Capítulo 4

Durante la mañana del día de la boda y coronación de Nefertiti, en el palacio comenzó a circular el rumor de que una belleza, nunca vista antes en Egipto, había llegado a Tebas e iba a convertirse en reina. Ipu sospechaba que esos rumores habían comenzado por mi padre, que de esa manera preparaba el terreno para el triunfo de su hija; porque desde el amanecer los sirvientes espiaban a Nefertiti, fuese donde fuese, desde las ventanas. De pronto, en nuestra habitación comenzaron a aparecer damas recién llegadas para la coronación, que se presentaban con la excusa de cumplir encargos falsos. Preguntaban si Nefertiti necesitaba perfume o lino o vino especiado. Llegado un momento, nuestra madre nos encerró en su habitación y cerró las cortinas por los cuatro costados.

Nefertiti estaba irritable. No había dormido en toda la noche. Había estado dando vueltas, destapándome al tirar de las sábanas y susurrando mi nombre todo el tiempo, para ver si estaba despierta.

—Quédate quieta o no podré ponerte bien el collar —le dije.

—Compórtate con elegancia —le aconsejó mi madre—. Estas personas se pasan el día susurrando en los oídos del príncipe, incluso cuando estamos presentes, y le dicen cosas sobre ti.

Nefertiti asintió. Merit le aplicaba crema en el rostro.

—Mut-Najmat, busca mis sandalias, las que tienen ámbar. Tendrías que ponerte unas iguales. No importa que sean incómodas —dijo, anticipándose a mi reacción—. Será sólo una vez. Después puedes deshacerte de ellas.

—Pero nadie me mirará las sandalias —me quejé.

—Claro que lo harán —respondió Nefertiti—. Verán tus sandalias, tu traje y tu peluca ladeada. —Frunció el entrecejo. Interrumpió a Merit para acomodarme ella el pelo—. ¡Por los dioses, Mutni! ¿Qué harías sin mí?

Le di las sandalias con tachas de ámbar.

—¿Qué haría? Cuidar mi jardín y llevar una vida apacible. —Ella rió y yo sonreí, aunque me irritaba ver que estaba insoportable—. Espero que todo vaya bien —comenté, preocupada.

El rostro de mi hermana se puso serio.

—Tiene que ir bien. De lo contrario, nuestra familia habrá viajado hasta Tebas y habrá cambiado su vida por nada.

Llamaron a la puerta de la habitación y mi madre se puso de pie para recibir a quien fuese. Mi padre estaba en la entrada, con seis guardias. Los hombres miraron la habitación y me acomodé el cabello deprisa, intentando parecer la hermana de la esposa principal del rey. Nefertiti, en cambio, los ignoró. Cerró los ojos mientras Merit le aplicaba las últimas pinceladas de kohol.

—¿Estáis listas? —Mi padre entró en la habitación. Los guardias se quedaron en la puerta, observando la imagen de Nefertiti en el espejo. Ni siquiera se habían dado cuenta de que yo estaba allí.

—Sí, estamos casi listas —anuncié. Los guardias me miraron por primera vez y mi madre hizo lo mismo, frunciendo el entrecejo.

—Bien, pues no os quedéis ahí. —Mi padre hizo un gesto—. Ayuda a tu hermana.

Me sonrojé.

—¿En qué?

—En lo que sea. Los escribas aguardan. En breve, las barcas zarparán hacia Karnak y tendremos un nuevo faraón.

Me di la vuelta para mirarlo, porque en su voz había mucha ironía, pero él me hizo un gesto para que siguiera en movimiento.

—Date prisa.

Nefertiti estaba lista, de pie. El vestido de abalorios y mostacillas caía hasta el suelo y el sol iluminaba su collar y sus incontables brazaletes. Miró a los guardias. Observé cómo reaccionaban. Sus hombros se enderezaron y sus pechos se hincharon. Nefertiti dio un paso hacia delante, agarrada del brazo de nuestro padre. Le dijo, con tono triunfal:

—Estoy contenta de que hayamos venido a Malkata.

—No te sientas demasiado cómoda —le advirtió él—. Amenhotep sólo permanecerá en Malkata hasta que Tiy decida que está preparado para irse. Luego irá a reinar a la capital del Bajo Egipto.

—¿A Menfis? —grité—. ¿Vamos a ir a Menfis? ¿Para siempre?

—Para siempre es una forma excesiva de decirlo, Mutni —dijo mi padre. Salimos al pasillo de azulejos y baldosas y caminamos entre las columnas—. Quizá no sea para siempre.

—Entonces, ¿por cuánto tiempo? ¿Y cuándo regresaremos?

Mi padre miró a mi madre, y acordaron en silencio que la que respondería sería ella.

—Mutni, tu hermana será reina de Egipto —habló con esa voz que se utiliza con los niños pequeños, no con jóvenes de trece años—. Cuando el Grande entre en el Más Allá, Amenhotep regresará a Tebas para gobernar también el Alto Egipto. Pero no volveremos hasta que muera el Grande.

—¿Y cuándo sucederá eso? El faraón puede vivir veinte años más.

Nadie dijo nada. Me di cuenta, por el gesto de mi padre, de que era probable que los guardias me hubiesen oído.

—Ahora que la corte se dividirá, van a comenzar los juegos peligrosos —dijo mi padre, en voz baja—. ¿Quién se quedará con el viejo rey y quién apostará por el nuevo? Panahesi irá a Menfis con Kiya, porque ella lleva un hijo de Amenhotep. Nosotros también iremos, por supuesto. Tu tarea consistirá en avisar a Nefertiti cuando haya problemas.

Entramos en el patio abierto que estaba en el exterior del palacio. El cortejo aguardaba allí. Mi madre llevó a Nefertiti al lado de la reina Tiy. Apreté las manos de mi padre antes de que él también se fuera.

—Pero ¿qué sucederá si ella no quiere escucharme? —pregunté.

—Lo hará, porque siempre lo ha hecho. —Me apretó el hombro cariñosamente—. Tú eres la que será sincera con ella.

La procesión debía comenzar al mediodía. El Grande y la reina Tiy irían en carros. Detrás de ellos marcharía el resto de la corte, cargada en literas abiertas, sombreadas con pequeños toldos de lino. Los únicos que irían a pie serían Amenhotep y Nefertiti, tal como decretaba la tradición. Debían atravesar la ciudad, hasta llegar a la barca del faraón, que aguardaría en las aguas de los muelles tebanos. De allí, la barca zarparía rumbo a Karnak, donde la pareja real iría hasta las puertas del templo para ser coronados, respectivamente, como faraón y reina del Bajo Egipto.

La nobleza llenaba el patio y eso puso tensos a los guardias. Se movían, nerviosos, porque sabían que si algo sucedía durante la procesión sus vidas estarían en peligro. Reparé en un soldado en particular, un general de cabello largo, con falda de pliegues. Ipu miró hacia donde se fijaban mis ojos y dijo:

—Es el general Nakhtmin. Sólo tiene veintiún años. Puedo presentaros…

—¡No te atrevas! —le dije, casi gritando.

Se rió.

—¡Ocho años de diferencia no es tanto!

Nefertiti nos oyó reír y frunció el entrecejo.

—¿Dónde está Amenhotep? —preguntó.

—Yo no me preocuparía —dijo mi padre, irónico—. No se perderá su propia coronación.

El príncipe apareció acompañado por Kiya, a un lado, y por su padre, Panahesi, al otro. Los dos le hablaban al oído. Parecían alterados. Cuando se acercaron a nuestro puesto en la fila, Panahesi saludó a mi padre con frialdad. Luego vio a Nefertiti, admirable con su diadema de reina. Fue como si hubiese mordido una fruta amarga. Por su parte, Kiya sólo sonreía. Tocaba, suavemente, la mano de Amenhotep, mientras se preparaba para alejarse de él.

—Bendiciones a Su Alteza en este auspicioso día —dijo, con una dulzura forzada que resultaba desagradable—. Que Atón esté contigo.

Los ojos de mi padre y Nefertiti se encontraron. Kiya acababa de bendecir a Amenhotep en el nombre de Atón.

De manera que era así como lo retenía.

Los ojos de mi padre centellearon.

—Quédate cerca —me advirtió—. Cuando lleguemos a Karnak, caminaremos hasta el templo y habrá en la calle más egipcios de los que hayas visto nunca.

—¿Por qué?

Pero no me oyó. Mi voz se perdió en el tumulto de los caballos, los carros y los guardias.

—Porque por la ciudad ha corrido la voz de que ha aparecido la reencarnación de Isis.

Volví la cabeza. El joven general me sonreía.

—Es una belleza que puede curar con el roce de su mano, al menos según lo que dicen los sirvientes del palacio. —Me ofreció su brazo y me ayudó a subir a la litera.

—¿Qué sirviente diría eso?

—¿Quieres decir, más bien, por qué alguien le pagaría a un sirviente para que diga eso? Porque si tu hermana puede ganarse el corazón del pueblo —me explicó—, los intereses de vuestra familia en este reino se verán muy favorecidos.

Elevaron las literas. El general desapareció en medio de la multitud.

La procesión se dirigía hacia la ciudad. La gente coreaba el nombre del príncipe. Al pasar por los mercados, nos sentimos abrumados por el fervor de los miles de egipcios que se apiñaban en las calles, gritando el nombre de mi hermana, orando por las bendiciones de Isis. Todos decían a coro: «¡Larga vida a la reina! ¡Larga vida a Nefertiti!».

La gente se echaba encima de nuestras literas. Hice un esfuerzo por imaginarme la larga cadena de partidarios que mi padre debía de haber convocado, y caí en la cuenta de cuán poderoso era, en realidad, el visir Ay. Los guardias empujaban a la gente hacia atrás una y otra vez. Me di la vuelta en mi litera para mirar a Amenhotep, que observaba, sorprendido, a aquella mujer tan amada en su reino. Vi que Nefertiti colocaba la mano de Amenhotep sobre la suya. En la calle se desató un griterío ensordecedor. Lo miró, triunfal. Yo podía comprender su expresión: «Soy más que la simple elegida para esposa por tu madre».

Llegamos a la barca. Los gritos se oían en toda la ciudad: «A-men-ho-tep. Ne-fer-ti-ti».

El rostro del príncipe resplandecía con el amor de la gente. Nefertiti levantó por segunda vez la mano de Amenhotep y dijo en voz tan alta como para que hasta Osiris pudiese oírla: «¡El faraón del pueblo!». Entonces, la multitud que se agrupaba en las márgenes del río se volvió incontrolable. Los guardias nos llevaron al muelle con dificultad. Bajamos deprisa de nuestras literas y subimos a la barca, pero los plebeyos ya rodeaban la embarcación. Los guardias se vieron forzados a echarlos de las sogas y del casco, por donde intentaban trepar. La barca empezó a avanzar, dejando a miles de personas en las márgenes del río. De inmediato, la multitud comenzó a seguir la barca a lo largo de las orillas, gritando bendiciones y arrojando al agua flores de loto. Amenhotep miraba a Nefertiti con la expresión de un hombre que se siente sorprendido, maravillado.

—Esta es la razón por la que el visir Ay prefirió educar a sus hijas en Akhmim. —Nefertiti estaba sonrojada por el triunfo y su voz se volvió tímida—. El visir no quiso que creamos, como su hermana, en el poder de los sacerdotes de Amón.

Apreté los labios porque tenía miedo. Sin embargo, me di cuenta de lo que hacía. Había aprendido la lección de Kiya.

Amenhotep parpadeó, sorprendido.

—¿Entonces crees que tengo razón?

Nefertiti le tocó el brazo, y me pareció que yo podía sentir el calor de la palma de su mano mientras le susurraba, enérgica:

—Los faraones deciden quién tiene razón. Cuando esta barca llegue a Karnak, serás faraón, y yo seré tu reina.

Llegamos pronto a Karnak, porque el templo de Amón estaba a poca distancia del palacio de Malkata. Podríamos haber caminado, pero navegar por el Nilo era una tradición, y nuestra flota de barcas, con sus banderines dorados, resultaba impresionante al sol del mediodía. Cuando bajaron la tabla que haría de pasarela, miles de egipcios se apiñaron alrededor de la barca. Los cánticos retumbaban sobre el agua. Los egipcios luchaban con los guardias para ver al nuevo rey y a la nueva reina de Egipto. Amenhotep y Nefertiti no estaban asustados. Pasaron entre los soldados, en dirección a la multitud.

Yo me quedé atrás.

—Por aquí. —El general apareció a mi lado—. Quédate cerca de mí, señora.

Lo seguí. Fuimos absorbidos por un cortejo que avanzaba deprisa. Pude ver, a lo lejos, por delante, los cuatro carros dorados de la familia real. Mi madre y mi padre fueron autorizados a ir con el faraón y su reina. Los demás teníamos que caminar hasta el templo de Amón. Las mujeres y los niños gritaban, a los lados, tratando de tocar nuestros trajes y pelucas, para así también poder vivir por toda la eternidad.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó el general.

—Sí, eso creo.

—Sigue andando, señora.

Como si hubiera otra alternativa. Más adelante, se levantaba el templo. Podía ver la hermosa y casi terminada capilla de piedra caliza de Senusret I y los elevados sepulcros del Grande. El sol se derramaba en el patio. Cuando entramos al recinto, la algarabía quedó atrás, y de pronto todo se tornó frío y silencioso. Los gansos se pavoneaban entre las columnas. Había niños de cabeza rapada con túnicas amplias que llevaban incienso y velas. Oí el rumor de la multitud, más allá de los muros. Aún cantaba el nombre de Nefertiti. Era el único ruido claramente perceptible, además del sonido del agua que se escurría y el de las sandalias que golpeaban contra la piedra.

—¿Y ahora qué sucede? —susurré.

El general dio un paso atrás. Advertí que sus ojos eran del color cambiante de la arena.

—Tu hermana será conducida al lago sagrado y será ungida como corregente por el sumo sacerdote de Amón. Después, ella y el príncipe recibirán el cayado y el mayal de Egipto, y reinarán juntos.

Apareció mi padre.

—Mut-Najmat, ve y quédate junto a tu hermana —ordenó.

Fui hacia Nefertiti. Bajo la luz tenue del templo, su piel brillaba como el ámbar. Las lámparas iluminaban el oro que rodeaba su cuello. Me miró y ambas supimos que había llegado el momento más importante de nuestras vidas. Después de la ceremonia, ella sería la reina del Bajo Egipto, y nuestra familia ascendería, con ella, a la inmortalidad. Nuestro nombre sería escrito en los rollos y edificios públicos que iban desde Luxor hasta Kush. Quedaríamos grabados en la piedra y tendríamos un sitio asegurado junto a los dioses, para la eternidad.

Amenhotep subió al estrado, con la mano de Nefertiti en la suya. Era más alto que todos los faraones que lo habían precedido, y el oro que llevaba en sus brazos superaba el de todo nuestro tesoro de Akhmim. Los sacerdotes de Amón desfilaron entre la multitud. Ocuparon sus sitios en el estrado, cerca de mí. A la luz del sol, sus cabezas rapadas parecían de bronce recién lustrado. Reconocí al sumo sacerdote por su traje de piel de leopardo. Cuando se presentó frente al nuevo rey, mi hermana le dirigió a Amenhotep una mirada llena de significado.

—Observad cómo Amón me ha enviado ante vosotros para exaltar a Amenhotep, el Joven, ante la tierra —anunció el sumo sacerdote—. Amón ha elegido a Amenhotep como jefe del Bajo Egipto, para que administre las leyes de su gente durante todo este tiempo.

Desde mi posición podía ver al general. Miraba a mi hermana y, por alguna razón, me sentí decepcionada.

—Han venido desde el Alto hasta el Bajo Egipto. El faraón de Egipto ha declarado que su hijo debe convertirse en faraón junto a él. La gente se ha reunido para agasajar al nuevo faraón y a Amón, su protector. Habrá regocijo de este a oeste. Habrá celebraciones de norte a sur. Venid.

El sumo sacerdote levantó un vaso dorado, lleno de aceite.

—Amón riega con su bendición al faraón de Egipto. —Echó el aceite sobre la cabeza de Amenhotep—. Amón vierte su bendición sobre ti, reina de Egipto.

El aceite se derramó sobre la peluca nueva de Nefertiti y se coló por su traje de lino nuevo. Pero mi hermana no se inmutó. Era reina. Habría muchos más trajes para ella.

—Amón os toma de la mano y os conduce a las aguas sagradas que os lavarán y renovarán.

Los llevó hacia el lago sagrado, donde los tendió de espaldas, para que el aceite se lavara. Los nobles que habían sido autorizados a entrar en el templo guardaron silencio y permanecieron inmóviles. Hasta los niños sabían que ese era un momento que quizá no volverían a ver.

—Rey Amenhotep y reina Nefertiti —proclamó el sumo sacerdote—, que Amón os dé larga vida y prosperidad.

El sol aún estaba alto en el cielo cuando nos reunimos en las barcas para volver a Malkata desde el templo de Amón. En el viaje desde Karnak, Amenhotep miraba a mi hermana, evidentemente fascinado por la manera en que hablaba, sonreía y echaba la cabeza atrás al reírse.

—Mutni, ven. —Mi hermana me hablaba ahora alegremente—. Amenhotep, ella es mi hermana, Mut-Najmat.

—Sí que tienes ojos de gato —apuntó él. Se confirmaba que no me había prestado atención cuando estábamos sentados junto a la fuente, la noche de la fiesta—. Tu hermana me lo dijo, pero no la creía.

Me incliné, mientras me preguntaba qué más habría tenido tiempo de contarle mi hermana.

—Estoy encantada de conoceros, majestad.

—Mi esposo ha estado hablando de los templos que construirá —dijo Nefertiti.

Miré a nuestro nuevo rey y Amenhotep se enderezó.

—Mut-Najmat, algún día, cuando sea faraón del Bajo y Alto Egipto, pondré a Atón por encima del resto de los dioses. Los templos que voy a erigirle superarán y eclipsarán el brillo de cualquier cosa que se haya construido para Amón. Voy a liberar a Egipto de los sacerdotes que se quedan con su oro para su propia gloria.

Miré a Nefertiti, pero ella lo dejó proseguir.

—Hoy en día, un faraón de Egipto no puede tomar una decisión sin los sacerdotes de Amón. Un faraón no puede ir a la guerra, construir un templo o un palacio sin el consentimiento del sumo sacerdote.

—En realidad hablas del poder del dinero del sumo sacerdote —se anticipó Nefertiti.

—Sí, pero eso cambiará. —Se puso de pie y miró por encima de la proa—. Mi madre cree que mi devoción por Atón pasará con el tiempo, pero está equivocada. Llegado el momento, hasta mi padre se dará cuenta de que el dios que llevó a Egipto a la gloria fue Atón.

Me alejé para estar más cerca de mi tía, que observaba a su nueva nuera con ojo crítico. Me llamó con el dedo para que fuese hasta donde estaba sentada. Era una mujer formidable. Me sonrió.

—Eres una joven valiente. Le has hablado al general Nakhtmin frente a mi hijo —dijo cuando llegué a su lado. Palmeó una silla con apoyabrazos que había a su lado y me senté allí.

—¿Son enemigos? —pregunté.

—A mi hijo no le gusta el ejército, y el general ha vivido en él desde que era un niño.

Quería hacer más preguntas sobre el general Nakhtmin, pero ella iba en pos de otra cosa, algo relacionado con Nefertiti.

—Así que, dime, Mut-Najmat —preguntó, como de pasada—, ¿de qué habla mi hijo con tu hermana?

Sabía que debía elegir mis palabras con cuidado.

—Hablan sobre el futuro, majestad, y sobre todos los planes que Amenhotep quiere llevar a cabo.

—Me pregunto una cosa: ¿esos planes incluyen templos para Atón?

Bajé la cabeza y Tiy dijo:

—Es lo que pensaba. —Se dirigió a la sirvienta más próxima—. Busca al visir Ay y tráelo.

Permanecí sentada. Cuando mi padre llegó, trajeron otra silla con brazos de cuero. Los tres miramos a Nefertiti, en la proa. Conversaba, seria, con su esposo. Era increíble el hecho de que hacía sólo seis horas apenas se conociesen.

—Ella está hablando de Atón —dijo mi tía, acalorada—. Desde que salió del templo de Amón, divaga sobre algo que su abuelo talló, una vez, en la cabecera de sus lechos y en sus escudos. —Nunca había visto tan furiosa a mi tía—. Será la ruina del país, Ay. ¡Mi esposo no vivirá eternamente! Tu hija tiene que controlarlo antes de que también se convierta en faraón del Alto Egipto.

Mi padre me miró.

—¿Qué le ha estado diciendo Nefertiti?

—Se limita a escucharle —dije.

—¿Eso es todo?

Me mordí la lengua y asentí para no tener que mentir.

—Dale tiempo —Ay le habló a su hermana—. Sólo ha transcurrido un día.

—En un día, Ptah creó el mundo. —Al instante, todos entendimos lo que quería decir: que en un día, su hijo podía deshacerlo.

En el palacio de Malkata nos desvistieron y nos dieron trajes nuevos para las fiestas de celebración de la coronación, que comenzarían esa noche y seguirían hasta el día siguiente. Ipu y Merit se apresuraban con agilidad de gatas. Buscaban sandalias que hicieran juego con nuestras túnicas. Nos pintaban los ojos de verde y negro. Merit, sobrecogida, sostenía la corona de Nefertiti. La colocó sobre su cabeza mientras mirábamos, sin respirar. Traté de imaginarme lo que era ser reina de Egipto y llevar la cobra en la frente.

—¿Qué se siente? —pregunté.

Nefertiti cerró los ojos.

—Me siento como una diosa.

—¿Irás a verlo antes de la fiesta?

—Por supuesto. Caminaré de su brazo. No irás a pensar que me arriesgaré a que vaya con Kiya, ¿no? Ya es bastante malo que cuando acabe todo regrese a la cama con ella.

—Es la costumbre, Nefertiti. Nuestro padre dijo que estará con ella una noche cada quince días. No podemos hacer nada.

—¡Yo puedo hacer mucho! —Sus ojos recorrieron la habitación—. Para empezar, no nos quedaremos en estas habitaciones.

—¿Qué?

Yo había colocado las macetas con mis hierbas en el borde de la ventana.

—¡Pero si sólo estaremos en Tebas hasta que Tiy anuncie cuándo nos mudaremos a Menfis! Tendré que volver a empaquetarlo todo.

—Ipu lo hará por ti. ¿Por qué tiene que dormir apartada la esposa del faraón? Nuestros padres duermen en la misma habitación.

—Pero ellos no…

—Por el poder. —Levantó un dedo. Nuestras doncellas hacían como que no oían—. Es por eso. No quieren que la reina tenga demasiado poder.

—Eso es ridículo. La reina Tiy es una faraona en todo, menos en el nombre.

—Sí. —Nefertiti comenzó a cepillarse el cabello con fuerza; despidió a Ipu y a Merit con un gesto—. En todo, menos en el nombre. ¿Qué otra cosa tenemos de verdad en la vida que no sea nuestro nombre? ¿Qué es lo que será recordado en la eternidad? ¿El traje que llevo o el nombre que tengo?

—Lo que hagas. Eso es lo que será recordado.

—¿Lo que hizo Tiy será recordado, o lo recordarán como algo que hizo su esposo?

—Nefertiti. —Negué con la cabeza. Mi hermana apuntaba demasiado alto.

—¿Qué? —Dejó caer el cepillo, en la seguridad de que Merit lo recogería más tarde—. Hatshepsut ejerció como un rey. Ella se hizo coronar.

—Se supone que debes desalentarlo —dije—. ¡Estabas hablando sobre Atón en la barca!

—Nuestro padre me dijo que lo controlara —sonrió, engreída—, pero no dijo cómo. Ven.

—¿Adónde?

—A la habitación del rey.

Avanzó por el pasillo. La seguí, pisándole los talones. Llegamos a la puerta de la habitación del faraón. Los guardias se apartaron. Entramos en la antesala de la alcoba de Amenhotep y nos quedamos en la entrada que daba a dos habitaciones separadas. Una era, evidentemente, de Amenhotep. Nefertiti miró la otra habitación y asintió.

—Esa será tuya después de la fiesta.

La miré.

—¿Y dónde te quedarás tú?

—Aquí.

Abrió las puertas que daban a la habitación privada del rey. Oí el grito ahogado de sorpresa de Amenhotep. Vi, de reojo, las paredes cubiertas de azulejos y las lámparas de alabastro. Las puertas se cerraron y me quedé sola en la antecámara privada del rey. Primero hubo silencio. Luego las risas resonaron entre las paredes. Aguardé en la antecámara a que Nefertiti saliera, segura de que en algún momento iba a detenerse la risa, pero el sol se hundía cada vez más en el cielo y no había señales de que fueran a salir.

Tomé asiento. Eché un vistazo. Había poemas, escritos deprisa en rollos de papiro, dedicados a Atón. Estaban sobre una mesa baja. Miré la puerta del rey, que estaba firmemente cerrada, y los leí mientras esperaba. Eran salmos al sol. Le das aliento a los animales… Tus rayos están en medio del gran mar verde. Había montones y montones de poesías, todas distintas, todas en alabanza a Atón. Leí durante horas, mientras Nefertiti hablaba. Su voz y la de Amenhotep atravesaban las paredes, y no me atrevía a imaginarme sobre qué conversaban de forma tan apasionada. Al cabo de un tiempo, el ocaso descendió sobre nosotros y comencé a preguntarme si iríamos a la fiesta. Alguien llamó a la puerta y dudé. Pero la voz de Nefertiti sonó, cristalina:

—Mutni puede responder a esa llamada.

Sabía que yo había estado esperando todo ese tiempo.

Al otro lado de la puerta estaba el general Nakhtmin.

Dio un paso atrás, impresionado por verme en la antecámara de la habitación del rey. Por la manera en que miró la puerta del faraón, me di cuenta de que se preguntaba si Amenhotep había tomado a las dos hermanas como amantes.

—Señora. —Sus ojos se concentraron en la habitación cerrada—. Veo que el faraón está… ocupado.

Me sonrojé, hasta ponerme casi de un escarlata intenso.

—Sí, en este momento está ocupado.

—Entonces, quizá puedas decirle que su padre y su madre esperan su presencia en el Gran Salón. La fiesta en su honor ha comenzado hace unas horas.

—¿Quieres darle el mensaje en persona? —le dije—. No quiero… interrumpirlos.

Arqueó las cejas.

—De acuerdo.

Llamó a la puerta del rey y oí la voz de mi hermana que, con dulzura, dijo:

—Adelante.

El general desapareció y reapareció poco después.

—Dice que irán cuando estén listos.

Hice lo que pude para disimular mi decepción. El general me tendió el brazo.

—Eso no significa que tengas que perderte la fiesta, señora.

Miré la puerta cerrada y dudé. Si me iba, Nefertiti se enojaría. Me acusaría de abandonarla. Pero había leído, y había mirado los azulejos de la antecámara durante horas, y el sol ya se había puesto…

Extendí mi brazo, con aire decidido, y el general sonrió.

Sobre el estrado del Gran Salón ahora había cuatro tronos dorados. Debajo de ellos se veía una gran mesa a la que habían sentado a mi madre y mi padre. Los vi comer y conversar con los visires de la corte del Grande. El general me llevó hasta ellos. Sentí los ojos agudos de mi tía posados sobre nosotros.

—Visir Ay —el general se inclinó, con gentileza—, ha llegado la señora Mut-Najmat.

Me estremecí un poco al darme cuenta de que sabía mi nombre. Mi padre estaba allí, con el ceño fruncido, mirando más allá de mí, revisando el salón entero. Preguntó con un tono serio:

—Está bien, pero ¿dónde está mi otra hija?

El general y yo nos miramos.

—Dijeron que vendrán cuando estén listos —respondí. Podía sentir cómo me ardían las mejillas.

En la mesa, alguien suspiró. Era Kiya.

—Gracias —dijo mi padre, y el general se marchó.

Me senté y ante mí aparecieron cuencos con comida: ganso asado con ajo, cerveza de cebada y cordero endulzado con miel. Había música. Era difícil oír, saber sobre qué hablaban mis padres, con tanto ruido alrededor. Pero Kiya se inclinó sobre su mesa y su voz sí era clara:

—Si cree que él va a olvidarme, es una idiota. Amenhotep me adora. Me escribe poesías. —Pensé en los salmos de la recámara de Amenhotep y me pregunté si los habría escrito él—. Estoy embarazada en el primer año de matrimonio y ya sé que será un hijo —se ufanó—. Amenhotep ha elegido un nombre.

Me mordí la lengua para no preguntar cuál era, pero no tenía ninguna necesidad de hacerlo.

—Tutankamón —dijo ella—. O quizá Nebnefer. Nebnefer, príncipe de Egipto.

—¿Y si es una niña?

Los ojos negros de Kiya se abrieron de par en par. Delineados con kohol, parecían tres veces más grandes.

—¿Una niña? ¿Por qué habría de ser una…? —Se vio interrumpida por el sonido de las trompetas, que anunciaban la llegada de mi hermana. Todos nos giramos para ver entrar a Nefertiti del brazo de Amenhotep. Las doncellas de Kiya comenzaron a susurrar de inmediato. Nos miraban a mí y a mi hermana.

Desde el estrado, la reina Tiy le preguntó secamente a su hijo:

—¿Podemos bailar al fin, ahora que la noche está a punto de terminar?

Amenhotep miró a Nefertiti, para que ella decidiese.

—Sí, bailemos —dijo mi hermana. Mi tía no dejó de advertir la deferencia de su hijo con la nueva esposa.

La mayoría de los invitados quedó sumida en un estupor alcohólico durante toda esa noche y la siguiente. Los llevaban a recuperarse en sus literas cuando salía el sol. Me quedé con mis padres en el pasillo que llevaba a las habitaciones reales. Temblaba de frío.

—Estás temblando. —Mi madre frunció el entrecejo.

—Sólo estoy cansada —admití—. En Akhmim nunca nos acostábamos tan tarde.

Mi madre sonrió, melancólica.

—Sí, de ahora en adelante, muchas cosas serán distintas. —Me miró a los ojos—. ¿Qué sucedió?

—Amenhotep estuvo con Nefertiti antes de la fiesta. Ella fue a él. Nefertiti dijo que él le pidió que pasara la noche en su compañía.

Mi madre tomó mi barbilla entre sus manos, sin duda preocupada al advertir mi inquietud.

—No hay nada de qué asustarse, Mut-Najmat. Estarás separada de tu hermana sólo por un patio.

—Lo sé. Es que nunca pasé una noche sin ella. —Mis labios temblaron y quise dominarlos apretando los dientes.

—Puedes dormir en nuestra habitación —ofreció mi madre.

Negué con la cabeza. Tenía trece años. Ya no era una niña.

—No, tendré que habituarme.

—De manera que Kiya será desplazada —señaló mi madre—. A Panahesi no le hará ninguna gracia.

—Entonces puede que se enfade muchas noches —dije, mientras Nefertiti y nuestro padre llegaban a nuestro encuentro.

—Lleva a Nefertiti a vuestras habitaciones —ordenó mi padre—. Merit está esperando. —Apretó el hombro de mi hermana para infundirle valor—. ¿Entiendes lo que tienes que hacer?

Nefertiti enrojeció.

—Claro.

Mi madre la abrazó, con gran calor. Le susurró algunas palabras sabias al oído. No pude escucharlas. Dejamos a nuestros padres y caminamos por los corredores pintados del palacio. Los sirvientes bailaban en la fiesta. Nuestras pisadas resonaban en las salas vacías de Malkata. Esa noche, nuestra infancia quedaría atrás.

—Así que vas a la cama de Amenhotep —le dije.

—Y pienso quedarme hasta la mañana —me confió, mientras avanzaba dando grandes pasos.

—Pero nadie pasa toda la noche con un rey —exclamé, mientras me apresuraba—. Él duerme solo.

—Pues esta noche yo voy a cambiar eso.

Las lámparas de aceite estaban encendidas en nuestra habitación. Los campos de papiro, pintados en las paredes, se mecían con las sombras. Merit estaba allí, tal como había dicho mi padre. Ella y Nefertiti susurraban. Ipu también se encontraba en nuestra habitación.

—Vamos a bañar a tu hermana y a prepararla —me dijo—. Esta noche no podré asistirte, señora.

Tragué saliva.

—Por supuesto.

Ipu y Merit llevaron a Nefertiti a los baños. Cuando regresaron le colocaron una túnica sencilla y hermosa. Con las dos manos, le pusieron talco en las piernas y perfume en el cabello. Querían asegurarse de que todos los aromas que percibiese en ella Amenhotep fueran dulces.

—¿Debo llevar una peluca?

Nefertiti me preguntaba a mí, cuando en realidad tenía que consultar a Merit, que era quien sabía de esas cosas.

—Ve sin peluca —sugerí—. Deja que esta noche te vea tal como eres.

Ipu estaba a mi lado y asintió. Vimos cómo Merit aplicaba crema al rostro de Nefertiti y cómo salpicaba agua de lavanda en su cabello. Mi hermana se quedó de pie y nuestras sirvientas dieron un paso atrás. Las tres me miraron para ver mi reacción.

—Hermosa. —Sonreí.

Mi hermana me abrazó. Respiré hondo, para ser la primera en oler su aroma y así saber lo que le esperaba a Amenhotep. Nos quedamos juntas, bajo la luz débil que reinaba en la habitación.

—Voy a echarte de menos esta noche —dije, y me tragué el miedo que sentía—. Espero que te hayas frotado con menta y mirra —agregué, ofreciéndole el único consejo que podía darle.

Nefertiti sonrió.

—Por supuesto.

Di un paso atrás para mirarla.

—¿Pero no tienes miedo?

Se encogió de hombros.

—Estoy lista. Estoy preparada para ser la reina que mi madre sabía que sería.

—¿Y Ranofer? —pregunté, con toda calma.

—Nunca hicimos nada.

La miré con detenimiento.

—Sólo nos tocamos. Nunca…

Asentí.

—No tiene importancia. Lo único que importa es que le sea fiel ahora. —Echó la cabeza hacia atrás y su cabello oscuro cayó sobre los hombros. Vio su reflejo en el espejo de bronce pulido—. Estoy preparada para esto. Estoy preparada para ser la reina que mi madre juró que sería. Se casó con nuestro padre con la esperanza de que algún día eso nos llevaría al trono. Y así es.

—¿Cómo puedes saber eso? —Nunca había pensado en el primer matrimonio de mi padre de esa manera. Nunca había pensado que una princesa de Mitanni pudiese casarse con un hermano de la reina para llevar a su hija al trono.

La mirada de Nefertiti se cruzó con la mía en el espejo.

—Me lo dijo nuestro padre.

—¿Entonces ella no lo amaba?

—Claro que lo amaba, pero antes que nada, y por encima de todo, estaba el futuro de su hija. —Clavó los ojos en Merit. Su mirada era firme—. Estoy lista.