Capítulo 21

Cuando el barco entró en el puerto, mi esposo ya estaba en el muelle. Me llevó a la casa y me acostó en la cama. Miré las paredes. La primera vez que las vimos eran blancas y sin lustre. Ahora resplandecían con escenas del río grabadas en azulejos de cerámica.

—¿Quién hizo todo esto? —le pregunté.

—Contraté a un pintor de la ciudad. Lo hizo todo en tres días.

Aprecié el trabajo del pintor. Era bonito. No era grandioso como las obras de Tutmose, pero tenía su propia belleza. Los colores que había elegido para reproducir el río eran profundos y variados.

—Cuéntame.

Suspiré. Le conté la historia del nacimiento de Ankhesenpaatón, del mal de Kiya, de mi despedida de Amarna. Me rodeó con sus brazos y me estrechó.

—¿Qué es lo que tienes, miw-sher; que obsesionas tanto a la gente? Pensaba en ti todos los días. Me preguntaba si tu hermana iba a urdir algún plan para enviar asesinos y casarte con otro cuando yo estuviese muerto.

Ahogué un grito.

—Nakhtmin.

—Lo eres todo para ella —dijo, tranquilamente.

—Y tú lo eres todo para mí. Nefertiti lo comprende. Si ella oyese decir algo malo sobre ti, se enfrentaría hasta al mismo faraón…

—¿Se ha vuelto tan poderosa?

—Deberías ver a la gente en el estadio y en las calles. Harían cualquier cosa por ella.

—¿Y por él?

—No sé.

Me acarició la mejilla.

—Pero ahora pensemos en otras cosas.

Esa tarde hicimos el amor. Después Ipu nos llevó el almuerzo: higos, almendras y rodajas de pescado y pan de cebada fresco. Comimos y hablamos. Nakhtmin me habló de nuestras tumbas en las colinas. Me habló de lo sólida que era la construcción y de lo bellas que las habían hecho los albañiles.

—Encontré a unos artífices que despidió el faraón antes de mudarse a Menfis. Ahora le prestan servicio a cualquier noble dispuesto a pagar. El faraón cometió una estupidez al no llevarlos con él.

—El faraón comete estupideces en muchas ocasiones —dije.

La puerta crujió y se abrió. La mano de Nakhtmin voló hacia su puñal. Miré hacia abajo y reí.

—¡Sólo es Bastet! Ven aquí, gran miw.

Nakhtmin frunció el entrecejo.

—¡Mira cómo ha crecido!

Apoyé a Bastet sobre mi falda y ronroneó, feliz por la atención que le dedicaba.

—Me sorprende que no se haya enojado porque me fui.

Nakhtmin levantó las cejas.

—Te equivocas. Estuvo hundido cuando te fuiste.

Miré a Bastet.

—¿Estabas enojado, miw?

—Pregúntaselo a tu túnica de lino preferida.

Me quedé de piedra.

—La que…

Nakhtmin asintió.

—¿Rompiste mi mejor túnica? —le grité al gato.

Bastet aplastó las orejas contra la cabeza, como si supiese exactamente de qué le hablaba.

Nakhtmin dijo:

—No creo que te entienda.

—Claro que me entiende. Me conoce bien: ¡arruinó mi túnica preferida!

—Quizá con eso aprendas a no irte de casa —dijo Nakhtmin, con tono juguetón.

Nos envolvimos en las ligeras sábanas de lino. Bastet se echó a los pies de la cama. Nakhtmin escuchó mi descripción de Amarna, del palacio del norte y del estadio, que había sido construido por miles de hombres. Más tarde, ya en el ocaso, abrimos las puertas y nos sentamos en el balcón, viendo cómo se alzaba la luna sobre el río. Al otro lado del agua, las casas brillaban con cientos de lámparas temblorosas.

—Es increíble que él piense que Amarna puede compararse con esto —dije.

Me sentía muy agradecida al dios Amón por estar viva, sentada con el hombre que amaba en un balcón que daba a la ciudad más grande de Egipto.

A la mañana siguiente, cuando fui a mi jardín, felicité a mi esposo por el trabajo que había hecho para regar las mandrágoras y alimentar los hibiscos. Hasta Ipu estaba sorprendida por la habilidad con que lo había hecho todo durante nuestra ausencia.

—Estaba segura de que íbamos a encontrar tierra y ramas secas —admitió ella.

Nos reímos. Nakhtmin quiso saber de qué nos reíamos.

—De tu destreza en el jardín —dije.

Reanudar mi vida en Tebas no fue difícil. El Nilo corría, los pájaros cantaban, las garzas se apareaban y Bastet se pavoneaba por la casa como el rey de Egipto.

Fui con Ipu al mercado a comprar pescado para Bastet. Volví a ser consciente de lo magnífica que era la ciudad de Tebas. El esplendor de las colinas y el dorado intenso de las rocas eran tonos frescos y brillantes a la luz temprana del día que comenzaba. Entre los puestos, las ancianas preparaban sus utensilios, mientras masticaban nueces de areca y conversaban. El sol de invierno resplandecía, dorado, sobre el río, donde los hombres, con redes pesadas, cargaban mercancías de los barcos. Caminamos entre la multitud. Los hombres me miraban primero a mí, atraídos por mis cuentas de oro y plata, pero sus ojos se posaban más tiempo en Ipu, que se paseaba entre los puestos, sonriendo ante las bromas de ellos.

Paser, el carpintero, quería saber si el faraón estaba conforme con la caja que le había hecho hacía diecisiete años.

—Está en su habitación, en lugar prominente —le dijo Ipu.

El viejo vendedor dio un paso atrás, aplaudiendo.

—¿Oísteis eso? El trabajo de Paser, el carpintero, está en el Palacio de la Ribera.

Miré a Ipu, que se sonrojó por haber mentido. Paser se inclinó.

—Podría haber trabajado en las tumbas. Apuesto a que me hubieran contratado si hubiese ido a Amarna. Podría haber tallado el ushabti para el viaje al Más Allá del faraón.

—¿Y qué hubiera hecho tu hija sin ti? —le preguntó ella.

—Podría haber ido conmigo —dijo, excitado, y luego suspiró profundamente—. Ah, sólo son los sueños de un anciano.

—No tan anciano —lo halagó Ipu, y el carpintero sonrió.

Seguimos caminando. Le recordé a Ipu lo del pescado para Bastet.

—Iremos al puesto de Rensi —aseguró—. Siempre tiene lo mejor.

—Es para Bastet. No creo que un gato note la diferencia.

Ipu me miró.

—Ese miw se da cuenta de todo.

Caminó, pavoneándose, hasta el último puesto del mercado. Se detuvo en seco al ver a un hombre joven que estaba en el puesto de Rensi. Era alto y robusto. Sus manos no parecían las de un pescador.

—¿En qué puedo serviros, señoras?

—¿Dónde está Rensi? —preguntó Ipu.

—Mi padre tiene que atender algunos asuntos de negocios en Menfis estos dos meses. Estoy a cargo de su puesto hasta que regrese.

Ipu se llevó las manos a la cintura.

—Rensi nunca me dijo que tenía un hijo.

—Y mi padre nunca me contó que tenía unas dientas tan adorables. —Nos miró, pero me di cuenta de que el piropo había sido para Ipu.

—Bueno, entonces queremos perca. Perca fresca y no peces de hace dos días que hayas frotado con tomillo.

El hijo del pescadero la miró, sorprendido.

—¿Realmente crees que vendería pescado de hace unos días?

—No sé. ¿El hijo de Rensi es tan célebre como su padre?

Le pasó un pote de madera que contenía perca troceada.

—Llévate esto a casa y luego dime si no es el mejor pescado de Tebas.

—No creo que pueda decirte nada —le dijo, impasible—, es para un miw.

El hijo del pescadero miró a Ipu como si estuviese loca.

—¿Perca para un gato? —Alargó la mano para quitarle el pescado.

—Ya me lo vendiste —exclamó Ipu—. ¡Es demasiado tarde!

—¡Es el mejor pescado que hay en Tebas! —Me miró en busca de apoyo.

—Y yo se lo daré al mejor miw de Tebas —prometió Ipu.

—¡No puedes darle perca a un miw!

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

El vendedor de pescados frunció el entrecejo:

—Djedi.

—Bueno, Djedi, cuando tu padre regrese —se metió el pescado, cuidadosamente envuelto, debajo del brazo—, estoy segura de que mi señora le hablará muy bien de ti.

La miró boquiabierto, mientras ella se marchaba, y luego me miró a mí.

—¿Siempre es tan impertinente?

Sonreí:

—Siempre.

Era un Pashons inusualmente caluroso. Empecé a podar ramas y hojas y romper cáscaras de huevo para enriquecer la tierra del jardín. Nuestra casa se teñía de rojo con las brillantes flores y los hibiscos florecidos unos meses antes. Cuando estaba de cuclillas arrancando flores de loto pensé en Nefertiti y me embargó la sensación de pérdida. En mi enfado, me había negado a disculparme y en ese momento me imaginaba a mi madre sentada, sola, en su habitación, mientras mi padre se encerraba en el Per Medjat para dirigir a los espías y escribir papiros que dejasen constancia de hasta dónde habían avanzado los hititas en el reino de Mitanni. Me senté en el balcón. Ipu entró y me dijo:

—Tú lo quisiste así, señora.

Asentí, triste.

—Lo sé.

—No es la primera vez que los dejas. —Ipu no podía comprender mi desazón.

—Pero nunca así. Ahora estamos separados porque Nefertiti está enfadada. Mi madre debe de estar preocupada y yo no estaré allí cuando mi padre me necesite porque mi hermana se pone difícil.

Miré por el balcón. «Todo sería distinto si tuviera hijos», pensé. Estaría cuidando a mi hijo o enseñándole a mi hija cómo cuidar el jardín. Nunca buscaría una nodriza para mis hijos, yo me encargaría de todo. Lo serían todo para mí y no tendría una hija favorita. Pero yo no había sido la bendecida por Tawaret. La diosa le había sonreído a Nefertiti.

—Ven —Ipu quería distraerme, sacarme de mi melancolía—, iremos al mercado a ver a los tragafuegos.

—¿Bajo este sol?

—Podemos colocarnos a la sombra.

Fuimos al mercado por segunda vez en siete días y nos perdimos entre la gente, siempre atareada. No teníamos que comprar nada, pero el vendedor de pescados prendado de Ipu se las arregló para encontrarnos. Nos dio dos paquetes envueltos en papiro, mientras se soplaba el pelo que le caía, en medio del calor, sobre los ojos.

—Para las damas más adorables de Egipto —dijo.

—Qué amable —Ipu miró el pescado—, pero sabrás que la hermana de la esposa principal del rey no puede aceptar comida de extraños.

Le dio el pescado y él se hizo el ofendido.

—¿Y quién dijo que yo soy un extraño, señora? Os he visto dos veces. Y antes de que os fuerais de Tebas ya te había visto a ti una vez. Puede que no hayas reparado en un simple hombre soltero como yo, pero yo me fijé en ti.

Ipu lo miró.

Yo me reí.

—Parece que has dejado a Ipu sin palabras —lo felicité—. Creo que es la primera vez que alguien lo consigue.

—Ipu —el vendedor de pescados pronunció, pensativo, su nombre—. La adorable. —Le puso el pescado en las manos de nuevo—. Llévatelo. No es veneno.

—Si lo es, vendré a buscarte desde el Más Allá.

Djedi rió.

—No será necesario, esta noche comeré pescado del mismo lote. ¿Puedes venir mañana para contarme qué tal estaba?

Ipu, coqueta, se echó el pelo detrás del hombro. Las cuentas sonaron al chocar entre sí.

—Puede ser.

Nos fuimos del mercado. A la vuelta, miré a Ipu.

—¡Está interesado en ti! —exclamé.

—Sólo es un vendedor de pescado —comentó ella, despectiva.

—Es más que eso. Mira el oro que lleva en los dedos.

—Entonces quizá es un rico pescadero.

—Puede ser —sonreí—. ¿No dijiste que querías un marido con una pequeña fortuna? ¿Y si él fuera el que te han destinado los dioses?

Nos detuvimos en el pasaje que llevaba a mi jardín. Ipu se puso seria.

—Por favor, no le cuentes a nadie esto —dijo.

Fruncí el entrecejo.

—¿A quién se lo podría contar?

—Por ejemplo, a las mujeres que vienen a comprarte hierbas.

Di un paso atrás, ofendida.

—Yo nunca ando con chismes.

—Sólo quiero ser cautelosa, señora. Podría estar casado.

—Dijo que…

—Los hombres dicen muchas cosas. —Parecía descartarlo, pero en sus ojos había cierto brillo—. Sólo quiero ser cuidadosa.

Al día siguiente no fui con Ipu al mercado, pero la vi marcharse y le dije a Nakhtmin, en voz baja, que su vestido era más bonito que los que llevaba habitualmente.

—¿Crees que va a verlo? —me preguntó, mientras me estrechaba contra su pecho.

—¡Por supuesto! Tenemos mucha carne y no necesitamos pescado. ¿Por qué otra cosa iría? —Sonreí al pensar en Ipu, al fin enamorada.

Ya se sabía que yo estaba de regreso en Tebas. Las mujeres comenzaron a presentarse ante mi puerta. Casi siempre vendía acacia y miel, una mezcla que las mujeres de las villas de Tebas temían pedir a los médicos. De manera que, con la primera luz, las sirvientas trepaban por el pasaje. Ocultaban el nombre de su ama. Llegaban con bolsas llenas de anillos destinados a pagar por la seguridad a la hora de ver a sus amantes o para asegurarse de que los matrimonios desgraciados no dieran hijos. Yo trataba de no pensar en la ironía que implicaba dar hierbas a las mujeres para que no tuviesen hijos cuando yo rezaba para tenerlos.

A veces las mujeres iban en busca de otras drogas, de plantas para curar verrugas o para cerrar heridas infligidas de alguna manera que no comentaban y que yo me abstenía de averiguar. Una de esas mujeres me enseñó unos moretones y susurró:

—¿Hay algo para tapar esto?

Me estremecí al tocar el hematoma del pequeño brazo de la mujer. Crucé la habitación, en la que Nakhtmin había instalado estantes de madera para guardar mis jarras de vidrio y mis frascos.

—Viniste hace seis meses para buscar acacia y miel. ¿Ahora regresas a buscar algo para tapar moretones?

Asintió.

No dije nada más. Me limité a ir hacia el estante de cedro en el que tenía mis aceites.

—Si esperas, puedo mezclar un poco de aceite de romero con ocre amarillo. Tendrás que aplicártelo con un pincel, en varias capas.

Se sentó cerca de mi mesa y me miró mientras trabajaba con el mortero para moler el polvo. Por el tono de su piel, supe que necesitaría un tono amarillo cobre. Me sentí orgullosa cuando estiró el brazo y el moretón desapareció bajo mi ungüento. Me pagó con un deben de cobre. Miré el oro que llevaba al cuello y le pregunté si el precio que pagaba por disfrutar esas riquezas era justo, si merecía la pena.

—Sólo a veces —respondió.

Esa tarde fueron muchos sirvientes, a algunos de los cuales los conocía. Otros eran extraños. Cuando la casa estuvo al fin en calma, salí para mirar a Nakhtmin, que estaba en el patio abierto de la villa, donde el río brillaba azul y plateado entre las columnas. Se había quitado la camisa. Bajo el sol ardiente, su torso dorado brillaba de sudor. Se dio la vuelta, me vio mirándolo y sonrió.

—¿Se han ido todas las clientas? —preguntó.

—Sí, pero desde esta mañana no he visto a Ipu —dije, preocupada.

—Quizá ha desarrollado un interés repentino por los pescados.

Pensé que era extraño que yo estuviese ayudando a Ipu a vestirse para la cena con Djedi, que no tenía un barco pesquero y mercante, sino tres. Le puse mi mejor peluca en la cabeza. Cada trenza estaba tejida con canutillos de oro y perfumada con loto. Llevaba puesta una túnica ceñida y mi capa con reborde de piel. Las sandalias de papiro tejido que tenía en los pies también eran mías. Cuando la miré en el espejo, recordé a Nefertiti y todas las veces que había vestido a mi hermana para la cena. Abracé a Ipu y le di ánimos, hablándole al oído. Luego se fue. Pensé, egoísta: «Si se casa, sólo tendré a Nakhtmin». Todas las noches depositaba aceite a los pies de mi altar personal para Tawaret, pero sangraba todos los meses. Ya tenía veinte años y seguía sin hijos. Era posible que no tuviera ninguno. «Y ahora tampoco tendré a Ipu».

Me sonrojé, consternada por pensar como Nefertiti. «A lo mejor somos más parecidas de lo que creía».

Fui a la cocina, donde encontré el pan y el queso de cabra que me había dejado Ipu.

—Esta noche Ipu cena con el vendedor de pescados —le dije a Nakhtmin.

Estaba en el salón, mirando un papiro. No levantó la vista.

—¿Qué es eso? —le pregunté, mientras le daba la comida.

—Es una petición de los hombres de la ciudad —dijo, con tono serio.

Me lo dio. Era de los notables de Tebas. Reconocí algunos nombres de señores que habían ocupado cargos antes de la muerte del Grande. Eran viejos amigos de mi padre y antiguos sacerdotes de Amón.

Ahogué un grito.

—¡Quieren que tomes Amarna!

Nakhtmin no dijo nada. Estaba mirando el Nilo desde el balcón.

—Tenemos que mostrarle esto a mi padre de inmediato…

—Tu padre ya lo sabe.

Me senté. Lo miré a la luz que entraba entre las persianas de junco.

—¿Cómo puede saberlo tan pronto?

—El lo sabe todo, lo tiene todo bajo vigilancia. Si todavía no han venido aquí unos hombres armados para cortarme el cuello, es porque les ha ordenado que respeten mi vida. Él confía en que no encabezaré un ejército contra Amarna porque sabe que para mí tú eres más importante que cualquier corona.

—¿Pero por qué no arresta mi padre a esos hombres que te escriben? ¡Son traidores!

—Sólo lo serán si yo los llevo a la rebelión. Hasta entonces, sólo son amigos. Si Amarna cae alguna vez, si Atón le da la espalda a Egipto, ¿a quién acudiría tu padre en busca de ayuda?

Levanté la vista. Empezaba a comprender.

—A ti. Tú contarás con la lealtad de la gente del Grande. —Asintió. Sentí un temor repentino de mi padre—. Está haciendo planes por si Akenatón muere, por si la gente se rebela. Por eso me dejó casarme contigo.

Nakhtmin sonrió.

—Espero que no haya sido sólo por eso. Pero no hay necesidad de guardar esto. —Tomó el papiro y lo arrugó en su puño—. No llevaré a la gente a la rebelión y él lo sabe.

—Pero Akenatón no lo sabe.

—Akenatón no se interesa por nada que no esté en su reducida esfera de Amarna. Puede derrumbarse todo Egipto, pero si Amarna sigue en pie, estará contento.

Sentí que el calor subía a mis mejillas.

—Mi hermana nunca…

—Mut-Najmat —me interrumpió—, tu hermana era hija de una princesa de Mitanni. ¿Sabes que Mitanni fue atacada ya?

Se me cortó la respiración.

—¿Los hititas la invadieron?

—Y Egipto no hizo nada —dijo, con tono ominoso—. La historia recordará que no hicimos nada. Si Mitanni cae, nosotros seremos los siguientes. Y si el reino de Mitanni sobrevive, nunca nos perdonará. Con o sin princesa de Mitanni.

—Nefertiti nunca conoció a su madre, no puedes culparla…

—Nadie la culpa. —A la luz de la luna, su rostro aparecía muy serio, casi tétrico—. Pero las guerras ante las que cerramos los ojos pueden cegarnos en la eternidad. —Una brisa nocturna meció las cortinas. Se puso de pie—. ¿Quieres dar un paseo?

—No —dije, con el corazón destrozado—, ve tú.

Me acarició la cara.

—Amón nos cuida. Siempre nos tendremos el uno al otro, sin importar lo que suceda en Mitanni o en la ciudad de Amarna.

Se fue. Fui a mi habitación a descansar, pero no pude dormirme. Hacía calor. Sólo fui capaz de salir al balcón y pensar. Cuando Ipu regresó, me levanté para preguntarle cómo había sido su velada. A los veinticuatro años, estaba joven y radiante. Sus atenciones, tan maduras, a veces me hacían olvidar que aún era joven.

—¡Mira! —dijo, efusiva.

Extendió el brazo y me mostró un brazalete.

—Me lo compró. Es como si nos conociéramos de toda la vida, señora. Crecimos cerca del mismo pueblo, cerca del mismo templo de Isis. ¡Su abuela era sacerdotisa y la mía también!

La llevé a la sala para sentarnos. Esa noche nos dedicamos a conversar.