Capítulo 22
—En el puerto hay una sorpresa para ti —me susurró Nakhtmin a la mañana siguiente, cuando abrí los ojos.
Me senté de inmediato, con los ojos entornados por la luz.
—¿Qué es?
—Levántate y ve a verlo —se burló mi marido.
Empujé a Bastet de la cama, fui a la ventana y grité al reconocer las banderas azules y doradas de la barca de mis padres.
—¡Ipu! —grité, mientras me ponía mi mejor túnica—. Han llegado el visir Ay y mi madre. ¡Prepara la casa, busca el vino bueno!
Ipu apareció en la puerta de mi habitación.
—¿Qué haces ahí parada? ¡Busca el vino! —exclamé, mientras me ponía la túnica.
Intercambió una mirada cómplice con Nakhtmin.
—Ya lo hice.
Miré a mi esposo, que se reía con Bastet. Entonces comprendí.
—¿Ya lo sabías?
—Claro que lo sabía —respondió Ipu, entusiasmada—, hace más de diez días que oculta la sorpresa.
Dejé de hacer lo que hacía. Me puse una cadena de oro al cuello. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Ve! —me instó él—. ¡Te esperan!
Salí corriendo para ver a mis padres, como una niña que corre a encontrarse con sus amigos. Cuando mi madre me vio, su rostro se transformó.
—¡Mut-Najmat! —gritó, echándome los brazos al cuello—. Estás muy bien. —Dio un paso atrás para mirarme—. Ya no estás tan delgada. ¡Y esta es la casa!
—Es una hermosa villa —dijo mi padre, observando las coloridas baldosas y las colinas que nos rodeaban.
El reflejo de la villa se mecía en el Nilo, y el sol naciente salpicaba el agua de motas de color dorado. A ambos lados del río, los tebanos ya miraban desde sus ventanas, reconociendo los banderines de la barca con los colores reales y preguntándose quién estaba visitando la ciudad.
—¡Ipu! Busca una hoja de papiro y escribe en ella que hoy no recibiré clientes —grité—. Cuélgala en la puerta.
Los sirvientes se quedaron detrás, en el barco. Llevé a mi madre y a mi padre por los jardines. Mi padre saludó solemnemente a Nakhtmin.
—Cuéntame qué sucede en Tebas —le dijo.
No escuché lo que decían. Ya lo sabía. Mientras conversaban en la sala, comiendo ganso asado y bebiendo vino con especias, mi madre y yo nos sentamos en el jardín. Mi madre miró colina abajo, al Nilo. Comparaba su tierra con Amarna.
—Aquí todo es más rico, en cierta manera —dijo.
—Tebas es más antigua. Hay menos brillo y menos angustia, pero más elegancia.
—Sí, en Amarna todo se hace con prisas —coincidió.
—¿Y Nefertiti? —pregunté, mientras levantaba la copa.
Mi madre suspiró.
—Sigue siendo fuerte.
Sigue siendo ambiciosa, quiso decir.
—¿Y mis sobrinas?
—Están más mimadas que si fuesen las hijas de Isis. Ningún caballo es bastante grande. Ningún carro es suficiente. —Mi madre suspiró, disgustada.
—No es bueno que se eduquen así.
—Es lo que le digo a Nefertiti, pero no me escucha. —Mi madre bajó la voz a pesar de que no había nadie en el jardín—. ¿Te has enterado de lo de Mitanni?
—Sí. —Cerré los ojos—. Y no hemos enviado soldados para ayudarlos.
—Ni uno —susurró—, es por eso por lo que ha venido tu padre, Mut-Najmat.
Me eché hacia atrás en el asiento.
—¿No era para verme?
—Claro que es para verte —dijo rápidamente—, pero también para hablar con Nakhtmin. Para la gente es un héroe y para nosotros es un aliado valioso. Elegiste bien a tu marido.
—¿Porque ahora resulta que puede ayudarnos? —pregunté, con amargura.
De inmediato me arrepentí por el tono de mi voz. Mi madre, que, como yo, no era pretenciosa ni astuta, se echó hacia atrás en el asiento, consternada.
—Egipto lo necesitará si el reinado de Akenatón sucumbe.
—Y cuando dices Egipto te refieres a nuestra familia.
Dejó su copa sobre la mesa y se inclinó para tomarme la mano.
—Es tu destino, Mut-Najmat. El camino hacia el trono de Horus fue tendido mucho antes de que nacieras, antes de que Nefertiti naciera. Fue el destino de tu abuela, de su madre, y de la madre de su madre. Puedes aceptarlo, o puede perseguirte hasta que acabes agotada de tanto correr.
Pensé en mi padre allí, en la sala, conspirando con Nakhtmin, atrayéndolo a la red que nos atraparía y nos llevaría de regreso a Amarna.
—Nefertiti siempre será reina —continuó mi madre—, pero necesita un hijo. Necesita un heredero para asegurarse de que Nebnefer nunca reinará en Egipto.
—Pero sólo tiene princesas.
—Aún hay esperanzas —dijo mi madre, y algo en su tono me hizo inclinarme hacia delante.
—No estará…
Mi madre asintió.
—¿Tres meses después de Ankhesenpaatón?
Me tembló la voz. Seguro que sería un niño, que Nebnefer sería olvidado y que nuestra familia estaría a salvo. De manera que Nefertiti estaba embarazada por cuarta vez. Cuatro embarazos.
—Ah, Mut-Najmat, no llores. —Mi madre me abrazó.
—No lloro. —Las lágrimas, desmintiéndome, llegaron deprisa, y apoyé mi cara en su pecho—. ¿No estás decepcionada, mawat? ¿No te desilusiona pensar que nunca tendrás un nieto?
—Calla… —Me acarició el pelo—. No me importa si tienes un hijo o diez.
—Pero no tengo ninguno —lloré—. ¿Y Nakhtmin no se merece un hijo?
—Depende de los dioses —dijo mi madre, firme—, no es una cuestión de merecerlo o no.
Me sequé las lágrimas. Nakhtmin y mi padre salieron al jardín. Tenían caras muy serias.
—Mañana por la noche nos reuniremos con los antiguos sacerdotes de Amón —dijo mi padre.
—¿En mi casa? —exclamé.
—Han incendiado Mitanni, Mut-Najmat —dijo Nakhtmin.
Miré, horrorizada, a mi padre.
—¿No tendrías que estar en Amarna? El rey de Mitanni pedirá soldados. Seguro que ahora…
—No, es mejor que esté aquí, haciendo planes para el momento en que quizá ya no exista Amarna.
Me estremecí.
—¿Nefertiti sabe lo que estás haciendo?
—Sabe lo que quiere —respondió mi padre.
A la noche siguiente, cuando la luna era un hilo delgado en el cielo, los criados de mis padres llevaron la gran mesa de la cocina a la sala abierta. Ipu le puso un buen mantel y sirvió nuestro mejor vino. Encendió el brasero y arrojó varas de canela a las brasas. Me puse mi mejor peluca y mis mejores pendientes. Nakhtmin estaba de pie, montando guardia en lo alto de la colina. Comenzaron a llegar unos señores cuyos nombres yo había oído pronunciar con profundo respeto cuando era niña. Llevaban capas con capuchas y sandalias doradas. Sus cabezas calvas brillaban con la luz de las lámparas de aceite. Llegaban a la puerta en silencio. Saludaban a Ipu con respetuosas bendiciones de Amón.
—¿Cuántos hombres vienen? —pregunté.
Mi padre respondió:
—Cerca de cincuenta.
—¿Y mujeres?
—Ocho o nueve. —Casi todos los invitados de esa noche eran sacerdotes de Amón—. Son hombres poderosos. —Su voz estaba cargada de significado—. Aún profesan su religión en altares secretos.
No hubo bienvenida oficial. Cuando mi padre comprobó que ya habían llegado todos los que habían mandado llamar, fue en busca de Nakhtmin y regresó con él. Se sentó con las piernas cruzadas sobre un almohadón, y anunció:
—Todos los presentes saben que soy el visir Ay. Conocéis al ex general Nakhtmin —mi marido inclinó la cabeza—, a mi esposa —mi madre sonrió con dulzura—, y a mi hija, la señora Mut-Najmat.
Sesenta rostros silenciosos se dieron la vuelta para mirarme a los ojos bajo aquella luz temblorosa. Incliné la cabeza, que sentí tan pesada y voluminosa como mi peluca. Supe que me comparaban con Nefertiti: mi piel oscura y la suya clara, mis facciones planas y las de ella, afiladas.
—Todos sabemos que Mitanni ha sido invadida —prosiguió mi padre—. Los hititas cruzaron el Eufrates y tomaron Halab, Mukish, Niya, Arahati, Apina y Qatna. Nadie piensa que Egipto enviará soldados al rey Tushratta de Mitanni. Esas ciudades están perdidas. —Los hombres que estaban en la sala se movieron—. Pero el faraón Akenatón se consuela al pensar en el pacto que ha firmado con el rey de los hititas.
En la sala, los hombres alzaron la voz.
—Habéis hablado de rebelión —les dijo Nakhtmin a los hombres que miraban, alarmados, a mi padre—. El visir Ay está con nosotros. Quiere luchar contra los hititas, quiere sacar de prisión al general Horemheb, quiere restaurar el culto al gran dios Amón, pero este no es el momento para la rebelión.
Se oyeron las voces, cada vez más altas, que formaron un coro de desacuerdo. Decenas de cabezas rapadas se pusieron de pie, enojadas.
—No tengo ningún deseo de ser faraón y mi esposa no tiene ningún deseo de ser reina.
—¡Entonces que suba al trono el visir Ay! —dijo uno de los hombres, en voz alta.
Mi padre se puso de pie.
—Mi hija es la reina de Egipto —respondió—. La gente de Amarna quiere que ella esté en posesión del cayado y el mayal. Y yo la apoyo.
—¿Pero quién apoya al faraón? —gritó alguien.
—Todos debemos apoyarlo. Egipto recibirá un heredero a través de él. La reina —anunció— está embarazada de nuevo.
—Esperemos que sea un varón —agregó Nakhtmin, con calma.
—La esperanza no nos llevó a ningún lado —interrumpió uno de los hombres. Dos pendientes de oro le atravesaban las orejas. Se puso de pie. El corte de su traje era muy bueno—. Fui sumo sacerdote de Menfis en tiempos del Grande. Cuando el Grande abrazó a Osiris, tuve la esperanza de regresar a mi templo. Tuve la esperanza de no tener que prestar servicios de escriba para llevar comida a casa, pero la esperanza no me ha ayudado mucho. Por suerte había ahorrado y siempre he sido un hombre frugal, pero no todos estos hombres pueden decir lo mismo. —Hizo un gesto con el brazo lleno de brazaletes—. ¿Qué egipcio hubiese podido predecir lo que sucedería después de la muerte del Grande? Una nueva religión, una nueva capital. Casi todos los hombres reunidos aquí lo han perdido todo. Visir: cierto que no somos un grupo sin medios —advirtió—, tenemos hijos en el ejército, tenemos hijas en el descuidado harén del faraón. Teníamos la esperanza de que tu hija traería la sensatez a Egipto, pero estamos cansados de tener esperanzas. Estamos cansados de esperar.
Se sentó y mi padre le habló directamente.
—Pero debéis esperar —dijo, simplemente—. Al reunimos aquí cometemos un acto de traición —alzó la voz—, la sugerencia de derrocar al faraón es todavía más peligrosa. Derrocar a un faraón implica el riesgo de sentar un terrible precedente. La reina de Egipto cuida de la gente. El pueblo la ama.
—Sí, en Amarna. ¿Y qué pasa en Tebas? —preguntó el antiguo sacerdote.
—Ya llegará el tiempo de Tebas —prometió mi padre.
—¿Cuándo? —Una anciana se puso de pie—. ¿Cuando también yo esté abrazada a Osiris? Entonces será demasiado tarde. —Se apoyó en su bastón de ébano y miró toda la sala—. ¿Sabéis quién soy?
Mi padre asintió, con todo respeto.
—Fui la niñera del príncipe Tutmosis. Lo atendí hasta en su lecho de muerte. Y no hay nadie aquí que no sepa la historia de lo que vi esa noche. —En la estancia hubo un rumor inquieto—. Un príncipe rodeado de sábanas revueltas —siguió—, ¡una almohada con marcas de dientes! —Miré, aterrada, a mi padre, que permitió que la mujer prosiguiera con su historia de fratricidio—. Akenatón me echó del palacio de Malkata en cuanto enterraron a su hermano. Me hubiese matado también, pero pensó que era vieja e inútil. Y ahora, ¿qué familia va a contratarme —gritó—, qué familia querrá contratar a la niñera de un príncipe egipcio, al que no supo proteger y resultó muerto?
Se sentó. Un silencio lleno de perplejidad se apoderó de la sala. Contuve la respiración. La anciana acababa de acusar al faraón de asesinato.
—Todos hemos hecho cosas que son buenas para Osiris, algunos más que otros —respondió Nakhtmin—. Todos hemos cometido errores. Desde la muerte del Grande, todos hemos luchado, y todos hemos sido convocados aquí para que nos recuerden que el destino será decidido por los dioses, no por los antiguos sacerdotes de Amón. Tenemos que esperar a que la reina tenga un príncipe. El visir Ay lo educará para que sea un soldado digno de Egipto.
—¡Eso no sucederá hasta dentro de quince años! —gritaron varios hombres.
—Puede ser —admitió mi padre—, pero quiero que sepáis que estoy con vosotros; que mi hija, la reina NeferNeferuatón-Nefertiti, también está a vuestro lado. Amón no está perdido para siempre.
Se puso de pie y de esa manera quedó bien claro que la reunión se había terminado.
Los invitados se inclinaron, con respeto, ante nuestra familia. Cuando se fueron los encapuchados, le susurré a Nakhtmin:
—No entiendo cómo va a contener la rebelión una reunión como esta.
—Estos hombres no van a apresurarse a pelear contra el faraón ahora que saben que Amón no ha muerto en el corazón del consejero más importante de Akenatón —respondió—. Después de todo, los egipcios son personas pacientes. Lo peor ya ha pasado. Ahora sólo tienen que esperar el cambio. —Nakhtmin me apretó el hombro—. No te preocupes, miw-sher; tu padre sabe lo que hace. Quería calmar sus miedos, decirles que el futuro no será tan desolador como parece, siempre que él esté allí para moldearlo. Y el hecho de verte a ti, su segunda hija, con un antiguo general que quiere luchar contra los hititas, es un mensaje poderoso.
—¿Y qué significa?
—Que no todos los egipcios han caído bajo el hechizo de Amarna. Hay esperanza en la familia real.
Mis padres se quedaron todo el mes de Pashons. Cuando llegó el momento de su partida, me mordí el labio y juré que no iba a llorar, aun cuando sabía que no regresarían pronto.