Octubre tocó a su fin y noviembre pasó volando. No teníamos ni un segundo libre.

Mannix y yo terminamos las veinticinco máximas justo antes de que expirara el plazo de Bryce y seguidamente comencé mi formación mediática con un asesor llamado Fletch. Hicimos docenas de entrevistas televisivas falsas en las que, independientemente de lo que me preguntaban —la edad de mis hijos, mi lista de cosas pendientes—, yo respondía con Guiño a guiño.

—En serio —me decía Fletch—, mencionar el título de tu libro cada diez segundos es la mejor estrategia.

Me dio instrucciones detalladas sobre posturas, cruce de tobillos y posición de la cabeza. Incluso sobre la altura de zapato que me hacía caminar más derecha.

—Y necesitas unos cuantos chutes.

—¿Chutes? —Pensé que se refería a inoculaciones.

—Ya sabes, relleno en los labios, Botox alrededor de los ojos. Poca cosa, sin quirófano. Conozco a un tipo muy profesional.

Mannix se mostró totalmente en contra.

—Te destrozarán la cara.

Hasta ese momento me había resistido a las infiltraciones por los estropicios que Karen causaba en los rostros que «trataba», pero no podía evitar preguntarme qué aspecto tendría en manos de un buen profesional. Así que fui a ver al amigo de Fletch, quien me inculcó el enfoque de «menos es más» y me despidió con un rostro más lozano y luminoso pero no muy diferente. Nada que ver con las pobres criaturas que salían tambaleándose de Honey Day Spa tras los cuidados de Karen, a menudo con pinta de haber sufrido una apoplejía.

De hecho, los retoques en mi cara eran tan sutiles que Mannix no reparó en ellos hasta que se lo dije, y entonces se enfadó.

—Puedes hacer lo que quieras —dijo—, pero no lo hagas a mis espaldas.

—Lo siento —dije. Pero no lo sentía. Estaba encantada con las mejoras en mi rostro.

Sin embargo, pese a los chutes y todo el Pilates y el footing que estaba haciendo, Fletch consideró que aún no estaba lista para salir en la tele.

—Mírate en el monitor —dijo—. Fíjate en lo redondeado que se te ve el torso.

Las mejillas me ardían de vergüenza.

—Oye, que en la vida real estás genial —añadió—, pero este es nuestro trabajo. Tenemos que poner remedio a eso antes de que el gran público americano te vea. Búscate un nutricionista.

—Ya tengo —dije.

—¿Quién?

—Gilda Ashley.

—¿Oh?

—¿La conoces? —pregunté.

—Solo de nombre. Genial que tengas una nutricionista. Dile que te convierta en carboréxica. Cero, cero, cero carbohidratos. El pan ni lo mires. En cuanto veas un pastelito, repítete el mantra: «Que estés bien, que seas feliz, que estés libre de todo sufrimiento».

—¿El mantra es para mí o para el pastelito?

—Para el pastelito. No puede formar parte de tu vida pero no le deseas ningún mal, ¿entiendes?

—Entiendo.

—Si te lo repites a menudo, verás que tu actitud se vuelve amorosa y compasiva.

—Vale.

Qué curioso, siempre había oído que la meca de los pirados era Los Ángeles, no Nueva York. Bueno, no morirás sin aprender algo nuevo.

De modo que Gilda asumió el control pleno de mi dieta. Cada mañana me entregaba una bolsa térmica con mi comida del día. De desayuno me tocaba un extraño zumo verde que contenía, entre otras cosas, col rizada y cayena.

—A media mañana, si aprieta el hambre, pero debe apretar mucho, puedes comer esto. —Me tendió una fiambrera enana.

—¿Qué es?

—Una nuez del Brasil.

Miré dentro. El fruto rodaba por la fiambrera, tan diminuto que me produjo un ataque de risa del que Gilda acabó contagiándose.

—Lo sé —dijo—. Se ve muy triste.

—¿Qué habría dicho Laszlo Jellico si le hubieses dado una cosa de estas? —Adopté un tono pedante—. Esto no me conviene en absoluto, Gilda, querida. ¡Tráeme las lolas de Amity Bonesman y déjame mamar un rato!

Gilda seguía riendo —más o menos— pero se había puesto colorada.

—¡Lo siento! —Me tapé la boca con la mano.

—No importa —respondió algo fría.

Sonreí tímidamente.

—Lo siento, Gilda.

En ese momento me di cuenta de que tenía miedo de perderla. Ella era lo más parecido a una amiga que tenía en Nueva York. Echaba de menos a Karen y a Zoe y trabajaba tanto que no disponía de tiempo para hacer otras amigas.

—Tranquila. —Sonrió—. No pasa nada.

Mi karma y yo
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