Capítulo 32
El rey Tutankamón subió al estrado con la princesa Ankhesenamón para sentarse en el trono de Horus. Vi que mi padre le hablaba al oído como había hecho con Nefertiti.
—Tu padre es el poder detrás del trono, una vez más —observó Nakhtmin.
—Sólo que esta vez lo hace por nuestro hijo. —Tomé la mano de mi marido. Una brisa suave agitaba el calor del verano, cargada con el aroma de las flores de loto y la mirra—. Nunca podré escaparme, ¿no?
—¿De los tronos de Horus? —Nakhtmin negó con la cabeza—. No, parece que no podrás. Pero ahora será distinto —me prometió—, esta vez Egipto prosperará y no habrá rebeliones en el reinado del faraón Tutankamón.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estoy aquí. Porque Horemheb destruirá a los hititas y volverá victorioso, para gloria de Amón. Dentro de quince años, Atón quedará olvidado.
Sentí un escalofrío al pensar en la ciudad de Nefertiti, hundida en la arena, barrida por los vientos del tiempo. Había fracasado todo aquello por lo que había luchado. Pero estaba Ankhesenamón. Miré al estrado. La niñita se asemejaba mucho a mi hermana y me pareció extraño tener que sentarme en la misma silla que ocupaba durante el gobierno de Nefertiti. ¿Cuánto recordaría esta niña de su madre? Me miró. Los mismos ojos oscuros. El cuello esbelto. Me pregunté qué escribirían ella y mi hijo en los pilares de la eternidad.