Capítulo 10

Era mi primera mañana en Menfis. Mi padre y Nefertiti se metieron en mi habitación y cerraron la puerta. Ipu descansaba al otro lado del pasillo, cumpliendo las funciones de guardiana y sirvienta. Dormía profundamente.

Salí de entre mis sábanas.

—¿Qué sucede?

—Panahesi está en el mismo patio que nuestro padre. Si adopto la costumbre de visitarlo con mucha frecuencia, él tomará la costumbre de enviar espías. Debemos ser precavidos.

Miré a un lado y otro de la habitación.

—¿Dónde está nuestra madre?

Mi padre tomó asiento.

—En los baños.

Al parecer, ella no sería incluida en nuestras reuniones. Era lo mejor. Sólo conseguiríamos que se pasara las noches en vela, preocupada, angustiada.

—Mañana Amenhotep comienza a recaudar impuestos en los templos —dijo mi padre sin más preámbulos—. Necesitamos tener un plan por si las cosas no funcionan.

Me adelanté en mi asiento.

—¿Qué quiere decir eso de que las cosas no funcionen?

—Que puede que Horemheb se revuelva contra el faraón y los sacerdotes se rebelen —resumió mi hermana.

Sentí que el miedo me subía por la garganta.

—Pero ¿por qué iba a suceder eso?

Nefertiti no me respondió. Guardó silencio.

—Si las cosas se tuercen —dijo mi padre—, todos los miembros de esta familia se reunirán en el muelle que está detrás del templo de Amón. Salid con los carros desde el norte del palacio. Allí no hay guardias en los portones. Recordadlo. Si el ejército se levanta, atacará el palacio desde el sur. Un barco estará listo para zarpar frente a los escalones que se hunden en el agua. Si asesinan al faraón, regresaremos a Tebas.

La mirada de Nefertiti voló hasta la puerta. Quería asegurarse de que nadie oyera lo que estábamos hablando.

—¿Y si se sublevan, pero no lo asesinan? —preguntó mi hermana, con la voz todavía más baja.

—Todos, incluido él, iremos en el barco.

—¿Y qué sucederá si no quiere ir?

—Entonces deberás partir sin él —la voz de mi padre era tajante—, porque estará marcado y no vivirá para ver la noche.

Temblé. Hasta Nefertiti parecía consternada.

—Todo eso, si estalla la tormenta —repitió—, pero no hay señas de que las cosas vayan a ir tan mal.

—De todas formas, vamos a prepararnos. Dejemos que Amenhotep tome sus apresuradas decisiones, pero no arrastrará a esta familia con él. —Mi padre se puso de pie, pero Nefertiti no se movió—. ¿Entendéis lo que debéis hacer? —Nos miró y asentimos—. Estaré en el Per Medjat.

Abrió la puerta y se fue a la Sala de los Libros.

Nefertiti me miró a la luz del sol naciente.

—Mañana quedará decidido el reinado de Amenhotep, su futuro —dijo—. Le ha prometido a Horemheb todo tipo de cosas. Guerra contra los hititas, carros nuevos, escudos más grandes.

—¿Se lo dará?

Nefertiti se encogió de hombros.

—¿Qué importancia tendrá una vez que haya recaudado los impuestos?

—Yo no tendría a Horemheb como enemigo.

—Sí —Nefertiti asintió lentamente—. No soy tan ingenua como para creer que somos invencibles, pero Tutmosis nunca hubiera tenido el coraje de desafiar a los sacerdotes. Si me hubiera casado con Tutmosis, aún estaríamos en Tebas, esperando a que muera el Grande. Amenhotep ve un nuevo Egipto, un Egipto más grande. No debéis menospreciarle.

—¿Qué tiene de malo el Egipto actual?

—¡Mira a tu alrededor! Si los hititas amenazan nuestro reino, ¿quién tiene el dinero necesario para que hagamos la guerra?

—Los sacerdotes. Pero si el faraón tiene todo el poder —contesté—, ¿quién le dirá en qué guerras hay que entrar y en cuáles no? ¿Qué sucedería si quisiera combatir en una guerra inútil? No habrá sacerdotes para detenerlo.

—¿Qué guerra ha sido inútil? —preguntó mi hermana—. Todas fueron libradas siempre por la grandeza de Egipto.

Al mediodía nos encontramos en la Sala de Audiencias. Kiya estaba allí, luciendo su ya abultado vientre, que se notaba bajo la túnica. Un criado la ayudó a sentarse en una silla frente a mí, en el primer escalón situado a los pies del trono. Calculé que faltaban menos de cinco meses para el nacimiento del niño. Llevaba una peluca nueva y se había pintado las manos y los pesados pechos con henna. Vi que Amenhotep los miraba y entorné los ojos. Para mí, sólo debía mirar a mi hermana.

Panahesi y mi padre tomaron asiento en el segundo escalón. Los oficiales menores se sentaron formando un pequeño círculo alrededor de la Sala de Audiencias. Maya, el arquitecto, estaba en el centro de la corte. No había hablado con él, pero al oírlo me había dado cuenta de que era inteligente. Mi padre había dicho una vez que Maya era capaz de hacer cualquier cosa. Había hecho un lago en medio del desierto cuando el Grande lo quiso. Y cuando el Grande deseó tener estatuas suyas que fueran más grandes que todas las que habían sido esculpidas hasta entonces, Maya había encontrado la forma de hacerlas. Ahora haría un templo para Atón, el dios del que nadie había oído hablar, un protector de Egipto sólo conocido y comprendido por Amenhotep.

—¿Estás listo? —preguntó Amenhotep desde el trono.

Maya desplegó el papiro y empuñó el punzón de escribir.

—Sí, alteza.

—Lo derribarás todo —dijo Amenhotep, y el arquitecto asintió—. Quiero que la entrada al templo esté flanqueada por una hilera de esfinges con cabeza de cordero.

El arquitecto asintió y tomó nota.

—Debe haber una corte al aire libre, flanqueada por columnas de loto —siguió Amenhotep.

—Y estanques con peces —agregó Nefertiti. Mi padre frunció el ceño, pero Nefertiti lo ignoró—. Y un jardín. Con un lago como el que tú mismo hiciste para la reina Tiy.

—Sólo que más grande —remató Amenhotep, y el constructor vaciló.

—Si el nuevo templo va a estar cerca del actual templo de Amón —dijo Maya—, puede que no haya sitio para un lago.

—¡Entonces echaremos abajo el templo de Amón para que haya espacio! —proclamó Amenhotep.

La corte prorrumpió en murmullos. Miré a mi madre. Su rostro estaba ceniciento, y miró a Nefertiti, que evitaba sus ojos. ¿Cómo iba a echar abajo el templo de Amón? ¿Adonde íbamos a parar? ¿Dónde se reuniría, entonces, la gente para orar?

Maya balbuceó.

—La demolición del templo podría… llevar años.

—Entonces, el lago puede ser lo último en construirse. Pero habrá torres imponentes de piedra, y pesadas columnas. Y también soberbios murales en cada entrada.

—Que representen nuestra vida en Menfis —soñó Nefertiti—. Los portadores de abanicos y los escoltas, los visires y los escribas, los que llevan las sandalias, los de las sombrillas, los sirvientes que caminan por los pasillos, y nosotros.

—En cada columna, el faraón y la reina de Egipto. —Amenhotep tomó la mano de Nefertiti, olvidando que su esposa embarazada estaba debajo de ellos. Él y mi hermana estaban transportados por la visión de algo que sólo ellos podían ver.

Maya dejó el papiro y el punzón de caña y levantó la vista hacia el estrado.

—¿Eso es todo, alteza?

—Por ahora. —Amenhotep golpeó el suelo con el cetro—. Que venga el general.

Las puertas se abrieron y el general Horemheb se presentó en la Sala de Audiencias. El arquitecto se retiraba mientras el general entraba, y noté que las espaldas de los visires se ponían rígidas. «¿Por qué le temen?», me pregunté.

—¿Está todo preparado? —preguntó Amenhotep.

—Los soldados están listos —respondió Horemheb—. Aguardan tus órdenes.

«Y esperan que se les pague», pude leer en el rostro de Horemheb.

Los militares querían la guerra contra los hititas para detener su avance en nuestros territorios extranjeros.

—Imparte mis órdenes y ve a cumplirlas.

Horemheb se encaminó hacia la puerta. Amenhotep se adelantó en su trono. Lo detuvo antes de que llegara a la entrada.

—No me decepcionarás, general.

Todos los de la corte miraron. Horemheb giró sobre sus talones.

—Yo nunca decepciono, alteza. Soy un hombre de palabra. Estoy seguro de que tú también lo eres.

Cuando se cerraron las pesadas puertas de metal, Amenhotep saltó del trono, asombrando a sus visires.

—¡La reunión ha terminado! —Los oficiales de la Sala de Audiencias dudaron—. ¡Fuera! —gritó, y los hombres se incorporaron de inmediato—. Ay y Panahesi se quedarán.

Yo también me puse de pie, pero Nefertiti levantó su mano en clara indicación de que me quedase. La Sala de Audiencias se vació y volví a mi asiento. Kiya también se quedó donde estaba. Amenhotep iba de un lado a otro.

—No se puede confiar en este general —afirmó—. No me es leal.

—Aún no ha sido puesto a prueba —dijo mi padre, rápido.

—¡Sólo es leal a sus hombres y al ejército!

Panahesi asintió.

—Estoy de acuerdo, alteza.

Al sentirse apoyado, Amenhotep tomó una decisión.

—No lo enviaré a la guerra. No lo enviaré al norte a pelear contra los hititas para que regrese con carros repletos de armas y oro que pueden utilizarse para comenzar una rebelión.

—Es una decisión sabia —coreó Panahesi, de inmediato.

—Panahesi, te enviaré a ti para que supervises los templos —dijo Amenhotep—. Irás con Horemheb para asegurarte de que nada sea robado. Todo lo que recauda el ejército tiene que venir a mí. Por la gloria de Atón. —Se dirigió a mi padre—: Ay, tratarás con los embajadores extranjeros. Manejarás todos los asuntos que se presenten ante el trono de Horus. Confío en ti más que en ningún otro hombre.

Sus ojos negros se fijaron en mi padre y mi padre se inclinó respetuosamente.

—Por supuesto, alteza.

La cena en el Gran Salón, durante nuestra segunda noche en Menfis, transcurrió en silencio. El faraón estaba de mal humor y sospechaba de todos. Nadie se atrevía a pronunciar el nombre del general Horemheb. Los visires murmuraban, con aparente tranquilidad, entre sí.

—¿Ya has visto los jardines? —Mi madre hizo la pregunta mientras se inclinaba ligeramente y le daba un trozo de pato a uno de los gatos del palacio, para envidia de los sirvientes. Era la única persona contenta en nuestra mesa. Había estado visitando los mercados mientras los demás se angustiaban por la decisión de Amenhotep de darle la espalda al general en cuanto Horemheb desvalijara los templos de Amón.

Negué con la cabeza.

—No, he estado colocando mis cosas —suspiré.

—Entonces tenemos que ir después de la cena —dijo alegremente.

Cuando el Gran Salón estuvo vacío, atravesamos los patios atestados de gente y paseamos en la quietud del atardecer. Desde los escalones más altos del palacio, que daban a los jardines, pude ver las dunas de Menfis y el viento que soplaba en ellas. La arena iba a un lado y a otro en la luz decreciente y el calor formaba nubes de bruma, que brillaba. El sol se ocultaba, pero aún hacía calor. Esa noche el ciclo estaba despejado. Me puse de puntillas y arranqué una hoja de un árbol. Mirra. Rompí la hoja y froté su savia con los dedos. Los levanté para que mi madre pudiera oler. Echó el cuello hacia atrás.

—Horrible.

—No lo es cuando sientes dolor.

Me miró. La luz se marchaba.

—Quizás tú y yo tendríamos que habernos quedado en Akhmim —dijo de pronto—. Echas de menos tus jardines, siempre has tenido un gran talento con las hierbas.

La miré. Me pregunté qué le hacía, en realidad, decir eso en aquel momento.

—Ranofer era un buen maestro —respondí.

—Ranofer se ha casado —dijo mi madre.

Levanté la vista repentinamente.

—¿Con quién?

—Con una joven de allí. Estoy segura de que no es tan bella como Nefertiti, pero será leal y lo querrá.

—¿Crees que Nefertiti lo amaba? —le pregunté.

Vimos que el cielo se ponía de color violeta. Mi madre suspiró.

—Hay muchas formas distintas de amor, Mut-Najmat. El amor que sientes por tus padres, por tus hijos, el que es realmente lujuria.

—¿Crees que Nefertiti sentía eso último por mi preceptor?

Mi madre rió.

—No, tiene demasiado control sobre sí misma, la pasión no podría con ella. Son los hombres los que se apasionan por Nefertiti. Pero creo que amaba a Ranofer a su manera. Estaba allí, era atractivo y la seguía.

—Como Amenhotep.

Me dedicó una pequeña sonrisa.

—Sí, pero Ranofer siempre supo que Nefertiti estaba destinada al faraón. Es la hija de una princesa.

—Y ahora, él está casado.

—Sí, me imagino que su corazón habrá sanado.

Las dos sonreímos. Me alegraba por Ranofer. Se había casado con una joven local. Una buena esposa, probablemente. Regaría sus plantas y le llevaría la cena cuando él volviera de visitar pacientes en el pueblo. Me pregunté si mi futuro marido sabría algo de hierbas o si le molestaría tener que cuidar un jardín. Volvimos al palacio bajo las estrellas. Mi madre vino a mi recámara, y eso sorprendió a Ipu, que ejecutó una reverencia apresurada mientras encendía las lámparas. «Adorable», murmuró mi madre, y pasó los dedos por los dibujos de Isis y Osiris. En la pared había una imagen de mi diosa patrona. «Mut», dijo, mirando la cabeza felina a la luz de la lámpara. Me miró a los ojos, y miró a la diosa de nuevo. «Me pregunto si nuestros nombres determinan nuestro destino o si es que el destino nos hace elegir ciertos nombres».

Yo también me lo había preguntado. ¿Sabía mi madre que yo tendría ojos de felino antes de elegir Mut-Najmat como nombre? ¿Sabía la primera esposa de mi padre cuán hermosa sería Nefertiti cuando la llamó La Bella?

Mi madre dejó caer la mano a un lado.

—Mañana será un día ajetreado —dijo, seria—, se decidirá el futuro de Menfis.

«Que está en manos de un hombre al que el faraón quiere traicionar», pensé. Me pregunté si se habría enterado de las noticias por mi padre. No dije nada y mi madre sonrió suavemente.

—Tienes que dormir.

Obedecí como una niña y me subí a la cama. Me besó en la frente, tal como hacía en Akhmim.

Por la mañana me despertó el sol, que se filtraba en la habitación a través de las esteras de cañas. A mi alrededor, el mundo entero parecía extrañamente silencioso. Me levanté y fui hacia la puerta, pero Ipu se había ido. Miré en el patio, pero no había ningún sirviente a la vista. Me vestí deprisa, pensando que algo debía de haber ido mal. ¿Nos había traicionado Horemheb? ¿Se habían ido las barcas sin previo aviso? Corrí al pasillo. ¿Se habían marchado sin mí? ¿Cómo había podido dormir hasta tan tarde? Avivé el paso y cuando vi a un criado en el pasillo, le pregunté:

—¿Dónde están todos?

El sirviente se alejó mientras respondía, oculto tras un montón de rollos.

—En el Gran Salón, mi señora.

—¿Por qué en el Gran Salón?

—¡Porque en la Sala de Audiencias no caben todos!

Cuando llegué al Gran Salón, dos guardias se apartaron para dejarme pasar. Al entrar en la sala, me quedé boquiabierta. Habían abierto las ventanas para que entrara la luz de la mañana; pero lo que llamó mi atención no fueron los relucientes azulejos ni las mesas doradas. Lo que vi fue un cofre sobre otro, colmados de tesoros: cetros de plata y oro forjado que no habían visto durante siglos los faraones de Egipto. Los tesoros estaban amontonados al azar por todo el recinto. Había estatuas antiguas de Ptah y Osiris, sillas doradas, barcas de laca y cofres llenos de bronce y oro. Nefertiti y Amenhotep estaban en el estrado y el ejército llevaba más y más riquezas a la habitación. Mi familia estaba de pie, mirando la escena.

—Debe de ser todo el oro de Egipto. —El general Horemheb, que pasaba a mi lado, me miró con brusquedad al escuchar mi exclamación.

Mi padre se separó del grupo de oficiales y me tomó por el brazo.

—Todo ha ido bien.

—¿Por eso me has despertado? —Usé la ironía, ofendida porque nadie había contado conmigo en una ocasión tan importante.

—Tu madre dio instrucciones precisas para que no te despertásemos, a menos que algo marchara mal. —Me acarició la espalda con un gesto paternal— Sólo pensamos en tu bien, pequeña gata, no te enojes. —Miramos al otro lado del Gran Salón y, a modo de advertencia, agregó—: Si hay lucha, será antes de que caiga la noche. Todavía no han ido ante el sumo sacerdote de Amón.

—¿No sabe que van?

—Sí lo sabe, lo han puesto sobre aviso.

Bajé la voz.

—¿Crees que habrá violencia?

—Si el sumo sacerdote es tan tonto como para no darse cuenta de que ha cambiado la marea…

Lo miré, impresionada.

—¿Entonces estás de acuerdo con esto?

Mi padre cerró un instante los ojos y los abrió.

—No puedes transformar el desierto, sólo puedes tomar el camino más corto para atravesarlo. El deseo de que se convierta en oasis no hará de él un oasis, Mut-Najmat.

De pronto, el recinto se volvió silencioso y me di cuenta de que los hombres de Horemheb se habían retirado. Nefertiti descendió del estrado para quedarse junto a nosotros.

—Los soldados han partido hacia el templo de Amón —dijo, excitada.

Miramos el tesoro, que brillaba al sol que inundaba la estancia. Había tanto, que me pregunté si el ejército no se habría llevado todo lo que había en la tesorería de los templos, en lugar de recaudar sólo impuestos.

—Esto no puede ser sólo producto de los impuestos —dije, en voz alta—. Mirad todo eso. Hay demasiado.

—¡Hay cientos de templos en Menfis! —Nefertiti parecía alegre. Mi padre la miró bruscamente y ella agregó, a la defensiva—: Los hombres recibieron la orden de requisar la cuarta parte de los tesoros.

—¿Y están cumpliendo esas órdenes? —preguntó él.

—Por supuesto —terció Amenhotep. No habíamos percibido que se acercaba. Dio un paso, se colocó entre mi hermana y yo, y abrazó su talle esbelto—. Panahesi está allí para asegurarse de que se cumplen las órdenes.

Miró los ojos oscuros de Nefertiti. Ella apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Cómo es posible que desde que llegaste a mi vida se cumplan todos mis proyectos? —preguntó él.

Nefertiti se encogió de hombros, provocativa, como si supiera la respuesta, aunque no la diera a conocer.

«El sumo sacerdote de Amón aún tiene que defender su fortuna», pensé, sombría.

Esperamos en el Gran Salón. Durante horas no tuvimos noticias del Gran Templo de Amón, y la corte empezó a ponerse ansiosa. Amenhotep iba de un lado a otro de la sala mientras Nefertiti jugaba una partida de senet con mi madre. Cuando la puerta se abrió al fin, el general Horemheb entró y todos los del Gran Salón contuvimos la respiración. El general, vestido de cuero y portando sus armas, caminó hasta el estrado. No tenía nada en las manos.

—¿Dónde está? —gritó Amenhotep—. ¿Dónde está el oro de Amón?

—El sumo sacerdote no está de acuerdo con el gravamen al templo —dijo, simplemente.

La furia se apoderó de la voz de Amenhotep.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Conoces las órdenes. Si él no se inclina ante el faraón, ha de pagar el precio establecido. —Hubo un estallido de murmullos. Los visires de Amenhotep hablaban, discutían incluso, acaloradamente entre sí—. ¡Silencio! —Un silencio instantáneo se cernió sobre el Gran Salón.

—Alteza, debes emplear al sumo sacerdote como ejemplo, para escarmiento de rebeldes —aconsejó Panahesi.

Mi padre se puso de pie.

—Su muerte podría provocar una sublevación. La gente lo considera la voz de los dioses. Lo más prudente es arrestarlo.

Amenhotep miró a Nefertiti. En la corte quedó bien claro cuánta influencia tenía ella sobre él. Mi hermana descendió del estrado.

—Tienes que hacer lo que creas que es mejor. Quizá sea más sabio arrestarlo… —reconoció—, pero si no se entrega por las buenas… —Levantó la palma de la mano. Había aplacado a todos y había condenado al sumo sacerdote en un abrir y cerrar de ojos.

Amenhotep se enfrentó a Horemheb.

—¡Arréstalo! Si no se entrega de buen grado, no dudes en acabar con su vida.

Horemheb no se movió.

—Mis hombres no son asesinos, alteza.

—¡Ha traicionado a la corona! —estalló Amenhotep—. Es una plaga, un peligro para la gloria poderosa de Atón.

—Entonces lo arrestaré y lo traeré aquí, por las buenas.

Me di cuenta de que Amenhotep estaba fuera de sí, pero necesitaba a Horemheb, porque el trabajo estaba a medio hacer. Nefertiti dio un paso adelante, apoyó sus labios en la oreja de Horemheb y pude leer lo que le susurraba:

—El reinado de Amón ha terminado —murmuró, amenazante—. Ahora quien vela por Egipto es Atón.

Se miraron. En esa mirada había muchos mensajes cifrados. Horemheb hizo una reverencia y luego se dio la vuelta para salir. Amenhotep miró a Panahesi.

—Síguelo —le ordenó.

Esa noche hubo una reunión en mi alcoba.

—¡Dejaste que matara al sumo sacerdote de Amón! —Mi padre gritaba. Iba de un lado a otro de la habitación. La capa se enredaba en sus tobillos.

Nefertiti permanecía sentada en el borde de mi cama. Era evidente que estaba impresionada.

—Se negó a pagar el gravamen —dijo—. Si se hubiera entregado por las buenas…

—¡Panahesi no le dio la oportunidad de entregarse por las buenas! Esto va en contra de Ma’at —advirtió mi padre, y Nefertiti perdió algo de color.

—La diosa lo entiende…

—¿Lo entiende? —preguntó él—. ¿Eres su intérprete? ¿Estás dispuesta a arriesgar tu ka, tu alma, tus espíritus protectores?

Los dos miramos a Nefertiti.

—Ya no puede hacerse nada —respondió—, él está muerto, y… Amenhotep me espera en su habitación. —Su voz se ahogó—. Esta noche habrá una fiesta. —Lanzó una mirada furtiva a mi padre y luego habló nerviosamente—. Te espera. Panahesi estará allí.

Nuestro padre no respondió. Horemheb no había traicionado al rey, pero había ocurrido algo mucho peor, y de efecto más duradero. El hecho perpetrado por Amenhotep no resonaría sólo en la tierra, sino que llegaría hasta los dioses. Mi padre salió de la habitación como una tromba y Nefertiti me miró con dureza. Después se fue tras él y me quedé sola en la estancia.

Merit llegó con instrucciones. Debía usar mis mejores joyas para la fiesta. Negué, rudamente, con la cabeza.

—Pero es una orden de la reina —alegó.

—Entonces dile a la reina que será la única hija de Ay que quiera estar deslumbrante esta noche. Si no me equivoco, la corte debería estar de luto y no de fiesta.

Merit me miró, perpleja.

—¡Han matado al sumo sacerdote! —exclamé.

Echó la cabeza hacia atrás, con gesto paciente.

—Ah, sí, que Osiris abrace su alma —musitó—. Iré con tu respuesta a la reina, señora, ¿pero irás a la fiesta?

—Por supuesto —dije, secamente—, pero sólo porque no me queda más remedio que acudir.

Me miró con curiosidad, pero no me importó. No me importaba que todo el mundo supiera que no me parecía que tuviésemos que celebrar la muerte de Ma’at. Pero en el fondo sabía que hasta mi padre asistiría a la fiesta del faraón. Nadie estaba por encima del faraón de Egipto.

Me quedé en el centro de la habitación, con los ojos cerrados.

—Ipu —llamé. No me respondió—. ¿Ipu?

Mi doncella se presentó al fin.

—¿Señora?

—Esta noche debo ir a una fiesta.

Vi su cara de sorpresa. Por una vez, permaneció en silencio. El sumo sacerdote de Amón, el más sagrado de los sagrados, estaba muerto desde hacía siete horas, y entretanto había una fiesta. Me senté sin decir palabra mientras me peinaban y arreglaban las uñas. Hasta permití que me pintaran los pies y los pechos con henna. La puerta de mi habitación se abrió. Sabía de quién se trataba, aun antes de verla.

Su peluca era más corta que las habituales. El cabello se rizaba a la altura de las orejas, dejando al descubierto sus lóbulos perforados dos veces. El cabello le caía, lacio, hasta el mentón. Tenía una apariencia hermosa y temible. Se sentó cerca de mí, pero la ignoré.

—¿No estarás contrariada, no? Hicimos lo que debíamos hacer.

—¿Asesinar? —exclamé—. Los dioses castigarán a esta familia.

—Dimos el escarmiento necesario. Será un ejemplo.

—¿Qué clase de ejemplo? ¿Ejemplo de qué? ¿De que hay que temer al faraón?

—¡Por supuesto que hay que temerle! —Nefertiti se irguió, soberbia—. Es el faraón de Egipto, del reino más poderoso del mundo. Sólo hay dos maneras de reinar: con temor o con fuerza. —Extendió el brazo—. Mañana comenzará la construcción de nuestro templo. Es una noche de fiesta, pienses lo que pienses. —Sonrió, indicándome, con la cabeza, que debía ponerme de pie y caminar con ella—. ¿Sabías que el Grande envió a su general para enterarse de lo que sucedía?

Mi respiración se aceleró.

—¿El general Nakhtmin?

—Sí. —Caminamos deprisa por los pasillos del palacio.

—¿Qué quiere el Grande que haga el general?

—No puede hacer nada —dijo, alegremente—. Ya te habrás enterado, claro, de que el Grande se ha casado de nuevo. Con una pequeña princesa de Nubia. De doce años.

Hice una mueca de disgusto.

—Pero —siguió— ¿a mí qué me importa? Ha salido un nuevo sol, que eclipsará todas las otras estrellas del cielo. Incluso el Grande quedará eclipsado.

Su agresividad me impresionaba.

—¿Y nuestra tía?

—Tiy es fuerte, puede cuidarse sola.

Caminamos, animadas, entre las paredes pintadas que conducían a la amplia habitación que mi hermana compartía con el rey. Amenhotep salió de la habitación interior. Su aspecto me dejó sin aliento. Llevaba una falda ceñida y llevaba un pectoral de oro que nunca le había visto. Quizá fuese uno de los tesoros de Amón. Se besaron. Miré hacia otro lado.

—Te anuncié que triunfarías —dijo Nefertiti, suavemente—. Y esto es sólo el comienzo.

Las puertas del Gran Salón se abrieron ante nosotros al son de las trompetas. La fiesta se detuvo para que la gente pudiera mirar la entrada del faraón. Yo iba detrás de mi hermana. Siguiéndonos, marchaban Ipu y Merit, con cuentas de lapislázuli y oro en sus melenas. Observé los rostros de los presentes, pero no vi al general en el grupo. Mis padres estaban en su mesa, bajo el doble trono. El arquitecto también se encontraba allí, con Kiya y Panahesi. Me desilusionó ver que Horemheb también estaba con ellos.

Ocupé mi puesto en la mesa. Amenhotep condujo a mi hermana a su trono. La gente los miró cuando ascendieron, juntos. Parecía que fuesen dioses recién llegados a la tierra. Era probable que en Egipto nunca hubiese habido una pareja tan llamativa, con su oro, sus joyas y los preciosos cetros del reino. Las personas de la corte hicieron gestos de asombro. Hubo un murmullo de sobrecogimiento. Cuando la cena prosiguió, todo el mundo comenzó a hablar de manera animada. Era como si no hubiese habido ningún asesinato. Miré mi plato vacío y se lo di a Ipu para que me pusiese algo. Los únicos taciturnos de la mesa éramos Horemheb y yo.

—Esta noche estás callado, general. —Kiya estaba sentada al lado de él, ostentando sus hermosos pechos y la barriga, que presentaba una atractiva protuberancia—. ¿No disfrutas de la fiesta?

Horemheb la miró, incrédulo.

—Estoy aquí porque esas son las órdenes que recibí. De no haber sido así, estaría preparándome para la batalla contra los hititas, que asaltan nuestros pueblos y usurpan nuestras tierras.

Kiya se rió.

—¿Los hititas? ¿Prefieres pelear con los hititas a comer con el faraón?

El general la miró sin decir palabra.

—¿Los hititas están invadiendo tierras egipcias? —le pregunté.

—Cada vez que se lo permitimos —respondió Horemheb.

—¿Crees que habrá guerra? —pregunté, con calma.

—Si el faraón cumple con su palabra. ¿Qué cree la hermana de la esposa principal?

Kiya emitió un sonido desdeñoso.

—¿Qué saben las niñas pequeñas sobre la guerra?

Horemheb enfocó a Kiya con sus ojos.

—Al parecer, saben más que las esposas del faraón.

Se levantó de la mesa y se fue. Me puse de pie, sin esperar a que Ipu me llevase la cena, y anuncié que tenía que ir a los jardines.

La luna se había elevado sobre el jardín de Horus. Las luces del palacio iluminaban la noche. A lo lejos, una fuente emitía su clara música. Podía oír las risas y los sonidos alegres de la fiesta, procedentes del interior.

—Pensé que podías estar aquí.

Me quedé helada. Un hombre surgió de entre las sombras y pensé en huir. Había sido una idiota al salir sola a los jardines. Pero cuando se acercó a la luz, vi que era el general. Recordé nuestra última conversación y sonreí, con frialdad.

—Buenas noches, general Nakhtmin.

—¿No te sorprende verme, señora? —preguntó.

Llevaba una falda larga y una capa corta, de lino grueso. Lo miré a la débil luz de la luna.

—No, ¿tendría que sorprenderme?

—Acabo de llegar a Menfis. Ni siquiera el faraón sabe que estoy aquí.

—Pero Nefertiti dijo…

Se encogió de hombros.

—Será que les avisaron de que venía.

—Entonces deberías estar dentro. —Señalé el palacio—. Querrán hablar contigo cuanto antes.

El general se rió.

—¿Crees que al faraón le importa la opinión de su madre sobre política?

Pensé un momento.

—No.

—Entonces, ¿qué importa que esté allí dentro, fingiendo divertirme, o que esté aquí afuera, con una hermosa miw-sher, pasándolo realmente bien?

Me sonrojé mucho. Mi padre me llamaba miw-sher. Así se denominaba a las gatas pequeñas, no a las mujeres.

—Nefertiti está dentro. Aún puedes disfrutar de la compañía de una mujer hermosa.

—De manera que tu enojo conmigo es por eso, porque hablé con ella. Me preguntaba…

—No estoy enojada en absoluto —dije, a la defensiva.

—Bien, entonces no tendrás objeción a que demos un paseo por los jardines.

Me ofreció su brazo y lo tomé, aunque dudaba.

—Si mi hermana nos descubre aquí, me habrás metido en problemas. —Pero, pese a mi advertencia, de todas maneras disfrutaba al sentir su brazo contra el mío y no me aparté.

—No saldrá.

Levanté la vista y lo miré.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque en este preciso momento está ocupada en la construcción de un templo para Atón.

Era verdad. Me pregunté si alguien me echaría de menos en la fiesta.

—¿Cómo está todo en Tebas?

—Como en Menfis. Pura política —dijo—. Algún día dejaré todo eso atrás para retirarme a un pueblo tranquilo, en cualquier lado. —Me miró a la luz de la luna—. ¿Y tú, qué piensas? ¿Cuáles son los planes de la hermana de la esposa principal del rey?

Tenía catorce años, ya tenía edad suficiente para casarme y cuidar de mi hogar. Apreté los labios.

—Lo que mi padre decida por mí.

El general no dijo nada. Pensé que mi respuesta lo había decepcionado.

—Dicen que eres una sanadora —comentó, cambiando de tema.

Negué, seria, con la cabeza.

—Sólo aprendí a utilizar algunas hierbas en Akhmim.

Sonrió.

—Entonces, ¿qué es esto? —Hizo la pregunta mientras se agachaba y tomaba una hoja de una pequeña planta verde.

Yo no quería responder, pero la levantó aún más y quedó a la espera.

—Tomillo —dije al fin, sin poder contenerme—. Mezclado con miel, puede curar la tos.

Nakhtmin se rió. Habíamos llegado al borde del jardín. El palacio estaba a pocos pasos.

—Este no es tu sitio —dijo, mirando las puertas abiertas que daban al Gran Salón—, debes estar con gente más agradable.

Levanté la voz, indignada:

—¿Qué dices?

—No digo nada, miw-sher, pero estos juegos no son para ti. —Nos detuvimos al llegar al patio—. Me voy mañana por la mañana. —Se paró y luego agregó, con calma—: Deja que la historia sólo recuerde tu nombre, señora. Para que tus hechos perduren toda la eternidad, tendrás que convertirte, exactamente, en lo que tu familia quiere que seas.

—¿Y qué quiere que sea? —pregunté.

—Una esclava del trono.

Nefertiti me había dicho que fuese a su habitación. Me senté allí, viendo cómo se desnudaba. Dejó caer su costosa capa al suelo. Extendió los brazos para que yo le pusiera su túnica y me pregunté si era esclava del trono. Sí era, ciertamente, una esclava de Nefertiti.

—¿Mutni? ¿Mutni, me oyes?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué no has dicho nada? Acabo de decirte que mañana iremos a ver el templo y tú… —Contuvo la respiración—. Estabas pensando en el general. —Su tono era acusador—. Anoche te vi entrar con él en el Gran Salón.

Me aparté para que no viera cómo me sonrojaba.

—Pues bien, quítatelo de la cabeza —dijo, bruscamente—. No es uno de los favoritos de Amenhotep y no deben verte con él.

—¿No? —Me puse de pie, repentinamente enojada—. Tengo catorce años. ¿Quién te da derecho a decirme a quién tengo que ver?

Nos miramos. Las facciones se tensaron alrededor de su boca.

—Soy la reina de Egipto. Aquí no es como en Akhmim, en donde sólo éramos niñas. Soy quien dirige el reino más rico del mundo y tú no vas a arruinarlo todo.

Me armé de valor y negué, furiosa, con la cabeza.

—Entonces, déjame al margen de todo esto. —Me encaminé hacia la puerta, pero ella me cortó el paso.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo a mi patio.

—¡No puedes! —exclamó.

Me reí.

—¿Qué piensas hacer? ¿Vas a quedarte aquí, de pie, impidiéndome la salida toda la noche?

—Sí.

Nos miramos. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Alargué la mano instintivamente, pero ella la apartó con un gesto. Fue hasta la cama y allí se dejó caer.

—¿Quieres que me quede sola? ¿Es eso lo que quieres?

Fui y me senté cerca de ella.

—Nefertiti, tienes a Amenhotep. Tienes a nuestro padre…

—Nuestro padre. Nuestro padre me quiere porque soy la hija ambiciosa y astuta, pero a quien respeta es a ti. Contigo es con quien habla.

—Me habla porque lo escucho.

—¡Y yo también!

—No, tú no escuchas. Aguardas hasta que alguien dice lo que quieres oír y entonces prestas atención. Y no sigues los consejos de nuestro padre. En realidad, no sigues el consejo de nadie.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? ¿Por qué tendría que ser como una oveja?

Me senté, en silencio.

—Tienes a Amenhotep —le dije de nuevo.

—Amenhotep —repitió ella—. Amenhotep es un soñador ambicioso. ¡Y esta noche estará con Kiya, que no puede ver más allá de sus narices!

Me reí, porque era cierto, y ella extendió su mano para tocarme la rodilla.

—Quédate conmigo, Mutni.

—Me quedaré por esta noche.

—¡No me hagas favores!

—No te hago favores. No quiero que estés sola —respondí con tono serio.

Se rió, satisfecha, y sirvió dos copas de vino. Ignoré su expresión, tan pagada de sí, y me senté junto a ella frente al brasero, con una manta sobre nuestras rodillas.

—¿Por qué a Amenhotep no le gusta el general? —le pregunté.

Nefertiti supo enseguida a qué general me refería.

—Prefirió quedarse en Tebas en vez de venir a Menfis.

El fuego del brasero arrojaba luces doradas a su rostro. Era hermosa, aun sin joyas y sin corona.

Me quejé:

—Pero no todos los generales podían venir a Menfis con nosotros.

—Bueno, Amenhotep no confía en él. —Agitó el vino en su copa—. Y por eso no pueden verte con él. Los que eran leales vinieron a Menfis con nosotros.

—¿Y si el Grande muere? ¿No se reunirá de nuevo todo el ejército en Tebas?

Negó con la cabeza.

—No creo que regresemos a Tebas.

Casi dejé caer la copa.

—¿A qué te refieres? El Grande morirá algún día —exclamé—, quizá no dentro de poco, pero tarde o temprano…

—Y cuando muera, Amenhotep no volverá.

—¿Ha dicho eso? ¿Se lo has contado a nuestro padre?

—No, no lo ha dicho, pero he aprendido a conocerlo. —Miró las llamas—. Querrá tener su propia ciudad. Una ciudad en las afueras de Menfis, que permanecerá como legado de su época. —No podía dejar de sonreír. Parecía satisfecha.

—¿Pero tú no quieres volver a Tebas? —le pregunté—. Es el centro de Egipto. Es el centro de todo.

Nefertiti sonrió todavía más.

—No, Mutni, nosotros somos el centro de todo. Cuando muera el Grande, la corte nos seguirá a donde vayamos.

—Pero Tebas…

—Sólo es una ciudad. Piensa que Amenhotep puede construir una capital más grande. —Abrió mucho los ojos—. Sería el constructor más grande de toda la historia de Egipto. Inscribiríamos nuestros nombres en todos los umbrales. Todos los templos, todos los altares, todas las bibliotecas, hasta el arte sería un legado de nuestra vida. También de la tuya. —Su pelo negro brilló a la luz del fuego—. Podrías tener tu propio edificio, inmortalizar tu nombre, y los dioses nunca te olvidarán.

Oí la voz de Nakhtmin en mi mente, diciendo que ser olvidado podía ser el mejor regalo de la historia. Pero eso no podía ser cierto. ¿Cómo se enterarían los dioses de lo que habías hecho? Nos sentamos en silencio, pensando. El fuego se extinguió en la profundidad de los ojos de Nefertiti, que tenía una expresión como hechizada.

—Tú y yo somos tan distintas. Debe de ser porque yo me parezco más a mi madre y tú te pareces más a la tuya.

Me moví, incómoda. No me gustaba cuando hablaba de nuestros diferentes orígenes.

—Me pregunto cómo sería mi madre. Piensa, Mutni. No me ha quedado nada de ella. Ninguna imagen, ninguna vestimenta, ni siquiera un papiro. Sólo un manojo de sortijas.

—Era una princesa de Mitanni. Debe de estar retratada en la tumba de su padre, en su patria.

—Aun así. No hay imágenes de ella en Egipto. —Su mirada se volvió decidida—. No dejaré que eso me suceda a mí. Esculpiré mi imagen en todos los rincones de esta tierra. Quiero que mis hijos me recuerden hasta que las arenas desaparezcan de Egipto y las pirámides se derrumben.

Miré a mi hermana a la luz del fuego y sentí una profunda pena. Antes no conocía esa faceta de la personalidad de ella.

La mayor parte del tesoro de Amenhotep estaba guardada en cofres sellados y luego apilados, con cuidado, contra las paredes de la Sala de Audiencias. En los rincones, o encima de unas mesas, aún había sandalias de oro, pieles de leopardo y coronas con gemas del tamaño de mi puño. ¿Adónde llevarían todo eso? No podían mantenerlo a salvo en esa sala pública, ni siquiera con treinta guardias custodiándolo.

—Tendríamos que llamar a Maya —sugirió Nefertiti—, para que diseñe una cámara del tesoro.

Amenhotep acogió la idea de inmediato.

—La reina tiene razón. Quiero que construyan un lugar para el tesoro, que perdure por todos los tiempos. Panahesi, ve a buscar a Maya.

Panahesi se incorporó deprisa.

—Por supuesto, alteza. Si el faraón lo desea, me gustaría supervisar la construcción.

Mi padre le dirigió una mirada veloz a Nefertiti. Mi hermana dijo, como de pasada:

—Habrá mucho tiempo para eso, visir. —Miró a Amenhotep—. Antes vamos a encontrar a un escultor para poner una imagen tuya en cada rincón. Amenhotep el Constructor, guardián de los tesoros y la riqueza de Egipto.

Panahesi frunció el entrecejo.

—Alteza…

Amenhotep estaba transportado por la visión que le sugerían aquellas palabras.

—También puede esculpirte a ti. Seremos los más poderosos gobernantes de Egipto, supervisando el más grande de sus tesoros.

Panahesi se puso blanco ante la mención de la imagen de Nefertiti en el tesoro de Egipto.

—¿Mandamos a llamar a un escultor? —preguntó mi padre.

—Sí —ordenó Amenhotep—, cuanto antes.