Capítulo 24

Después del nacimiento de la cuarta hija de Nefertiti, Egipto padeció una sequía de ocho largos meses. Sobre la tierra árida soplaba un viento caliente que resecaba los granos y absorbía la vida del río Nilo. Comenzó en la estación de Peret. Al principió fue sólo una brisa cálida, nocturna, que aparecía cuando tenía que venir el frío del desierto. Después el calor invadió las sombras. Se metió en lugares que tenían que estar frescos. Los ancianos comenzaron a bajar hacia el río para meterse en el agua, mojándose el rostro bajo el sol abrasador.

En los pozos, las mujeres empezaron a murmurar. Junto a los templos de la ciudad, los hombres decían que el faraón le había dado la espalda a Amón-Ra y que ahora el gran dios de la vida había dado rienda suelta a su cólera, con una sequía que mató a la mitad del ganado de todos los vecinos y envió a los hijos de los pescadores a mendigar por la calle. El único que parecía inmune a la hambruna era Djedi, que le decía a Ipu que era hora de zarpar y que podían ir a Punt y regresar con tesoros mucho más valiosos que cualquier pescado: ébano, canela y oro verde.

—¡Pero Ipu no es marinera! —grité—. ¡Morirá en Punt!

Nakhtmin se rió de mí.

—Djedi es un hombre inteligente, contratará marineros expertos. Los mercaderes van a invertir en su expedición. Sabe lo que hace.

—Pero Ipu quiere hijos —alegué.

Nakhtmin se encogió de hombros.

—Entonces los tendrá en Punt.

Me quedé sin palabras, horrorizada ante aquella idea.

—Es lo que ella ha elegido —me recordó—. Yo, en tu lugar, me despediría sin ponerle pegas.

Fui, preocupada, a la casa de Ipu. Iba a perder a mi mejor amiga. Ipu estaba conmigo desde que había cruzado el umbral del palacio de Malkata y ahora zarpaba hacia una tierra extranjera, de donde quizá no regresaría. Me quedé en silencio, mirando cómo mi doncella guardaba telas en las cestas de viaje y envolvía los cosméticos con papiro.

—No me voy al fin del mundo —protestó—. ¿Acaso sabes cómo tratan a las mujeres en Punt? ¿Cómo sabes que no es como Babilonia?

—Porque los egipcios ya han estado allí.

—¿También mujeres egipcias?

—Sí. En tiempos de la faraona Hatshepsut, Punt era gobernada por una mujer.

—Pero eso fue en tiempos de Hatshepsut. Y además nunca has navegado realmente. ¿Cómo sabes que no vas a marearte?

—Llevaré jengibre. —Me dio la mano—. Tendré cuidado. Cuando vuelva, te traeré hierbas nunca antes vistas en Tebas. Voy a visitar los mercados para ti cuando esté allí.

Asentí. Trataba de reconciliarme con una realidad que no podía cambiar.

—Ten cuidado —le encarecí de nuevo—. ¡Y no te atrevas a tener un hijo en otra tierra sin mí!

Ipu se rió.

—Le diré a mi hijo que tiene que esperar a su tía, la señora.

A la mañana siguiente, ella y Djedi partieron, con el barco lleno de marineros y mercaderes, hacia una tierra que los egipcios imaginábamos tan alejada como el sol.

—No está tan lejos como crees —me dijo mi esposo, a la mañana siguiente, mientras afilaba flechas en el patio—. Volverá antes de Ajet —predijo.

—¿Dentro de un renpet? —grité—. ¿Qué voy a hacer sin ella? —Me senté en el tronco de una palmera que se había caído. Sentía pena de mí misma.

Nakhtmin me miró y una sonrisa apacible se posó en su cara.

—Si quieres, te puedo sugerir un par de cosas que puedes hacer mientras Ipu no está.

Me pareció que quizás le satisfacía librarse temporalmente del parloteo incesante de Ipu.

Yo sangraba todos los meses.

Planté mandrágoras. Le ponía miel al té. Visitaba el altar de Tawaret en la ciudad todas las mañanas. Le ofrendaba una selección de mis mejores hierbas. Comencé a aceptar que nunca le daría a Nakhtmin los hijos que deseaba. No volvería a ser fértil. En vez de apartarme, como hubiese hecho otro marido, Nakhtmin sólo decía: «Entonces lo que sucede es que los dioses quieren que ayudes a hacer fértil la tierra». Me acariciaba la mejilla: «Te amaré con cinco hijos o con ninguno», pero en sus ojos había un creciente fuego, y yo tenía miedo. Se negaba a liberar a Egipto de un hombre que nunca tendría que haber sido faraón, sólo por mí, por mi familia. Sin embargo, nunca decía ni una palabra sobre las cartas que le enviaban los soldados del ejército de Akenatón. Sólo me tomaba en sus brazos, me estrechaba y me preguntaba si quería dar un paseo junto al río.

—Antes de que desaparezca —bromeaba, sombrío.

—Oí a las sacerdotisas que hablaban en el altar —le conté—. Creen que esta sequía es el resultado de algo que ha hecho el faraón.

Nakhtmin estaba de acuerdo. Abrió la verja que daba al jardín para que pudiéramos pasar para ir hasta el río.

—Ha descuidado a Amón y a los otros dioses.

Miramos el río. En las orillas abiertas, niños desnudos jugaban arrojándose una pelota y riendo mientras sus padres los vigilaban desde la sombra. Pasamos al lado de tres mujeres que asintieron, gentiles. Nakhtmin dijo:

—Es increíble lo mucho que aguantan los egipcios antes de levantarse en una revuelta. —Me miró a la luz del sol poniente—. Te lo digo porque te amo, Mut-Najmat, y porque tu padre es un gran hombre forzado a servir a un falso faraón. La gente no se inclinará eternamente, y quiero que sepas que no sufrirás daño.

Sus palabras me asustaban.

—Prométeme que no tomarás decisiones imprudentes —me decía—. Prométeme que cuando llegue el momento tomarás decisiones pensando en los dos, no sólo en tu familia.

—Nakhtmin, no entiendo lo que me…

—Pero lo entenderás. Y cuando lo hagas, quiero que recuerdes este momento.

Miré, más allá de él, al Nilo. El sol se reflejaba en la superficie que bajaba. Miré a Nakhtmin, que aguardaba mi respuesta.

—Lo prometo.