«En lugar de pensar “¿por qué a mí?”, pienso “¿por qué no a mí?”.»
Extracto de Guiño a guiño
En mi cama del hospital todo cambió tras el advenimiento del Código por Guiños. Mi primera comunicación con mi familia fue pedir a Karen que me lavara el pelo, y solo una persona con su empuje habría podido conseguirlo, pues supuso una tarea colosal que implicó láminas de plástico, jarras, esponjas e incontables cuencos de agua. Por no mencionar el delicado sorteo de todos los tubos que entraban y salían de mi cuerpo. Mamá, Betsy y Jeffrey hicieron de ayudantes corriendo obedientemente al cuarto de baño para vaciar el agua jabonosa y regresar con agua limpia. Finalizado el lavado, Karen me hizo tirabuzones con el secador. Me sentí tan limpia que me entraron ganas de llorar.
Mi siguiente petición fue una promesa solemne de Betsy y de Jeffrey de que no se relajarían con los estudios, y mi tercer deseo fue un poco de diversión. Estaba harta de que la gente entrara, me mirara con cara de pena durante quince minutos y se largara. Quería distracciones, quería incluso reír. Habría dado mi vida por un capítulo de Coronation Street, pero como eso quedaba descartado, tal vez alguien podría leerme alguna revista: estaba ávida de noticias sobre uniones y rupturas de famosos, sobre engordes y adelgazamientos y sobre las nuevas tendencias en belleza y zapatos.
Luego la cosa se torció un poco. Papá se enteró de que yo había pedido que me leyeran y llegó todo contento con un libro de la biblioteca dentro de una bolsa de plástico.
—Una primera novela —anunció agitándola en el aire— de un americano. Tom Wolfe lo describió como el mejor novelista del siglo veintiuno. Joan lo separó especialmente para ti.
Acercó una silla y empezó a leer, y era terrible, sencillamente terrible.
—«Caídas. Carretas. Tómbolas. Llenas de leche. Abundancia. Carne cremosa que rebosa. Cascada copiosa».
Mannix Taylor apareció detrás de él.
—Piel. Pellejo. Una verdad teutónica —siguió leyendo papá—. Carne. Todo lo que somos y todo lo que seremos. Finos sacos dérmicos de agua roja y músculo marmóreo. Gente de cartílago…
—¿Qué es esto? —Mannix Taylor parecía molesto.
Papá saltó de la silla y se volvió hacia él.
—Mannix Taylor, el neurólogo de Stella. —Mannix le tendió la mano.
—Bert Locke, el padre de Stella. —Papá aceptó el apretón a regañadientes—. Y Stella quiere que le lean.
—Está débil. Necesita su energía para sanar su cuerpo. Hablo en serio. Eso… —Mannix señaló la novela con gesto desdeñoso— parece denso. Demasiado para ella.
Suspiré en silencio. Mannix Taylor era tan despótico que hacía enemigos sin despeinarse.
—¿Y qué debería leerle? —preguntó papá con sarcasmo—. ¿Harry Potter?
Estaba troceando una cebolla. Aunque esté mal que lo diga yo, era un crack, como un chef en uno de esos programas. Mis dedos, ágiles y veloces, empuñaban mi carísimo cuchillo japonés, proyectando destellos de acero azul. Estaba rodeada de gente de rostro borroso que soltaba grititos de admiración. Con gran seguridad, giraba la cebolla noventa grados y comenzaba otro troceado frenético, casi demasiado rápido para el ojo humano, hasta que finalmente soltaba mi carísimo cuchillo japonés.
Y ahora viene lo mejor. Tenía las manos alrededor de la cebolla, casi como si estuviera orando. Entonces la levantaba despacio, como si hubieran emprendido el vuelo, y —voilà!— la cebolla se deshacía en trocitos perfectos y la gente prorrumpía en aplausos.
Un segundo después estaba despierta. Y en mi cama del hospital, en mi cuerpo inmóvil, con unos dedos completamente inútiles.
Algo me había despertado.
Alguien. Mannix Taylor. Estaba a los pies de mi cama, observándome.
Guardó un silencio tan largo que me pregunté si se había quedado mudo, con lo que ya seríamos dos. Finalmente habló.
—¿Alguna vez piensas «¿por qué a mí?»?
Lo miré con desdén. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Acaso Saoirse, su hija disléxica imaginaria, no conseguía estar entre los cinco mejores de su curso pese a las clases particulares?
—No estoy hablando de mí —continuó—, sino de ti. —Señaló toda la parafernalia de hospital—. Contrajiste esta insólita enfermedad. No imaginas lo rara que es. Y cruel… No poder hablar, no poder moverse, es la peor pesadilla de la mayoría de la gente. Así que deja que te lo pregunte de nuevo: ¿alguna vez piensas «¿por qué a mí?»?
Me tomé un segundo antes de parpadear. No. Pensaba muchas cosas, pero eso no.
Mannix Taylor introdujo una mano en el esterilizador que había junto a mi cama y sacó un bolígrafo y una libreta que alguien —¿tal vez él?— había traído.
—¿En serio? —preguntó—. ¿Por qué no?
—¿POR QUÉ NO A MÍ?
—Sigue. —Parecía realmente interesado.
—¿POR QUÉ TENGO QUE SER YO ESPECIAL? LAS TRAGEDIAS OCURREN CONSTANTEMENTE. CADA DÍA SUCEDE ALGUNA DESGRACIA. ES COMO LA LLUVIA. A VECES TE MOJAS.
—Caray —dijo—. Eres mejor persona que yo.
No lo era. Se lo debía a mi padre. Durante mi infancia papá me había desactivado por completo la aplicación de la autocompasión. Cada vez que la probaba, me daba un manotazo en la oreja y decía:
—Basta. Piensa en otras personas.
—¡Ay! —aullaba yo.
Y él decía:
—Sé amable, pues cada persona que encuentres en tu camino está librando una dura batalla. Lo dijo Platón. Un griego.
A lo que yo respondía:
—¿Y qué tiene de amable darme un manotazo en la oreja?
—Antes de que me olvide… —Mannix Taylor sacó un libro del bolsillo de su bata—. Le pedí a mi mujer que me recomendara algo. Dice que es ligero pero que está bien escrito. —Guardó el libro en el esterilizador y me miró con recochineo—. A ver qué opina tu padre.
«Oye, no te burles de mi padre».
—Lo siento —dijo a pesar de que yo no había hablado—. Bueno, me he puesto en contacto con dos neurólogos de Texas que han trabajado directamente con el síndrome de Guillain-Barré y tengo información. Cuando los envoltorios de tus nervios empiecen de nuevo a crecer, y no sabemos cuándo ocurrirá eso, es posible que tengas picores u hormigueos, o que experimentes dolor, el cual podría ser agudo, y en cuyo caso miraremos la manera de tratarlo. —Hizo una pausa y, algo exasperado, añadió—: Con eso quiero decir que te medicaremos. No sé por qué no podemos decirlo así… En fin. Cuando puedas volver a moverte, tus músculos estarán atrofiados por la falta de uso, de modo que cada día deberás hacer fisioterapia intensiva. Pero tendrás poca energía, por lo que solo podrás hacer sesiones breves. Tardarás varios meses en volver a tener un cuerpo y una vida normal. Tu hermana dijo que soy cruel por decirte la verdad. Yo pienso que lo cruel es no decirla. Otra cosa —prosiguió—, existe una prueba llamada EMG que puede decirnos hasta qué punto están dañadas las vainas. Nos daría una idea real de cuánto durará tu recuperación. La máquina de este hospital, no obstante, está rota. Yo visito en otro hospital que tiene una máquina que funciona.
Sentí un subidón de esperanza.
—Pero como estás en la UCI, no puedes ser trasladada a otro hospital —dijo—. Temas de burocracia, de seguros, lo de siempre. Este hospital se niega a darte el alta ni siquiera un par de horas, y ningún otro hospital está dispuesto a asumir la responsabilidad.
Un aullido de angustia estalló dentro de mí, pero como no tenía adónde ir fue devuelto de inmediato a mis células. Siempre había oído hablar del mal funcionamiento del sistema sanitario, pero solo ahora que estaba atrapado en él comprendía cuán cierto era.
—Estoy viendo lo que puedo hacer —prosiguió Mannix—, pero debes saber que el EMG no es una prueba agradable. No conlleva ningún peligro, pero sí resulta dolorosa. Te enviarán descargas eléctricas a los nervios para medir tus respuestas. Desde el punto de vista médico el dolor es positivo porque indica que tu sistema nervioso está funcionando.
«Entiendo…».
—¿Quieres que siga intentándolo?
Guiñé el ojo derecho.
—¿Entiendes que será doloroso? No podremos darte calmantes porque entorpecerían justamente lo que estamos intentando medir. ¿Lo entiendes?
«¡Sí, joder, sí! Lo entiendo».
—¿Lo entiendes?
Cerré los ojos porque ahora estaba haciéndose el graciosillo.
—Abre los ojos —dijo—. Háblame. Solo era una broma.
Abrí los ojos y lo fulminé con la mirada.
—¿Hay algo que quieras preguntarme?
Debería estar empleando mi escasa energía para preguntarle más cosas sobre la prueba o sobre mi enfermedad, pero me había hartado del tema. Hice de tripas corazón y parpadeé algo que me había tenido intrigada desde la primera vez que mencionó a su hermano.
—HÁBLAME DE TU FAMILIA.
Vaciló.
—POR FAVOR.
—Vale, si me lo pides así. —Respiró hondo—. Bien, vista desde fuera mi infancia fue… —tono profundamente sarcástico— dorada. Mi padre era médico y mi madre, una belleza. Muy sociables los dos. Se pasaban el día acudiendo a fiestas y a las carreras, sobre todo a las carreras, y salían en la prensa. Tengo un hermano, Roland, del cual ya te he hablado, en quien recayó el peso de las expectativas de nuestro padre. Mi padre quería que mi hermano fuera médico como él, pero Roland no obtuvo la nota necesaria. Yo quería ser médico, y también confiaba en que eso liberara a mi hermano de semejante carga. Sin embargo no funcionó. Roland siempre se ha sentido un fracaso.
Pensé en el hombre que había visto en la tele, tan simpático y divertido, y me dio pena.
—Tengo dos hermanas menores —continuó Mannix Taylor—, Rosa y Hero. Son gemelas. Todos íbamos a colegios pijos y vivíamos en una casa grande en Rathfarnham. A veces nos cortaban la electricidad, pero teníamos prohibido contarlo.
«¿Qué? Eso sí que no me lo esperaba».
—En mi casa ocurrían cosas raras… con el dinero. A veces abría un cajón y me encontraba con un gran fajo de billetes; debía de haber varios miles de libras. Yo no decía nada, y al día siguiente ya no estaba. O a veces llamaba gente a la puerta y yo escuchaba cómo discutían en voz baja en la grava de la entrada.
Qué historia tan fascinante.
—La gente considera muy glamuroso lo de ir a las carreras y apostar diez de los grandes a un caballo.
Yo no. Me ponía mala solo de pensarlo.
—Pero si el caballo no gana…
«¡Exacto!».
—A mi casa llegaban constantemente cosas que luego desaparecían. —Mannix se quedó un rato pensativo—. Una Nochebuena mis padres se presentaron en casa con un cuadro enorme. Habían estado en una subasta y llegaron entusiasmados. No podían dejar de hablar de la puja y de cómo habían mantenido la calma y habían ganado. «Nunca muestres tu miedo, hijo —me dijo mi padre—. Esa es la clave». Dijeron que era un Jack Yeats auténtico, y a lo mejor lo era… Lo colgaron sobre la repisa de la chimenea de la sala de estar. Dos días después una camioneta paró delante de casa y dos hombres entraron y, sin mediar palabra, se llevaron el cuadro. Nadie volvió a mencionarlo.
«Caray…».
—Mis padres viven ahora en Niza, en el sur de Francia. Es menos glamurosa de lo que parece, pero saben sacarle provecho. Son la bomba.
¿Más sarcasmo?
—En serio, son la bomba —dijo—. Les encanta la juerga. Un pequeño consejo: nunca aceptes un gin-tonic de mi madre. Te mataría.