Capítulo 16
En ese tiempo se llevó a cabo la preparación de las barcas reales para el viaje al sur. A Panahesi y Kiya les dieron su propio barco, llamado Atón Deslumbrante. Me quedé en el muelle y le pregunté a mi hermana cómo sabría Akenatón cuál era el lugar apropiado para la construcción.
—Es obvio que tiene que estar cerca del Nilo —dijo—. Y entre Menfis y Tebas, en una tierra en que ningún otro faraón haya construido nada.
Estaba enojada conmigo porque me negaba a ir y mi padre no me había forzado a acompañarla.
Cuando las barcas zarparon, los banderines con la imagen de Atón ondeaban en el viento, hacia delante y hacia atrás. Iban cientos de soldados y albañiles. Los dejarían en el desierto para que comenzaran a construir Amarna. Saludé a Nefertiti con la mano, desde el muelle, y ella me miró sin devolver el saludo. Cuando los barcos se perdieron detrás del horizonte, fui a los jardines, a mirar cómo iban las semillas. Reflexioné. Tendría que comenzar a planear los jardines para la nueva ciudad…
Un trabajador del palacio me observaba desde su puesto, bajo la sombra de un sicomoro.
—¿Puedo ayudarte, señora?
Asentí. El anciano se acercó. Su falda estaba manchada de tierra. Era un auténtico jardinero.
—Eres la hermana de la esposa principal —dijo—. Aquella a la que acuden las mujeres en busca de medicinas.
Lo miré, sorprendida.
—¿Cómo?
—He visto las hierbas que cultivas en las macetas. Todas son hierbas medicinales.
Asentí.
—Sí. De cuando en cuando, las mujeres vienen a mí en busca de ayuda.
Sonrió como si en realidad supiese que las mujeres no venían sólo de cuando en cuando, sino que lo hacían seis o siete veces por día, en busca de las plantas que Ipu me conseguía en el mercado. Las macetas no tenían tamaño suficiente para contener todas las hierbas que me hubiera gustado plantar, pero Ipu encontraba el resto entre los muy activos vendedores del muelle. Miré más allá de los jardines reales y suspiré. En la franja de desierto entre Tebas y Menfis no habría verde. Y quién sabía cuánto tiempo iba a pasar hasta que los mercados se expandieran y pudiesen vender allí hojas de frambuesa o acacia.
Miré los nardos y la moringa, aquel árbol del desierto, en los que parecía trabajar el jardinero. En Amarna sólo tendría la compañía de mis plantas.
—¿Puedo llevarme algunos brotes cuando me vaya? —le pregunté.
—¿A la nueva ciudad de Amarna, mi señora?
Di un paso atrás, para mirar mejor al sirviente.
—En estos jardines se oyen muchas cosas.
El anciano se encogió de hombros.
—Al general le gusta caminar por aquí de vez en cuando y conversamos.
—¿Al general Nakhtmin? —pregunté.
—Viene de los cuarteles, mi señora. —Miró hacia el sur y seguí la dirección de sus ojos hasta una hilera de cabañas desvencijadas—. Le gusta sentarse aquí, bajo las acacias.
—¿Por qué? ¿Qué hace?
—A veces me parece que mira. —El viejo jardinero posó sus ojos astutos sobre mí, como si supiera algo que no me decía—. Aunque últimamente no tanto. El general ha estado muy ocupado últimamente.
«Ocupado cerrando los templos de Amón», pensé, y me pregunté si el jardinero se refería a eso. Observé su rostro, pero una vida de trabajo lo había tornado indescifrable.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté al anciano.
—Ahmose.
—¿Sabes dónde está el general ahora?
Ahmose me sonrió abiertamente.
—Creo que el general está con sus soldados, señora. Están a la entrada del palacio, dirigiendo a los que traen sus peticiones.
—Pero el faraón se ha ido.
—Quieren ver al gran visir Ay. ¿Quieres que te lleve a verlos, mi señora?
Lo pensé un poco. Me imaginé cuál sería la reacción de Nefertiti si se enteraba de que había ido a ver al general.
—Sí, llévame a verlos.
—¿Y los brotes? —preguntó.
—Puedes dárselos a Ipu, mi doncella.
El jardinero dejó sus herramientas y me llevó hacia las puertas de Malkata. Para ser anciano, era muy ágil y avanzaba entre las plantas a una velocidad considerable. Nos acercamos a un gran arco al final del jardín, y cuando lo pasamos parecía que estábamos en el mercado de aves de Akhmim. Había solicitantes de todo tipo, que esperaban su turno para pedirle un favor al nuevo faraón. Había mujeres con niños, ancianos montados en burros, un chiquillo que jugaba al «atrápame si puedes» con su hermana, entrando y saliendo de los grupos de personas agobiadas por el sol.
Me eché hacia atrás, sorprendida.
—¿Siempre es así?
El jardinero se dio golpecitos en la falda para sacudirse el polvo.
—Casi siempre. Por supuesto —agregó—, hay más solicitantes ahora que el Grande ha fallecido.
Cruzamos el ajetreado patio. La multitud llenaba nuestra vista. Había mujeres ricas con brazaletes de oro que casi hacían música al mover los brazos, y mujeres pobres envueltas en harapos que les mascullaban, bruscamente, algo a los niños que jugueteaban alrededor. Ahmose me llevó a un rincón sombreado, bajo un alar del tejado del palacio, donde los niños mimados de los nobles luchaban, rebozándose en la tierra. No nos prestaron atención. Un chico rodó encima de mi sandalia, llenándola de arena.
Ahmose gritó:
—¡Tu vestido, señora!
Me reí.
—No me importa.
El jardinero me miró, pero yo no era Nefertiti. Me sacudí el polvo y observé el patio.
—¿Por qué están los ricos en una fila y los pobres en otra?
—Los pobres quieren cosas simples —explicó Ahmose—. Un pozo nuevo, un embalse mejor. Pero los ricos solicitan que su posición en la corte se mantenga.
—Desgraciadamente, el faraón va a deshacerse de casi todos —dijo alguien en mis oídos.
Me di la vuelta. El general estaba detrás de mí.
—¿Y por qué se deshará de ellos? —pregunté.
—Porque todos estos hombres trabajaron alguna vez para su padre.
—Y él no soporta nada que haya sido de su padre alguna vez —dije—, ni siquiera la capital.
—Amarna. —Nakhtmin me miró, atentamente—. Los visires dicen que quiere que la ciudad nueva se construya en un año.
—Sí. —Me mordí el labio, para no decir nada que fuera contra las ambiciones de mi familia. Después me acerqué—. ¿Qué novedades hay sobre los templos? —pregunté con la mayor calma que pude.
—Todos los templos egipcios de Amón han sido sellados.
Intenté imaginarlo: la clausura de los templos que se levantaban desde los tiempos de Hatshepsut; sus aguas sagradas, secándose. ¿Qué sucedería con todas las estatuas de Amón y los sacerdotes que las habían venerado? ¿Sabría el dios que aún queríamos su guía? Cerré los ojos y elevé una plegaria silenciosa al dios que había velado por nosotros durante dos mil años.
—¿Y los templos de Isis y Hathor? —le pregunté.
—Destruidos.
Me tapé la boca.
—¿Mataron a muchos?
—Yo no —dijo, con firmeza, mientras un soldado se acercaba a nosotros.
—General —le dijo, y cuando me vio sus ojos se encendieron por la sorpresa. Hizo una rápida reverencia—. Señora Mut-Najmat, tu padre está en la Sala de Audiencias. Si lo buscas…
—No estoy buscándolo.
El soldado miró a Nakhtmin, intrigado.
—¿Qué querías? —le preguntó Nakhtmin al soldado.
—Hay una mujer que dice ser prima del Grande, pero no lleva ni oro ni plata ni tiene un sello que la identifique. La puse en la cola con los demás, pero ella dice que pertenece…
—Ponla con la nobleza. Si miente, pagará el precio cuando le revoquen su posición. Adviértele de las consecuencias antes de cambiarla de fila.
El soldado se inclinó.
—Gracias, general. Señora.
Se fue. Me di cuenta de que Ahmose, el jardinero, se había ido también.
—¿Te acompaño de regreso al palacio? —preguntó Nakhtmin—. Un patio sucio, atestado de solicitantes, no es un lugar apropiado para la hermana de la esposa principal del rey.
Alcé las cejas.
—Entonces, ¿cuál es mi lugar?
Me tomó del brazo y caminamos juntos a la sombra, por los jardines.
—Conmigo. —Nos detuvimos junto a las acacias—. Estás cansada de ser la doncella de tu hermana. Si no fuera así, ahora estarías con ella, eligiendo el lugar para construir Amarna.
—General, nosotros no tenemos futuro…
—Llámame Nakhtmin —me corrigió, cogiéndome las manos. Se lo permití.
—Pronto iremos al desierto —le advertí—. Viviremos en tiendas.
Me acercó a él.
—He vivido en tiendas y barracas desde los doce años.
—Pero allí no tendremos la misma libertad que aquí.
—¿Qué? —Se rió—. ¿Crees que sólo quiero citas furtivas contigo?
—Entonces, ¿qué es lo que quieres?
—Quiero casarme —dijo, simplemente.
Cerré los ojos. Disfrutaba del calor de su piel al rozar la mía. No había nadie que pudiera vernos en los jardines.
—Ella nunca me dejará —le advertí.
—Soy uno de los generales de más alto rango del ejército del faraón. Mis ancestros eran visires y antes fueron escribas. No soy un mercenario cualquiera. Todos los faraones han casado a sus hermanas e hijas con generales del ejército, para proteger a la familia real.
—Con este faraón es diferente. —Pensaba en el miedo que le tenía Akenatón al ejército—. Esta familia real es distinta a las demás.
—Entonces no debes estar con la familia. —Sus labios rozaron los míos y los centenares de solicitantes se perdieron a lo lejos, desaparecieron.
No nos fuimos de los jardines hasta la puesta del sol. El cielo ardía en llamas violetas y rojas. Encontré a Ipu nerviosa por mi tardanza en volver a la habitación.
—¡Estaba a punto de enviar a los guardias para que te buscaran, señora!
Me reí. Dejé caer la capa de lino sobre la cama.
—Ah, no era necesario.
Su mirada se cruzó con la mía.
—Mi señora, no estarías con el general, ¿no?
Ahogué una carcajada.
—Sí. —Enseguida me arrepentí de la confesión, porque me di cuenta de lo que implicaba.
Ipu susurró:
—¿Qué pasará con el faraón?
—Nefertiti tendrá que convencerlo —dije.
Ipu buscó una túnica limpia en las cestas y la dejó caer sobre mis hombros, mirándome, preocupada. Me defendí:
—¡Ya tengo quince años!
Ipu seguía mirándome. Se sentó en el borde de una silla de oro y ébano, con las manos cruzadas hacia delante.
—Creo que esto no va a salir bien, mi señora.
Sentí que me ponía pálida. Recordaba la maravillosa sensación de tener los brazos fuertes de Nakhtmin alrededor de mí.
—¡No puedo ser su doncella eternamente! —exclamé—. ¡Tiene su familia, su esposo y cien siervos de dote! Tiene muchas nobles que esperan verla para correr a imitar sus vestidos, su peinado, sus últimos pendientes. ¿Para qué me necesita?
—Siempre va a necesitarte.
—¡Pero no es lo que yo quiero! ¡No deseo esta vida! —Moví, vehemente, el brazo para abarcar, en un gesto, los gruesos tapices hilados, las resplandecientes lámparas de marfil—. No —negué con la cabeza—, tendrá que aceptarlo. Y tendrá que convencerlo de que consienta lo nuestro.
El rostro de Ipu se tensó.
—Debes tener cuidado y pensar en la posición del general.
—Esperaremos hasta que se termine la mudanza. Entonces hablaré con ella.
—¿Y si lo despiden?
Si lo despidieran, yo sabría cuál era mi lugar en la familia.
Cuando regresó a Tebas, Nefertiti estaba furiosa. Iba de un lado a otro de mi habitación, dando patadas a un trozo de carbón que se había salido del brasero. Parecía disfrutar al ver la raya oscura que dejaba en el suelo. Era la hora en que Akenatón iba con Kiya, y esa vez no había vuelto pronto, como de costumbre.
—Quiere construirle un palacio —susurró.
—Entonces dejarás que lo haga —respondió mi padre. La miró fijo con sus ojos de color azul oscuro.
—¡Un palacio! ¿Todo un palacio? —pregunté.
—Deja que le construya un palacio —insistió mi padre.
Nefertiti abrió más los ojos.
—Puede ser en el norte. Puede estar lejos del centro de la ciudad.
—Pero dentro de los muros —aclaró mi padre.
—De acuerdo. Pero los muros son amplios. —Mi hermana se desplomó en una silla y miró las llamas del hogar—. Van a enviar el ejército a Amarna —dijo, como de pasada.
Me quedé sin aliento.
—¿Qué? ¿Cuándo se van?
En mi voz había mucho apuro y Nefertiti, suspicaz, me miró.
—Mañana —respondió—, en cuanto los criados lo tengan todo listo. Nos iremos con los soldados. No confío en Panahesi. Quiero asegurarme de que todas las monedas del tesoro vayan a parar a la construcción de la ciudad y no a su bolsillo.
—Tiy y yo nos quedaremos en Tebas —dijo mi padre, sin levantar la voz—. Tenemos que atender a todos los solicitantes…
—¡Deshazte de los solicitantes! Te necesito allí, conmigo.
—Eso es imposible. ¿Quieres una nación fuerte, capaz de construir una ciudad, o un país al borde de la inanición?
Nefertiti se puso de pie. Incluso dentro del palacio llevaba su corona, aun en presencia de su familia.
—Egipto nunca estará al borde de la inanición. Que los solicitantes esperen. Que los gobiernos extranjeros nos busquen en Amarna si nos necesitan tanto.
Mi padre negó con la cabeza. Nefertiti se dejó caer, desalentada, en la silla.
—Entonces, ¿con quién contaré? —se quejó.
—Tendrás a tus sirvientes. Tendrás a Mut-Najmat.
Nefertiti me miró.
—¿Has visto los planos de las villas? Una será para ti —dijo—. Aunque, por supuesto, pasarás la mayor parte del tiempo en el palacio. Necesitaré ayuda. Sobre todo ahora. —Se miró el vientre con ternura—. Ahora que hay un hijo en camino.
Mi padre y yo nos pusimos de pie al mismo tiempo y yo exclamé:
—¡Estás embarazada!
Nefertiti levantó el mentón con orgullo.
—De dos meses. Ya se lo he contado a nuestra madre. Hasta Akenatón lo sabe. —Entornó los ojos—. Puede irse con Kiya todas las noches del año, pero la que espera un hijo suyo soy yo. Dos hijos. Y Kiya sólo le ha dado uno.
Miré a mi padre, que no dijo nada de Kiya. Yo había oído ciertos rumores, que circulaban entre los sirvientes del palacio, referidos a lo extraño que era que desde que nuestra familia estaba en la corte ella no se hubiese vuelto a quedar embarazada. Pero el rostro de mi padre sólo expresaba placer.
Tableros de senet y pesados tronos, mesas de cedro con decenas de sillas y lámparas, todo fue cargado en barcas que flotaban rumbo al norte, hacia la ciudad que aún no era una ciudad. Vi cómo despojaban Malkata de sus más gloriosos tesoros y traté de imaginarme lo que estaría sintiendo mi tía al ver que las habitaciones que ella y su marido habían amueblado eran vaciadas por el capricho de un joven faraón. Se quedó, con mi padre, en el balcón del Per Medjat. Los dos observaban el caos reinante sin decir nada. Su mirada azul me ponía nerviosa.
—Entonces, ¿no irás al norte, alteza? —le pregunté.
—No, no dormiré en una tienda mientras espero que construyan un palacio en la arena. Tu padre puede ir.
Me sorprendí.
—¿Entonces vendrás con nosotros, padre?
—Sólo para ver lo que han hecho hasta ahora —respondió mi padre.
—Pero sólo ha pasado un mes.
—Y hay miles de hombres trabajando. Ya deben de haber trazado los caminos y construido las casas.
—Es increíble lo que puedes hacer cuando tienes a todo el ejército a tu disposición —dijo mi tía, bruscamente.
—¿Y los hititas? —pregunté, asustada.
Miró a mi padre.
—Tenemos que limitarnos a esperar a que la reina le muestre a mi hijo la importancia de defender nuestras tierras. —Por su tono estaba claro que no esperaba nada semejante.
«Nefertiti no ha hecho lo que se suponía que iba a hacer —pensé—. En vez de arriesgarse y luchar para dominar al faraón, lo ha protegido, entusiasmándolo». Los tres miramos a Akenatón, que impartía órdenes a los guardias nubios, y oí un profundo suspiro de mi tía. Me pregunté si era porque se arrepentía de haber elegido a Nefertiti como esposa principal el día que nos había visitado en Akhmim. Debía de haber elegido a cualquiera de las muchachas del palacio. Incluso a Kiya. Mi padre me habló:
—Ve —sugirió—. Ve y prepara el equipaje, Mut-Najmat.
Volví a mi habitación y me senté en la cama, mirando el marco de la ventana, donde habían estado mis pequeñas macetas con hierbas. Habían ido a tantos lugares conmigo. Primero a Tebas, luego a Menfis, después de regreso a Tebas y en breve a Amarna, la ciudad del desierto.
El lugar que Akenatón había elegido para su capital estaba rodeado de colinas. Al norte había elevaciones y barrancos amenazantes y al sur dunas del color del cobre. El Nilo corría por el borde oriental de nuestra nueva ciudad. Por allí podrían llevar los bienes desde Menfis y Tebas. Habían construido un camino en medio de las vastas extensiones de arena. Era tan ancho que cabían tres carros, uno al lado del otro. Era el Camino Real, había dicho Nefertiti. Cuando lo terminaran, atravesaría toda la ciudad. Era un camino sin igual, para una ciudad que sería como ninguna, una joya en la orilla este del Nilo, que inscribiría el nombre de nuestra familia en la eternidad. «Cuando las generaciones futuras hablen de Amarna, hablarán de Nefertiti y de Akenatón el Constructor», aseguró.
El poblado de los albañiles estaba al este. Tal como había predicho mi padre, ya habían construido cientos de casas para los trabajadores. Habían levantado los cuarteles de los soldados en el límite de la ciudad. Las villas de los nobles eran construidas al sur, allí donde comenzaba el palacio. En medio de todo, rodeado por palmeras y robles gigantes, estaba el templo de Atón, a medio construir. Una avenida de esfinges conducía hasta sus puertas. Mi hermana pasaría por allí todas las mañanas para venerar a Atón. No podía imaginarme cómo habían hecho todo aquello tan deprisa, aunque contaran con la ayuda del ejército.
—¿Cómo pudieron hacer todo esto en tan poco tiempo?
—Mira la construcción —dijo mi padre, lacónicamente.
Entorné los ojos.
—¿Es pobre?
—Ladrillos de barro y piedra de arenisca, simple talatat. Y en vez de tomarse el tiempo necesario para hacer los bajorrelieves, han tallado las figuras en las rocas.
Giré sobre mis talones, apretándome la túnica hacia abajo, para combatir el viento.
—¿Y tú lo permitiste? —le preguntó.
—¿Qué puedo prohibirle yo a Akenatón? Es su ciudad.
Miramos hacia abajo, al edificio, y dije, pensativa:
—No, ahora es la ciudad de todos. Nuestros nombres serán recordados con el de él.
Mi padre no respondió. Esa noche remontaría el Nilo camino a Tebas y sólo volvería cuando el palacio estuviera terminado. Quién sabía cuándo sería eso. ¿Cinco meses? ¿Un año?
Nuestra procesión de visires, seguida por la nobleza y mil lacayos de la corte, entró en la amurallada «ciudad de las tiendas». Luego cruzamos a pie el paisaje ondulado, hacia los pabellones, de colores vivos, de la corte real. Los alojamientos de los soldados estaban instalados fuera de las murallas, dispuestos en anillos de tres tiendas de profundidad. Cuando atravesamos las puertas me pregunté cuál de las tiendas sería la de Nakhtmin. Nos detuvimos frente al Gran Pabellón, en donde cenaría la corte de Amarna.
—¿Qué opinas? —preguntó, finalmente, Nefertiti.
—Tu marido tiene grandes aspiraciones —dijo nuestro padre, y sólo yo me di cuenta de lo que quería decir. Quería decir que era una ciudad improvisada, barata, una pálida sombra de Tebas.
Dos soldados abrieron las cortinas del Gran Pabellón y vimos mesas recién abrillantadas sobre alfombras y baldosas de colores. Habían cubierto las paredes con tapices. En la mesa más grande, Akenatón se servía vino. Levantó la copa, seguro de sí mismo.
—¿Qué opina el gran visir de la ciudad?
Mi padre era el visir perfecto.
—Los caminos son muy amplios —respondió.
—Pueden ir tres carros, uno al lado del otro —presumió el faraón, y dio un sorbo a su copa—. Maya dice que si nos damos prisa, el palacio estará terminado para principios de Mesore.
Mi padre dudó.
—Eso supondrá baja calidad de construcción y monumentos a medio terminar.
—¿Y qué importa cuándo se terminen, si el palacio y los templos se construyen para que perduren? Los albañiles pueden reconstruir una y otra vez lo que se caiga. Quiero ver terminada esta ciudad antes de morir.
Mi padre aventuró:
—Su Majestad sólo tiene diecinueve años…
Akenatón golpeó la mesa con el puño.
—¡De todas formas soy perseguido y amenazado todo el tiempo! ¿Realmente crees que estoy a salvo entre los soldados? ¿No crees que el general Nakhtmin intentará poner en mi contra a mis hombres si le dan la oportunidad? Y los sacerdotes de Amón… ¿Cuántos pueden escapar de las canteras para venir a matarme mientras duermo? ¿Dónde lo intentarán? ¿En mi propio pabellón? ¿En las habitaciones de mi propio palacio?
Nefertiti, nerviosa, se rió.
—Eso son tonterías, Akenatón. Tienes los mejores guardias de Egipto.
—¡Porque son nubios! ¡Los únicos hombres que me son leales están fuera de Egipto! —Los ojos de Akenatón relampaguearon y yo miré a mi padre. Ya no llevaba su máscara de visir perfecto y me di cuenta de lo que pensaba. El faraón de Egipto se había convertido en un loco—. ¿En quién puedo confiar? —preguntó Akenatón—. Mi esposa, mi hija, el sumo sacerdote de Atón y tú. —Señaló a mi padre—. ¿En quién más?
Mi padre lo miró a los ojos.
—Hay un ejército de hombres a la espera de que los conduzcas. Confían en ti y creen en tu voluntad de conquista y en tu deseo de mantener a raya a los hititas. Harán lo que les pidas.
—¡Les estoy pidiendo que construyan la ciudad más grande de Egipto! Nefertiti me dice que vuelves a Tebas. ¿Cuándo?
—Esta noche. Es lo más prudente, alteza, hasta que terminen el palacio.
Akenatón depositó la copa en la mesa.
—¿No está mi madre en Tebas?
Nefertiti miró a mi padre, que guardó silencio.
—No me gusta que los dos estéis allí —admitió Akenatón—. En la antigua capital de Egipto. Solos.
Nefertiti se acercó a él rápidamente, rodeando la mesa.
—Es mejor así, Akenatón. ¿Quieres que los gobernantes extranjeros nos envíen sus embajadores a los pabellones? ¿Qué dirán los diplomáticos? Si vienen a Amarna antes de que la terminen, imagina lo que contarán de vuelta a sus reinos.
Akenatón miro a su esposa y luego a su visir.
—Tienes razón —dijo, lentamente—. Ningún dignatario debe ver Amarna hasta que esté terminada. —Pero sus ojos oscuros se cruzaron con los de mi padre—. No te llevarás a Mutni.
Mi padre sonrió, con docilidad.
—No —reconoció—. Mutni se queda aquí.
Akenatón temía que mi padre me llevara a Tebas como a su heredera, y que entonces se coronase como faraón para reinar con Tiy. «De manera que seré su rehén», pensé. Nefertiti daba por sentado que nuestro padre nunca me preferiría. Pasó junto a Akenatón, tomando el brazo de mi padre, y dijo, cortante:
—Ven. Te acompaño.
—Yo también iré —dijo Akenatón de inmediato, y Nefertiti lo puso en su sitio con una mirada.
Nos quedamos en el muelle. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Era posible que mi padre se fuera para muchos meses, y de pronto me encontré deseando tanto como Akenatón que el palacio ya estuviese terminado.
—No estés triste, pequeña gata —mi padre me besó en la cabeza—, tienes a tu madre y a tu hermana.
—¿Y tú volverás —dijo mi madre, con voz compungida— en cuanto terminen el palacio?
Él le tomó la barbilla con la mano y le quitó el pelo del rostro con el dedo.
—Lo prometo. Voy porque estoy obligado. Si no fuera por eso…
Nefertiti dio un paso adelante, interrumpiendo la escena.
—Hasta luego, padre.
Mi padre miró a mi madre para despedirse y luego se dirigió a Nefertiti. La abrazó.
—Cuando regrese, estarás en fecha de parto —dijo.
Ella se llevó la mano al estómago.
—Un heredero para el trono de Egipto —murmuró, orgullosa.
Vimos zarpar el barco. Cuando la embarcación se perdía detrás del horizonte, Akenatón se acercó y se paró a mi lado.
—Es un visir leal. —Puso sus brazos alrededor de mis hombros y me puse tensa—. ¿No es cierto, Mut-Najmat?
Asentí.
—Al menos, eso espero —susurró—, porque si hace cualquier intento de alcanzar la corona, la que sufriría las consecuencias no sería mi esposa.
—¡Señora! —gritó Ipu—. Siéntate, estás temblando.
Me senté en la cama y puse las manos debajo de las piernas.
—¿Me harías un poco de té?
Encendió el hogar. Hirvió una olla con agua y vertió el contenido en una copa con hojas.
—Tienes aspecto de enferma. —Hablaba con calma, mientras me alcanzaba el té y me invitaba a la confidencia.
Me llevé el té a los labios y bebí.
—¡No es nada! —dije—. Sólo una amenaza vacía. Mi padre no es un traidor. ¿Hoy vino alguien a visitarme? —le pregunté.
—¿Alguien como el general?
Miré la puerta y bajó la voz.
—No, lo siento. Quizá no puede pasar por el campamento real, con tantos guardias.
Ante la puerta de nuestro pabellón creció una sombra. Alguien empujó la cortina. Entró Merit.
—Señora, la reina quiere verte —anunció—. La pequeña princesa tiene dolor de oídos y la reina está enferma. El faraón llamó a un médico, pero ella sólo quiere verte a ti.
—Dile que ya voy —repliqué, de inmediato. Merit se fue y revisé mis frascos y demás recipientes. Saqué un poco de menta para Meritatón. Pero para Nefertiti ¿qué podía recomendar?—. No sé por qué se siente mal —murmuré. Sólo estaba de dos meses. Había llevado en su vientre a Meritatón cinco meses antes de sentirse mal.
—Quizá sea porque es un hijo —dijo Ipu.
Asentí. A lo mejor era una señal. Saqué el fenogreco y coloqué las hierbas secas en unas bolsas.
Los guardias nubios se hicieron a un lado para dejarme entrar en el Pabellón Real, donde dormía la pareja de reyes. Nefertiti estaba en la cama y Akenatón permanecía a su lado. La sostenía para que ella pudiese vomitar en una palangana. Era una escena extraña y tierna: aquel rey joven, que ni se inmutaba a la hora de enviar hombres a la muerte, cuidando de su esposa, que se sentía mal.
—Mutni, las hierbas —gruñó Nefertiti.
Akenatón me vio desembolsar las semillas.
—¿Qué son?
—Fenogreco, alteza.
Chasqueó los dedos dos veces sin quitarme los ojos de encima y dos guardias entraron en el pabellón.
—Probadlas.
Miré a Nefertiti, quien dijo, cortante:
—Es mi hermana. No va a envenenarme.
—Es una rival en asuntos de la corona.
—¡Es mi hermana y confío en ella! —La voz de Nefertiti no dejaba lugar a discusiones—. Cuando termine aquí, irá a la tienda de la nana a atender a Meritatón.
Los guardias dieron un paso atrás. Akenatón no decía nada. Herví agua y preparé las hierbas para hacer té. Se lo llevé a mi hermana y ella lo bebió todo. Desde el otro lado del pabellón, Akenatón nos observaba.
—No tienes por qué estar aquí —le dijo Nefertiti—. Ve a buscar a Maya y mira los planos de la villa.
Akenatón me miró con un odio profundo y luego abrió y cerró la cortina para irse.
—No deberías gritarle cuando yo estoy aquí —le dije a ella—. Va a creer que te pongo en su contra.
—Lo que me enoja es su manía persecutoria. Sospecha de todos.
—¿Incluso de tu propia hermana?
Notó el tono crítico de mi voz y dijo, a la defensiva:
—Es el faraón de Egipto. Nadie afronta tanto riesgo como él, porque sus visiones son más importantes que las de todos.
Arrugué la frente.
—O más costosas.
—¿Qué importancia tiene eso? Construimos una ciudad que perdurará en la eternidad. Más que tú y yo.
—Levantáis una ciudad con materiales baratos —respondí—, una ciudad pobre y efímera.
—¿Nuestro padre te ha estado diciendo esas cosas? —preguntó—. ¿Cree que esta ciudad es barata?
—Sí. ¿Qué sucederá si nos invaden? ¿Cómo va a defendernos el oro?
Se sentó.
—No estoy dispuesta a oír esto. Llevo el futuro de Egipto en mis entrañas y tú sigues hablando como si el reinado estuviese condenado al fracaso. —Levantó la voz—. ¡Estás celosa! ¡Estás celosa porque tengo una hermosa niña y espero un hijo, y tú ya casi tienes dieciséis años y nuestro padre aún no ha decidido con quién te casarás!
Di un paso atrás, herida.
—No ha decidido con quién voy a casarme por tu culpa. Quiere que esté aquí contigo, lista siempre para ti, aconsejándote. Si tuviera un esposo, nada de eso sería posible. ¿O sí?
Nos miramos.
—¿Puedo irme? —le pregunté, rompiendo el tenso instante.
—Ve con Meritatón. Luego cenarás con nosotros —respondió.
No era una invitación. Era una orden.
—¿Qué es lo que buscas, señora?
—Mi capa. Salgo.
—Pero ya casi es de noche. No puedes salir ahora —gritó Ipu—. Puede ser peligroso.
—Mi hermana tiene muchos guardias. Me llevaré uno. —Tomé mi cesta para recolectar hierbas. Ipu salió detrás de mí.
—¿Voy contigo?
—Si tienes ganas de caminar… —No miré hacia atrás para ver si venía, pero podía oír sus pisadas. Me alcanzó en la entrada.
—No puedes entrar a un campamento de hombres.
—Soy la hermana de la esposa principal del rey. Puedo hacer lo que quiera.
—Mi señora —la voz de Ipu era desesperada—. ¡Señora! —Extendió la mano para detenerme—. Por favor, déjame ir en tu lugar. Déjame llevarte el mensaje.
Más allá de los muros, el fuego estaba encendido en el campamento de los Hombres. Una de esas fogatas era la del general. Me detuve a pensar qué mensaje podía enviarle.
—Dile… —Me mordí el labio, y pensé—. Dile que acepto.
—¿Que aceptas? —preguntó, con recelo.
—Sólo dile que acepto y que venga esta noche.
—¿Qué es lo que aceptas? —me preguntó, alarmada.
—Repito: dile que acepto y que venga esta noche.
Los ojos de Ipu se abrieron como platos.
—¿A nuestro pabellón?
—Sí. Puede decir que viene a ver al faraón.
—¿Pero no se darán cuenta del engaño? —Ipu miró a un soldado que estaba cerca.
—Puede ser. Pero los guardias de la entrada son sus hombres y ellos desprecian a Akenatón. Mirarán para otro lado. Te lo prometo.
Amón debió de velar por mí esa noche, porque la fanfarria y la música que por lo general remataban nuestras comidas fueron afortunadamente breves. Nefertiti me ignoró. Todos reían y contaban historias sobre Menfis y sobre cómo sería Amarna una vez que la terminaran. De todas maneras, acompañé a Nefertiti de vuelta al Pabellón Real. Cuando salimos al frío, comenzó a temblar. Había cuatro guardias detrás de nosotras. Otros dos guardias mantenían abierto el telón que daba acceso a la tienda. Acompañé a Nefertiti hasta su gran cama, rodeada de lienzos de lino.
—Ven y frótame la espalda —me pidió.
Me quité la capa y comencé por sus hombros. Estaban tensos, incluso para una mujer preocupada y embarazada.
—Me gustaría que nuestro padre estuviera aquí —se quejó—. El entendería lo difícil que es esto. La construcción y el planeamiento. Todo. Él me entiende.
—¿Y yo no?
—Tú no sabes lo que es ser reina.
—¿Y nuestro padre lo sabe?
—Nuestro padre gobierna este reino. Aunque no tenga el cayado y el mayal, él es el faraón de Egipto.
—Y yo sólo soy la doncella de mi hermana —dije, bruscamente.
Se puso tensa.
—¿Por qué eres tan ácida?
—¡Porque tengo dieciséis años y nadie se ha preocupado de mi futuro! —Dejé de frotarle la espalda con aceite—. Tu futuro ya está planeado. Eres reina. Un día serás la madre de un rey. ¿Qué seré yo?
—¡La hermana de la esposa principal!
—¿Pero a quién amaré?
Se sentó, desconcertada.
—A mí. La miré.
—¿Y no podré tener una familia?
—Yo soy tu familia. —Se recostó de nuevo, a la espera de que le diera masaje—. Calienta el aceite. Está frío.
Cerré los ojos e hice lo que me dijo. No me quejé, porque eso sólo prolongaría el tiempo que pasaría en el Gran Pabellón. Esperé hasta que Nefertiti se durmió. Luego me lavé las manos y me escabullí de la tienda. Salí a la noche fría de Famenoth. Ipu aguardaba en mi pabellón. Se puso de pie en cuanto me vio.
—¿Estás segura de esto? —susurró—. ¿Aún quieres que venga?
Nunca había estado más segura de nada.
—Sí.
Ipu movía las manos, nerviosa.
—Entonces tengo que trenzar tu cabello, mi señora.
Me senté en mi almohadón de plumas y no podía quedarme quieta. Ya le había contado a Ipu lo que había dicho el general. Ahora le dije que yo quería tener una vida tranquila.
—Una vida alejada de cualquier palacio, en un lugar donde pueda tener mi jardín de hierbas y…
Hubo un crujido de pisadas firmes en la grava y las dos nos dimos la vuelta para mirar. Ipu dejó caer mis trenzas.
—¡Está aquí!
Agarré rápidamente el espejo para echarme un último vistazo.
—¿Cómo estoy?
Ipu observó mi rostro.
—Como una mujer joven, lista para encontrarse con su amante —dijo, un poco consternada—. Si tu padre…
—Silencio —la reprendí—. ¡Ahora no! —Dejé el espejo—. Abre la tienda.
Ipu fue hasta la puerta. La voz del general llegó, muy suavemente, desde los cortinajes.
—¿Y estás segura de que ha enviado a buscarme?
—Por supuesto. Te espera dentro.
Nakhtmin entró. Ipu se fue, tal como yo le había ordenado. Contuve la respiración, el general se quedó frente a mí y se inclinó.
—Mi señora.
De pronto, estaba muy nerviosa.
—Nakhtmin.
—¿Me mandaste llamar?
—He pensado en tu propuesta.
Levantó las cejas.
—¿Y qué ha decidido la dama? —preguntó.
—He decidido que ya no quiero ser la doncella de Nefertiti.
Me miró a la luz de la fogata. Su pelo era como el cobre, visto en el resplandor de las llamas.
—¿Se lo has dicho a tu padre?
Mis mejillas se calentaron.
—Todavía no.
Pensó en Nefertiti.
—Me imagino que la reina se enojará.
—Por no hablar de Akenatón —agregué. Le miré a la cara y me rodeó, sonriente, con sus brazos—. ¿Y si desaparecemos? —le pregunté.
—Volveremos a Tebas. Venderé la tierra que heredé de mi padre y compraré una granja. Una que sea nuestra, miw-sher, y llevaremos una vida tranquila, lejos de la corte y todos sus enredos.
—Ya no serás un general —le advertí.
—Y tú ya no serás la hermana de la esposa principal del rey.
Estábamos en silencio, agarrados de la mano, junto al fuego.
—Eso no me importará.
Me di cuenta de que no podía dejar de mirarlo. Se quedó hasta las primeras horas del amanecer. Y lo mismo ocurrió durante todo ese mes de Famenoth, hasta principios de Farmuthi. Los guardias miraban hacia otro lado y sonreían cuando él iba a mi tienda. A veces, cuando llegaba, conversábamos junto al brasero y yo le preguntaba qué pensaban los hombres sobre Akenatón.
—Se quedan porque les pagan bien —dijo—, es lo único que los disuade de rebelarse. Quieren pelear, pero también quieren seguir construyendo siempre que haya oro.
—¿Y Horemheb?
Nakhtmin suspiró profundamente.
—Creo que Horemheb está muy al norte.
—¿Muerto?
—O peleando. Una cosa o la otra. —Miró las llamas de nuestro pequeño fuego—. Ya no está y el faraón tiene lo que quería.
Me quedé en silencio un momento.
—¿Y qué dicen los hombres sobre mi hermana?
Me miró con atención, para calibrar cuánto quería saber.
—Están cautivados por ella, igual que el faraón.
—¿Porque es hermosa?
Me miró con atención.
—Y divertida. Va a los poblados de los albañiles y arroja monedas de plata y oro en las calles. Pero sería mejor que les arrojara pan, porque hay poco para comprar, aun con todo el oro de Egipto.
—¿Hay escasez? —Me miró. No lo sabía. En el campamento real había abundancia de todo: carnes, frutas, panes, vinos.
—Habrá escasez hasta que la población de Tebas se mude al norte. Hay pocos panaderos y si hubiese más no habría donde alojarlos.
A la entrada de la tienda apareció una sombra. Nakhtmin se puso de pie. Su mano voló hacia la espada.
—¿Señora? —Sólo era Ipu. Abrió la cortina y miró a Nakhtmin, sonrojándose a pesar de que él estaba totalmente vestido—. Te llama la reina, señora. Quiere su té.
Miré a Nakhtmin.
—No quiere té. Sólo quiere presumir diciendo que ya casi han terminado el palacio.
—Podría ser nuestra aliada —dijo él, con sentido práctico—. Ve. Te veré mañana. —Se me llenaron los ojos de lágrimas. Nakhtmin, amablemente, dijo—: No es para siempre, miw-sher. Tú misma has dicho que el palacio está casi terminado. En pocos días, tu padre estará aquí y nos iremos con él.
Nefertiti no iba a dar a luz todavía, pero caminaba por el campamento como si el niño fuese a nacer en cualquier momento. Todos tenían que mantenerse a tres pasos de distancia cuando estaban cerca de ella. El trabajo de la ciudad se detenía a su paso para que el ruido de los martillos no perturbara al niño. Estaba convencida de que sería un príncipe y Akenatón le facilitaba todo lo que ella necesitaba. Le hacía llevar lana desde Sumeria y el lino más suave desde Tebas. Ella probaba su poder demandándole que dejase de visitar a Kiya en los pabellones, al otro lado del camino, para que su aflicción no lastimase al niño.
—¿Es posible? —Akenatón se me acercó en el pozo. Aunque teníamos sirvientes para buscar el agua, yo disfrutaba del olor mohoso de la tierra. Apoyé la vasija en el suelo y entorné los ojos.
—¿Si es posible qué, majestad?
—¿Puede perder el niño si la disgusto?
—Si ella se disgusta mucho, puede pasar cualquier cosa, majestad.
Dudó.
—¿Y qué es disgustarla mucho?
«Echa de menos a Kiya —pensé—. Ella escucha sus poesías y lo atrae a su mundo tranquilo, mientras que el mundo de Nefertiti nunca se detiene».
—Me imagino que depende de lo vulnerable que esté.
Los dos miramos a Nefertiti. Su pequeño y poderoso cuerpo avanzaba por el campamento hacia nosotros, seguido por siete guardias.
Se acercó. Akenatón sonrió, como si no hubiese estado pensando en visitar a Kiya.
—Mi reina —le tomó la mano y se la besó con ternura—, tengo noticias.
Los ojos de Nefertiti se encendieron. Trataba de adivinar a qué se refería.
—¿De qué se trata?
—Maya me ha enviado un mensaje esta mañana.
Nefertiti ahogó un grito.
—La ciudad está terminada.
—Maya ha jurado que en cinco días los muros estarán pintados y que dejaremos atrás los pabellones.
Nefertiti pegó un gritito, pero yo pensé, de inmediato, en Nakhtmin. ¿Cómo nos encontraríamos cuando nos mudáramos? Él viviría en los cuarteles con sus hombres y yo quedaría atrapada dentro del palacio de Akenatón.
—¿Vamos a verla? —preguntó, entusiasmado, Akenatón—. ¿Le enseñamos nuestra ciudad a la gente?
—Llevaremos a todos —decidió Nefertiti—. Todos los visires, todas las nobles, todos los niños de Amarna. —Se dio vuelta para hablarme—. ¿Hay noticias de nuestro padre?
—Ninguna —respondí.
Entornó los ojos.
—¿No te ha escrito en secreto?
La miré fijo.
—Claro que no.
—Me alegro, porque quiero ser quien le diga que Amarna está terminada. Cuando vea el palacio… —su rostro estaba exultante—, se dará cuenta de que Akenatón tenía razón. Hemos construido la ciudad más imponente de todo Egipto.
Al mediodía hicieron el anuncio: las puertas se abrirían y Amarna sería revelada, finalmente, a las gentes. El entusiasmo era palpable en todo el campamento. El faraón había ordenado que sólo los nobles y los albañiles pudieran trasponer las puertas para ver la construcción. Mostrarían el palacio junto a cientos de villas, diseminadas por las imponentes colinas que se abrían detrás de la ciudad. Al atardecer, la larga procesión de carros atravesó el desierto, llevando a los nobles y los visires, a los extranjeros y plebeyos. A mi lado, en el carro, Ipu ahogó un grito cuando las puertas se abrieron hacia la ciudad de Amarna.
El templo, magnífico, con su muelle resplandeciente y sus villas muy unidas, ya estaba terminado. Habían construido cientos de villas blancas para la nobleza, que estaban encadenadas, como perlas, en los pliegues de las colinas. Había construcciones por todos lados, albañiles en todas partes, pero la ciudad en sí se mostraba lustrosa y blanca.
El cortejo fue, primero, al templo de Atón. En su patio rodeado de pilares, los sacerdotes ofrendaban sacrificios al sol. Los hombres se inclinaron en obediencia al faraón y a mi hermana y disiparon el humo con abanicos, para que pudiésemos ver lo hermoso que era el patio que habían construido. Los árboles de moringa y granada adornaban los muros, pero los más admirables eran los de alazor, amarillos y alegres en la luz menguante del gran vestíbulo hecho al aire libre. La luz había sido importante en el diseño, eso era evidente. Akenatón anunció, con orgullo, que él había sido el que le había dicho a Maya que hicieran dentro las ventanas de las galerías.
—¿A qué se refiere con ventanas de la galería? —susurré.
Nefertiti sonrió en forma solapada.
—Ven a ver.
Fuimos del patio al interior del templo. Allí, la luz del atardecer descendía desde el techo, filtrándose a través de grandes ventanas. Nunca había visto nada semejante.
—Es un genio —dijo Ipu, extasiada.
Apreté los labios, pero no lo negué. Nunca se había construido nada como aquello.
Los visires y los nobles entraron en el templo. Observaron los tapices y los grandes mosaicos mientras el resto de la comitiva aguardaba en el patio.
Nefertiti se veía triunfal.
—¿Qué crees que dirá nuestro padre? —preguntó.
«Que es el templo más costoso que se haya construido», pensé. Pero respondí:
—Que es magnífico.
Sonrió porque dije lo que quería que dijese. Pero nunca le diría que había sido pagado con el oro de Amón, y que había costado la seguridad de Egipto y sus estados vasallos. Akenatón se colocó detrás de nosotras.
—Maya será recompensado con creces —anunció.
Observó los pilares estriados de su templo, las anchas escaleras que llevaban a los balcones, donde había pequeños santuarios bañados de luz. El aire cálido nos llegaba, flotando, desde el río, y aireaba el patio.
—Cuando los emisarios vuelvan a Rodas y Asiría, sabrán qué clase de faraón reina ahora en Egipto.
—Y cuando vean el puente —Nefertiti abrió una pesada puerta de madera—, sabrán que esto fue planeado por un visionario.
La puerta se abrió y dejó al descubierto un puente que se arqueaba sobre el Camino Real, conectando el templo de Atón con el palacio. Nunca había visto un puente tan alto, tan ancho y tan elaborado. Mientras andábamos sobre él, tuve la impresión de que cruzábamos hacia el futuro, de que estaba viendo la vida de mis nietos y cómo sería el mundo de ellos cuando yo ya no estuviera.
En el palacio no habían ahorrado en nada. Las ventanas iban desde el techo al suelo y las fuentes de agua perfumada cantaban en los rincones iluminados por el sol. Había sillas de ébano y marfil, lechos con incrustaciones de piedras preciosas. Me mostraron mi habitación y la recámara que ocuparían mis padres, con azulejos decorados en azul y mosaicos con escenas de caza.
—Lo hemos llamado Palacio de la Ribera —dijo Nefertiti mientras nos enseñaba todos los rincones y nichos—. Han construido el palacio de Kiya hacia el norte.
—¿Fuera de los muros? —pregunté, con recelo.
Ella sonrió.
—No, pero lejos.
Caminamos por el jardín acuático, con su fuente de alabastro, y lo que habían hecho me pareció sorprendente. No podía imaginarme cómo habían construido todo tan pronto, o cuánto oro había costado. Nefertiti seguía caminando, señalando estatuas en las que tenía que fijarme o paredes pintadas desde las que nos contemplaba su imagen. La corte, jubilosa, venía detrás de nosotras, susurrando y exclamando.
—Aquí es donde estará el taller real —dijo mi hermana—. Tutmose esculpirá todas las facetas de nuestra vida.
—Dentro de diez mil años, nuestra gente sabrá qué comíamos y dónde bebíamos —prometió Akenatón—. Podrán ver el vestidor real. —Abrió la puerta de una recámara que tenía mullidos almohadones rojos y cajas para las pelucas. Había botes con kohol, espejos de cobre, cepillos de plata y frascos de perfume dispuestos en estantes de cedro, listos para su utilización—. Les dejaremos echar un vistazo dentro del palacio y ellos tendrán la sensación de que conocían las costumbres de Egipto desde siempre.
Observé la opulenta habitación y me pregunté si en realidad yo conocía esas costumbres. Nefertiti había empobrecido a Egipto para construir una ciudad en el desierto. Era nueva e impresionante, pero sus paredes habían sido construidas con el sudor de los soldados, que también habían pintado los murales y levantado las colosales imágenes de Akenatón y Nefertiti para que le gente supiera que ellos la observaban.
—Cuando Tutmose termine —juró Nefertiti—, seré la reina más conocida de Egipto. Dentro de quinientos años seguiré viva para los egipcios, Mut-Najmat. Viva en las paredes, en el palacio, en todos los templos. Seré inmortal, no sólo en el Más Allá, sino también aquí, en Egipto. Podría construir un altar para que me recordaran mis hijos y los hijos de mis hijos. Pero ¿qué sucedería cuando ellos ya no estuvieran? Esto —dijo Nefertiti, tocando las paredes de colores brillantes— durará por toda la eternidad.
Atravesamos las puertas de la Sala de Audiencias y me di cuenta de que en los azulejos no había imágenes de nubios encadenados. Había, en cambio, estampas del sol, de sus rayos, que descendían hasta tocar a Nefertiti y a Akenatón, besándolos para bendecirlos. Akenatón subió al estrado y abrió los brazos.
—Cuando vengan los tebanos —proclamó—, todas las familias tendrán una casa. Nuestro pueblo va a recordarnos como los monarcas que lo hicieron rico. El pueblo bendecirá la ciudad de Amarna.
—Mi señora, ¿te sientes mal? —Ipu corrió en busca de una vasija.
Se me contrajo el estómago y luego vomité dos, tres veces. Gruñí, apoyando la mejilla contra el cuero suave de mi taburete acolchado. Ipu se llevó las manos a las caderas:
—¿Qué has comido?
—No he comido nada desde que hicimos el recorrido por el palacio. Antes, queso de cabra y nueces.
Frunció el entrecejo.
—¿Y tus pechos? —retiró mi túnica—. ¿Están más oscuros? —Me presionó la piel con el dedo—. ¿Más suaves?
Abrí los ojos. Un miedo repentino creció dentro de mí. Eran los síntomas de Nefertiti. Eso no podía sucederme. ¿Cómo era posible que no funcionara conmigo lo que sí servía con las mujeres a las que había ayudado en el campamento? Ipu sacudió la cabeza y susurró:
—¿Cuándo fue la última vez que sangraste?
—No sé. No recuerdo.
—¿Y la acacia? —preguntó.
—He estado tomándola.
—¿Todo el tiempo?
—No lo sé. Creo que sí. Han pasado tantas cosas.
Ipu ahogó un grito.
—Tu padre va a enfurecerse.
Mis labios temblaron. Me tapé la cara con las manos, porque supe, de manera casi instintiva, la verdad. Tenía un retraso.
—Y soy la única hija de mi madre —expliqué—. Va a estar tan triste, tan sola si… —Comencé a llorar.
Ipu me tomó entre sus brazos, acariciando mi larga melena.
—Quizá no sea para tanto —me consoló—. Tú sabes, mejor que nadie, que hay métodos para deshacerse del problema.
La miré, bruscamente.
—¡No! —Me llevé las manos al vientre—. ¿Matar al hijo de Nakhtmin? Nunca.
—¿Y entonces qué piensas hacer, señora? Si tienes este hijo, tu padre nunca te concertará una boda.
—Mejor —dije, enojada—. El único que querrá estar conmigo será el general.
La voz de Ipu cobró un tono desesperado.
—¿Y el faraón?
—Ya he hecho bastante por Nefertiti. Ahora es el turno de ella. Tendrá que ayudarme, convencerlo.
Ipu me miró, incrédula, como si no creyera que eso pudiera pasar.
—Tendrá que hacerlo —insistí.
Durante toda la tarde me paseé por la tienda. Dos mujeres fueron en busca de miel y acacia y me descompuse cuando les di la mezcla, de sólo pensar en lo descuidada que había sido. Llegó Merit. La reina me llamaba.
—Quiere saber si irás a cenar.
—No. —Me sentía demasiado mal para ver a mi hermana—. Ve y dile que no me siento bien.
Merit se fue. Unos minutos después, Nefertiti abrió las cortinas, sin anunciarse.
—Últimamente siempre te sientes mal. —Fue hasta una silla y se sentó, observándome. Yo estaba trabajando con las hierbas y mis manos temblaron cuando llegaron a la acacia—. Sobre todo por la noche —agregó, suspicaz.
—Hace varios días que no me siento bien. —Ahora no mentía.
Me observó de cerca.
—Espero que no te hayas enredado con ese general. —Debí de palidecer, porque agregó, bruscamente—: Esta familia no puede confiar en nadie del ejército.
—Eso me habías dicho.
Nefertiti me miró atentamente.
—No habrá venido a visitarte, ¿no?
Bajé la vista.
—¿Ha venido a visitarte? —Tembló—. ¿Al campamento?
—¿Y qué importa? —Cerré, de un golpe, la caja de hierbas—. Tú tienes un esposo, una familia, una hija…
—Dos hijos.
—¿Y qué es lo que tengo yo?
Se sentó otra vez, como si la hubiera abofeteado.
—Me tienes a mí.
Miré mi tienda solitaria, como si ella pudiese entenderlo.
—¿Eso es todo?
—Soy reina de Egipto. —Se puso de pie—. ¡Y tú eres la hermana de la esposa principal del rey! Tu destino es servirme.
—¿Quién lo dice?
—¡Ma’at! —exclamó ella.
—¿Es Ma’at quien ordena destruir los templos de Amón?
—No digas eso —balbuceó.
—¿Por qué? ¿Porque tienes miedo de que los dioses se enojen?
—¡Ningún dios es más grande que Atón! Y es mejor que lo aceptes. En un mes, el templo de Atón quedará terminado y la gente venerará al nuevo dios tal como antes veneraba a Amón.
—¿Y quién recaudará el dinero que le den en ofrenda?
—Nuestro padre —respondió ella.
—¿Y a quién le dará el dinero?
El rostro de Nefertiti se oscureció.
—Construimos esta ciudad para la gloria de nuestro reino. Es nuestro derecho.
—Pero la gente no quiere mudarse a Amarna. Tienen sus hogares en Tebas.
—¡En Tebas tienen chozas! ¡Aquí haremos lo que ningún faraón ha hecho antes! Todas las familias que se muden a Amarna recibirán una casa…
Me reí, con sorna.
—¿Has visto esas casas? —Nefertiti guardó silencio—. ¿Has visto esas casas? Has visitado tu palacio, pero no has visto las casas de los albañiles, hechas de ladrillos de barro y talatat. Cuando llegue la estación de la inundación, van a desmoronarse.
—¿Cómo lo sabes?
No le respondí. No podía decirle que lo sabía porque nuestro padre me lo había dicho o que Nakhtmin también me lo había dicho, cuando estábamos juntos en la cama.
—No lo sabes —dijo, triunfal.
Entonces, antes de irse, me miró por encima de su hombro y dijo:
—No volveremos a discutir sobre el general. Te quedarás soltera y seguirás a mi servicio hasta que nuestro padre o yo te elijamos un marido.
Me mordí la lengua para no responderle con brusquedad.
—¿Cuándo fue la última vez que visitaste a la princesa? —preguntó.
—Ayer.
—Eres su tía —declaró—. De más está decir que quiere verte más a menudo.
«Lo que quieres decir es que tú quieres verme más a menudo», pensé. Se fue. Me senté y me miré el vientre. «Ah, ¿qué dirá tu padre cuando se entere de tu existencia, pequeño? ¿Cómo va a convencer Nefertiti a Akenatón de que no eres una amenaza para este reino?».
La cena en el Gran Pabellón no terminaba nunca y yo no estaba de humor para oír a Tutmose hablando sobre henna, peinados y las barbas pasadas de moda de los emisarios de Ugarit. Sólo podía pensar que dentro de siete días Nakhtmin no podría visitar mi pabellón. Tendría que colarse en el palacio, en caso de que eso fuera posible, ¿y quién sabía cuánto tiempo podríamos vernos así antes de que nos pescaran?
Miré a Nefertiti, que estaba al otro lado de la mesa. Su hijo sería un príncipe. De no contar con la anuencia de mi padre o del rey, el mío sería un hijo sin padre, heredero de nada. Un bastardo. Vi cómo atendían los sirvientes a Nefertiti. Una nostalgia profunda se desató en mi interior cuando vi que Akenatón le pasaba los brazos por encima de los hombros y susurraba: «Mi pequeño faraón», mirando su abdomen redondeado.
Me puse de pie y pedí que me disculparan.
—¿Ahora? —dijo, de pronto, Nefertiti—. ¿Tan temprano? ¿Y qué sucederá si tengo contracciones? ¿Qué sucederá si…? —Al ver mi expresión, cambió de estrategia—: Sólo quédate para una partida de senet.
—No.
Mi hermana insistió, casi suplicante.
—¿Ni siquiera una partida?
Los cortesanos del pabellón se dieron la vuelta y me miraron.
Me quedé en el pabellón de Nefertiti para jugar una sola partida, que ganó mi hermana, y no porque yo la dejara.
—Deberías esforzarte —se quejó—. Ganar siempre no es divertido.
—Lo intento —dije, sin ganas.
Se rió, mientras se ponía de pie y estiraba la espalda.
—Nuestro padre y yo sí que podemos jugar —dijo, mientras se acercaba al brasero. La luz del fuego proyectaba su sombra a través de las paredes del pabellón—. Viene dentro de poco —dijo con naturalidad.
—¿Te lo han dicho? —le pregunté, ansiosa.
Nefertiti advirtió el interés que había en mi voz y se encogió de hombros.
—Estará aquí dentro de cinco días. Claro que no verá nuestra mudanza al palacio…
Pero yo no le prestaba atención. En cinco días, podría hablarle a mi padre sobre su nieto.
—Un hijo, pequeña gata. Nuestro hijo. —Nakhtmin no cabía en sí de lo contento que estaba. Me atrajo a sus brazos y me estrechó contra su pecho, aunque no muy fuerte, para no apretar al bebé—. ¿Se lo has dicho a la reina? —preguntó, y cuando vio el aspecto sombrío de mi cara, frunció el entrecejo—. ¿No se siente feliz por ti?
—¿Feliz de que yo esté embarazada al mismo tiempo que ella, y así tener que compartir conmigo la atención de mi padre? —Negué con la cabeza—. No conoces a Nefertiti.
—Pero lo aceptará. Nos casaremos y, si el faraón sigue enojado, nos iremos de la ciudad y compraremos una granja en las colinas.
Lo miré, insegura.
—No te aflijas, miw-sher. —Me estrechó de nuevo en sus brazos—. Es un hijo. ¿Quién puede enojarse con un niño?
A la mañana siguiente fui a ver a Nefertiti. Se enfadaría, sin duda, pero si se lo contaba a nuestro padre antes que a ella, el enfado se convertiría en furia ciega. Estaba en el Pabellón Real. La luz de la mañana se filtraba por las paredes e iluminaba el caos que la rodeaba: sirvientes llevando canastos, hombres embalando pesados arcones y mujeres que reunían montones de cosméticos y lienzos.
—Necesito hablar contigo —le dije.
—¡Ahí no! —gritó a alguien. Cuantos estaban en ese momento en el pabellón se quedaron paralizados. Señaló, enojada, a un sirviente que llevaba unos lienzos en los brazos—. ¡Allí!
—¿Dónde está Akenatón? —le pregunté.
—Ya está en el palacio. Nos mudamos esta noche. Tendrías que estar lista —dijo, y eso hizo que mi necesidad de hablar se volviese más imperiosa. Cuando nos mudáramos, Nakhtmin no podría ir a mi tienda. El palacio estaría custodiado. Había portones. Y estaban los nubios de Akenatón, que odiaban al ejército.
—Nefertiti.
—¿Qué? —No apartaba los ojos del ajetreo—. ¿Qué pasa?
Miré a ambos lados para asegurarme de que nadie oía, pero los sirvientes hacían demasiado ruido para escucharnos, así que lo dije:
—Estoy embarazada.
Al principio se quedó quieta, de manera que pensé que no me había oído. Después me clavó las uñas en el brazo y me llevó hacia un lado, haciéndome daño.
—¿Estás qué? —La cobra de su corona brillaba y me lanzaba su luz, con sus ojos rojos—. No es hijo del general, ¿verdad? —Su voz era amenazante—. ¡Dime que no es hijo del general!
No dije nada y ella me llevó aún más lejos, hacia su habitación, que estaba separada de la antecámara por unas cortinas.
—¿Nuestro padre lo sabe? —rugió.
—No. Eres la primera en saberlo.
Sus ojos se llenaron de veneno.
—El faraón va a enfurecerse.
—No somos una amenaza para él. Lo único que queremos es vivir juntos y casarnos.
—¡Te has acostado con un soldado cualquiera! —gritó—. ¿Metes a un hombre en tu cama sin mi consentimiento? ¿Lo haces para insultarme? —Se me acercó, cada vez más amenazante—. Lo que haces perjudica a esta familia. La has puesto en peligro.
—Sólo es un hijo. Mi hijo.
—Que será una amenaza para la corona. Un bebé de la familia real. ¡El hijo de un general!
La miré, estupefacta.
—Nuestro abuelo era un general, que mantuvo el ejército en orden y dispuesto, siempre leal al faraón. Sólo tu marido puede verlo como una amenaza. ¡Los generales siempre se han casado con mujeres de la corte real!
—En Amarna, no —replicó fuera de sí—. Akenatón nunca lo aceptará.
—Por favor, Nefertiti, tienes que convencerlo. Este hijo no es una amenaza…
Agitó los brazos, abruptamente, en el aire.
—No. Te has quedado embarazada, pero vas a deshacerte del embarazo. Tú sabes, mejor que nadie, cómo hacerlo.
La miré con los ojos abiertos por el espanto. Mis manos volaron raudas, a la defensiva, hacia mi estómago.
—¿Me obligarías a hacer eso? —susurré.
—Te has metido sola en este problema y lo has hecho a conciencia, con los ojos bien abiertos. O, mejor dicho, las piernas bien abiertas —agregó, maliciosa—. Tendría que haberte mantenido más cerca de mi vigilancia.
Me enderecé cuanto pude para ganar altura.
—Tienes un marido, una hija, un hijo en camino, ¿y me niegas la posibilidad de tener mi propio hijo?
—¡No te niego nada! —Estaba como enloquecida—. Me he casado con Akenatón para dártelo todo y lo echas todo a perder con un plebeyo. Eres la hermana más egoísta de Egipto.
—¿Porque me he atrevido a amar a alguien más que a ti?
Oír la verdad fue demasiado para ella. Caminó por la habitación hacia las cortinas. Después me miró por encima del hombro y dijo:
—Esta noche irás al banquete en el palacio.
Me tragué mi orgullo.
—¿Le dirás que queremos casarnos?
Se detuvo, y eso me dio pie a preguntarle de nuevo:
—¿Lo harás?
—Puede que tengas respuesta esta noche —dijo.
Las cortinas se cerraron detrás de ella y me quedé sola en la habitación privada del rey.
Regresé a mi pabellón. Estaba descompuesta. Quería encontrar a Nakhtmin en la obra y advertirle sobre lo ocurrido.
—¿Advertirle de qué, mi señora? —me preguntó Ipu con toda lucidez—. ¿Y cómo llegarás hasta allí? —Apoyó sus manos sobre las mías—. Espera la decisión de la reina. Ella intercederá por ti. Eres su hermana y la has servido bien. —Ipu me dio entonces la ropa para la celebración de la noche—. Después me aseguraré de que lleven tus cosas al palacio.
—Primero quiero ver a mi madre —le dije—. Quiero que la traigas.
Ipu esperó un momento, para ver si yo estaba realmente decidida. Después asintió y se fue sin decir nada.
Me puse una larga túnica y el cinturón dorado. Después me colgué un collar al cuello. Ensayé lo que le diría a mi madre cuando ella llegara. Su única hija. La única que Tawaret le había dado. Me miré en el espejo: una joven con pelo oscuro y grandes ojos verdes. ¿Quién era esta chica que se había permitido quedarse embarazada de un general? Suspiré, despacio, y vi que me temblaban las manos.
—Mut-Najmat. —Mi madre me miraba, disgustada, desde el otro extremo de la tienda—. Mut-Najmat, ¿aún no has guardado las cosas? Nos mudamos esta noche.
—Ipu dijo que ella lo hará cuando no estemos. —Le hice sitio en el banco de cuero para que se sentara a mi lado—. Pero primero quiero que te sientes aquí —dudé—, porque…, porque tengo que decirte algo ahora mismo.
Supo lo que iba a decirle antes de que hablara. Sus ojos se clavaron en mi estómago. Se llevó las manos a la boca.
—Esperas un hijo.
Asentí y mis ojos se llenaron de lágrimas.
—Sí, mawat.
Mi madre no se movía, como había hecho Nefertiti, y me pregunté si iba a pegarme por primera vez en la vida.
—Has dormido con el general. —Su voz era inexpresiva.
Lloré.
—Queremos casarnos —dije, pero mi madre no me escuchaba. Tenía la mirada perdida.
—Lo veía venir al campamento todas las noches. Pensé que el que lo llamaba era Akenatón. Tendría que haberme dado cuenta. ¿Desde cuándo le interesaba el ejército a Akenatón? —Mi madre quiso que la mirase a la cara—. Entonces los guardias miraron para otro lado, me parece.
La vergüenza me hizo sonrojar.
—Hubiese pasado de todas maneras. Nos amamos…
—¿Amor? Los que se casan por amor son los plebeyos. Y de igual manera, de pronto, se divorcian también. Eres la hermana de la esposa principal del rey. Te hubiéramos casado con un príncipe. Un príncipe, Mut-Najmat. Podrías haber sido una princesa de la nación egipcia.
—Pero yo no quiero ser una princesa. —Las lágrimas me asaltaron otra vez los ojos—. Ese es el sueño de Nefertiti. Estoy embarazada, mawat. Estoy esperando un nieto tuyo y el hombre que amo quiere llevarme en brazos para cruzar el umbral de una casa nueva y casarse conmigo. —La miré—. ¿No hay una parte de ti que esté contenta?
Apretó los labios. Entonces su impasibilidad cedió y me tomó entre sus brazos.
—Ah, Mut-Najmat, mi pequeña Mut-Najmat, convertida en madre. —Lloraba, con ternura—. ¿Pero de qué clase de niño?
—De un niño amado por todos.
—Eso va a asustar al faraón y va a enfurecer a tu hermana. Nefertiti nunca lo aceptará.
—Debe hacerlo —dije, con firmeza, apartándome—. Soy una mujer. Tengo derecho a elegir marido. Así es en Egipto…
—Pero ahora es el Egipto de Akenatón. A lo mejor, si estuviéramos en Akhmim… —Mi madre abrió las manos—. Esta es la ciudad del rey. Él lo decide todo.
—También es la ciudad de Nefertiti —agregué—. Cuando llegue nuestro padre, las villas estarán terminadas. Nefertiti puede convencer a Akenatón para que nos deje vivir allí.
—Ella se enfadará.
—Entonces tendrá que aprender a aceptarlo.
Tomó mi mano y la apretó.
—Cuando tu padre se entere quedará muy impresionado. Dos hijas, las dos embarazadas.
—Estará contento. Sus dos hijas son fértiles.
La sonrisa de mi madre era amarga.
—Estaría más contento si te hubieras casado con un príncipe.
Esa noche hubo celebraciones en toda la ciudad de Amarna. Se oían risas por todos lados. Mientras ayudaba a mi madre a subir al carro pensé: «Nefertiti lo ha hecho a propósito. Me dijo que me daría una respuesta esta noche con la esperanza de que no pueda llegar hasta ella con toda esta gente y todo este bullicio».
Los patios situados en el exterior del palacio estaban llenos de criados que portaban platos de nueces endulzadas con miel, higos secos y granadas. Había miles de hombres del ejército que bebían por las calles con total abandono, cantando canciones de guerra, sexo y amor. Cuando entramos en el palacio traté de dar con Nakhtmin, escrutando la multitud en busca de sus hombros anchos y su hermoso pelo.
—No estará aquí —dijo mi madre—. Estará con sus hombres.
Me ruboricé al darme cuenta de que mis pensamientos eran tan transparentes. Un sirviente nos llevó hasta el Gran Salón, donde había mesas y más mesas con visires festivos y coquetas hijas de ricos, que imitaban a mi hermana con sus vestidos de lino brillante, y las manos, los pies y los pechos pintados con henna. Sin embargo, los dos tronos de Horus del estrado estaban vacíos.
—¿Dónde está la reina? —pregunté, sorprendida.
—¡En las calles, mi señora! —gritó un sirviente que pasaba—. ¡Están arrojando oro! —rió—. A todo el mundo.
—Ven conmigo. —Mi madre me cogió del brazo para guiarme.
La seguí hasta la mesa de honor, frente al estrado. Allí estaban Panahesi y Kiya. También estaban Tutmose, el escultor, y Maya, el arquitecto. Me pregunté en qué momento habían pasado a ser parte de la familia. Un anciano, con anillos de oro en los dedos, llamó a mi madre desde el otro extremo del salón y ella cambió de rumbo para ir a su encuentro. Un criado movió una silla con brazos y las doncellas de Kiya me miraron de forma tranquila y a la vez amenazante desde debajo de sus pelucas. Tomé asiento y Kiya me saludó, resplandeciente:
—Señora Mut-Najmat, qué alegría verte. Pensé que podías perderte la fiesta.
—¿Y por qué habría de perdérmela? —pregunté.
—Pensamos que no te sentías bien.
Me puse pálida. Los visires se miraron, intrigados.
—Ah, no hay necesidad de ser tan discreta. Debes compartir tus buenas noticias con todos. —Y de pronto anunció a toda la mesa—: ¡La señora Mut-Najmat está embarazada, espera un hijo del general!
Fue como si el tiempo se hubiese detenido. Me miraron veinte rostros. Tutmose, el escultor, tenía los ojos abiertos como platos.
—¿Es cierto? —preguntó.
Sonreí, levantando la barbilla.
—Sí.
Se hizo un momento de silencio entre los visires, que luego dio pie a un rumor de susurros agitados.
Al otro lado de la mesa, Kiya sonreía, complacida.
—Las dos hermanas embarazadas al mismo tiempo. Me pregunto —se inclinó sobre la mesa— qué dirá el faraón.
No respondí.
—¿Tu silencio quiere decir —comentó Kiya con afectación— que no lo sabe?
—Estoy seguro de que estará contento —medió Tutmose.
—¿Contento? —gritó Kiya, perdiendo el decoro—. ¡Se ha acostado con un general! ¡Un general! —remató, riendo a carcajadas.
—Yo creo que el faraón estará orgulloso —dio por sentado Tutmose—. Es una oportunidad para poner al general de su lado. Como bien sabe Osiris, el corazón de Nakhtmin no fue creado para la construcción.
La voz de Kiya era displicente.
—¿Y entonces dónde está ese corazón?
Tutmose pensó.
—Me imagino que en el norte, con los hititas.
—Bueno, pues entonces puede ir y reunirse con Horemheb.
Las doncellas de Kiya rieron y Tutmose levantó la mano para apaciguarlas.
—Vamos, a nadie le gustaría correr la misma suerte que Horemheb. —Las facciones de Kiya se aquietaron y el escultor me habló con calma y nobleza—: Tawaret te protege, señora. Has ayudado a muchas mujeres en la corte y con ello te has ganado la felicidad.
Mi madre regresó. Sonaron las trompetas anunciando la llegada de mi hermana y Akenatón. Abrieron un pasillo entre la multitud para que cruzaran el Gran Salón. Sonreían a medida que avanzaban, pero cuando llegó a mí, mi hermana desvió los ojos y evitó mirarme a la cara. Oí la voz de Kiya dentro de mi cabeza: «Las dos hermanas embarazadas al mismo tiempo».
Los bailarines giraron por el Gran Salón de Amarna durante toda la noche, envueltos en trajes de lino y vestiduras tejidas con abalorios. Había tragafuegos especialmente contratados para divertir a Akenatón, pero él sólo tenía ojos para mi hermana. Kiya debió de arder de celos al ver que las mujeres se arremolinaban junto a Nefertiti cuando descendió del estrado, dignándose hablar a una u otra de las nobles. Encontré a mi hermana en plena conversación con la esposa de Maya.
—Discúlpanos —dije, agarrando a Nefertiti del brazo.
—¿Qué haces? —El color se subió a sus mejillas.
—Quiero saber si hablaste con el faraón —le pregunté.
Su enojo se desató.
—Te advertí sobre él, te dije que lo olvidases…
—¿Has hablado con él? —Levanté la voz. Mi madre, que estaba en la mesa bajo el estrado, nos miró. El rostro de Nefertiti se endureció.
—Sí. Han enviado a Nakhtmin al norte, a luchar contra los hititas junto a Horemheb.
Me hubiera sorprendido menos si me hubiera abofeteado. La respiración se cortó en mi pecho.
—¿Qué?
Nefertiti se sonrojó.
—Te lo advertí, Mut-Najmat. Te dije que no te acercaras a él… —Se interrumpió al ver que se acercaba Akenatón. El sabía de qué hablábamos, porque se me acercó con su mejor falsa sonrisa.
—Mut-Najmat.
Lo miré, acusadora.
—¿Enviaste al general a luchar contra los hititas?
Su sonrisa vaciló.
—Cuando uno juega con fuego, se quema. Estoy seguro de que tu padre te ha enseñado eso, pequeña gata. —Alargó la mano para acariciarme la mejilla y yo me estremecí. Entonces se inclinó un poco y susurró—: Quizá la próxima vez elijas un amante más leal. Tu general pidió irse.
Di un paso atrás, negándome a creerle.
—¡Nunca lo haría! —Miré a Nefertiti—. ¿Y tú no hiciste nada? ¿No hiciste nada para impedir esto?
—Él lo solicitó —dijo mi hermana, con voz débil.
—Él nunca lo pidió —repliqué furiosa, implicando al faraón en mi acusación y sin importarme cuán peligrosas pudieran ser mis palabras—. Estoy embarazada. ¡Espero un hijo de él y has permitido que lo envíen a la muerte! —grité.
Las conversaciones del Gran Salón cesaron. Crucé la gran puerta, hacia la noche. Pero no tenía adonde ir. Ni siquiera sabía dónde estaban mis habitaciones en el palacio. Lloré, con las manos en el vientre. «¿Qué voy a hacer?». Me temblaban las rodillas y de pronto me sentí mal, incapaz de mantenerme en pie.
—¡Mutni! —gritó mi madre.
Miró a Ipu. Me habían seguido cuando abandoné el Gran Salón.
—Ve a buscar a un médico. ¡Rápido!
Había innumerables voces y todas impartían instrucciones a gritos. Me encontraba muy mal, dijo alguien. Tenían que llevarme al templo para que una sacerdotisa rezara por mi vida. Otra voz preguntó si hablaban del templo de Amón o del de Atón. Me sumergí en la oscuridad. Podía oír a alguien que hablaba de los poderes sanadores de los sacerdotes. Distinguí el nombre de Panahesi y la brusca respuesta de mi madre. Trajeron sábanas y sentí un peso entre las piernas. Tenía calambres en el estómago. Había agua. Agua de limón y lavanda. Alguien dijo que había llegado mi padre. ¿Habían pasado días enteros? Cuando me despertaba, siempre había oscuridad. Ipu estaba al lado de mí todo el tiempo. Recuerdo que, cuando me quejaba sentía, de inmediato, las manos frías de mi madre sobre la frente. Pregunté por ella muchas veces. Recuerdo eso con claridad, pero no recuerdo haber llamado a mi hermana. Después me contaron que me había pasado días entrando y saliendo del estado consciente. Lo primero que recuerdo bien es haber despertado por el olor de las flores de loto.
—¿Mut-Najmat?
Parpadeé, en la luz cegadora de la mañana, y fruncí el entrecejo.
—¿Nakhtmin?
—No, soy yo, Mut-Najmat.
Era mi padre. Me sostuve sobre los codos y miré a ambos lados. Habían levantado las persianas hechas de juncos, dejando entrar el sol de la mañana. El suelo de baldosas brillaba, rojo y azul. Todo era grande. Las banquetas tapizadas de piel de animales, los cofres de alhajas y las cajas para las pelucas, las lámparas de ónix con incrustaciones de turquesa. Pero yo estaba confundida.
—¿Dónde está Nakhtmin?
Mi madre dudó. Se sentó en una punta de mi cama, intercambiando una mirada con mi padre.
—Has estado muy enferma —dijo, finalmente—. ¿No recuerdas la fiesta, mi amor?
Y entonces todo volvió a mi cabeza, a mi corazón. La sentencia de muerte de Nakhtmin, el egoísmo de Nefertiti, mi desvanecimiento fuera del palacio. Mi respiración se aceleró.
—¿Qué sucedió? ¿Estoy enferma?
Mi padre se sentó cerca de mí y apoyó su mano grande sobre la mía.
Mi madre susurró:
—Mut-Najmat, has perdido al niño.
Yo estaba demasiado aterrada para hablar. Había perdido al bebé de Nakhtmin. Había perdido lo único que me unía a él, la parte de él que iba a quedarse conmigo para siempre.
Mi madre me apartó el pelo del rostro.
—Muchas mujeres pierden su primer hijo —me consoló—. Eres joven, habrá otros. Debemos estar agradecidos porque los dioses te salvaron. —Sus ojos se humedecieron—. Pensamos que nos dejabas. Pensamos que…
Negué con la cabeza.
—No, esto no está sucediendo —dije, retirando las mantas que me cubrían—. ¿Dónde está Nefertiti?
Mi padre respondió con solemnidad:
—Rezando por ti.
—¿En el templo de Atón? —grité.
—Mut-Najmat, es tu hermana —dijo él.
—¡Es una reina celosa y egoísta, no una hermana!
Mi madre se echó hacia atrás y mi padre se sentó de nuevo.
—¡Ella envió lejos al general! —grité.
—Fue una decisión de Akenatón.
Pero no iba a dejar que mi padre la defendiera. Esta vez no.
—Y ella lo permitió —acusé—. Una palabra de Nefertiti hubiera bastado para que Akenatón reconsiderara lo que hicimos. Si hubiéramos avergonzado a Amón en público, y Nefertiti lo hubiera querido, él lo hubiese dejado pasar. Sólo la escucha a ella. Es la única que puede controlarlo. Tu hermana lo ha visto y tú también lo has visto. Y ella permitió que enviaran lejos a Nakhtmin. ¡Ella lo permitió! —gritaba sin poder dominarme. Mi madre apoyó su mano tranquilizadora sobre mi hombro, pero yo me aparté—. ¿Está muerto? —pregunté.
Mi padre se puso de pie.
—¿Está muerto? —pregunté de nuevo.
—Es un soldado fuerte, Mut-Najmat. Los guardias deben de haberlo llevado al norte, al frente hitita. Él sabrá lo que tiene que hacer.
Cerré los ojos. Me imaginaba a Nakhtmin arrojado a los hititas como carne lanzada a los perros salvajes. Sentí las lágrimas, calientes y amargas, que descendían por mis mejillas y el brazo tranquilizador de mi padre sobre mi hombro.
—Has sufrido una gran pérdida —dijo, suavemente.
—Nunca volverá. Y Nefertiti no hizo nada. —Sentí un gran dolor en el abdomen—. ¡Nada!
Mi madre me abrazó, meciéndome hacia delante y atrás en sus brazos.
—Calma, calma, ella no podía hacer nada.
Pero era mentira.
Mi padre fue a mi mesa de noche y levantó un cofre exquisito, hecho de lapislázuli y perlas.
—Ha estado aquí todos los días. Quería darte esto para tus hierbas.
Observé el cofre. Era algo muy propio de Nefertiti. Elaborado y costoso.
—¿Cree que va a comprarme con una caja?
Oímos el sonido de pasos apresurados fuera de mi habitación. Después un sirviente abrió la puerta.
—¡Viene la reina!
Pero yo nunca iba a perdonarla.
Entró en mi habitación y lo único que yo podía ver era su vientre redondeado, bajo la túnica. Cuando vio que estaba despierta, se detuvo y luego parpadeó deprisa. «Mutni». Llevaba un ankh turquesa, que seguramente habían bendecido en el templo. «¿Mutni?». Corrió hacia mí, me estrechó con sus brazos delgados y sentí sus lágrimas en mis mejillas. Mi hermana, que nunca lloraba.
No me moví. Se echó hacia atrás para mirarme a la cara.
—Mutni, di algo —rogó.
—Maldigo el día en que los dioses decidieron convertirme en tu hermana.
Sus manos comenzaron a temblar.
—Retira lo que has dicho.
La miré y no dije nada.
—¡Retira lo que has dicho! —gritó, pero me aparté de ella.
Mis padres se miraban. Luego mi padre dijo, con suavidad:
—Vete, Nefertiti. Dale un poco de tiempo.
Mi hermana se quedó con la boca abierta. Miró a mi madre, y como no obtuvo ninguna defensa de ella, giró sobre sus talones y se fue cerrando la puerta a su paso.
Miré a mis padres.
—Quiero estar sola.
Mi madre dudó.
—Pero has estado muy enferma —protestó.
—Ipu está aquí, me cuidará. Por ahora, quiero estar sola.
Mi madre miró a mi padre y ambos se fueron. Me di la vuelta para mirar a Ipu, que se inclinaba sobre mí, sin saber qué hacer.
—¿Puedes traerme mi caja de hierbas? —le pedí—. La vieja. Quiero mi manzanilla.
Encontró la caja. Levanté la pesada tapa. Me quedé helada.
—Ipu, ¿alguien ha hurgado en mi caja? —pregunté ansiosa.
Frunció el entrecejo.
—No, mi señora.
—¿Estás segura? —Revisé los paquetes, pero la acacia no estaba. ¡Las semillas de acacia, envueltas en lino, no estaban! Hice un esfuerzo para ponerme de pie—. Ipu, ¿quién pudo haber entrado aquí?
—¿A qué te refieres?
—¡La acacia!
Ipu miró la caja y entonces se tapó la boca con la mano. Sus ojos se posaron en mi estómago. Empezaba a comprender. Cogí la caja y abrí de par en par la puerta doble de mi habitación. Mi melena flotaba, suelta y despeinada, detrás de mí. Tenía la túnica desatada.
—¿Dónde está Nefertiti? —grité. Algunos sirvientes retrocedieron. Otros susurraron: «En el Gran Salón, mi señora, cenando con los visires».
Agarré la caja con fuerza, estaba tan enfurecida que apenas podía ver a la gente en el salón cuando abrí las puertas, dejando perplejos a los guardias.
—¡Nefertiti! —grité.
La conversación del salón se apagó. Los músicos que estaban a los pies del estrado dejaron de tocar y Tutmose entreabrió la boca. Las doncellas de Nefertiti ahogaron un grito.
Levanté la caja para que pudieran verla todos los que estaban en el salón.
—¿Quién robó mi acacia?
Avancé hacia el estrado, mirando a mi hermana. Panahesi carraspeó y mi padre se puso de pie.
—Alguien robó las semillas de acacia y me envenenó para librarse de mi hijo. ¿Fuiste tú?
Nefertiti estaba blanca como el alabastro. Miró a Akenatón, con los ojos muy abiertos, y yo le hablé al faraón:
—¿Tú? —grité—. ¿Tú me hiciste esto?
Akenatón se movía, incómodo.
Mi padre me tomó del brazo.
—Mut-Najmat.
—¡Quiero saber quién me hizo esto!
Mi voz resonó en el salón y hasta Kiya y sus doncellas guardaron silencio. Si podía pasarme a mí, podía ocurrirle a cualquiera de ellas. ¿Quiénes eran sus enemigos? ¿Cuáles eran los míos?
—Vamos —dijo mi padre.
Me dejé llevar hacia afuera, pero en la puerta del Gran Salón me di la vuelta.
—Nunca voy a perdonar esto —juré, y Nefertiti se dio cuenta de que hablaba de ella—. ¡Nunca perdonaré esto mientras el sol se ponga en Amarna! —grité.
Mi hermana se sentó de nuevo en su silla. Parecía como si alguien le hubiera robado su reino.