Al tercer día de coma hubo una leve respuesta en el bulbo raquídeo de Roland, pero aún era pronto para cantar victoria.

—Existe un noventa por ciento de probabilidades de que no sobreviva —me dijo Mannix—. Y si sobrevive, la recuperación será larga.

Gilda y yo seguíamos adelante con la gira: Chicago, Baltimore, Denver, Tallahassee… Al quinto día tuve que dejar de correr.

—Si sigo, me moriré, Gilda. Lo siento, pero es así.

Hacía mis entrevistas, charlas y firmas de ejemplares en piloto automático. Gilda era una auténtica bendición. Me recordaba constantemente dónde estaba y qué hacía allí.

Extrañaba muchísimo a Mannix, pero cuando conseguía hablar con él estaba como ausente. A veces trataba de conectar conmigo diciendo algo como «Gilda me ha dicho que anoche hubo mucha gente», pero su corazón no estaba ahí.

En el transcurso de once días Roland sufrió tres paros cardíacos. En cada ocasión pensaron que iba a morir; sin embargo, resistió.

La gira tocó a su fin y Gilda y yo regresamos a Nueva York. Mi deseo era viajar enseguida a Irlanda para estar con Mannix, pero Jeffrey me necesitaba más. Esperanza y una canguro se habían ocupado de él durante mi ausencia, y marcharme otra vez nada más aterrizar habría sido un abandono en toda regla. Contemplé la posibilidad de sacarlo del colegio dos semanas antes del fin del trimestre y llevármelo a Irlanda, pero no podía sin más interrumpir sus estudios.

Siempre que Mannix lograba pasar un tiempo fuera del hospital se conectaba conmigo por Skype. Yo intentaba adoptar una actitud positiva y alegre.

—Piensa en Shep, Mannix. Tú, yo y Shep jugando en la playa.

Pero nunca conseguía arrancarle una sonrisa; su preocupación lo había vuelto inaccesible.

Betsy entraba y salía de nuestras vidas y nos traía extraños regalos, como cajas de marrons glacés con grandes lazos.

—Chad ha abierto una cuenta a mi nombre en Bergdorf Goodman —dijo—. Tengo dos shoppers personales. Están cambiando absolutamente mi imagen, incluida la ropa interior.

—¡Betsy! —Yo estaba horrorizada—. No eres una muñeca…

—Mamá. —Me miró de mujer-a-mujer—. Soy mayor. Y me estoy divirtiendo.

—Solo tienes dieciocho años.

—Dieciocho años es ser mayor.

—Son asquerosos. —Jeffrey había abandonado su marron glacé—. Parecen garbanzos.

—Creo que son garbanzos —dijo Betsy—. Garbanzos dulces.

Casi me echo a llorar. Tanto dinero invertido en su educación para convertirse en el juguete de un ricachón y confundir las castañas con los garbanzos.

En la fiesta de Navidad de Blisset Renown me encontré con Phyllis.

—¿Dónde está Mannix? —me preguntó.

—No ha venido.

—¿Ah, no?

—Está en Irlanda.

—¿Ah, sí?

Me negué a extenderme: Phyllis había tenido oportunidades de sobra para ponerse al día de mi vida y no se había molestado en hacerlo.

—He oído que Betsy se pasea por la ciudad con un hombre que le dobla la edad.

—¿Cómo te has enterado?

Me guiñó un ojo.

—¿Y cómo está ese hijo tuyo tan enfadado? ¿Jeffrey?

Suspiré y me di por vencida.

—Sigue enfadado.

—He visto en mi agenda que debes entregar tu segundo libro a Blisset Renown el uno de febrero. ¿Llegarás?

—Sí.

—¿Es bueno?

¿Lo era? Lo había hecho lo mejor posible.

—Lo es.

—Pues sube el listón —dijo—. Haz que sea excepcional.

—Feliz Navidad, Phyllis.

Me alejé. Estaba buscando a Ruben y lo encontré junto a una fuente de ceviche.

—¿Ruben?

—¿Sí?

—Me estaba preguntando… ¿alguna novedad sobre las listas?

—Sí. Una lástima.

—¿Guiño a guiño no está en ellas?

—Esta vez no. Oye, esas cosas pasan.

—Lo siento. —Me invadió una culpa atroz.

No podía contárselo a Mannix, bastante tenía ya con lo suyo, pero cuando llegué a casa llamé a Gilda, que respondió horrorizada:

—¿Se lo preguntaste a Ruben? Stella, nunca hagas esa pregunta. Si tu libro hubiera aparecido en las listas, créeme, tendrías a veinte personas llamándote para atribuirse el mérito.

El día en que la Academy Manhattan cerró para las vacaciones de Navidad volé a Irlanda con Betsy y Jeffrey.

Los niños se quedaron con Ryan y yo me instalé en el apartamento de Roland con Mannix, aunque él casi nunca estaba allí; vivía prácticamente en el hospital.

Mannix me había contado que Roland había mejorado; sin embargo, el primer día que fui a verlo me llevé una fuerte impresión. Estaba consciente y con el ojo derecho abierto, pero tenía la mitad izquierda de la cara paralizada y un hilo de baba le caía constantemente por la comisura izquierda de la boca.

—Hola, cielo —le susurré acercándome de puntillas—. Nos has tenido a todos muy preocupados.

Sorteé con sumo cuidado los cables que tenía conectados para poder darle un beso en la frente.

Roland emitió una especie de chillido leve. Sonaba tan patético y extraño que me asusté.

—Respóndele —me dijo Mannix casi con impaciencia.

—Pero… —¿Qué había dicho?

—Dice que estás preciosa.

—¿En serio? —Haciendo un esfuerzo por alegrar el tono, dije—: Muchas gracias. Tú, en cambio, has tenido días mejores.

Roland chilló de nuevo. Miré a Mannix.

—Pregunta qué tal la gira.

—¡Bien!

Tomé asiento e intenté aportar anécdotas divertidas, pero era una situación espantosa. Yo sabía por experiencia la angustia que generaba no poder hablar, y seguro que resultaba aún más duro para alguien tan elocuente como Roland.

Procuraba ocultar mi malestar. Pero a cada momento me asaltaban recuerdos de mis días en el hospital y sabía a ciencia cierta que a Roland le avergonzaba profundamente su estado.

—Está encantado de verte —insistió Mannix.

Los diez días que estuve en Irlanda los pasé sentada junto a Roland, contándole historias. Cuando terminaba una narración, Roland soltaba uno de sus terribles chillidos y la única persona capaz de interpretarlos era Mannix.

Aunque Rosemary Rozelaar era la neuróloga de Roland, resultaba evidente que había cedido todo el control a Mannix, quien se encontraba en su elemento, paseándose día y noche frente a la cama de Roland, estudiando informes y escáneres.

Los padres de Mannix seguían en Irlanda y se pasaban de vez en cuando por el hospital. Siempre daban la sensación de volver de una fiesta o de hallarse camino de alguna, y se traían ginebra en una petaca y la bebían en tazas de plástico junto a la cama de Roland.

Yo nunca me olvidaba de las deudas de Roland; me erosionaban el cerebro como una piedra en el zapato. Durante los últimos dos años Roland había saldado una gran parte, pero seguía debiendo miles y miles de euros, y era evidente que iba a tardar mucho, mucho tiempo en poder volver a trabajar.

Yo deseaba abordar el tema, porque no había duda de que al final tendría un impacto sobre Mannix y sobre mí, pero no quería añadir más preocupaciones a las que él ya tenía.

Finalmente fue él quien lo hizo. Una extraña mañana que no saltó de la cama para marcharse corriendo al hospital, dijo:

—En algún momento tendremos que hablar de dinero.

—¿Quiénes? ¿Nosotros?

—¿Qué? No. Me refiero a las deudas de Roland. Rosa y Hero. Y mis padres, aunque para lo que sirven… Hemos estado evitando el tema pero es necesario que convoquemos una reunión familiar. El problema es que ninguno de nosotros tiene un céntimo.

—Pero cuando entregue el nuevo libro en febrero…

—No podemos utilizar tu dinero para pagar las deudas de mi hermano.

—El dinero es de los dos, tuyo y mío.

Mannix meneó la cabeza.

—No sigas por ahí. Intentaremos buscar otra salida. Me voy a la ducha.

Camino del cuarto de baño sonó su móvil, que descansaba sobre la mesilla de noche. Suspiró.

—¿Quién es?

Miré la pantalla.

—¡Oh! Es Gilda.

—No hace falta que contestes.

—¿Para qué llama?

—Para preguntar por Roland.

Oh. Vale.

Dos días antes de que la Academy Manhattan reabriera sus puertas Betsy, Jeffrey y yo debíamos regresar a Nueva York.

—No puedo irme —me dijo Mannix—. Todavía no. Quiero esperar a que Roland se encuentre estabilizado.

—Tómate el tiempo que necesites.

Quería estar con Mannix, echaba de menos su presencia, sus consejos, todo su ser, pero estaba intentado comportarme como una persona más magnánima, más generosa.

Mannix nos llevó al aeropuerto y de pronto la idea de volver a Nueva York sin él se me antojó insoportable. Le quería, le quería tanto que me dolía, y sabía que tenía que decírselo. Tendría que haberlo hecho hace mucho tiempo.

Empujando nuestro carro, Mannix se abrió paso entre el caos posnavideño de la zona de preembarque hasta el mostrador de facturación.

—Poneos en la cola, chicos —dije a Betsy y a Jeffrey, y me llevé a Mannix a un lado.

—Mannix —dije.

—¿Qué?

—Te…

Empezó a sonarle el teléfono. Lo miró.

—Debo contestar —dijo—. ¿Rosa? Ya. Entiendo. Pero tienes que estar. Nos vemos allí.

—¿Va todo bien? —pregunté.

—Rosa está intentando escabullirse de la charla sobre el dinero de Roland. O la falta del mismo. Debo irme. Que tengas un buen vuelo. Llámame cuando llegues.

Me dio un beso fugaz en los labios, giró sobre sus talones y fue engullido rápidamente por la multitud. Me quedé donde estaba, paralizada por el pánico a que nuestro momento hubiese pasado, a que la mejor parte ya hubiese ocurrido mientras yo estaba esperando llegar a ella y ahora estuviésemos en la cuesta abajo.

El mes de enero en Nueva York fue nevoso y muy tranquilo. La promoción de Guiño a guiño finalmente había terminado y mis días eran extrañamente apacibles. Aparte de ir al cine una vez a la semana con Gilda, no tenía vida social. Trabajaba en Justo aquí, justo ahora y el momento álgido del día era una llamada o un Skype de Mannix. Parecía que Roland estaba empezando a estabilizarse. Yo siempre deseaba preguntarle a Mannix cuándo iba a volver, pero me contenía. Tampoco le preguntaba por las finanzas de Roland. Sabía que habían tenido una reunión familiar, y si Mannix estaba demasiado estresado para hablarme del resultado de la misma, debía respetarlo.

La última semana de enero recibí una llamada inesperada de Phyllis.

—¿Cómo va el libro nuevo?

—Ya lo he terminado. Estoy con los últimos retoques.

—¿Por qué no vienes a verme? Hoy. Trae el manuscrito.

—Vale. —¿Por qué no? No tenía nada mejor que hacer.

Cuando entré en el despacho de Phyllis, lo primero que dijo fue:

—¿Dónde está Mannix?

—En Irlanda.

—¿Qué? ¿Otra vez?

—No. Todavía.

—Oooh. —Phyllis no estaba al corriente de esa información y yo no tenía ganas de contarle toda la historia—. ¿Qué está ocurriendo entre vosotros? —me preguntó.

—Nada… —Me encogí de hombros—. Cosas.

—¿Cosas? —Me miró fijamente a los ojos pero no di mi brazo a torcer.

—¿No querías ver mi nuevo libro? —Le tendí el manuscrito.

—Sí. Andan diciendo cosas por ahí que me están poniendo nerviosa.

Me alarmé al instante.

Phyllis leyó detenidamente las primeras nueve o diez páginas, luego empezó a pasar las hojas deprisa. Antes de llegar al final, dijo:

—No.

—¿Qué?

—Lo siento, cielo, no sirve. —Su tono afable fue lo que más me inquietó—. Guiño a guiño no ha funcionado. Les cuestas dinero. Debes escribir algo diferente. No comprarán esto.

—Es exactamente lo que Bryce me dijo que escribiera.

—Porque la situación era diferente entonces. Han pasado dieciocho meses y Guiño a guiño ha sido declarado un fiasco.

—¿Un fiasco? —Nadie me lo había dicho—. ¿Total?

—Total. ¿Creías que nadie te llamaba porque están a dieta y malhumorados? Nadie te llama porque les das pena. Blisset Renown no sacará una segunda edición de Guiño a guiño.

—¿No podemos esperar y ver qué opinan?

—Imposible. Nunca debes llevarles nada que sabes que rechazarán. En pocas palabras, Stella, no voy a representar este libro. Márchate y vuelve con otra cosa, y hazlo pronto.

¿Como qué? Yo no era escritora, no era una persona creativa. Simplemente había tenido suerte. Una vez. Lo que podía ofrecer era más de lo mismo.

—Eras rica, tenías éxito y estabas enamorada —dijo Phyllis—. ¿Y ahora? Tu carrera se ha ido a la mierda y no tengo ni idea qué pasa entre tú y ese hombre, pero se diría que la cosa no va nada bien. ¡Tienes ahí un montón de material! —Se encogió de hombros—. ¿Quieres más? Tu hijo adolescente te odia. Tu hija está malgastando su vida. Has entrado en los cuarenta. De aquí a dos días estarás menopáusica. No podría irte mejor.

Moví los labios pero de mi boca no salió una palabra.

—En otros tiempos fuiste sabia —prosiguió Phyllis—. Lo que escribiste en Guiño a guiño llegó a la gente. Vuelve a intentarlo con estos nuevos desafíos. Envíame el libro cuando esté terminado. —Estaba de pie y trataba de conducirme hacia la puerta—. Tienes que irte, debo ver a unos clientes.

Me aferré a mi silla con desesperación.

—Phyllis. —Estaba suplicando—. ¿Tú crees en mí?

—¿Quieres un chute de autoestima? Ve al psiquiatra.

Me arrojó a la calle nevada. Por la tarde me llamó.

—Tienes hasta el uno de marzo. Prometí a Bryce algo «novedoso y fascinante». No me falles.

Estaba destrozada. No sabía qué hacer. Era imposible que pudiera escribir un nuevo libro. Pero una cosa estaba clara: no podía contárselo a Mannix. Bastante tenía con lo suyo.

La idea de no tener ingresos a partir de entonces me creaba una sensación de estar al borde del abismo que me resultaba insoportable. Mannix y yo habíamos sabido desde el principio que dejar nuestros trabajos para mudarnos a Nueva York constituía un gran riesgo. Sin embargo, nunca habíamos contemplado de qué manera podrían torcerse las cosas y dónde nos dejaría eso financieramente. Basándome en lo que Bryce había dicho en nuestra primera reunión, yo había supuesto que tenía por delante una carrera de varios años, una carrera que nos garantizaría una seguridad económica indefinida.

Me tiré dos días paralizada de miedo y con la mirada perdida. Gilda se percató de que estaba rara pero le di largas. Me aterraba hablar de lo que había ocurrido. Si hablaba de ello, se volvería real.

Luego, en una de esas bromas que a Dios le gusta gastarnos, Mannix telefoneó para decirme que volvía a Nueva York al día siguiente.

—Roland ya no corre peligro y no hay nada más que yo pueda hacer por él.

—Bien —dije.

—¿No te alegras?

—Estoy encantada.

—No lo parece.

—Lo estoy, claro que lo estoy, Mannix. Sabes que lo estoy. Hasta mañana.

En un momento de desesperación, llamé a Gilda y le conté lo que Phyllis me había dicho, palabra por palabra.

—No te muevas de ahí. Voy para allá.

Llegó media hora después con las mejillas sonrosadas a causa del frío. Llevaba un gorro de pelo blanco, unas botas también de pelo blanco y un plumón del mismo color. Estaba cubierta de copos de nieve, incluso en las pestañas.

—Hace un frío que pela. ¡Hola, Jeffrey!

Jeffrey se acercó para abrazarla. La propia Esperanza asomó la cabeza por la puerta y dijo:

—Señora, parece una princesa de cuento de hadas.

—Me gusta eso, Esperanza. —Gilda sonrió y Esperanza se retiró—. ¿Dónde podemos hablar? —Se quitó varias capas de abrigo.

—Vamos a mi cuarto.

—Bien. Cierra la puerta. Stella, voy a proponerte algo. Si no te gusta, olvida que te lo he dicho y nunca más volveremos a mencionarlo.

—Habla… —Pero ya sabía lo que se disponía a decir.

—Colaboremos.

—Sigue.

—Fusionemos nuestros dos libros…

—Mmm.

—Y creemos una guía práctica de todas las enfermedades, tanto físicas como espirituales, dirigida a aquellas mujeres que desean tener una vida plena.

Qué gran idea.

—¡Sí!

—Tú y yo formamos un buen equipo, Stella. Siempre ha sido así. El destino nos ha unido.

—Podríamos titular el libro así: «Destino».

—¡Claro! ¿O qué te parecería «Tu mejor ser»?

—Tampoco tenemos que decidir el título ahora.

—Entonces ¿seguimos adelante? —preguntó—. ¿Esto está ocurriendo de verdad?

—¡Sí! —exclamé, eufórica y casi mareada de puro alivio.

—Solo una cosa: no quiero que Phyllis sea nuestra agente.

—Oh, Gilda. —La euforia se me pasó de golpe—. Firmé un contrato con ella cuando empezó todo esto. Estoy obligada a tenerla de agente.

—No si las autoras somos las dos. Tu nombre saldrá en la portada en grande y el mío en pequeño, por supuesto, pero legalmente puedes prescindir de ella.

—No sé…

—Oye, Phyllis fue la agente idónea para tu primer libro. Te dio a conocer y te consiguió el contrato. Pero ahora ya no la necesitas. ¿Qué sentido tendría pagarle un diez por ciento por no hacer nada?

—¿Y quién sería nuestro agente?

Me miró como si hubiera perdido el juicio.

—Mannix, por supuesto. ¿No es evidente?

En cierto modo lo era.

—Acuérdate del contrato tan bueno que te consiguió con aquella editorial irlandesa.

—¿Podemos hablar de esto con él? —pregunté.

—¡Claro! Llega mañana. Le damos veinticuatro horas para recuperarse del jet lag y lo abordamos. —A Gilda se le escapó una risita—. No podrá resistirse.

—La ha cagado. —Gilda estaba defendiendo con vehemencia sus razones para pasar de Phyllis—. Tendría que haberte conseguido el segundo contrato nada más firmar el primero, pero pensaba que si esperaba un poco sacaría más dinero. Pecó de avariciosa.

Mannix y yo cruzamos una mirada: al excluir a Phyllis, ¿no estábamos pecando también de avariciosos?

—Solo estáis siendo inteligentes —aseguró Gilda.

—No sé… —repuso Mannix—. Siento que le debo lealtad a Phyllis.

—Y yo —dije.

—No es una cuestión de lealtad —dijo Gilda—. Esto es un negocio. Ella seguirá siendo la agente de Stella para todo aquello que se publique bajo su nombre. Siempre y cuando obtengas su visto bueno, claro. Pero una cosa está clara, chicos: Phyllis se ha negado a defender el segundo libro de Stella y necesitáis el dinero.

Al final todo se reducía a eso: dinero.

Nos habíamos gastado casi todo el anticipo. No en bólidos y champán, sino en las exigencias diarias de una ciudad tan cara como Nueva York.

—Necesitáis dinero para vivir —dijo Gilda dirigiéndose a Mannix—. Y están las deudas de Roland.

La miré desconcertada: ¿Gilda sabía cuánto debía Roland? Porque yo no. A lo mejor solo estaba hablando en términos generales.

Tras un largo silencio, Mannix dijo:

—Si esta es nuestra mejor oportunidad de seguir obteniendo ingresos, acepto.

—¡Bien! El diez por ciento para ti. Stella y yo iremos al cincuenta.

—Vale.

Mannix sonaba tan cansado que dije:

—Pensaba que te había gustado la vez que me hiciste de agente.

—Y me gustó.

—¿Quién se lo dirá a Phyllis? —preguntó Gilda.

Después de un silencio, Mannix dijo:

—Yo.

—Hazlo ahora —propuso Gilda—. Dejemos zanjado este tema.

Mannix cogió obedientemente su móvil. Gilda se levantó.

—Buf —dijo casi con deleite—, prefiero no escuchar la conversación. Vamos a servirnos una copa de vino, Stella.

Mannix entró en la cocina minutos después. Le tendí una copa de vino.

—¿Y…? —pregunté.

Bebió un largo sorbo.

—¿Cómo se lo ha tomado? —preguntó Gilda.

—Como era de esperar.

—¿Tan mal? —dije—. ¡Vaya!

Mannix se encogió de hombros. No parecía que le importara.

Mi karma y yo
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