El lunes por la mañana Karen y yo estábamos preparándonos para comenzar la jornada cuando oímos unos pasos raudos en la escalera que conducía al salón de belleza.
—¿Ya? —dije—. Alguien tiene prisa.
Karen vio al visitante antes que yo y su semblante se endureció.
—¿En qué puedo ayudarle?
Era él, Mannix Taylor. No con su bata de hospital, sino con el elegante abrigo gris que llevaba la primera vez que lo vi, cuando empotré mi coche contra el suyo.
—¿Puedo ver a Stella? —preguntó.
—No —respondió Karen.
—Estoy aquí —dije.
Se volvió hacia mí y el contacto de sus ojos con los míos me desestabilizó.
—¿Qué te pasó el viernes? —me preguntó.
—Me…
—Te esperé hasta las nueve.
—Oh. —Debería haber telefoneado—. Lo siento.
—¿Podemos hablar?
—Estoy trabajando.
—¿Haces una pausa para comer?
—Adelante. —El tono de Karen era de enfado—. Tened vuestra charla. Pero no olvide, señor —se interpuso entre Mannix Taylor y yo—, que Stella está casada.
—Ya que lo mencionas —repuse en tono de disculpa—, Ryan y yo nos hemos separado.
Karen se quedó blanca. Nunca la había visto tan descolocada.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Este fin de semana. Se fue de casa anoche.
—¿Y no me lo has contado?
—Estaba a punto de hacerlo.
Recuperó rápidamente el aplomo.
—Solo recordad una cosa. —Clavó su mirada afilada en Mannix, luego en mí y de nuevo en Mannix—. Vuestro pequeño idilio en el hospital solo existe en vuestras cabezas. En la vida real nunca encajaríais.
Salí con Mannix a la fría mañana de marzo y le propuse ir al muelle. Tras sentarnos en un banco a contemplar los barcos, pregunté:
—¿Qué está pasando? ¿Por qué has venido al salón de belleza?
—¿Por qué pediste hora conmigo el viernes y no te presentaste?
—Oí que tu mujer y tú os habíais separado.
—Es cierto.
—Lo siento.
—Gracias.
—Quería verte pero me entró miedo.
—Ya. —Tras una pausa, dijo—: ¿No se te hace extraño que estemos hablándonos con palabras en lugar de guiños?
—Sí. —Acababa de caer en la cuenta de que estábamos comunicándonos a través de la voz—. Se nos daba muy bien el lenguaje de guiños. —De repente me harté de tanto rodeo—. Dime qué ocurrió. Con nosotros. En el hospital. No me lo he imaginado, ¿verdad?
—No.
—Entonces explícamelo.
Con la mirada fija en el mar, Mannix guardó un largo silencio y finalmente dijo:
—Tuvimos una conexión especial. No sé cómo pasó pero te convertiste… en la persona que más me gustaba. Verte era el mejor momento del día para mí, y cuando la visita terminaba se me iba la alegría.
Hummm…
—Georgie y yo estábamos haciendo lo posible por tener un hijo… hijos. La fecundación in vitro no estaba funcionando, pero incluso sin hijos yo quería apostar por nuestra relación. No obstante, no podía estar enteramente con ella si estaba pensando en ti, así que tuve que dejar de verte. Siento mucho no habértelo explicado. Si hubiera intentado hacerlo, se habrían destapado demasiadas cosas. Habría sido peor.
—¿Qué ocurrió después?
—Al final hicimos seis ciclos de FIV y ninguno dio resultado —dijo—. Y Georgie y yo nos vinimos abajo. Me fui de casa hace unos cinco meses. Hemos solicitado el divorcio. Georgie está saliendo con otro hombre ahora, y parece que le gusta.
—¿Y hay muchos gritos y reproches entre vosotros?
Rio.
—No, así de acabado está lo nuestro. Ni gritos ni reproches. Supongo que somos… amigos.
—¿En serio? Me alegro por ti.
—Nos conocemos desde niños, nuestros padres salían juntos. Creo que Georgie y yo siempre seremos amigos. ¿Qué hay de Ryan y de ti?
—Ryan se ha ido de casa y ya se lo hemos contado a los niños. Pero es todo un poco raro. Bueno, muy raro.
—¿Todavía le quieres?
—No, y él tampoco a mí. —Me levanté—. Será mejor que vuelva al trabajo. Gracias por venir y por habérmelo explicado. Ha sido agradable verte.
—¿Agradable?
—Agradable, no. Extraño.
—Stella, siéntate un momento, por favor. ¿Podemos quedar otro día?
Tomé asiento en el borde del banco y en un tono agresivo le pregunté:
—¿Qué quieres de mí?
—¿Qué quieres tú de mí? —preguntó él a su vez.
Sobresaltada, lo observé con detenimiento. Quería olerle el cuello, comprendí. Quería acariciarle el pelo. Quería lamerle el…
—Respóndeme algo —dije—, y por favor sé sincero. Yo no soy tu tipo, ¿verdad?
—Yo no tengo un «tipo».
Le miré fijamente a los ojos.
—No —reconoció al fin—, supongo que no.
—Por tanto, la conexión que tuvimos en el hospital…
—Y en el accidente de coche —me interrumpió—. Aquel día ya nos comunicamos sin palabras.
—Pero con la pinta que tenía en el hospital, con ese montón de tubos entrando y saliendo de mi cuerpo, el pelo sin lavar y la cara sin pintar, no es posible que te gustara.
—No.
Oh.
—Peor aún —dijo—. Creo que me enamoré de ti.
Me levanté del banco de un salto y puse cierta distancia entre Mannix Taylor y yo. Estaba estupefacta, luego emocionada, después empecé a preguntarme si Mannix era mentalmente inestable. Porque, en realidad, ¿qué sabía yo de él? A lo mejor sufría desvaríos… o delirios, o lo que fuera que tenían los locos.
—Me voy a trabajar —dije.
—Pero…
—¡No!
—Por favor…
—¡No!
—¿Quedamos más tarde?
—¡No!
—¿Mañana para comer?
—¡No!
—Estaré aquí a la una. Traeré sándwiches.
Regresé rápidamente al salón de belleza, donde Karen se me abalanzó como un perro hambriento.
—He llamado a Ryan. —Hablaba muy deprisa—. Dice que es cierto que os habéis separado. No le he dicho que Mannix Taylor se ha presentado aquí porque ¿para qué angustiarlo con algo que no va a repetirse? Cuéntame qué está pasando.