—Nada. —La voz de Mannix retumbaba en la línea—. No hay ninguna respuesta.

—No pierdas la esperanza —le dije—, todavía queda tiempo. —Habían pasado dos días desde el derrame.

—Mis padres han venido de Francia.

Tragué saliva. Si los padres de Roland habían viajado a Irlanda, eso significaba que la cosa era grave.

—Hoy le haremos otra resonancia —me explicó Mannix—. Puede que aparezca actividad en el bulbo raquídeo.

—Crucemos los dedos —dije.

—Te echo de menos.

—Y yo a ti.

Deseaba decirle que le quería, pero si lo hacía ahora, por teléfono y en esas circunstancias, parecería que lo hacía por pena.

Había otorgado tanta importancia al momento de pronunciar esas palabras que había terminado en un callejón sin salida. Me había dicho demasiadas veces que la situación tenía que ser idónea, y ahora me daba cuenta de que las situaciones idóneas no existían.

—¿Cómo estás tú? —me preguntó—. He oído que con Gilda tienes que hacer ejercicio de verdad. No puedes tumbarte en el suelo y resoplar en el teléfono como en las otras dos giras.

—¿Cómo lo sabes?

—Gilda me llamó para informarme de tus progresos. Stella, si no te ves capaz de salir a correr con todo el trabajo que tienes, díselo. ¿En qué ciudad estás ahora?

—En Baltimore, creo. Tenemos una cena benéfica.

—Llámame antes de irte a dormir.

—Lo haré. Prométeme que intentarás ser positivo.

—Te lo prometo.

Cada vez que hablaba con Mannix me obligaba a emplear un tono alegre, pero estaba muerta de preocupación.

¿Y si Roland fallecía? La idea de un mundo sin Roland me ponía tremendamente triste. Era una persona tan especial.

… Pero una persona especial con muchas deudas. Alguien tendría que pagarlas. Mis pensamientos egoístas eran fugaces, pero hacían que me avergonzara de todos modos.

¿Y qué le pasaría a Mannix si Roland no salía de esta? ¿Cómo afrontaría la muerte de la persona que más quería en el mundo?

Aunque Roland no muriera, su recuperación sería lenta y costosa. ¿Cómo íbamos a pagarla?

Quizá alguien tendría que haberle dicho a Roland que estar tan gordo no era una buena idea. Pero sabiendo lo divertido, listo y encantador que era, habría sido como asestarle una patada a un cachorro. Y Dios sabe que lo había intentado. Había trabajado con un entrenador personal desde su regreso de las vacaciones en California.

Con un suspiro, me puse los tacones, agarré mi bolso de fiesta y llamé a la puerta que conectaba mi habitación con la de Gilda. Un segundo después entré.

—¡Oh! —Gilda estaba trabajando en su portátil. Lo cerró de golpe.

—Lo siento. —Me detuve en seco—. He llamado. Pensaba que me habías oído.

—Ah… vale.

—Lo siento —repetí reculando hacia la puerta—. Avísame cuando estés lista.

Me pregunté por qué se mostraba tan misteriosa, pero tenía derecho a su intimidad.

—No, Stella, espera —dijo—. Soy una estúpida. Verás, estoy… estoy trabajando en un proyecto. Si te lo enseño, júrame que no te reirás.

—Claro que no me reiré.

Pero en ese momento habría dicho cualquier cosa, porque estaba deseando saber de qué iba.

Pulsó actualizar y en la pantalla apareció una página a color que decía: Tu mejor ser: la salud óptima de una mujer desde los diez hasta los cien de Gilda Ashley.

—Dios mío, es un libro. —Estaba atónita.

—Solo es algo con lo que llevo un tiempo jugando…

—¿Puedo verlo?

—Claro.

Me pasó el portátil y empecé a avanzar las páginas. Cada capítulo se centraba en una década de la vida de la mujer, en la comida y el ejercicio adecuados, los cambios físicos que debía esperar y la mejor manera de aceptar las dolencias propias de esa edad. Cada década tenía un fondo diferente, de un bonito color, y la información estaba distribuida a lo largo de las páginas con simpáticos puntos y bonitas columnas laterales.

El diseño era fantástico. Las páginas no estaban sobrecargadas de texto y las fuentes cambiaban conforme avanzaban las décadas, empezando por una fuente estilo viñeta para las adolescentes, siguiendo con fuentes más elegantes para los treinta, los cuarenta y los cincuenta, y terminando con fuentes más grandes y fáciles de leer para los sesenta en adelante.

—Está muy bien —dije.

—Está casi terminado —explicó, cohibida—, pero faltan algunos detalles.

—Es genial —insistí.

Lo que lo hacía tan atractivo era su simplicidad; a la gente le echaban para atrás los libros pesados y cargados de texto. Este libro era asequible e informativo, y con sus bonitos colores y la hábil ubicación de sus ilustraciones conseguía transmitir optimismo.

—El diseño es fantástico —dije.

Se ruborizó.

—Joss me ayudó un poco. Bueno, mucho.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en este libro?

—Una eternidad… por lo menos un año. Pero no empezó realmente a tomar forma hasta que conocí a Joss. ¿Te importa, Stella?

Debía reconocer que estaba afectada, en parte por el hecho de que lo hubiera mantenido en secreto. Pero era una reacción infantil por mi parte. Y mezquina. ¿Por qué no podía Gilda escribir un libro? Esto no era un juego de suma cero donde solo un número limitado de personas tenía permitido escribir. Después de todo, mi contrato editorial había sido un verdadero golpe de suerte.

—No, no me importa —me obligué a responder—. Gilda, este libro es lo bastante bueno para editarlo. ¿Quieres que se lo enseñe a Phyllis?

—¿Esa loca que evita el contacto físico y roba magdalenas para sus gatos? No, gracias.

A las dos se nos escapó la risa, pero yo no pude mantener la mía mucho tiempo.

—Gilda —dije con tiento—, tú has conocido a otros agentes literarios, ¿verdad? —Estaba intentando hacer alusión a su época con Laszlo Jellico sin generarle mal rollo—. ¿Son todos tan duros como Phyllis?

—¿Bromeas? Esa mujer está mal de la cabeza. He topado con algunos excéntricos, los cuales pueden ser bastante divertidos, y unos cuantos están un poco chiflados. Pero esa Phyllis es horrible. Tuviste mala suerte porque debías tomar una decisión rápida. Si hubieses dispuesto de más tiempo, habrías podido entrevistar a varios agentes y elegir uno que fuera de tu gusto.

—Mannix dice que Phyllis no tiene que gustarme. Que esto es solo un negocio.

—Tiene razón. ¿Y sabes qué es lo más fuerte de todo?

—¿Qué? —pregunté, nerviosa.

—Que Mannix sería un agente fantástico.

Mi karma y yo
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