«Yo no tenía la barriga plana, pero por lo menos no iba por ahí partiéndome las piernas al levantarme de una silla.»
Extracto de Guiño a guiño
—¡Odio mi vida! —declaró Betsy—. ¡Ojalá no hubiera nacido! —Abandonó mi cubículo a grandes zancadas.
¡Había cambiado el discurso! ¿Ayer mismo no me estaba diciendo el fabuloso regalo que era la vida?
Miré inquisitivamente a Karen y a Jeffrey.
«¿Qué ha ocurrido?».
Jeffrey se puso colorado y desvió la mirada.
—Anoche tuvo su visita del mes —explicó Karen—. No había tampones en casa e intentó salir a comprarlos a escondidas, pero Ryan la pilló y tuvo que contárselo.
Me odié: no debería estar tumbada en esta cama de hospital, tendría que estar en casa, cuidando de mi familia. La situación debió de ser espantosa para ambos. Betsy era muy reservada con su cuerpo y a Ryan se le ponían los pelos de punta cuando alguien comentaba que su pequeña estaba hecha una mujercita. Tendrías que haberlo visto el día que compré a Betsy su primer sujetador.
—Es demasiado pequeña —había balbuceado Ryan.
—Pero tiene pecho —había dicho yo.
—¡No digas eso! ¡No lo digas! —Ryan se había tapado la cara con las manos—. ¡No tiene!
—Betsy estaba muerta de vergüenza —continuó Karen—. Y Ryan también, como puedes imaginar, pero aún así salió a comprarle una caja de tampones. De la marca equivocada, claro… —Hizo una pausa y añadió—: Pero se ha portado como un jabato. Sé que siempre lo he tachado de gandul, pero lo está haciendo muy bien. Cocina y todo.
Yo sabía a qué llamaba Karen cocinar. Si metía en el microondas una bolsa de arroz se creía una aspirante a Masterchef.
—Será mejor que me lleve a tus hijos al cole —dijo levantándose—. Mamá y papá vendrán esta tarde. Busquemos a tu hermana, Jeffrey.
Y se fueron, dejándome sola con mis pensamientos.
Pobre Betsy. A su edad todo parecía tan importante y trágico. «¡Ojalá no hubiese nacido!».
Por extraño que resultara, pese a los tenebrosos lugares donde yo había estado durante el último mes, ni una sola vez había deseado no haber nacido.
Quizá fuese porque la muerte siempre estaba presente en esta sala: constantemente moría gente en las camas a mi alrededor. A veces pasaban cinco o seis días sin bajas y luego morían dos pacientes en una misma mañana.
Cada vez que eso ocurría daba las gracias porque no me hubiera tocado a mí.
Eso no quiere decir que mis pensamientos fuesen siempre positivos. Lamentaba haber contraído esta extraña y terrible enfermedad y lamentaba no poder irme a casa y estar con mis hijos y con Ryan y trabajando. ¡Dios, qué valioso me parecía todo eso ahora! Era muy duro sentirse tan asustada y sola, pero jamás, ni siquiera cuando me dolía terriblemente la cadera, deseaba no haber nacido.
Un dicho que solía decir mi abuela rodaba como una piedrecilla por las profundidades de mi mente: «Si te alistas, has de mantenerte al pie del cañón».
¿Te has fijado que la gente mayor siempre tiene una letanía de noticias horribles? A una mujer que vivía al final de la calle le habían robado las tejas del tejado, un semáforo había caído sobre el marido de menganita y el perro del hombre que trabajaba en correos había mordido a un abogado.
Pues bien, cada vez que la abuela Locke (la madre de papá) venía a vernos, contaba toda clase de desdichas y cuando terminaba, suspiraba con gratificante pesar y decía: «Si te alistas, has de mantenerte al pie del cañón».
Con ello quería decir que cuando te enrolas en esto que es la vida, lo aceptas todo, lo bueno y lo malo; no existe una cláusula que te permita excluir el dolor. Todo el mundo sufría —ahora podía verlo con una claridad pasmosa—, incluso los padres del colegio de Betsy y Jeffrey. Desde fuera, sus vidas semejaban un largo carrusel de vacaciones fabulosas, pero oías cosas. Una de las madres, médico de profesión, fue despedida por colocarse con sus propias provisiones de calmantes con receta.
Otra madre, una de las más fabulosas —tendrías que haberla visto, parecía la esposa de una estrella del rock—, llevaba tejanos de la sección infantil y estaba muy, muy delgada, de esa manera que parece natural. Pues bien, un día se rompió el fémur al levantarse de una silla y resultó que tenía osteoporosis, ¡a los treinta y cinco! Anoréxica desde niña, al parecer.
La ingresaron de inmediato en un psiquiátrico y no volví a verla. (¿Me convierte en una persona malísima —probablemente— que su historia me proporcionara cierto consuelo? Yo no tenía la barriga plana, pero por lo menos no iba por ahí partiéndome las piernas al levantarme de una silla).
Todo el mundo sufría, no solo yo.
Por ahí venía Mannix Taylor. La bata de médico desabrochada y ondeando: siempre que aparecía lo hacía con un gran revuelo.
«Abróchate la jodida bata».
Acercó una silla y, casi con alegría, dijo:
—Stella, sé que no te caigo bien.
Guiñé el ojo izquierdo. No. ¿Qué sentido tenía mentir? Era evidente. Y yo tampoco le caía bien a él.
—Pero ¿te prestarías a trabajar conmigo en un pequeño proyecto? —Parecía… entusiasmado.
«Eeeh… bueno…». Guiñé el ojo derecho.
—¿Es todo lo que puedes hacer? —preguntó—. ¿Parpadear?
Le clavé la mirada. Empleando mi tono más sarcástico, pensé: «Lamento decepcionarte».
—Vale, solo quería asegurarme. Verás, he estado pensando en tu situación. Es intolerable que no puedas comunicarte. ¿Has oído hablar del libro La escafandra y la mariposa?
Sí. Papá me lo había hecho leer años atrás.
—Lo escribió un hombre que, como tú, solo podía mover los párpados. De hecho, solo podía mover uno, por lo que su situación era aún peor que la tuya. Lo que intento decirte es que si puedes parpadear, puedes hablar. Así que piensa en algo que te gustaría decirme. —Sacó un bolígrafo del bolsillo. Con una sonrisita burlona, dijo—: Intenta que sea agradable. —Desprendió una hoja de la tablilla que había a los pies de mi cama y la giró por el lado en blanco—. No tienes la suficiente energía para decir muchas cosas, así que ve al grano. ¿Has pensado ya en algo?
Guiñé el ojo derecho.
—Bien. Primera letra. ¿Es una vocal?
Guiñé el ojo izquierdo.
—¿No? ¿Es una consonante?
Guiñé el ojo derecho.
—Una consonante. ¿Está en la primera mitad del alfabeto, entre la A y la M? ¿No? ¿Segunda mitad?
Volví a guiñar el ojo derecho.
—¿Es la N? —preguntó.
Guiñé el ojo izquierdo.
—Para, para —dijo—. Acabarás agotada si respondes a cada letra. Tenemos que perfeccionar el método. Bien, si no es la letra correcta, no parpadees. Yo te observaré y haré el trabajo duro, ¿vale? ¿Es la P?
No reaccioné.
—¿Q? ¿R? ¿S?
En la S guiñé el ojo derecho.
—¿La S? Bien. —La escribió en su hoja—. Segunda letra. ¿Una vocal? ¿A? ¿E? ¿I? ¿Es la I? Bien, siguiente letra. ¿Vocal? No, consonante…
Continuamos así hasta que hube deletreado la palabra «SIENTO».
Se recostó en su silla y dijo:
—¿Qué es lo que sientes? —Soltó una risa burlona—. Estoy deseando averiguarlo. ¿Te ves capaz de continuar?
«Ya lo creo».
Proseguimos hasta que terminé de «decir», «SIENTO LO DE TU COCHE».
—Tu primera oportunidad en un mes de comunicarte y la empleas para mostrarte sarcástica. ¿Nada de tengo frío o calor o dolor? Bueno, me alegra saber que estás tan bien. Y yo preocupándome por ti.
De pronto lamenté profundamente haber desperdiciado esa preciosa oportunidad haciéndome la listilla. Debería haber pedido que alguien obligara a Jeffrey a lavarse el pelo —sospechaba que no lo había hecho desde mi ingreso en el hospital— o que Karen comprara Grazia y me la leyera en voz alta.
—No te preocupes. —Mannix Taylor inclinó elegantemente la cabeza—. Disculpas aceptadas.
«¿Quién es ahora el sarcástico?».
—¿Quién es ahora el sarcástico? —farfulló para sí, y levantó raudamente la vista. Casi asustado, dijo—: Eso era justo lo que estabas pensando.
Guiñé el ojo izquierdo. No.
Sacudió la cabeza.
—Para no poder mover ni un solo músculo, Stella Sweeney, tu cara de póker es un desastre. Ya que lo mencionas, te diré que el coche que embestiste no era mío.
Empecé a parpadear. «¿DE QUIÉN ERA?».
Mannix Taylor contempló la hoja donde había transcrito mis guiños. Luego levantó la vista.
—Stella… —Meneó la cabeza con una sonrisa—. ¿Por qué no olvidas el asunto?
Pero quería saberlo.
Se me quedó mirando tanto rato que pensé que no iba a decírmelo. Luego, para mi sorpresa, declaró:
—Era el coche de mi hermano.
«¿De su hermano?».
—Más o menos.
«¿Lo era o no lo era?».
—Había convencido al concesionario para que le dejara conducir un Range Rover antes de pagarlo.
«¿Cómo?».
—Mi hermano es un hombre sumamente encantador. —Mannix me miró con sorna—. Es evidente que no me parezco nada a él.
«Oye, eso lo has dicho tú…».
—Me disponía a devolver el coche al concesionario, pero no estaba asegurado. Era un trayecto corto y yo tengo seguro a terceros, pero…
Tardé unos instantes en unir todos los puntos hasta obtener la imagen completa, y no era una imagen agradable. Mannix Taylor había estado conduciendo un coche nuevo del que no tenía seguro, de modo que el coste del vehículo podría recaer en él.
Puede que el hombre colérico que me había embestido por detrás, pese a su ataque de furia, no fuera declarado responsable del accidente.
Ignoraba cuánto costaba un Range Rover, pero seguro que un ojo de la cara.
—«Lo siento».
—No te preocupes. —Se frotó la cara con la mano.
Estaba tan necesitada de conversación que habría escuchado gustosamente cualquier cosa, pero esta historia no tenía desperdicio.
Le insté a continuar con la mirada.
—Se trata de mi hermano mayor. Se llama Roland Taylor y es agente inmobiliario. Probablemente sepas quién es. Todo el mundo lo conoce. Todos lo adoran.
Roland Taylor. ¡Sí, sabía quién era! Salía en programas de entrevistas, increíblemente gordo y deleitando a la gente con anécdotas divertidas. La verdad es que era muy ameno: el primer agente inmobiliario famoso de Irlanda. Una de las muchas cosas raras que el Tigre Celta ha creado, junto con conocidos oculistas y reputados zahoríes.
Pese a su tamaño, Roland Taylor siempre vestía ropa moderna y gafas retro, pero conseguía resultar encantador en lugar de ridículo. Era realmente simpático, de esos famosos que te gustaría tener como amigo en la vida real. Y hete aquí que era el hermano de Mannix Taylor. ¡Quién me lo iba a decir!
—Mi hermano tiene… problemas —continuó Mannix Taylor—. Con el dinero. Con lo que gasta. No es culpa suya, es un… un rasgo familiar. Algún día te hablaré de ello. —Me miró como si estuviera considerándolo—. O puede que no…