De repente el verano había terminado y era septiembre y Jeffrey estaba de vuelta en el colegio, cursando su último año.

Comuniqué a Gilda que no podía seguir pagándole, pero ella insistió en que siguiéramos corriendo juntas cuatro días a la semana.

—Somos amigas, ¿no? —dijo.

—Sí, pero…

—Me gusta correr y prefiero hacerlo acompañada.

Vacilé y finalmente acepté.

—De acuerdo, gracias. Pero si algún día puedo devolverte el favor, lo haré.

—Te he dicho que somos amigas.

Betsy regresó de Asia y no pudo encontrar empleo en ningún sitio hasta que, milagrosamente, Gilda le consiguió un trabajo de prácticas en una galería de arte. No le pagaban, pero encajaba vagamente con su plan de estudiar terapia artística, de modo que mi preocupación amainó.

El dueño de la galería era un hombre de aspecto cadavérico, vestido de negro de arriba abajo, llamado Joss Wootten. Según Google, tenía sesenta y ocho años, y tardé un tiempo —más que el resto— en percatarme de que era el novio de Gilda.

—Por Dios, mamá —dijo Betsy—, ¿por qué crees que conseguí el trabajo?

—Uau —musité. ¿Qué tenía Gilda con los tíos mayores?

Con suma delicadeza pregunté a Gilda qué era lo que le atraía de Joss.

—Es tan interesante —respondió con ojos soñadores.

—¿Como Laszlo Jellico? —pregunté, deseosa de entenderlo—. ¿Laszlo era interesante?

Me miró muy seria.

—Era interesante por las razones equivocadas.

—Ya —dije—. Lo siento. —Y comprendí que no debía volver a sacarle el tema.

Estaba haciendo mis progresos con el segundo libro, el cual era del mismo estilo que Guiño a guiño. En cada conversación que tenía ponía toda mi atención hasta que la cabeza me dolía, ansiosa por oír alguna frase sabia. Llamaba con frecuencia a papá y le instaba a recordar las cosas que decía la abuela Locke. Tenía unas treinta máximas aceptables y necesitaba sesenta.

Ruben seguía manteniéndome muy ocupada. Cada día debía escribir en el blog y tuitear algún dicho sabio y reconfortante, pero no me era fácil porque cada vez que se me ocurría algo bueno quería guardarlo para el segundo libro. En un momento dado me hizo entrar en Instagram.

—Quiero fotos cálidas con mucha cachemira —dijo—. Amaneceres y manos de bebés.

Esas cosas no iban realmente conmigo —prefería colgar zapatos bonitos y uñas cuidadas—, pero Ruben insistió:

—No se trata de cómo eres en realidad, sino de cómo decidimos nosotros que eres.

Gilda fue mi salvación.

—Yo lo haré —me propuso—. Y también tu Twitter. Y tu blog, si quieres.

—Pero…

—Lo sé, no puedes pagarme. No importa.

Sopesé los pros y los contras y finalmente cedí porque, sencillamente, no podía con todas las peticiones de Ruben.

—Algún día serás recompensada por tu bondad.

—Por favor. —Gilda restó importancia a mi gratitud—. No es nada.

La demanda de artículos por parte de Ruben seguía siendo implacable. Y no había hospital, colegio o centro de rehabilitación física de la región triestatal (básicamente, cualquier lugar al que no costara dinero mandarme) al que no fuera enviada para dar una charla.

Fue hacia finales de octubre cuando Betsy conoció a Chad. Este entró en la galería y declaró con todo el descaro que compraría una obra si Betsy aceptaba salir a cenar con él.

Yo estaba conmocionada y muy preocupada: ese hombre no le iba en absoluto. Era demasiado mayor —solo tenía cinco años menos que yo—, demasiado materialista y demasiado cínico.

Era abogado y ejecutivo hasta la médula. Trabajaba doce horas al día y llevaba una vida de trajes, limusinas y restaurantes caros.

—¿Qué te gusta de él, cariño? —le pregunté con cautela—. ¿Te hace reír? ¿Te hace sentir segura?

—Qué va. —Se estremeció—. Me excita.

La miré un tanto espantada.

—Lo sé —dijo—. No soy para nada su tipo, pero está pasando por su fase de chica excéntrica.

—¿Y tú?

—Y yo estoy pasando por mi fase de abogado mayor. ¡Es perfecto!

Mi karma y yo
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