«Sigue respirando».
Extracto de Guiño a guiño
Deja que te hable de la tragedia que me sobrevino hace casi cuatro años. Ahí estaba yo, con treinta y siete años y madre de una chica de quince y de un chico de catorce y esposa de un diseñador de cuartos de baño de éxito pero insatisfecho desde el punto de vista creativo. Yo trabajaba con mi hermana menor, Karen (pero en realidad para mi hermana menor, Karen), y era una persona de lo más normal —la vida tenía sus altibajos pero nada fuera del otro mundo— cuando una noche empecé a notar un hormigueo en las yemas de los dedos de la mano izquierda. Para cuando me acosté el hormigueo se había extendido a la mano derecha. El hecho de que me pareciera agradable, como si tuviera polvo cósmico explotando debajo de la piel, quizá sea un indicador de lo insulsa que era mi vida.
En algún momento durante la noche me desperté y noté que me hormigueaban los pies. Qué placer, pensé medio dormida, polvo cósmico también en los pies. Puede que por la mañana me despertara con todo el cuerpo hormigueando. Eso sí sería un gustazo, ¿verdad?
Cuando el despertador sonó a las siete estaba hecha polvo, pero eso no tenía nada de extraño. Cada mañana me despertaba hecha polvo; después de todo, era una persona de lo más normal. Sin embargo, el cansancio de esa mañana era diferente: era un cansancio denso, pesado, hecho de plomo.
—Arriba —dije a Ryan antes de bajar a la cocina a trompicones (y mirando atrás es muy probable que fuera realmente a trompicones) y proceder a poner teteras y plantar cajas de cereales en la mesa. A continuación subí a despertar (o sea, a gritar) a mis hijos.
Regresé a la cocina y bebí un sorbo de té, pero para mi sorpresa tenía un sabor extraño, como metálico. Lancé una mirada acusadora a la tetera de acero inoxidable: sin duda trocitos de acero se habían colado en mi té. Había sido una gran amiga todos estos años, ¿por qué se había vuelto de forma tan repentina contra mí?
Le lancé otra mirada dolida y me puse con la tostada especial de Jeffrey, que no era otra cosa que una tostada sin mantequilla —le daba grima la mantequilla, decía que era viscosa—, pero me notaba las manos torpes, como dormidas, y el agradable hormigueo había cesado.
Tomé un sorbo de zumo de naranja y un segundo después lo escupí y solté un alarido.
—¿Qué ocurre?
Ryan había aparecido. Nunca estaba de buen humor por las mañanas. Tampoco estaba de buen humor por las noches, ahora que lo pienso. Puede que estuviera de un humor excelente durante el día, pero yo nunca lo veía a esas horas, de modo que no puedo opinar.
—El zumo de naranja —dije—. Me ha quemado.
—¿Te ha quemado? Es zumo de naranja, está frío.
—Me ha quemado la lengua. La boca.
—¿Por qué hablas así?
—¿Cómo?
—Como… como si tuvieras la lengua hinchada. —Cogió mi vaso, bebió un sorbo y dijo—: A este zumo no le pasa nada.
Bebí otro sorbo. Volvió a quemarme la boca.
Jeffrey se materializó a mi lado y dijo en tono acusador:
—¿Has puesto mantequilla en mi tostada?
—No.
Jugábamos a eso cada mañana.
—Le has puesto mantequilla —dijo—. No puedo comérmela.
—Como quieras.
Me miró con cara de pasmo.
—Dale dinero —ordené a Ryan.
—¿Por qué?
—Para que pueda comprarse algo de desayuno.
Sorprendido, Ryan sacó un billete de cinco y Jeffrey, igual de sorprendido, lo agarró.
—Me voy —dijo Ryan.
—Adiós. Bien, chicos, coged vuestras cosas.
Normalmente hacía un repaso de una lista larga como mi brazo de todas las actividades extraescolares de mis hijos —natación, hockey, rugby, la orquesta del colegio—, pero ese día no me molesté. Como era de esperar, cuando llevábamos diez minutos en el coche Jeffrey dijo:
—Me he dejado el banjo.
No tenía intención de dar la vuelta.
—No te preocupes —dije—. Por un día no pasa nada.
Un silencio de estupefacción inundó el coche.
En la puerta del colegio docenas de adolescentes cosmopolitas privilegiados estaban entrando en tropel. El hecho de que Betsy y Jeffrey fueran alumnos del Quartley Daily, un colegio laico de pago que aspiraba a educar al «niño en su conjunto», constituía una de las principales fuentes de orgullo de mi vida. Mi placer inconfesable era verlos entrar con sus uniformes, los dos altos y un tanto desgarbados, los rizos rubios de Betsy columpiándose en una coleta y los mechones morenos de Jeffrey apuntando hacia arriba. Siempre me detenía unos instantes para ver cómo se mezclaban con los demás chicos (algunos de ellos hijos de diplomáticos; la bombilla de mi orgullo ganaba intensidad en ese momento, aunque, como es lógico, me abstenía de comentarlo; la única persona a la que se lo había confesado era a Ryan). Pero ese día no me quedé. Solo podía pensar en mi casa, donde esperaba poder echar una cabezada antes de ir al trabajo.
En cuanto crucé la puerta me asaltó una debilidad tan poderosa que tuve que tumbarme en el suelo del recibidor. Con la mejilla aplastada contra los fríos tablones, comprendí que no podría ir a trabajar. Probablemente era el primer día de baja de toda mi vida. Incluso con resaca, siempre había aparecido; la ética laboral formaba parte de mí.
Llamé a Karen. Mis dedos a duras penas podían sostener el teléfono.
—Tengo la gripe —dije.
—No tienes la gripe —replicó—. La gente dice que tiene la gripe cuando solo tiene un catarro. Créeme, si tuvieras la gripe, lo sabrías todo sobre ella.
—Lo sé todo sobre ella —insistí—. Tengo la gripe.
—¿Hablas así de raro para que te crea?
—En serio, tengo la gripe.
—¿Gripe en la lengua?
—Estoy enferma, Karen, te lo juro por Dios. Iré a trabajar mañana.
Me arrastré escaleras arriba, trepé agradecida a la cama, me puse la alarma del móvil a las tres y me quedé profundamente dormida.
Desperté desorientada y con la boca seca, y cuando bebí agua no pude tragar. Concentré toda mi energía en despabilar —he ahí lo que pasa cuando echas una siesta en mitad del día— y en tragar el agua que tenía en la boca, pero fue imposible: no podía tragar. Tuve que escupirla en el vaso.
Entonces comprobé que tampoco sin agua en la boca podía tragar. Los músculos de mi garganta no respondían. Procurando ignorar mi creciente pánico, me concentré en ellos, pero nada sucedió. No podía tragar, realmente no podía tragar.
Asustada, llamé a Ryan.
—Algo malo me pasa. No puedo tragar.
—Tómate un Strepsil y un Panadol.
—No estoy diciendo que me duele la garganta. Estoy diciendo que no puedo tragar.
Parecía desconcertado.
—Todo el mundo puede tragar.
—Yo no. No me funciona la garganta.
—Tienes la voz rara.
—¿Puedes venir a casa?
—Estoy en una obra en Carlow. Tardaré un par de horas. ¿Por qué no vas al médico?
—Vale, hasta luego.
Intenté entonces levantarme y las piernas no me respondieron.
Para mi consuelo, cuando Ryan llegó a casa y vio el estado en que me encontraba se mostró contrito.
—No era consciente de… ¿Puedes caminar?
—No.
—¿Y sigues sin poder tragar? Joder. Creo que deberíamos pedir una ambulancia. ¿Pedimos una ambulancia?
—Sí.
—¿En serio? ¿Tan grave es?
—¿Cómo voy a saberlo? Puede.
Al rato llegó una ambulancia con unos hombres que me ataron a una camilla. Al abandonar el dormitorio sentí una punzada de pena, como si algo me dijera que iba a tardar mucho, mucho tiempo en volver a verlo.
Betsy, Jeffrey y mamá, que estaban en la puerta de la calle mudos y asustados, me observaban mientras me metían en la furgoneta.
—Supongo que volveremos tarde —les dijo Ryan—. Ya sabéis cómo funciona urgencias. Es probable que nos hagan esperar varias horas.
Pero yo era un caso prioritario. No había pasado ni una hora desde mi llegada cuando un médico se acercó y dijo:
—¿Qué tiene? ¿Debilidad muscular?
—Sí. —Mi capacidad de habla se había deteriorado tanto que la palabra salió como un gruñido gangoso.
—Habla bien —me pidió Ryan.
—Lo intento.
—¿No puede hacerlo mejor? —El médico parecía interesado.
Quise negar con la cabeza y descubrí que no podía.
—¿Puede cogerlo? —El médico me tendió un bolígrafo.
Nos quedamos mirando cómo se escurría por mis torpes dedos.
—¿Y con la otra mano? ¿Tampoco? ¿Puede levantar el brazo? ¿Doblar el pie? ¿Mover los dedos? ¿No?
—Claro que puedes —me dijo Ryan—. Sí puede —repitió, pero el médico se había dado la vuelta para hablar con otra persona de bata blanca.
Pillé las expresiones «parálisis galopante» y «función respiratoria».
—¿Qué tiene? —Había pánico en la voz de Ryan.
—Es pronto para saberlo, pero todos los músculos están dejando de funcionar.
—¿Puede usted hacer algo? —suplicó Ryan.
El médico estaba siendo arrastrado hacia el extremo de la sala debido a alguna urgencia.
—¡Vuelva! —le ordenó Ryan—. No puede soltarnos eso y luego…
—Perdone. —Una enfermera empujando una barra instó a Ryan a apartarse de su camino. Volviéndose hacia mí, dijo—: Voy a conectarle el gotero. Si no puede tragar acabará deshidratándose.
Su búsqueda de una vena me dolió, pero no tanto como lo que hizo después: sondarme.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque no puede ir al baño sola. Y por si los riñones dejan de funcionar.
—¿Me voy… me voy a morir?
—¿Qué? ¿Qué está diciendo? No, por supuesto que no.
—¿Cómo lo sabe? ¿Por qué hablo de esta forma tan rara?
—¿Qué?
Otra enfermera llegó empujando una máquina con ruedas y me puso una mascarilla.
—Respire, señora, solo quiero medir su… —Observó unos números amarillos en la pantalla—. He dicho que respire.
Estaba respirando. Bueno, al menos eso intentaba.
Para mi sorpresa, la mujer empezó a vociferar códigos y números y de repente me encontré cruzando como una flecha salas y pasillos sobre una cama con ruedas en dirección a cuidados intensivos. Todo estaba sucediendo muy deprisa. Quería preguntar qué pasaba, pero de mi boca no salía sonido alguno. Ryan corría a mi lado tratando de descifrar el lenguaje médico.
—Creo que son tus pulmones —dijo—. Creo que están dejando de funcionar. Respira, Stella. ¡Por lo que más quieras, respira! ¡Hazlo por los chicos si no quieres hacerlo por mí!
Justo cuando mis pulmones se rendían me abrieron un agujero en la garganta —una traqueotomía— y me metieron un tubo y lo conectaron a un respirador artificial.
Me instalaron en una cama de la unidad de cuidados intensivos con incontables tubos entrando y saliendo de mi cuerpo. Podía ver y oír, y sabía qué me estaba ocurriendo exactamente. Pero, con excepción de los párpados, no podía moverme. No podía tragar, ni hablar, ni hacer pipí, ni respirar. Cuando los últimos vestigios de movimiento abandonaron mis manos, ya no tuve forma de comunicarme.
Estaba enterrada viva en mi propio cuerpo.
¿A que no está mal como tragedia?