Capítulo 3

La coronación del nuevo faraón de Egipto y su reina debía tener lugar el 21 de Farmuthi, y ese día mi padre hizo todo lo que pudo para que Amenhotep reparara en Nefertiti.

Por la mañana, entramos por las amplias puertas de bronce al imponente templo, como un estadio, que Amenhotep III había construido para Amón. Nefertiti me pellizcó la mano para llamar mi atención, porque ninguna de las dos había visto nunca nada tan grande y magnífico. Una densa formación de columnas rodeaba el foso de arena. Las paredes pintadas parecían ascender al cielo. La nobleza se había ubicado en los asientos de las gradas inferiores. Los criados servían bebidas y pasteles de miel. Contemplaban un insólito espectáculo. A Amenhotep le gustaba marchar en carro por aquel lugar, por la mañana, incluso aquella mañana tan especial. De manera que allí estábamos, mirando cómo el príncipe daba vueltas a la pista en su carro de oro. Pero también estaban allí Kiya y el visir Panahesi, de manera que cuando el príncipe dejó de jugar a los guerreros en carro, a quien besó fue a Kiya. Esta rió con él y Nefertiti tuvo que sonreír y mostrarse complacida frente a su rival.

Al mediodía estábamos otra vez en el Gran Salón. Nos sentamos a los pies del estrado, comiendo y conversando, felices, como si todo marchase a favor de nuestra familia. Nefertiti se reía y coqueteaba. Me di cuenta de que Amenhotep no podía dejar de mirar a su futura esposa. Kiya no tenía nada del elegante encanto de Nefertiti. No podía revolucionar una sala como hacía Nefertiti con su mera presencia. Sin embargo, cuando finalizó la comida, ya por la tarde, Nefertiti y el príncipe no se habían dirigido la palabra. De regreso a nuestra habitación, mi hermana guardaba silencio. Ipu y Merit corrían a nuestro alrededor. Nefertiti parecía cada vez más afligida. Amenhotep aún la veía como la esposa elegida por su madre y yo no entendía cómo pensaba mi padre que podía cambiar eso.

—¿Qué harás? —le pregunté, finalmente.

—Repíteme lo que dijo en las tumbas.

Merit se puso tensa. Estaba lista para aplicar oro al pecho de Nefertiti. Traía mala suerte hablar sobre lo que había sucedido bajo tierra.

Dudé.

—Dijo que nunca se inclinaría ante su hermano. Que jamás se doblegaría ante Amón.

—Y junto a la fuente dijo que quiere ser amado por la gente —apuntó Nefertiti—. Que quiere ser el faraón del pueblo.

Asentí, lentamente.

—Mut-Najmat, ve y busca a nuestro padre —dijo.

—¿Ahora? —Ipu estaba aplicándome kohol a las cejas—. ¿No puede ser después?

—¿Después de qué? —preguntó, secamente—. ¿Después de que Kiya le haya dado un hijo?

—¿Qué quieres decirle? —pregunté. No iba a cumplir su deseo hasta no estar segura de que valía la pena molestar a nuestro padre.

—Le diré cómo podemos cambiar la actitud del príncipe.

No pude hallar a mi padre. No estaba en su habitación ni en la Sala de Audiencias. Busqué en los jardines, me abrí paso entre las laberínticas cocinas, y luego corrí al patio que estaba enfrente del palacio. Un sirviente me detuvo y me preguntó qué quería.

—Busco al visir Ay.

El anciano sonrió.

—Está donde está siempre, señora.

—¿Y dónde es eso?

—En el Per Medjat.

—¿El qué?

—La sala de libros. —Se dio cuenta de que yo no sabía dónde estaba tal lugar, y entonces preguntó—: ¿Quieres que te enseñe el camino, señora?

—Sí.

Corrí detrás de él hacia el interior del palacio. Pasamos junto al Gran Salón, camino a la Sala de Audiencias. Para ser un anciano, era ágil y dinámico. Se detuvo en seco frente a unas puertas de madera. Era evidente que no podía entrar.

—¿Es ahí dentro?

—Sí, mi señora. Esto es el Per Medjat.

Aguardó para ver si llamaba a la puerta o entraba. Abrí las puertas y me quedé mirando la habitación más impresionante de todo Malkata. Nunca había visto una Sala de los Libros. Dos tramos de escaleras de caracol de madera lustrada se elevaban hacia el techo. En todas partes había rollos de cuero escritos y unidos entre sí con hilo; debían de contener toda la sabiduría de los faraones. Mi padre estaba sentado en una mesa de cedro. La reina se encontraba allí, y mi madre también. Hablaban con vehemencia y cierta tensión. Cuando entré, los tres dejaron de hablar. Entonces, dos pares de afilados ojos azules se posaron en mí. Hasta ese momento no había notado el gran parecido que había entre mi padre y su hermana.

Tomé aire y le hablé a mi padre.

—Nefertiti querría hablar contigo —le dije.

Ay se dirigió a su hermana.

—Hablaremos de esto más tarde. Quizá hoy cambien las cosas. —Me miró—. ¿Qué quiere?

—Quiere decirte algo sobre el príncipe —le aclaré mientras salíamos del Per Medjat—. Cree haber encontrado la manera de cambiar la actitud de Amenhotep.

En la habitación, Ipu y Merit habían terminado de vestir a Nefertiti. Joyas con forma de óvalo hacían juego y resonaban en sus muñecas. Tenía pendientes en las orejas. Me detuve, después solté un grito ahogado y corrí a mirar de cerca lo que habían hecho nuestras doncellas. Habían perforado los lóbulos de sus orejas, no una, sino dos veces.

—¿Quién se los perfora dos veces?

—Yo —dijo ella, levantando la cabeza, arrogante.

Me di la vuelta para ver a mi padre, que sólo tenía miradas aprobadoras para ella.

—¿Tienes noticias del príncipe? —le preguntó a Nefertiti.

Ella señaló con los ojos a nuestras doncellas, indicando que había oídos indiscretos.

—Puedes hablar sin temor —le dijo mi padre—. De ahora en adelante, tus doncellas son tus amigas más íntimas. Kiya tiene sus mujeres de confianza y ellas son las tuyas. Merit e Ipu fueron seleccionadas con cuidado. Son leales.

Miré a Merit, que estaba al otro lado de la habitación. Casi nunca sonreía. Me sentí agradecida porque mi padre hubiera elegido a Ipu para mí.

—Ipu —ordenó, tranquilamente, mi padre—, quédate junto a la puerta vigilando. —Se llevó a Nefertiti a un lado y yo sólo pude oír parte de lo que hablaban. En cierto momento, mi padre pareció muy complacido. Acarició el hombro a Nefertiti y respondió—: Muy bien. Yo pensé lo mismo. —Luego se dirigieron hacia la puerta y él le habló a Merit—. Ven, tengo un trabajo para ti.

Los tres salieron de la habitación.

Miré a Ipu.

—¿Qué sucede? ¿Adónde fueron?

—Creo que a apartar al príncipe de Kiya. —Me señaló la banqueta de cuero donde podía terminar de aplicarme el kohol. Me senté—. Sólo espero que lo logren —confesó con dulzura.

Yo sentía curiosidad. Me preguntaba por qué quería que apartaran al príncipe de la rival de mi hermana.

Extrajo su cepillo y destapó un pequeño frasco.

—Kiya era muy amiga de Merit antes de casarse con el príncipe. —Levanté las cejas e Ipu asintió, reafirmando lo que acababa de decir—. Se criaron juntas, las dos eran hijas de escribas. Pero Panahesi se convirtió en gran visir y se llevó a Kiya al palacio. Así fue como conoció al príncipe. El padre de Merit también iba a convertirse en visir del palacio, aunque de menor grado. El Grande quería ascenderlo, pero Panahesi le dijo al Grande que no era digno de confianza.

Contuve la respiración.

—Qué malvado.

—Kiya temía que, con Merit en el palacio, el príncipe perdiera interés en ella. Pero Merit siempre tuvo a otro hombre en la cabeza. Iba a casarse con Heru, el hijo del visir Kemosiri, en cuanto su padre fuese ascendido. Aunque eso no sucedió, Heru le dijo a su padre que de todas maneras amaba a Merit, fuese o no la hija de un escriba. Siguieron en contacto, escribiéndose. Tenían la esperanza de que el Grande se diera cuenta de que se había equivocado. Luego, un día, dejaron de llegar cartas.

Me incorporé en el asiento.

—¿Qué sucedió?

—Merit no lo supo al principio. Más tarde descubrió que Kiya había influido sobre Heru.

No comprendí.

—¿Influido?

—Lo había seducido. Y eso que Kiya sabía que iba a casarse con el príncipe.

—Qué cruel.

Sin embargo podía imaginarme a Kiya sonriéndole, con falsa dulzura, tal como me había sonreído a mí en los baños. «Todas las chicas deben de estar enamoradas de ti», debió de decirle.

Ipu chasqueó la lengua, suavemente. Tenía en la mano un recipiente con pasta de granadas.

—Claro que, una vez que Kiya estuvo casada, ¿qué importaba que Merit viniera al palacio?

—¿Y su padre?

—Oh —los hoyuelos de Ipu desaparecieron—, aún es escriba. —Su voz se volvió grave y seria—. Por eso Merit sigue odiando a Kiya.

—¿Pero cómo se las arreglará Nefertiti para ocupar el lugar de Kiya?

Ipu sonrió.

—Quién sabe.