Me pregunté qué veía. ¿Su ciudad en ruinas? ¿Su esposo devastado por la plaga? Conocía los informes que llegaban de los hombres de las calles, que quemaban sus casas en señal de protesta contra Akenatón. Su imagen era destruida en toda la ciudad y borrada de las paredes de todos los templos. Ante la primera señal de plaga, Nefertiti le había ordenado a Tutmose que cerrara su taller y huyera. Era lo único que había hecho de forma desinteresada.

Ya no quedaba nada que hacer en Amarna. Había sido construida hacía poco y en ese momento la destruían.

Mi padre nos avisó, preocupado:

—Están quemando sus casas y luego será el turno del palacio si el ejército escapa. Tenemos que enterrar a Akenatón.

Nefertiti lloraba.

—Pero Panahesi se llevó el cuerpo de Akenatón al templo —dije—. Lo está enterrando ahora.

Nakhtmin se quedó helado.

—¿Qué dices que hizo?

Miré a mi esposo y a mi padre.

—Se llevó el cuerpo al templo —repetí.

Nakhtmin miró a mi padre.

—¡Buscad a Panahesi! —ordenó tajantemente mi padre a un pequeño grupo de soldados que estaba en la sala—. No dejéis que salga del palacio.

—¿Qué sucede? —pregunté, alarmada.

—La puerta de la tesorería está pegada al templo. Panahesi no ha ido a enterrar a Akenatón —dijo Nakhtmin—. Ha ido a llevarse el oro para oponerse el reinado de tu hermana. —Mi esposo le habló a Nefertiti—: Debes sacar a Horemheb de la cárcel. Libera al general, los hombres lo seguirán, o te arriesgarás a que Panahesi compre al ejército con el oro de Atón. Kiya lleva un hijo en el vientre. Si se salen con la suya, todo Egipto estará perdido.

Nefertiti se quedó mirando el vacío, como si no nos viera. Las lágrimas surcaban sus mejillas. Cerró los ojos.

—Ya no me importa —dijo—. No me importa.

Pero Nakhtmin no estaba para llantos. Fue, enérgico, hacia ella y la agarró de los hombros.

—Majestad… Faraona NeferNeferuatón-Nefertiti, tu país está bajo asedio y tu corona peligra. Si te quedas aquí, morirás.

Abrió los ojos, pero no tenían vida.

—Matarán a Meritatón, o la casarán con Panahesi. La vida de Ankhesenpaatón estará perdida —añadió Nakhtmin.

Nefertiti hizo un gesto casi imperceptible. Su mirada se endureció. Reaccionaba.

—Sacadlo de prisión.

Nakhtmin asintió y luego se fue de la sala para perderse en la oscuridad.

Mi padre me habló.

—¿Confías en tu esposo?

Lo miré. Nakhtmin iba a liberar a Horemheb y juntos podían tomar la corona.

—Él nunca hará eso —le aseguré.

La rebelión se extendía en las calles. Los egipcios empuñaban sus rastrillos y sus guadañas. Reunían todas las armas que podían. A cada hora entraba un sirviente en la Sala de Audiencias trayendo noticias: habían atacado el templo de Atón, en la colina, marchaban hacia el palacio, querían que les restituyeran a sus dioses, querían volver a Tebas, exigían el incendio de Amarna.

Kiya estaba sentada en una silla, a los pies del estrado. Su rostro era una máscara de agonía. Traté de imaginarme lo que sentía. Era la segunda esposa de un faraón muerto. Su hijo no tendría padre. Y cuando llegara, si era un varón, sería una amenaza para la corona de Nefertiti.

El único que podía salvarla de su destino era Panahesi.

Se abrieron las puertas de la Sala de Audiencias. Nakhtmin entró seguido por Horemheb. La cárcel no había tratado bien al general. Tenía el cabello largo hasta debajo de los hombros y la sombra de la barba oscurecía su rostro, pero en sus ojos había fuego, una voluntad enloquecida que no había visto antes en ningún hombre. Mi padre se puso de pie.

—¿Cuáles son las novedades?

Horemheb se adelantó.

—La gente tomó por asalto el templo de Atón. Quemaron el cuerpo del faraón, no pudo evitarse.

Mi padre miró a Nakhtmin, que agregó:

—La gente también ha tomado la cámara del tesoro por asalto. El oro está a salvo, pero han matado a siete guardias. También a Panahesi.

Se oyó un grito espeluznante. Kiya estaba de pie. Sus muslos estaban rojos de sangre.

Horemheb se acercaba al trono.

—He estado en prisión por voluntad de tu esposo, majestad.

—Y yo estoy rehabilitándote, general —dijo Nefertiti con sequedad, haciendo caso omiso de los gritos de Kiya. Sólo había tiempo para ocuparse del trono—. Tomarás el mando del ejército con el general Nakhtmin. —Reponía a mi esposo en su cargo, pero yo no podía pensar en él. Había algo más urgente: la sangre de Kiya fluía, espesa y rápida.

—¡Mi caja! —grité—. ¡Que alguien me la traiga!

—¿Y cómo sé que no vas a traicionarme? —le preguntó Horemheb a ella.

—¿Cómo sé yo que tú no vas a traicionarme a mí? —replicó Nefertiti.

Les dije a los sirvientes que buscaran agua y unos lienzos.

—El reinado de Atón ha terminado —agregó Nefertiti—. Te compensaré por lo que has perdido. Tráeme a mi gente para que pueda anunciarles que empieza un nuevo reinado.

—¿Y los hititas? —preguntó Horemheb.

—Lucharemos. —Mi hermana empuñó el mayal y el cayado—. ¡Los borraremos de la faz de Egipto!

Me apresuré a hacer una almohada con telas para Kiya.

—Respira —le dije.

Miré la Sala de Audiencias y me di cuenta de que nos habían abandonado. Sólo quedaban siete sirvientes, los leales que no habían huido a Tebas.

—¡Tenemos que llevarla a otra habitación! —grité, y los sirvientes me ayudaron a hacerlo.

—Por favor, no dejes que mate a mi hijo. —Kiya se agarró a mi mano con tanta furia que me forzó a mirarla a los ojos—. Por favor.

Supe a quién se refería.

—Ella nunca… —Las palabras murieron entre mis labios.

Los sirvientes la llevaron a una habitación de huéspedes y la recostaron en la cama, con almohadas detrás de la cabeza.

—No tenemos una silla de partos —dije—. No podré…

Kiya gritó, clavándome las uñas en la piel.

—¡Cría a mi hijo! —me rogó.

—No hará falta, sobrevivirás —le prometí—. Te pondrás bien.

Pero sabía que no lo lograría. Estaba demasiado pálida. El niño llegaba demasiado pronto. El sudor le bañaba la frente.

—Júrame que lo criarás —me imploró—. Sólo tú puedes protegerlo de ella. Por favor.

Y el niño llegó entre aquellos dramas. Un príncipe. Kiya miró a su hijo. Sus potentes gemidos resonaban en la habitación de huéspedes, que no contenía amuletos ni imágenes de Tawaret. Los ojos de Kiya se llenaron de lágrimas. Trajeron un cuchillo. Cortaron el cordón umbilical. Kiya se recostó sobre los almohadones.

—Llámalo Tutankatón —dijo, apretándome los dedos, como si nunca hubiésemos sido enemigas.

Después cerró los ojos. La paz se hizo en su rostro, que por fin era suave y gentil. Expiró. Su cuerpo se puso rígido.

Una sirvienta lavó al niño y lo envolvió en unas telas. Después lo colocó en mis brazos. Miré al niño que iba a convertirse en mi hijo. Era el hijo de la peor enemiga de mi hermana. Lo apoyé sobre su madre, para que pudiera sentir su pecho y su amor. Las lágrimas inundaron mis ojos y lloré. Lloré por Kiya, por Nefertiti y sus hijas, por Tiy y por el pequeño Tutankatón, que nunca recibiría el beso de su madre. Después lloré por Egipto, porque en el fondo de mi corazón sabía que habíamos abandonado a nuestros dioses y llamado a la muerte.

Era como si un vendaval hubiese asolado el palacio.

En pocos días descolgaron los tapices, vaciaron los cajones, arrasaron los almacenes. Lo que no cupiera en nuestra flota de barcos se quedaría en Amarna para ser saqueado por los sirvientes o destruido por las arenas y el tiempo. La cerveza quedó en el fondo de los sótanos, junto a las botellas con el vino preferido de Akenatón. Me llevé algunos tintos añejos para Ipu y los guardé con mis hierbas. El resto quedaría allí, hasta que alguien entrase en el palacio y saqueara las bodegas o hasta que los guardias que se quedaban tomaran por asalto, desesperados, la despensa del faraón. Después de todo, nadie iba a fijarse, y quién sabía si podríamos regresar.

En el puerto no hubo una despedida formal. Lo único que le importaba a mi padre era que nos moviéramos deprisa. Un usurpador del ejército, un sumo sacerdote o un furioso seguidor de Amón podían quitarle el mayal y el cayado a Nefertiti. Podía pasar cualquier cosa, y todo dependía del apoyo de la gente, que ya no creía en Amarna. Quería a los antiguos dioses. Mi padre y Nefertiti le darían eso. Cuando zarpamos rumbo a Tebas, nadie pensaba en lo que dejábamos detrás.

En la proa, Nefertiti miraba hacia Tebas, tal como había hecho una vez, de niña.

—Tendrá que haber una ceremonia —dijo mi padre, llegando junto a ella. El aire estaba frío. La brisa agitaba el agua.

—¿Una ceremonia? —preguntó Nefertiti, como adormecida.

—Una ceremonia de confirmación y rectificación —explicó mi padre—. Las princesas ya no pueden llevar un nombre que incluya el de Atón. Tenemos que demostrarle a la gente que hemos olvidado a Atón y que volvemos a adorar a Amón.

—¿Olvidar? —La voz de Nefertiti se quebró—. Era mi esposo. Era un visionario.

Cerró los ojos y percibí su afecto sincero por él. La había hecho faraona de Egipto. Le había dado seis hijas.

—Nunca lo olvidaré.

—De todas maneras, hay que hacerlo.