—Tome un Manhattan. —Amity me tendió una copa baja de una bandeja de plata que sostenía una mujer muda vestida de negro de arriba abajo—. ¿Qué mejor manera de darle la bienvenida a Manhattan que con un Manhattan?

—Gracias.

Yo estaba fascinada con los altísimos tacones de Amity Bonesman, su incongruente aire maternal y su enorme apartamento decorado con bellas alfombras y antigüedades.

—Ah, Manhattans. —Bryce Bonesman había entrado en el salón—. Amity siempre prepara Manhattans a los recién llegados a la ciudad. Hola, Stella, está muy guapa. Usted también, joven. —Me besó y estrechó la mano de Mannix—. Los Manhattans son un poco amargos para mi gusto. Prefiero las cosas dulces, pero no se lo digáis a mi dentista.

Mannix y yo reímos obedientemente.

—¡Bien! —Bryce alzó su copa—. ¡Por Stella Sweeney y Guiño a guiño, para que alcance el primer puesto de la lista de éxitos del New York Times y no se mueva de allí durante un año!

—Encantador, sí. Gracias.

Bebimos de nuestros cócteles amargos.

—Esta noche tenemos un invitado especial en su honor, Stella —dijo Bryce.

¿De veras? Pensaba que sería una cena sencilla con mi nuevo editor y su esposa. El jet lag y las secuelas de la adrenalina me tenían derrengada y no creía que mi organismo pudiera resistir más sorpresas. Aun así, puse la cara de expectación que se esperaba de mí.

—Cenará con nosotros Laszlo Jellico.

Laszlo Jellico. Conocía ese nombre.

—Ganador de un Pulitzer —continuó Bryce—. Un gran hombre de las letras americanas.

—Desde luego —dijo Mannix.

—¿Ha leído algo de él? —preguntó Bryce.

—Ya lo creo —mintió Mannix. Bien hecho. Era mucho más espabilado que yo para esas cosas.

—Creo que mi padre ha leído uno de sus libros —dije—. La primera víctima de la guerra, creo que se titula.

—¡En efecto! ¿Su padre es el viejo con la espalda hecha polvo que trabajó en el muelle desde niño?

—Eh… sí.

Bryce Bonesman debía de tener la edad de mi padre pero Blisset Renown, al parecer, había decidido dar un toque novelesco a mi vida: yo venía de una familia de obreros incultos, desnutridos y cubiertos de hollín, como el padre y los hermanos en Zoolander.

—A Laszlo le va a encantar eso. No se olvide de contárselo —me ordenó Bryce. Se volvió hacia Amity—. Laszlo viene acompañado.

—Vaya, vaya. ¿Quién será hoy? La última vez trajo a una modelo de Victoria’s Secret. —Amity captó la expresión de Mannix—. No exactamente, pero era joven, muy joven, y muy sexy. —Me guiñó un ojo—. A Mannix le habría encantado.

—Ja, ja, ja. —Me reí tratando de fingir que no me provocaba unos celos terribles la posibilidad de que Mannix encontrara sexy a otra mujer.

—La penúltima chica pilló una curda colosal y se sentó en el regazo de Laszlo y le dio de comer como si tuviera Alzheimer. Fue la monda —aseguró Amity poniendo los ojos en blanco.

—También vendrán Arnold e Inga Ola —nos informó Bryce—. Arnold es mi colega y principal rival. Lo conocieron esta tarde.

—¿En la sala de juntas? ¿Era uno de los vicepresidentes?

—No. Coincidimos con él cuando les acompañé a los ascensores.

—¡Ah, sí! —Recordaba a un tipo agresivo con cara de sapo que había dicho: «Así que es usted el nuevo proyecto de Bryce»—. ¿Uno que parecía enfadado? —pregunté.

—¡Ese es Arnold!

—¡Qué lince! —exclamó Amity refiriéndose a mí.

—Arnold está muy cabreado por no haber podido ficharla, pero él ya tuvo su oportunidad —dijo, encantado, Bryce—. Phyllis le pasó el manuscrito primero a él y Arnold dijo que era una porquería, pero en cuanto vio que a mí me interesaba se le despertó el interés de golpe.

Crucé una mirada con Mannix. «Sigue sonriendo, sigue sonriendo; pase lo que pase, sigue sonriendo».

—¡Hablando del Papa de Roma! —exclamó Bryce—. Ya tenemos aquí a Arnold y a Inga.

Arnold —tan agresivo y tan sapo como lo recordaba— se abrió paso hacia mí.

—¡Si está aquí la nueva mascota de Bryce! ¡Y el novio domado! Me alegro de conocerle, señor —dijo a Mannix.

—Ya nos habían presentado.

Arnold ignoró el comentario.

—¡Así que su librito ya tiene editor! ¿No es fantástico? Y ahora empezará con las giras: la pequeña irlandesa cautivando a los Estados Unidos de América con su triste historia sobre su parálisis. Le hablé de usted a mi asistenta. Dice que rezará a la Virgen María por usted. Es de Colombia. Católica, como ustedes.

La cara me ardía.

—Y aquí está ahora —prosiguió—, en la fabulosa casa de Brucie. Y Brucie ha contratado a Laszlo para esta noche. Debe de ser usted muy importante. Solo lo contrata cuando quiere impresionar a alguien.

—Laszlo es uno de mis mejores amigos —me aclaró Bryce—. Hace veintiséis años que soy su editor. No lo he «contratado».

—Estoy hambriento —dijo Arnold—. ¿Podemos cenar?

—En cuanto llegue Laszlo —indicó Amity.

—Si tenemos que esperar a que llegue ese tarugo no cenaremos nunca —farfulló Arnold—. Señorita —dijo a la mujer anónima que sostenía la bandeja de los cócteles—, ¿puede traerme un cuenco de cereales con pasas?

—Olvídalo —señaló Amity—. ¡Laszlo ya está aquí!

Laszlo Jellico hizo su entrada. Era alto y ancho como un surtidor de gasolina, con una barba poblada y un pelo leonino.

—Amigos míos, amigos míos —saludó con voz estentórea—. Amity, mi bienamada. —Le puso las manos en las tetas y apretó—. Imposibles de resistir. No hay nada como unos pechos auténticos.

Luego besó a todos los hombres llamándolos «querido», rechazó una copa, pidió un té que no probó, y aseguró que mi «sublime novela» le había «cautivado» cuando era evidente que no tenía ni idea de quién era yo.

—Permitidme que os presente a Gilda Ashley.

Su acompañante era bonita, de pelo rubio y piel rosada, pero, para mi alivio, no arrolladoramente sexy como una modelo de Victoria’s Secret.

—¿A qué se dedica, joven dama? —le preguntó Arnold, insinuando con su tono que era una fulana.

—Soy nutricionista y entrenadora personal.

—¿De veras? ¿Dónde estudió?

—En la Universidad de Overgaard.

—No he oído hablar de ella.

Mannix y yo nos miramos. «Menudo gilipollas».

—Entonces ¿es la nutricionista de Laszlo? —preguntó Arnold—. ¿Y qué le da de comer?

Gilda soltó una risa melodiosa.

—Secreto profesional.

—¿Qué me daría de comer a mí? Me gustaría la misma dieta que la de Laszlo Jellico, el genio.

—En ese caso tendría que pedir hora —contestó Gilda sin alterarse.

—Tal vez lo haga. ¿Tiene una tarjeta?

—No…

—Por supuesto que tiene una tarjeta. ¿Una chica lista como usted, lo bastante lista para trabajar con Laszlo Jellico? Por supuesto que tiene una tarjeta.

—Eh… —Gilda se puso colorada.

Me dio pena. Probablemente llevaba consigo una tarjeta, pero sabía que era de mala educación darla en una cena.

Mannix la rescató.

—Si dice que no tiene una tarjeta será que no la tiene.

Arnold lo miró con fingido asombro.

—Vale, granjero, no se sulfure.

—Es neurólogo —señalé.

—En esta ciudad no.

Abrí la boca para defender a Mannix pero él me puso una mano tranquilizadora en el brazo. Con gran esfuerzo, me di la vuelta y tropecé con Inga, la esposa de Arnold. Sin excesivo interés, me preguntó:

—¿Le está gustando Nueva York?

Esforzándome por sonar animada, contesté:

—Mucho. Llegué esta misma tarde pero…

Bryce me oyó y dijo:

—Van a alquilar el apartamento de los Skogell.

—¿El apartamento de los Skogell? —Inga parecía sorprendida—. Pero tengo entendido que se traerá a sus dos hijos. ¿Dónde piensa meterlos?

Ese era un asunto delicado. Un «dúplex de diez habitaciones en el Upper West Side» sonaba enorme y fabuloso, pero cuando mi visita de esa tarde desveló que cuatro de las diez habitaciones eran cuartos de baño, ya no me pareció tan magnífico. Básicamente, el apartamento de los Skogell consistía en una cocina, una sala de estar y tres dormitorios. (El vestidor contaba como habitación en la jerga inmobiliaria. Y las «dependencias del servicio» eran un dormitorio escandalosamente pequeño con baño dentro).

—Estamos acostumbrados a vivir en espacios no demasiado grandes —dije con dulzura.

—Para nosotros es un palacio —añadió socarronamente Mannix—. Un auténtico palacio.

—Y está en un barrio muy bonito —señalé—. No puedo creer que Dean & DeLuca vaya a convertirse en mi supermercado. —Durante nuestro veloz paseo por el barrio, Mannix y yo habíamos entrado en la tienda y casi me desmayo al ver los panes recién hechos, las manzanas en peligro de extinción y la pasta artesanal—. Cuando estuve aquí con mi hermana hace cinco años, nos alojamos cerca de la sucursal del SoHo y cada día íbamos…

—¿Dean & DeLuca? —dijo Inga—. Sí, a los turistas les pirra.

Tras una fracción de segundo, Mannix comentó:

—Es que Stella y yo somos un par de pueblerinos.

Inga le clavó una mirada mordaz.

—¿Ya ha pensado en un colegio para sus hijos? No es fácil conseguir plaza. La mayoría de los colegios tiene lista de espera para entrar en la lista de espera.

En un tono casi triunfal, exclamé:

—Mañana a las diez tenemos una entrevista en la Academy Manhattan.

—Vaya, qué rapidez.

El mérito era de Bunda Skogell, quien, percibiendo quizá mi decepción con su no tan fabuloso apartamento, había recurrido a sus contactos. Sus dos hijos estudiaban en la Academy Manhattan e insinuó vagamente que tenía cierta influencia en el consejo directivo.

—Es un buen colegio —aseguró Inga Ola—. Tienen música, manualidades, deportes…

—Justamente lo que estoy buscando para mis hijos. Unos valores similares a los de su colegio actual.

—Sí —dijo Inga—. Una buena opción para los niños con escasas dotes intelectuales.

Mucho después, cuando llegamos al hotel, Betsy y Jeffrey ya dormían en sus respectivas habitaciones. No los veía desde que nos habíamos marchado para la reunión con Blisset Renown.

—¿Los despierto? —susurré a Mannix.

—No.

—Todo esto también les afecta a ellos. ¿Y si no quieren vivir en Nueva York?

—Chis.

Deslizó una mano por mis hombros. El tirador de la cremallera de mi vestido descendió susurrante por mi espalda y el frío metal me produjo un delicioso escalofrío.

—Dijiste que no íbamos a tener sexo —murmuré.

—Mentí.

Me clavó una mirada llena de intención. Me condujo hasta nuestro dormitorio, cerró la puerta con un puntapié y me arrojó sobre la enorme cama, donde, pese a la presencia de Jeffrey en el cuarto de al lado, tuvimos sexo intenso y apasionado. Después, mientras yacíamos abrazados, Mannix dijo:

—Todo ha ido bien.

—¿A qué te refieres? El sexo entre nosotros siempre ha ido bien.

—Me refiero a que Jeffrey no ha irrumpido envuelto en una capa negra y entonando la canción de La profecía.

—Oh, Mannix…

—Perdona. ¿Apago la luz?

—Estoy tan nerviosa que tengo la sensación de que nunca volveré a pegar ojo. —Respiré hondo para relajarme y la angustia se apoderó al instante de mí—. Mannix, Ryan se pondrá furioso. —Llevaba diciendo eso cada vez que se me presentaba la oportunidad desde que había aceptado la condición de Bryce Bonesman de quedarme a vivir en Estados Unidos—. Tendría que haber hablado primero con él. ¿Y si no permite que los niños vengan a vivir a Nueva York con nosotros?

—Pues tendrán que quedarse en Irlanda y vivir con él.

—Ryan a duras penas los aguanta dos fines de semana al mes.

—Justamente. Recuérdaselo.

—Eres duro.

Se encogió de hombros.

—Quiero que este proyecto salga bien. Quiero esto para nosotros. ¿Podemos hablar un momento de mí? —preguntó en un tono juguetón—. Mañana debo impresionar a la Academy Manhattan con mis aptitudes como padre.

—Lo harás muy bien. Eres genial con tus sobrinos. —El miedo me asaltó de nuevo—. Mannix, ¿estamos haciendo lo correcto? Es un riesgo enorme.

—Me gustan los riesgos.

Lo sabía. Y también sabía que Mannix no era un insensato. Si estaba dispuesto a hacer esto, la apuesta no podía ser tan arriesgada.

—Qué cena tan rara —dije—. Con ese Arnold Ola y su horrible esposa. ¿Y qué me dices de Laszlo Jellico? Parecía que hubiesen contratado a alguien para hacer juegos de magia. Gilda, en cambio, me cayó muy bien.

—¿Es la novia de Laszlo Jellico?

—Espero que no —dije—. Parece demasiado dulce para alguien como él.

Mi karma y yo
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