«Curarse es más fácil si de verdad deseas curarte.»
Extracto de Guiño a guiño
—¿Stella? —preguntó una voz—. ¿Stella?
Abrí los ojos. Una mujer me estaba mirando con una sonrisa.
—Hola, siento despertarte. Soy Rosemary Rozelaar.
«¿Y?».
—Soy tu nueva neuróloga.
Sentí un martillazo en el corazón.
Rosemary Rozelaar sonrió de nuevo.
—Soy la sustituta del doctor Taylor.
Atrapada en mi cuerpo inmóvil, me quedé mirando a esa mujer de sonrisa agradable e insulsa.
No había visto a Mannix Taylor desde hacía diez días, desde aquella extraña visita el día de Navidad, cuando su esposa se materializó.
En teoría no tendría que haber esperado verlo; toda atención hospitalaria, salvo la más rutinaria, había sido suspendida hasta el primer lunes de enero. Pero Mannix Taylor se había interesado tanto por mi caso que pensaba que estábamos por encima del reglamento. Y la historia de la esposa apareciendo de repente en la UCI era demasiado extraña. Todo era muy extraño, incluida la prisa con que él se había largado, y yo merecía una explicación.
Cada día de la zona muerta entre Navidad y Año Nuevo había estado tensa y expectante, y cuanto más tiempo transcurría sin que Mannix Taylor viniera a verme más me enfadaba. Pasaba horas y horas ensayando las diferentes formas en que lo ignoraría cuando finalmente apareciera.
Pero no apareció. Y ahora esta mujer me estaba diciendo que Mannix Taylor no volvería.
¿Qué ha ocurrido?, empecé a parpadear como una loca.
—Espera —dijo Rosemary—. El doctor Taylor me contó que te comunicas con guiños. Si aguardas un momento, buscaré algo donde escribir.
Se dio la vuelta, buscando un trozo de papel. Ni siquiera sabía lo de la libreta en el esterilizador, y no pude evitar pensar que a estas alturas Mannix y yo ya llevaríamos seis frases.
La cabeza me iba a cien. A lo mejor Mannix había reducido sus horas de trabajo. A lo mejor había sufrido una tragedia de algún tipo y había tenido que dejar de trabajar.
Pero ya entonces sabía que no se trataba de eso.
Rosemary había encontrado finalmente papel y boli, y con tortuosa lentitud conseguí preguntarle:
—¿POR QUÉ SE HA IDO?
—Llevaba demasiados casos —respondió. Pero había algo furtivo en su mirada. No estaba exactamente mintiendo porque no conocía toda la historia, pero tampoco estaba exactamente diciendo la verdad—. Soy una neuróloga con mucha experiencia —continuó—. Comparto consulta con el doctor Taylor. Te aseguro que te atenderé tan bien como él.
Imposible. Mannix Taylor había ido más allá de sus obligaciones.
—NECESITO HABLAR CON ÉL —deletreé.
—Se lo diré.
Y volví a percibir esa mirada en sus ojos, casi de lástima: no se te habrá ocurrido perder la chaveta por nuestro Mannix Taylor, ¿verdad?
Dirigió su atención a un listado.
—Veo que varios de tus músculos están recuperado la movilidad —leyó—. ¿Por qué no me enseñas lo que puedes hacer? Así podremos utilizarlo como una base sobre la que trabajar.
Cerré los ojos y me recluí en las profundidades de mi mente.
—Stella. ¿Stella? ¿Puedes oírme?
Hoy no.
Estaba terriblemente deprimida. No lograba entender qué había sucedido con Mannix Taylor y conmigo, pero me sentía rechazada y humillada en extremo.
Los días pasaban y Rosemary Rozelaar me visitaba diligentemente, pero nunca mencionaba a Mannix y yo decidí no volver a preguntar por él.
Rosemary no tardó en expresar su consternación por lo mucho que se había ralentizado mi recuperación.
—Tu gráfica indica que antes de Navidad la cosa iba muy bien.
«¿No me digas?».
—Vas a tener que esforzarte más, Stella —añadió con severidad.
«¿No me digas?».
—¿Te gustaría preguntarme algo, Stella?
Tenía el bolígrafo preparado sobre una hoja de papel, pero me negué a parpadear. Solo había una pregunta de la que quería una respuesta y ya se la había formulado; no tenía intención de pasar por la humillación de planteársela otra vez.
Karen vino a verme más tarde ese mismo día.
—¡Espera a ver quién sale en RSVP!
Me puso delante de la cara una revista que mostraba una foto de Mannix Taylor (41) con su encantadora esposa, Georgie (38), en una fiesta de Fin de Año.
Mannix vestía un esmoquin negro y parecía un hombre ante un pelotón de fusilamiento.
—La alegría de la huerta, ¿eh? —dijo Karen—. No me dijiste que su esposa era Georgie Taylor.
«Eso es porque:
»No puedo hablar.
»No sabía que Georgie Taylor era “alguien”».
Karen no conocía personalmente a Georgie Taylor pero lo sabía todo de todas las personas dignas de ser conocidas, y yo, para mi vergüenza, estaba ávida de información.
—Es la dueña de Tilt —me explicó Karen.
Tilt era una boutique especializada en esos extraños diseños asimétricos belgas. Yo había entrado un día y me había probado un abrigo asimétrico enorme, hecho de fieltro gris, que costaba un ojo de la cara. Las mangas estaban cogidas con grapas gigantes. Me miré en el espejo e intenté con todas mis fuerzas que el abrigo me gustara, pero parecía una extra de un drama medieval, donde salían montones de campesinos de aspecto achaparrado recorriendo largas distancias por caminos empedrados.
—Ella está fantástica, ¿no crees? —Karen paseó su ojo profesional por la foto—. Lifting de párpados y mandíbula, Botox alrededor de los ojos, relleno en las líneas de marioneta. Lo justo. Una belleza natural. Sin hijos —añadió deliberadamente.
Eso ya lo sabía.
—Les pega no tener hijos —continuó—. Interferirían en sus escapadas a Val d’Isère para esquiar y en sus fines de semana de último minuto en Marrakech.
No dije nada. Porque no podía, obviamente. Pero pensé, sorprendida, en lo poco que sabemos de la gente, en la de veces que nos tragamos la historia superficial que nos venden.
—Y ella no tiene treinta y ocho, sino cuarenta.
Sabía eso pero ¿cómo demonios lo sabía Karen?
—La hermana de Enda trabaja en la oficina de pasaportes. Vio la solicitud de Georgie para un pasaporte nuevo, y comprobó que tiene cuarenta años, aunque ella vaya por ahí diciendo que tiene treinta y ocho. No la culpo, todas mentimos sobre nuestra edad.
Conseguí preguntarle cuánto tiempo llevaban casados.
—No lo sé exactamente —dijo, dando vueltas a la información en su cabeza—. Bastante. No es algo reciente. ¿Siete años? ¿Ocho? Yo diría que ocho. —De repente frunció el entrecejo—. ¿A qué viene ese interés?
«Solo te estaba dando conversación…».
Relajó la frente, luego me miró casi enojada.
—Te gusta.
«No».
—Eso espero —dijo—. Tienes un buen marido que se está dejando la piel para mantener la casa a flote. Recuerda que salió a comprar tampones para Betsy.
Dios. ¿Dejarían algún día de recordarme que Ryan había ido a comprar tampones para Betsy? Se había convertido en un cuento de la mitología irlandesa. Grandes hazañas llevadas a cabo por irlandeses: Brian Boru luchando en la batalla de Clontarf; Padraig Pearse leyendo la Proclamación de Independencia de Irlanda desde la escalinata de la Oficina Central de Correos; Ryan Sweeney comprando tampones para su hija Betsy.
Y por ahí venía el héroe mitológico en persona.
—Hola, Ryan —dijo Karen—. Toma, siéntate en mi silla, yo ya me iba.
Ryan tomó asiento.
—Puto enero. Hace un frío que pela ahí fuera. Tienes suerte de estar aquí, siempre calentita.
«¿Que tengo suerte?».
—Supongo que querrás noticias —prosiguió—. Bien, las baldosas para el hotel de Carlow todavía no han salido de Italia, ¿puedes creerlo? Ah —dijo, recordando algo—. Anoche fui a ese sitio.
«¿Qué sitio?».
—Sí, mujer, el Samphire, el restaurante para el que me regalaste el vale. Fui con Clarissa. Una cosa rápida después del trabajo. Está sobrevalorado, te lo digo yo.
Me invadió la ira. Cerdo egoísta. Pedazo de cerdo egoísta.