Dos días más tarde Jeffrey y yo aterrizábamos en Dublín: nuestro sueño neoyorquino había concluido. Durante las primeras semanas Jeffrey vivió con Ryan y yo me alojé en casa de Karen. En cuanto nuestra vieja casa quedó libre, nos mudamos a ella. Jeffrey se aficionó al yoga y yo reinicié mi idilio con los carbohidratos.
Vivíamos del dinero que Karen había pagado por mi parte del Honey Day Spa, pero tarde o temprano se acabaría y necesitaba encontrar trabajo. En algún momento, llevada por la desesperación, decidí intentar escribir otro libro.
No me permitía pensar en Mannix porque era la única manera de sobrevivir. No tenía intención de honrar o llorar nuestra relación, ni de hacer ninguna de esas cosas que Betsy me habría aconsejado. Lo que debía hacer era superarla. Cortar por lo sano, me decía una y otra vez. Debía embalar el tiempo que había pasado con Mannix y guardarlo bajo llave en un cajón de mi memoria para no abrirlo jamás.
Mi determinación solo flaqueaba cuando escuchaba su voz, lo que sucedía cada siete o diez días porque, para mi desconcierto, y estupefacción incluso, a Mannix le había dado por dejar mensajes en mi buzón de voz. Nunca hablábamos, simplemente me dejaba mensajes breves con voz angustiada. «Por favor, háblame». «Estabas equivocada». «No puedo dormir sin ti». «Te echo de menos».
Unas veces conseguía reunir la fortaleza necesaria para eliminar los mensajes sin escucharlos, otras los reproducía y tardaba días en recuperarme. La curiosidad me acompañaba siempre —un deseo terrible, desgarrador, de saber exactamente cómo les iba a él y a Gilda— y tenía que hacer grandes esfuerzos para permanecer alejada de Google.
El único vínculo con Mannix que no era capaz de romper era Roland. No iba a verlo, ni siquiera lo llamaba, pero me mantenía al tanto de su vida a través de su cuidadora, con quien mi madre había trabajado tiempo atrás. En una violación de la confianza vergonzosa pero muy irlandesa, la mujer informaba a mamá de que Roland estaba recuperándose bien y luego mamá me lo contaba a mí.