Capítulo 27

A pesar del triunfo de nuestro padre sobre Panahesi, Kiya quedó embarazada en la estación de la cosecha. Después del desastre que tuvo lugar en la Sala de Audiencias, Panahesi se paseaba por los salones, pese a todo, dando órdenes como si ya pudiese sentir la pesada corona de Egipto en sus manos.

Podía ignorarse la existencia de un hijo, pero la nación no podía ignorar la existencia de dos, dos herederos al trono. Si Kiya lo lograba, se trataba del ascenso definitivo.

Akenatón encontró a Merit en el Gran Salón y le ordenó que le diera la noticia a Nefertiti. Era demasiado cobarde para hacerlo personalmente.

—No olvides decirle que ningún hijo ocupará el lugar de Meritatón en mis afectos. Ella es nuestra niña de oro, nuestra hija de Atón.

Lo miré mientras se llevaba a sus hijas. Sus princesas adoradas. Las hijas que creía que nunca lo traicionarían como podía traicionar un hijo, como él había traicionado a su hermano y a su padre. «No entiende a las niñas si cree que no pueden ser peligrosas», pensé.

Merit me miró con creciente desesperación.

—¿Cómo se lo digo?

Llegamos a las puertas de la Sala de Audiencias.

—Díselo sin más. Ella lo ha predicho, no la sorprenderá.

Adentro, Nakhtmin jugaba al senet con mi madre. En el estrado, mi padre inclinaba la cabeza para hablarle a Nefertiti. Por una vez, mi hermana no estaba rodeada de damas. Todas habían ido a ver cómo montaba Akenatón.

—¿Por qué no has ido? —le pregunté.

—No tengo tiempo para el estadio —respondió secamente—. Él puede ir a montar cuando quiere, pero yo tengo que supervisar los planos para las murallas. Si hay una invasión, tendremos que defendernos de los hititas. Pero a Akenatón no le interesa… —Se interrumpió para mirarnos a Merit y a mí con seriedad—. ¿Qué queréis?

Miré a Merit y asentí. Mi padre apoyó los planos arquitectónicos que tenía entre manos sobre sus rodillas.

—Alteza —comenzó Merit—, tengo noticias que no te harán feliz. —Luego agregó, lo más pronto posible, para que pasara rápido—: Kiya está embarazada.

Nefertiti se quedó quieta. Como el silencio se prolongaba, Merit, insegura, prosiguió:

—Sólo es el segundo hijo de Kiya, alteza. Tú tienes seis princesas. Y Akenatón quiere que te diga…

Nefertiti arrojó los rollos contra el suelo al ponerse de pie.

—¿Mi esposo te ha enviado para que me lo digas? —chilló.

Mi padre se apresuró a ponerse de pie para ir a su lado.

—Ahora tenemos que ir a verle —sugirió—. Haz que le demuestre a todo Egipto que quiere que la que lleve las riendas del reino sea Meritatón, y no Nebnefer.

Se pusieron de acuerdo sin más palabras. Pregunté:

—¿Pero cómo? —Nadie respondió a mi pregunta—. ¿Cómo podréis lograr eso?

En los ojos de Nefertiti había un extraño destello.

—Sólo hay una forma. Lo lograremos de una manera que hasta hoy nunca se ha usado.

Akenatón declaró un Durbar en honor de Nefertiti. El Durbar era un festival para celebrar el reinado de ambos, y el cambio de mujer celosa a reina victoriosa fue instantáneo. Nefertiti no dijo nada más sobre Kiya. Nakhtmin se preguntaba hasta dónde estaban dispuestos a vaciar los cofres de Amarna para hacer posible el Durbar más grande de la historia.

—Mutni, ven —me llamó mi hermana, radiante.

Entré en el vestidor, con sus docenas de canastas envueltas en telas coloridas. Había navajas con mango de bronce, cosméticos, vestidos por todos lados, y potes de kohol amontonados con descuido.

—¿Qué peluca me pongo? —Estaba rodeada de tocados.

—La menos costosa —dije, de inmediato.

Siguió esperando una respuesta que la complaciera.

—La corta —respondí.

Dejó el resto de las pelucas en un montón, para que Merit lo ordenara todo después.

—Nuestro padre ha enviado invitaciones a todos los reyes del este —presumió—. Cuando los príncipes de las más grandes naciones estén reunidos aquí, se hará un anuncio que inscribirá el nombre de nuestra familia en la eternidad.

Miré a ambos lados.

—¿A qué te refieres?

Nefertiti miró hacia fuera, a su ciudad.

—Es una sorpresa.