Capítulo 11

El tesoro tomó preeminencia sobre todo, incluso sobre el templo de Atón.

A finales de Shemu, un majestuoso pabellón de granito se elevaba, espléndido, cerca del palacio. El polvo no había tenido tiempo de asentarse en el patio y Maya ya había abierto las pesadas puertas de metal. Nos quedamos asombrados al ver lo que había hecho el arquitecto en tan poco tiempo. Amenhotep y Nefertiti nos observaban desde todos los rincones de la Cámara del Tesoro, más grandes, por supuesto, que en la realidad, aún más grande que las más magníficas estatuas del Grande en Tebas.

—¿Quién creó esto? —pregunté, y Maya me sonrió.

—Un escultor llamado Tutmose.

Era magnífico. Las estatuas eran tan altas, tan sobrecogedoras, que nos sentíamos como arbustos en un bosque de sicomoros. El grupo de visires y cortesanos que estaba detrás de nosotros guardó silencio. Ni siquiera Panahesi tenía nada que decir. Nefertiti fue hacia una de las estatuas: su cabeza llegaba a los pies de la escultura. El parecido era extraordinario: la fina nariz, la boca pequeña y los grandes ojos negros debajo de las cejas altas, arqueadas. Deslizó su mano por la falda de arenisca y me dijo en silencio, con movimientos de los labios: «Me gustaría que Kiya estuviese aquí».

Amenhotep, grandioso, anunció:

—Ahora debemos comenzar la construcción del templo de Atón.

Mi padre lo miró con incredulidad, pero Maya no parecía sorprendido.

—Sin duda, alteza.

—Y el visir Panahesi supervisará el edificio.

En mi alcoba hubo otra reunión. Ya construido el tesoro, no había que correr el riesgo de que Panahesi quedara a cargo de las riquezas. La construcción del templo de Atón comenzaría en el Thot, pero cuando Panahesi hubiese terminado con la supervisión podría tratar de conseguir de nuevo alguna influencia en el tesoro.

—Tendrás que hacer algo para detenerlo —dijo, simplemente, mi padre.

—Podemos darle un trabajo diferente. Algo que lo saque otra vez del palacio. ¿Embajador? Podría viajar a Mitanni…

Mi padre negó con desdén.

—Nunca querrá.

—¿A quién le importa lo que quiera o no quiera? —susurró Nefertiti.

Mi padre dudó.

—Podemos convertirlo en el sumo sacerdote de Atón —pensó en voz alta.

Nefertiti retrocedió.

—¿De mi templo? —Más que una pregunta fue una exclamación horrorizada.

—¿Prefieres tenerlo como tesorero —preguntó a su vez mi padre—, a cargo de la riqueza de Egipto, con un futuro príncipe a punto de nacer? No, lo convertiremos en sumo sacerdote de Atón —afirmó, poniéndose de pie de inmediato—. Nefertiti, has tenido un sueño. Has soñado que Panahesi era el sumo sacerdote de Atón.

Nefertiti comprendió, de inmediato, lo que pretendía su padre y siguió el hilo de sus pensamientos.

—Estaba vestido con ropas de leopardo. Lo rodeaba una luz dorada. Ha sido una señal.

Mi padre sonrió y ella rió. Eran una perfecta pareja de hienas.

Esa noche Nefertiti esperó a que la Sala de Audiencias estuviese llena para anunciar a la corte que había tenido un sueño.

—Un sueño vívido —hablaba con asombrosa pasión. Panahesi miró bruscamente hacia el estrado—, un sueño tan real que cuando desperté, pensé que había sucedido de verdad.

Amenhotep, intrigado, se adelantó en el trono.

—¿Hay que llamar a un sacerdote? ¿Qué debo hacer?

Bajo el estrado, Kiya y sus doncellas empezaron a murmurar.

Nefertiti seguía a lo suyo, con aire inocente.

—Tenía que ver con todo Egipto —explicó.

—¡Buscad un sacerdote! —Amenhotep estaba decidido. Mi padre tomó la iniciativa y llegó a la puerta antes de que Panahesi tuviera tiempo de ponerse de pie.

—¿Algún sacerdote en particular, majestad?

Amenhotep arrugó la frente. Hasta que el templo de Atón se construyera, debía buscar sacerdotes en el templo de Amón.

—Un interpretador de sueños.

Cuando mi padre desapareció para cumplir los deseos de Amenhotep, Panahesi torció el gesto, presintiendo que había algo en el aire.

—Alteza —aventuró—, ¿no sería más sabio oír primero el sueño?

Nefertiti rió sin esfuerzo.

—¿Por qué, visir? ¿Tienes miedo de que haya soñado algo que pueda incomodar al rey? —Miró a Amenhotep, moviendo con coquetería sus largas pestañas, y él sonrió.

—Confío en mi esposa en todo, visir. Incluso en sus sueños.

Pero Kiya, con su vientre abultado, no iba a dejarse vencer por Nefertiti. El instinto de reina madre la empujaba.

—A lo mejor su alteza quiere oír música mientras espera.

Si Nefertiti podía complacer al faraón con un sueño, ella podía hacerlo con música. Con su muñeca llena de pulseras y ricos brazaletes, hizo una seña a los músicos que iban siempre detrás de la corte, y ellos tocaron una canción.

Luego, en la reunión de la corte no se habló de las peticiones que muchos querían hacer, ni los visires plantearon lo que se debía hacer con Horemheb o con los hititas, que atacaban los territorios egipcios. El sueño de Nefertiti era el único asunto de interés prioritario. El sueño de Nefertiti y la música de Kiya.

«El único momento en que hay cierta quietud —pensé—, es cuando el faraón decide reinar en su Sala de Audiencias».

Los músicos tocaban el arpa. Amenhotep estaba sentado en su trono. Las puertas de la Sala de Audiencias se abrieron. Mi padre había regresado. Un sacerdote de Amón, envuelto en una túnica, avanzaba detrás de él por el suelo ricamente embaldosado. Mi padre anunció:

—El interpretador de sueños.

El anciano se inclinó.

—Soy el sacerdote Menkheperre.

Nefertiti habló.

—Vidente: he tenido un sueño que queremos que interpretes.

—Por favor, repítelo, alteza, con todos los detalles que puedas recordar.

Nefertiti se puso de pie.

—Soñé con ropas de piel de leopardo bajo el sol —dijo.

Miré, inquieta, a Panahesi, que me devolvió la mirada y se dio cuenta, por mis ojos, de que sucedía algo extraño.

—Has soñado con el sumo sacerdote de Atón —anunció Menkheperre con solemnidad.

El recinto se llenó de murmullos.

—También soñé que un visir tomaba esas pieles y que el sol brillaba más y más cuando se las ponía. Brillaba tanto que sus rayos cegaban.

Los presentes, la corte entera, permanecieron en sus asientos, como paralizados. Menkheperre, triunfante, gritó:

—¡Una señal! ¡No hay duda de que se trata de una señal!

Amenhotep se levantó del trono.

—¿El hombre de tu sueño se halla aquí?

Todos seguimos la mirada de Nefertiti, que recayó en Panahesi. Luego miramos de nuevo al sacerdote.

Menkheperre abrió las manos. Me pregunté cuánto oro de mi padre habría bajo sus ropas cuando pronunció las palabras decisivas:

—El significado es obvio, alteza, Atón ha elegido.

—¡No! —Panahesi se incorporó, casi con violencia—. ¡Alteza! Sólo fue un sueño. ¡Nada más que un sueño!

Amenhotep bajó del estrado y apoyó, con cariño, sus manos sobre los hombros de Panahesi.

—Atón ha elegido.

Panahesi me miró. Después miró a mi padre, cuyo rostro era una máscara perfecta.

—Felicidades —le dijo entonces mi padre, con una soterrada ironía que sólo Panahesi podía captar—, el dios ha elegido.

Cuando salimos de la Sala de Audiencias, Kiya se me acercó para ufanarse.

—Mi padre es el sumo sacerdote de Atón. —No tenía ni idea de lo que aquello significaba, ni de la intervención de mi familia en el asunto—. Con un príncipe en camino, ahora sí que no habrá asiento en Egipto que no pueda ser ocupado por mi familia. Además, el sumo sacerdote de Atón recauda los impuestos —agregó—. Tu hermana nos ha ayudado a ascender decisivamente en nuestro camino al trono.

—No, acaba de empujaros cuesta abajo —respondí—. Tu padre podrá ser el recaudador de impuestos, pero el que los custodiará y contará será el mío.

Kiya me miró, demudada, y terminé de aclararle lo que ocurría:

—Antes de esta reunión, el visir Ay fue designado tesorero.