Capítulo 13

Tutmose debía seguir a Nefertiti a donde ella fuera. Le habían dado instrucciones para que acompañase a la pareja real en todos los aspectos de su vida. Para mi madre era chocante que le permitieran sentarse cerca del estrado, en la Sala de Audiencias.

Mi padre preguntó:

—¿Cómo podemos estar seguros de que es digno de confianza?

Nefertiti rió.

—Porque es un artista. ¡No un espía!

El mismo faraón estaba encantado con el artista, a la vez joven y experimentado. Tutmose, con los rollos sobre la falda, observaba a Amenhotep mientras jugaba al senet o corría por las pistas del estadio de Menfis. Desde el túnel de este, yo podía ver a Tutmose sentado cerca de mi madre, que sonreía cuando él elogiaba sus ojos.

—¿Hay algún sitio en el que no pueda entrar? —dije, irritada y desafiante, y Nefertiti siguió mi mirada con sus ojos. Estaba embarazada de varios meses, pero no renunciaba a sus caprichos. Merit le había atado un par de polainas de cuero en las piernas para que pudiese ejercitarse un poco.

—Sólo tiene vedada nuestra habitación —admitió mi hermana—, pero creo que Amenhotep cambiará pronto de opinión.

—¡Nefertiti! No lo dices en serio. —Ella esbozó una mínima sonrisa—. ¿En tu habitación?

—¿Y por qué no? —preguntó, descarada—. ¿Qué tenemos que ocultar?

—¿Entonces no tenéis vida privada?

Pensó un momento y luego se puso el casco.

—Nada. En nuestro reino nada es privado y es por eso por lo que seremos recordados hasta los últimos días de Egipto.

Seguí a mi hermana por el túnel hasta la arena. La esperaba un carro, ya sujeto a dos grandes corceles. Tutmose me tendió el brazo para ayudarme a subir a las gradas. Dudé. Luego tomé su mano. Era suave para pertenecer a un hombre que trabajaba la piedra.

—La hermana de la esposa principal —musitó, y pensé que elogiaría mis ojos, pero en cambio me observó, en silencio. Por una vez, no había un montón de damas a su alrededor. Esa mañana, Amenhotep había querido montar temprano, de manera que el resto de la corte estaba, cómodo y abrigado, en la cama. Temblé. Tutmose sonrió.

—Así que también has venido a mirar a su alteza. —Contempló las gradas vacías—. Señora, eres una hermana fiel y dedicada.

—O una hermana estúpida —mascullé.

Se rió. Después se acercó y me confió:

—Hasta yo me preguntaba si era necesario salir de la cama esta mañana.

Miramos a Amenhotep en su carro deslumbrante, disputando carreras con Nefertiti y sus guardias nubios. Sus gritos de alegría se oían por encima del resoplido y el relincho de los caballos y el golpeteo de los cascos. Los sonidos se elevaban sobre los muros del estadio. Nuestro aliento semejaba humo en el aire helado de la mañana. Un carro hizo un alto repentino junto al muro, cerca de Tutmose. Amenhotep, contento, gritó:

—¡Esta mañana quiero un retrato mío en la arena! —Se quitó el casco. Sus rizos oscuros se aplastaban, húmedos, contra la cabeza—. Tallaremos la imagen de esta mañana en un relieve de piedra caliza.

Tutmose tomó un papiro y se puso de pie de inmediato.

—Por supuesto, alteza. —Señaló las sublimes columnas del estadio—. Dibujaré vuestros carros brillando con los rayos del sol de invierno. ¿Ves allí, donde se filtran entre las columnas, formando un ankh?

Todos miramos y vi, por primera vez, la forma de un ankh proyectada por el sol en el suelo de polvo.

Amenhotep se agarró al borde de su carro.

—Vida eterna —susurró.

—El oro de los carros —imaginó Tutmose—. Y debajo de ellos, el resplandeciente ankh de la vida.

Miré a Tutmose. Lo que decía no era pura adulación y palabrería. Miré, de nuevo, el símbolo de la vida eterna creado por el juego de luces y sombras y no podía imaginarme por qué no lo había visto antes.

Esa noche, en el Gran Salón, sentaron a Tutmose en la mesa real. Kiya se colocó a su lado, con su pandilla de damas, de mujeres criadas en la comodidad del harén del Grande. Nefertiti y Amenhotep miraban, complacidos, cómo la corte se apiñaba alrededor de su escultor, que ahora vivía en el palacio con el solo fin de servirlos.

—¿Podemos ver lo que has dibujado hoy? —rogaban las mujeres. Pero el humor de Kiya, en la mesa, era sombrío.

—¿Por qué no me dijo nadie que iban al estadio?

Tutmose la tranquilizó.

—Era demasiado temprano, mi señora. Hubieras tenido frío.

—No me importa pasar un poco de frío —replicó ella, cortante.

—Pero eso hubiese empalidecido tus mejillas, que tienen un color demasiado adorable para que eso suceda —respondió el artista, con tono afectuoso—. Tu piel tiene los ricos tonos de la tierra fértil.

Kiya se tranquilizó un poco.

—¿Dónde están los bocetos?

Esperábamos que los sirvientes nos trajesen la comida. Tutmose enseñó el fajo de papiros que yo había visto en el estadio. Entre los dibujos, había uno nuevo del faraón, sombreado de manera tal que dejaba ver el ankh de la vida debajo de él, mientras reinaba sobre todo el orbe con sus poderosos caballos. Tutmose pasó los bocetos a los presentes y hasta los visires y mi padre guardaron silencio.

Kiya levantó la vista.

—Son muy buenos.

—Son excelentes —lo elogió mi padre.

Tutmose inclinó la cabeza. Las cuentas de su peluca sonaron.

—Es fácil hacer que destaquen sus majestades.

—Creo que lo decisivo es tu habilidad —respondió mi padre.

Un rubor cálido tiñó las mejillas de Tutmose.

—Es un placer. Y ayer su alteza me dio permiso para utilizar el estudio con otros fines.

Hubo una oleada de preguntas y Kiya, grandilocuente, dijo:

—También te encargaré un busto mío y del primer hijo de Egipto.

En la mesa hubo un momento de situación incómoda. Mi padre miró a mi madre. Tutmose, cuidadoso, dijo:

—Puede hacerse un espléndido busto con cualquier hijo de su alteza.

—¿Y qué pasa contigo? —preguntó mi madre, que estaba a mi lado—. ¿Encargamos un retrato tuyo? Puede ser un busto, o un relieve para tu tumba. Deberías empezar a pensar cómo quieres que te recuerden los dioses.

Abrumaron a Tutmose con pedidos. Todos, hasta los visires, hablaban a la vez. En medio de la general cacofonía, Tutmose advirtió mi silencio y me sonrió.

—Quizá más adelante yo te pida algo —dije—. Puede que entonces quiera un cuadro con un hermoso jardín.

Las mujeres de la corte revoloteaban alrededor de Tutmose como mariposas recién nacidas en una flor. Ya habían pasado dos meses desde que estaba en el palacio, pero aun así, Tutmose era como un invitado nuevo. Lo llevaban a todas las fiestas y lo paseaban por los jardines.

—No sé por qué se molestan —dijo Ipu, una mañana, mientras me hacía trenzas—. Es como si las mujeres no le interesaran.

La miré, sin comprender.

—¿Qué quieres decir?

Ipu levantó una jarra de incienso puro y miró a ambos lados.

—Le gustan los hombres, señora.

Me senté, inmóvil, en el borde de la cama y traté de comprender.

—Entonces, ¿por qué gusta tanto a las mujeres?

Ipu me aplicó aceite en el rostro con masajes.

—Seguramente porque es joven y apuesto y porque su destreza con la piedra no tiene igual. Ha elogiado mi trabajo —agregó, presumiendo—. Dice que ha oído hablar de mí hasta en Menfis.

—Todo el mundo habla de ti —respondí.

Se rió.

—Todas las damas lo quieren para sus retratos. Hasta Panahesi ha encargado uno.

El fuego estaba encendido en el brasero. El clima había cambiado y todos llevábamos faldas largas y capas. Me arropé con la piel cálida de mi capa, pensando en la nueva y celebrada presencia en la corte.

—Bueno, va a donde va Nefertiti —respondí—. Sugiere lugares donde grabar la imagen de ella. Estoy segura de que esta mañana estará en el estadio.

—¿Va todas las mañanas?

Suspiré.

—Como todos nosotros.

Pero esa mañana yo no quería ir a ver al faraón montando en su carro. Sabía de memoria lo que habría de ver en el estadio, con los visires, Panahesi y Kiya, todos apretujados para mayor gloria de Amenhotep, viéndolo montar con Nefertiti, aunque ella estuviera embarazada de cinco meses. Sabía que el viento estaría helado y que aunque los sirvientes calentaran el shedeh y nos lo llevaran, seguiría muriéndome de frío. Mi madre se preocuparía, en silencio, porque Nefertiti no debía montar en su estado, porque en su vientre llevaba el futuro de Egipto, pero nadie podía decir nada, ni siquiera mi padre, porque se daba cuenta de que era así como ella mantenía a Amenhotep alejado de Kiya.

—Listo. —Ipu guardó el cepillo y el kohol.

Cuando salí al pasillo, mis pies no me llevaron al patio. Si estaba destinada a congelarme esa mañana, lo haría en los jardines. Quizá en medio de tanto ajetreo se olvidarían de mí y nadie se daría cuenta de que no estaba.

Me senté bajo una vieja acacia y oí la voz decidida de Nefertiti, llamándome.

—¿Mutni? ¿Mutni? ¿Estás ahí afuera?

Subí los pies al banco y guardé silencio.

—¡Mut-Najmat! —La voz de mi hermana sonaba cada vez más imperiosa—. ¡Mutni! —Rodeó el estanque de lotos y me vio allí sentada—. ¿Qué haces? Vamos al estadio. —Se quedó frente a mí. Su pelo negro le acariciaba las mejillas.

—Pensé en quedarme aquí.

Levantó la voz en forma notable.

—¿Y no me verás montar?

—Hoy estoy cansada. Y hace frío.

—¡Aquí también hace frío!

—Puede ir Ipu —propuse—. O Merit.

Nefertiti dudó entre seguir con la discusión o dejarla pasar.

—Tutmose terminó los bustos —dijo, finalmente. Al parecer, permitía que me quedara en los jardines—. Ahora los está pintando.

Bajé los pies.

—¿Cuánto tiempo se quedará en el palacio?

Nefertiti me miró de una manera extraña.

—Para siempre.

—¿Pero a qué se dedicará? ¿A quién inmortalizará?

—A nosotros.

—¿Todo el tiempo?

—Es libre de contratar sus servicios con los cortesanos. —Se dio la vuelta—. ¿La ves? —Se colocó de perfil para que viera su incipiente barriga, que se abultaba por encima del cinturón de escarabajos dorados—. Ya está creciendo.

Dudé.

—¿Qué sucederá si es una niña?

—Amenhotep tendrá un hijo —dijo, acaloradamente—. Y si es niña, la querrá.

Fruncí el entrecejo, porque la conocía.

—¿Y tú?

Apretó los labios. Se los mordió, tal como hacía yo con frecuencia.

—Si es una niña, Kiya será la madre del príncipe mayor de Egipto.

—Pero es la segunda esposa. Si le das un hijo, aunque sea el año que viene, será faraón de Egipto.

Nefertiti miró a lo lejos, más allá del estanque de lotos, como si sus ojos pudiesen llegar hasta Tebas.

—Si no tengo un varón, Nebnefer tendrá más tiempo para asentarse.

—¡Sólo tiene cinco meses!

—Pero las cosas cambiarán. —Se inclinó hacia delante—. Me ayudarás, ¿no es cierto? Cuando llegue la hora, estarás conmigo, y le rezarás a la diosa para que sea un varón.

Me reí, pero me detuve en seco al ver cómo me miraba.

—¿Por qué tendría que hacerme caso la diosa?

—Porque eres honesta —respondió Nefertiti—. Y yo…, yo no soy como tú.

Nefertiti iba por el palacio con la mano en el vientre, y aunque todos lo veían, nadie se atrevía a decir una palabra sobre el príncipe de seis meses que mamaba del pecho de Kiya en el Gran Salón. Se convirtió en un dulce principito, aunque su madre fuese agria como un limón. Amenhotep ayudaba a Nefertiti en cada paso que daba, al subir al carro, hasta al sentarse en el trono. Revoloteaba al lado de ella y elogiaba al bebé que se gestaba mientras ignoraba al que ya había nacido.

En el mes de Famenoth, Amenhotep anunció, por medio de los rollos oficiales y en los edificios públicos, que Atón era el dios que reinaba en Menfis. Enviaron una proclama que decía que los egipcios debían inclinarse ante los sacerdotes de Atón como habían hecho antes con los de Amón.

Porque Atón abraza todo Egipto. Es todopoderoso.
Es el más hermoso. Todo conocimiento y sabiduría.

El rollo no finalizaba con la palabra Amón. Hasta entonces, ningún rollo oficial de Egipto había finalizado sin la palabra Amón. De allí en adelante, en Menfis ninguno volvería a finalizar con esa palabra.

Mi padre apoyó el rollo en su regazo.

—¡Esto es blasfemia, y el Grande va a enterarse! ¡No le gustará! —Miró a mi hermana, y Nefertiti se encogió de hombros. No se turbó ni se marchó, como hubiese hecho yo.

—El faraón es quien decide qué es una blasfemia —respondió.

—¡Y tu esposo no es el único faraón! —Mi padre se puso de pie y echó el rollo al brasero—. El Grande aún vive. Y escucha, Nefertiti, óyeme bien: no te sorprendas si mi hermana me ordena asesinar a tu marido, si sigue por el mismo camino.

Me tapé la boca. Nefertiti se puso pálida.

—¡Amenhotep ya porta la corona atef, la de Osiris! ¡Ella no te puede ordenar eso! —Mi padre no le dijo nada—. ¡No dejarías que eso sucediera!

—Esto ha llegado demasiado lejos.

—¡Pero espero un hijo de él!

Se acercó a ella.

—Escucha, préstame atención. Bien podría haber un asesinato. Asegúrate de que los hombres que has contratado para protegerte son de plena confianza y están dispuestos a morir.

El rostro de Nefertiti se puso pálido como una hoja.

—¡Debes detenerla! ¡Es tu hermana! —gritó.

—También es la reina de Egipto, y yo sólo soy un visir.

Nefertiti estaba descompuesta.

—Pero me protegerás. ¡Jura que me protegerás! —Él no le respondió—. ¿Lo harás? —Ahora susurraba. Parecía tan pequeña y frágil que quise cruzar la habitación para abrazarla.

Nuestro padre cerró los ojos.

—Por supuesto. Voy a protegerte.

—¿Y a mi hijo? ¿Y a Amenhotep?

—No puedo prometerte nada. Debes detenerlo. Tienes que encontrar la manera de que cese en sus provocaciones o no será suficiente con mi protección.

Vivíamos como gatos, oliendo la comida antes de comerla, aun cuando había sido probada por los sirvientes. A la noche, teníamos el oído atento al ruido de posibles intrusos. Ipu comenzó a preocuparse por mi salud.

—Das vueltas y vueltas en la cama. No es buena señal, señora.

—Me he enterado de las últimas noticias, Ipu; eso me tiene preocupada.

Mi doncella dejó de doblar la sábana para mirarme.

—¿Malas noticias?

—Sí —admití, mientras cruzaba las manos debajo de las piernas—. ¿Me contarás los rumores que se oigan en el palacio?

Los hoyuelos de Ipu desaparecieron.

—¿Qué tipo de rumores, señora?

—Sobre un posible asesinato.

Ipu retrocedió.

—No es tan asombroso —susurré—, Amenhotep se ha ganado enemigos. Si te enterases de algo, me lo dirías, ¿no es cierto?

—Por supuesto. —Noté una gran seriedad en su rostro.

Esa tarde, Nefertiti me llevó aparte antes de ir una vez más a la obra del nuevo templo.

—Creo que oí algo anoche —me confió.

Me quedé helada.

—¿Le dijiste algo a nuestro padre?

—No, no estaba segura de haber oído bien. Era fuera, al otro lado de la ventana.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Fue tan violento que me hizo temblar.

—¿Y se lo has dicho al rey?

Negó con la cabeza, con la mano en la barriga.

—No, pero quiero que esta noche duermas conmigo.

Recordé que era la noche en que Amenhotep estaría con Kiya y di un paso atrás para mirarla.

—¿Qué te pasa? —gritó violentamente—. ¿Crees que te mentiría?

La miré por un momento, mientras dudaba.

—Por favor —hablaba con firmeza, parecía que en sus ojos había un miedo verdadero—, duerme conmigo. No sólo por mí. Por el bebé.

El niño de seis meses que crecía en su vientre.

Esa noche se hizo a un lado en la gran cama que compartía con Amenhotep, para dejarme sitio, y yo dudé.

—Ven.

—Pero es la cama del rey.

Entornó los ojos.

—Esta noche no. Esta noche me ha dejado sola.

Sin embargo, me negué a acostarme allí.

—Deja de perder el tiempo y entra en la cama —dijo, impaciente. El embarazo la volvía irritable.

—No, ven tú a mi cama —respondí.

Me miró bruscamente, siempre con la mano en el vientre.

—Estoy embarazada, no debo hacer cosas extrañas.

—¿Y qué tiene de extraño? ¿No es más raro, en tu estado, montar a caballo y conducir carros?

Guardó silencio. Supe que, por una vez, yo había ganado. Retiró las sábanas de su cama y me tendió la mano. La tomé, la ayudé a atravesar la habitación. Una vez en mi estancia, se acomodó, con cuidado, entre los almohadones.

—Tu cama no es tan cómoda como la mía —se quejó.

—No, pero es mucho más segura.

Sonreí, contenta con mi triunfo, y ella no dijo nada. Arreglé las almohadas detrás de su espalda.

—¿Crees, de verdad, que alguien intentará matarme? —susurró.

Me reí, incómoda.

—Si tienen que pasar sobre los doce guardias nubios que están al otro lado de mi puerta, no.

Hablé forzando un tono alegre para calmar sus miedos; pero el ánimo de Nefertiti era sombrío e insistió.

—Pero ¿por qué querría matarme alguien? —preguntó.

Temblé sólo de pensarlo.

—Porque estás casada con el faraón y esperas un hijo de él. ¿Qué mejor forma de atacar a Amenhotep que a través de ti?

—Pero la gente me quiere.

—La gente —respondí—, no los sacerdotes, cuyas vidas están dedicadas a Amón y cuyos templos estás a punto de destruir.

—Esa es una idea de Amenhotep —dijo Nefertiti, bruscamente. Después oímos ruido de pisadas en el pasillo y nos quedamos heladas. La persona que estaba fuera debió de cambiar de planes, porque las pisadas se alejaron de inmediato. Contuve el aliento.

—¡No puedo seguir así! —exclamó Nefertiti—. Tengo miedo de todo.

—Te has tendido tu propia trampa —hablé con crueldad, pues estaba irritada; pero aún tenía su mano entre las mías y esa noche nos dormimos con las lámparas encendidas. Nos despertamos al amanecer, enroscadas como gatos.