19.34
Karen viene a casa para ayudarme a arreglarme para ir a ver a Georgie.
—No es necesario —protesto.
—Ya lo creo que sí. Cuando vas a verla a ella estás representándonos a todos nosotros. Toma, ponte esta blusa y deja que te pase el cepillo para dejarte el pelo bien suave y brillante. He de reconocer que tienes buen aspecto, Stella. Has perdido algunos kilos.
—No sé cómo. No he seguido la dieta exenta de carbohidratos. Bueno, supongo que la he seguido entre atracón y atracón.
—Y por la angustia que te genera Ryan. Nunca dejaré de repetirlo: la angustia es la mejor amiga de las gordas. Con eso no estoy diciendo que estuvieras gorda, gorda, solo… bueno, ya me entiendes.
19.54
Llaman a la puerta.
—¿Quién es? —pregunta recelosa Karen.
—Seguramente Ryan, que ha vuelto del zoo.
—¿No le has dado una llave de la casa?
—No.
—Bien hecho.
Es Ryan, y percibo en él un nerviosismo contenido.
—No voy a quedarme —anuncia—. Hay grandes cambios en marcha. En primer lugar, he encontrado a una persona dispuesta a darme cobijo.
—¿Quién?
—Zoe.
—¿Mi amiga Zoe? —pregunto.
—Y mi amiga Zoe —puntualiza—. También es amiga mía. Las brujas de sus hijas estarán fuera todo el verano y Zoe tiene dos habitaciones libres.
—¿Y qué otros cambios hay en marcha?
—Parece que voy a recuperar mi casa. La organización benéfica se ha dado cuenta de que no es bueno para su imagen beneficiarse dejando a alguien sin casa. —Se le ve muy animado—. Haré algunas recolectas de fondos para ellos… ¡Nos hemos hecho colegas! Y es muy probable que Clarissa me devuelva la empresa. Le dije que iba a crear una compañía nueva llamada Ryan Sweeney Bathrooms que le arrebataría todos los clientes, y que le iría mejor trabajando conmigo que sin mí.
—¿Y se te han ocurrido a ti solo todas esas soluciones? —le pregunta Karen.
—Sí —afirma él—. En su mayor parte.
—¿Seguro?
—Bueno, puede que haya tenido la ayuda de un asesor, pero básicamente el mérito es mío.
20.36
La casa de la amiga de una amiga de Georgie está en una preciosa callecita que desemboca en la calle más cara de Irlanda. Hay que reconocer que Georgie tiene clase. No hay aparcamiento, no obstante. La calle está abarrotada de coches de lujo. Meto mi pequeño Toyota en un hueco y me niego a dejarme intimidar.
Georgie abre la puerta con brío. Lleva el pelo largo y suelto y está morena y con un aire yogui. Estoy feliz de verla y me digo que si la amistad con Georgie es el único legado de mi relación con Mannix mi suerte no ha sido tan mala.
—Estás fantástica —exclama echándose a mis brazos.
—Tú también.
—Qué va, cielo, parezco una pasa. Demasiado sol. Voy a hacerme un lifting de mandíbula. Debí hacérmelo en Lima, pero estaba demasiado enamorada. Un culturista de veintiséis años. La cosa acabó mal. —Los ojos le brillaron—. ¡Para él! Lloró mucho cuando me marché.
—Antes de que me olvide, Ned Mount está intentando ponerse en contacto contigo. Hoy vino a mi casa, porque sabe que somos amigas, y me dejó un número.
—¿En serio? Qué encanto. Nos conocimos en un avión hace unos días. ¡Y saltó más de una chispa! Le llamaré. Vamos a la cocina. Como puedes ver, la casa es minimalista pero muy acogedora.
En la cocina ya hay alguien sentado a la mesa, y por un momento me irrito. Luego, para mi gran conmoción, me doy cuenta de que esa persona es Mannix.
—Sorpresa —dice Georgie.
Mannix parece estupefacto. Tan estupefacto como yo.
Sus ojos saltan de Georgie a mí y de nuevo a Georgie.
—Georgie, ¿de qué va todo esto?
—Vosotros dos tenéis que hablar.
—No.
Me dirijo a la puerta. Tengo que largarme de aquí. Cortar por lo sano. Cortar por lo sano. La única manera de sobrevivir es cortando por lo sano.
Georgie se interpone en mi camino.
—Sí. Stella, Mannix no hizo nada malo. No hubo nada entre él y Gilda.
Me cuesta respirar.
—¿Cómo lo sabes?
—Después de Perú, antes de volver a Irlanda, pasé una semana en Nueva York y quedé con Gilda. Le hablé con dureza. Creo que la asusté bastante. Es cierto que Mannix le gustaba. —Georgie se encogió de hombros—. Difícil de entender, lo sé. ¡Es broma!
Por el cariño que le tengo esbozo una sonrisa desganada.
—Ven a sentarte, cariño. —Georgie me engatusa hasta tenerme sentada a la mesa, frente a Mannix. Me pone delante una copa de vino—. No tengas tanto miedo.
Inclino la cabeza. No puedo mirar a Mannix a los ojos, es demasiado intenso.
—Gilda jugó contigo, tesoro. Quería que pensaras que ella y Mannix estaban liados. Pero no lo estaban. ¿Lo estabais, Mannix?
Mannix se aclaró la garganta.
—No.
—Nunca.
—Nunca.
Levanto tímidamente la cabeza y clavo la mirada en Mannix. Una energía intensa arde entre nosotros.
—Nunca —repite con sus ojos grises fijos en mí.
—Ahí lo tienes. —Georgie sonríe—. Es preciso que los dos entendáis lo que ha pasado. Vivíais una situación muy complicada. Existía la posibilidad de que Roland muriera y Mannix estaba destrozado. Cuando me lo contó, me eché a llorar. Estábamos muy preocupados, aunque ya sabes, Mannix, que siempre he pensado que estás demasiado apegado a Roland. Pero no eres mi marido, así que no es mi problema. —Sonríe de nuevo—. Se os estaba acabando el dinero, algo que os preocupa demasiado a los dos. Tendríais que ser un poco más como yo, que nunca me agobio y siempre salgo del paso.
Mannix le echa una mirada y Georgie ríe.
—Stella —continúa tras recuperar la seriedad—, Mannix pensaba que estaba haciendo lo mejor para ti cuando aceptó ser el agente de Gilda. Estaba aterrado, quería solucionar tu situación económica y no se le ocurría otra manera. Pero tú enseguida pensaste lo peor, y, para serte franca, no creo que tengas tan mala opinión de Mannix, creo que simplemente estabas asustada. Tienes ese amor propio tan típico de la clase obrera —rumia—. Crees que Mannix es demasiado arrogante y él cree que tú eres demasiado orgullosa. Tenéis un problema de comunicación… —Su voz se va apagando. Luego se repone y dice animadamente—: Pero lo solucionaréis. Bien, me voy. La casa es toda vuestra.
—¿Te vas?
—Solo por esta noche.
Se echa el bolso a su hombro elegantemente huesudo, un bolso precioso, no puedo por menos que observar. Debería decirle que me gusta, seguramente me lo regalaría. Eh, un momento, está hablando otra vez. Más consejos.
—Una última cosa: el libro de Gilda saldrá en algún momento. Puede que sea un éxito o puede que no, pero debéis desearle lo mejor. Os propongo un ritual fantástico: escribidle una carta y soltadlo todo. Todos vuestros celos y rencores, ¡todo! Luego quemáis la hoja y pedís al universo, o a Dios o a Buda o a quien queráis, que se lleve los malos sentimientos y deje los buenos. Podríais hacerlo juntos. Sería una forma maravillosa de limpiar y reconectar. Bien, me largo.
La puerta se cierra y Mannix y yo nos quedamos solos en la casa.
Nos miramos con recelo.
Tras un silencio, él dice:
—Georgie hizo ese ritual cuando estábamos casados y prendió fuego a las cortinas del dormitorio.
Se me escapa una risa nerviosa.
—Yo no soy de rituales.
—Yo tampoco.
—Lo sé.
Nos miramos, sobresaltados por el fogonazo de la familiaridad. Mi humor se ensombrece.
—¿Qué es de tu vida? —pregunto—. ¿Todavía eres el agente de Gilda?
Pone cara de sorpresa.
—No… ¿Es que no lo sabes? Te llamé, te dejé mensajes.
—Lo siento. —Carraspeé—. No los escuchaba. No podía…
—Dejé de ser su agente el día que me dijiste que te ibas de Nueva York. Ya no tenía sentido. Solo lo estaba haciendo por ti.
—¿En serio? ¿Y cómo está Gilda?
—No tengo ni idea.
—¿De verdad? —Lo miro fijamente a los ojos—. ¿No sientes curiosidad? ¿No te la encuentras por Nueva York?
—No vivo en Nueva York.
Estoy atónita.
—¿Dónde vives?
—Aquí, en Dublín. He vuelto a abrir mi consulta. Tardará en arrancar pero… me gusta ser médico.
De repente caigo en la cuenta de algo.
—Un amigo misterioso ha estado ayudando hoy a Ryan. ¿Eres tú?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque quiero ayudarte.
—¿Y por qué quieres ayudarme?
—Porque lo eres todo para mí.
Eso me cierra la boca.
Mannix alarga el brazo y me coge la mano.
—Nunca hubo nadie más. Siempre fuiste la única.
Los ojos se me llenan de lágrimas al notar el contacto de su piel. Pensaba que nunca volvería a sostener esa mano.
—No puedo dormir sin ti —dice—. Nunca duermo. Vuelve, por favor.
—Es demasiado tarde para nosotros —digo—. Ya lo he aceptado.
—Yo no. Te quiero.
—Yo te quería. Siento no habértelo dicho en su momento. Ahora será mejor que me vaya. —Me pongo en pie.
—No. —Se levanta atemorizado—. Por favor, no te vayas.
—Gracias, Mannix. Tuvimos una relación excitante y maravillosa. Nunca la olvidaré y siempre me alegraré de que ocurriera. —Le doy un beso fugaz en los labios, salgo de la casa y pongo rumbo al coche.
Me siento frente al volante y me pregunto cuál es el mejor camino hasta Ferrytown desde aquí. Luego pienso: ¿me he vuelto completamente loca? Mannix está ahí dentro; Mannix, quien dice que sigue queriéndome; Mannix, que no me engañó; Mannix, que quiere que volvamos a intentarlo.
Apago el motor, salgo del coche y regreso a la casa. Mannix abre la puerta. Parece hecho polvo.
—Perdona —digo con un gesto de impotencia—. No podía pensar con claridad. Ahora sí. Te quiero.
Me atrae hacia él.
—Y yo a ti.