—¿Ese de ahí está pasteurizado? ¿Eh? ¿Sí? —El hombre que señalaba el queso expuesto tras el mostrador de cristal de Dean & DeLuca parecía irritado—. Entonces no me interesa. ¡Enséñeme solo los no pasteurizados!

Lo observé detenidamente; vestía un pantalón de pana tirando a elegante y un jersey azul marino de cuello alto hecho de un extraño punto sedoso desagradable a la vista. Estaba totalmente calvo y parecía el prototipo del intelectual del Upper West Side. Además, su tono áspero rayaba con la mala educación, otro rasgo típico del neoyorquino, según me habían comentado. Pero si debía hacer caso a las palabras de Inga Ola, no era más que un estúpido turista de Indiana.

El día había comenzado con un desayuno espléndido en albornoz en nuestra suite del Mandarin Oriental. Después Mannix y yo sometimos a Betsy y a Jeffrey a una «charla seria».

Les expliqué que, para publicar mi libro, la editorial me ponía como condición que viviera en Estados Unidos.

—Si vuestro padre está de acuerdo —tragué saliva— y os conseguimos un buen colegio, viviríais en Nueva York conmigo…

Empezaron los brincos y aullidos.

—Y con Mannix —terminé—. Si hacemos esto, Mannix y yo estaremos juntos. Viviremos juntos. Pensáoslo.

—Absolutamente cero problema por mi parte —dijo Betsy.

—¿Y tú, Jeffrey? —pregunté.

Dividido entre el deseo de vivir en Nueva York y la necesidad de mostrar su desaprobación, Jeffrey se negó a mirarme a los ojos. Finalmente dijo:

—Vale.

—¿Estás seguro? —insistí—. Tienes que estar convencido, Jeffrey, porque una vez que tomemos la decisión no habrá vuelta atrás.

Clavó la mirada en la mesa y, tras un largo silencio, declaró:

—Estoy seguro.

—Bien. Gracias. —Devolví mi atención a Betsy—. ¿Qué pasará contigo y con Tyler? —Todavía estaban oficialmente enamorados.

—Vendrá a verme —trinó.

No lo haría, y las dos lo sabíamos, pero no importaba.

—Entonces ¿vas a ser rica? —masculló Jeffrey.

—No lo sé. Es un proyecto… arriesgado.

Todo era peligroso y desconocido. A saber si el libro se vendería. A saber si los niños se adaptarían a la ciudad más acelerada del mundo. Y a saber si Mannix y yo conseguiríamos pasar sin problemas de ser básicamente amantes a vivir y trabajar juntos veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

Solo había una manera de averiguarlo…

—Arreglaos —dije—, pero no demasiado. La Academy Manhattan —me detuve para leer las palabras del folleto promocional que Bunda Skogell me había dado— «celebra el individualismo de sus estudiantes». Betsy, no te peines.

Media hora más tarde estábamos haciendo la gran gira por las magníficas instalaciones de la Academy Manhattan.

—Excelente —murmuramos en la piscina, en la sala de la orquesta, en el taller de soplado de vidrio…—. Excelente.

Finalmente llegó la hora de la verdad: las entrevistas. Tres miembros del consejo directivo nos interrogaron como unidad familiar para ver si encajábamos con los valores de la Academy. Jeffrey estuvo un poco hosco pero confié en que el entusiasmo de Betsy lo compensara. Concluida la entrevista, Betsy y Jeffrey tuvieron que hacer un montón de pruebas de aptitud mientras yo era sometida a un interrogatorio individual por parte de los miembros del consejo. Fueron preguntas fáciles —cómo me describiría como madre y cosas así—, pero cuando le llegó el turno a Mannix, estaba hecha un flan.

—Buena suerte —le susurré.

—Nos llevará una media hora —me dijo la más simpática de las entrevistadoras—. Por favor, siéntase libre de disfrutar de las instalaciones.

—De acuerdo…

Intenté saborear la comodidad de la butaca de la sala de espera, pero estaba demasiado nerviosa pensando en todos los obstáculos que podrían bloquear esta increíble oportunidad: puede que Jeffrey fallara deliberadamente las pruebas o que Mannix no ofreciera una imagen convincente como padre si no me tenía al lado indicándole lo que debía decir…

Me levanté y deseé tener algo con lo que distraerme. Intentaría pensar en cosas agradables. En Dean & DeLuca, por ejemplo… Estaba a solo dos manzanas del colegio, había pasado por delante de camino aquí. Me subieron los colores al recordar a Inga Olga tachándolo de lugar favorito de catetos y pueblerinos. Luego mi espíritu luchador se impuso y decidí volver para comprobarlo: por lo menos era un pequeño detalle que podía controlar en una vida que de repente había enloquecido.

No disponía de mucho tiempo, de modo que apreté el paso y en cuanto crucé la puerta de la tienda recuperé el ánimo: los exuberantes ramos de flores, las pirámides de frutas de todos los colores. No podía tratarse simplemente de otra atracción para turistas como, por ejemplo, Woodbury Common. El hombre del queso no pasteurizado y el punto sedoso parecía enteramente local.

En un intento de rescatar mi paraíso de la crítica de Inga Ola, me acerqué al hombre del punto sedoso y dije:

—Perdone, señor, ¿es usted originario de Nueva York?

Me miró entornando los párpados.

—¿Y qué si lo soy?

Tenía mi respuesta: grosero, grosero, deliciosamente grosero; un neoyorquino auténtico.

—Gracias.

Reconfortada, me acerqué a un saco de granos de café que habían pasado por el tracto digestivo de un elefante. Había leído sobre ello; por lo visto, un kilo de esos granos costaba más que un kilo de oro. Los contemplé entre intrigada y asqueada.

Ojalá papá pudiera verme. Él nunca tomaba café. («¿Por qué debería tomar café si puedo tomar té?»). Y aún menos un café que había sido procesado por un elefante.

Con la vaga idea de comprar regalos para mamá y Karen, me dirigí a la sección de bombones y alargué la mano hacia una caja al mismo tiempo que otra mujer.

—Lo siento. —La retiré.

—No, quédeselos —dijo la mujer.

Fue entonces cuando me di cuenta de que la conocía: era Gilda, la chica de la noche anterior.

—¡Hola!

Parecía encantada de verme, y yo también me alegré mucho, tanto es así que en menos de cinco minutos quedamos en que sería mi entrenadora personal cuando volviera a Nueva York.

—El único problema es que no soy una persona deportista. —De pronto me asusté. ¿Dónde me estaba metiendo?

Me dio su tarjeta y me aseguró que todo iría bien, lo cual agradecí.

—Estupendo —dije—. Lo siento, pero he de irme.

—¿Cuál es tu plan para hoy?

—Reunirme con los niños y con Mannix, recoger nuestro equipaje del hotel, ir al aeropuerto, volver a casa, contarle a todo el mundo las novedades y liar el petate.

—Uau, casi nada. ¿Y Mannix? ¿También va a liar el petate? ¿Se muda contigo?

—Sí —dije, y me permití saborear la sensación—. Mannix y yo estamos juntos en esto.

Nos hallábamos en la sala de preembarque del JFK cuando recibimos la noticia de que Betsy y Jeffrey habían sido admitidos en la Academy Manhattan. Betsy gritó de alegría y hasta Jeffrey parecía complacido.

—Uau. —Mannix se había puesto pálido—. Tenemos el colegio, el apartamento, tú tienes el contrato con la editorial… Esto ya no hay quien lo pare. Es hora de derivar a mis pacientes para el próximo año.

Lo miré preocupada.

—No tenemos que hacerlo.

—Quiero hacerlo. Todos los planetas están alineados —dijo—. Pero no deja de ser… un gran paso.

—Si yo ya me siento culpable por abandonar a mis clientas cuando lo único que hago es pintarles las uñas, no quiero ni imaginar lo difícil que debe de ser para ti.

Negó con la cabeza.

—Los médicos no podemos permitirnos el sentimiento de culpa. Tenemos que compartimentar, es la única manera de sobrevivir. No te preocupes, Stella. Solo es un año. Estoy bien.

Cogió el móvil y empezó a enviar correos.

Sería mejor que yo empezara también. Debía hablar con Ryan. Tendría que haberlo hecho el día anterior pero temía el enfrentamiento. Y debía solucionarle la papeleta a Karen, buscar a alguien que me sustituyera durante mi ausencia.

—¡Por cierto! —Había recordado algo—. Mientras te estaban entrevistando esta mañana pasé por Dean & DeLuca y me encontré a Gilda.

—¿La Gilda de anoche? Qué casualidad.

—Fue una señal. Los planetas están alineados. Será mi entrenadora personal cuando volvamos a Nueva York. Saldremos a correr juntas. Tú también puedes venir. —Lo medité—. Mejor no. Gilda es joven y guapa.

—Tú eres joven y guapa.

—No lo soy.

Y aunque lo fuera, el mundo estaba lleno de mujeres jóvenes y guapas.

—No pienses eso —dijo Mannix leyéndome el pensamiento—. Puedes confiar en mí.

¿Podía? En realidad no me quedaba otra opción. Vivir en la desconfianza solo conseguiría volverme loca.

Mi karma y yo
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