«No todo el mundo puede encontrar una cura para el cáncer. Alguien tiene que ordenar los calcetines y ocuparse de las comidas.»

Extracto de Guiño a guiño

—Sé que debes de estar culpándote por haber contraído esta enfermedad —me dijo Betsy muy seria—, pero recuerda esto, mamá: puedes haber hecho cosas malas, pero eso no te convierte en una mala persona.

«¡No sigas!».

—Probablemente lamentes haber nacido, pero —me estrujó la mano con fuerza— nunca debes pensar eso. ¡La vida es un gran regalo!

«Eeeh…».

—Sé que papá y tú tenéis vuestros problemas…

«¿Los tenemos?». Por un momento me sentí terriblemente irritada. Con Betsy todo era tan serio e intenso, todo tenía que ser analizado, considerado deficiente y finalmente solucionado.

—Pero el hecho de que tú estés paralizada y él tenga que acompañarnos al colegio os acercará. —Esbozó una sonrisa aterradoramente eufórica—. Solo necesitas tener fe.

Seguro que estaba yendo a ese club de jóvenes cristianos, ¡seguro! Casi podía imaginarme a sus espeluznantes líderes, un hombre y una mujer de veintipocos; el hombre llevaría el pelo un poco largo y tejanos acampanados, y la mujer, un tabardo de cuadros escoceses sobre un fino jersey blanco de cuello alto. Un día de estos se presentarían aquí con sus guitarras y panderetas y cantarían «Michael, Row the Boat Ashore» y me buscarían problemas con las enfermeras.

Ryan tenía que proteger a Betsy de esa gente, pero ¿cómo podía decírselo?

Sufrí un ataque de abrumadora impotencia. Mira la pinta de Betsy: llevaba la camisa del colegio sin planchar y tenía una extraña mancha de color amarillo en la solapa de la americana ¿Y por qué tenía la barbilla llena de granos? ¿Era solo porque tenía quince años o porque estaba viviendo rodeada de mierda?

No tenía ni idea de lo que mi familia comía —nadie me lo contaba y yo no podía preguntarlo—, pero las probabilidades de que Ryan estuviera cocinando cosas saludables eran prácticamente nulas. No era capaz ni de abrir un bote.

No estaba siendo justa con él; esa parte había sido siempre mi responsabilidad. Existía un acuerdo tácito entre ambos: Ryan era el talento y yo la número dos.

—Voy a irme para que papá y tú podáis estar un rato a solas —dijo Betsy.

Ryan se sentó en la silla y me cogió la mano con cuidado.

—Stella… —Parecía abatido—. Karen vendrá mañana en mi lugar. Debo volar a la isla de Man para presentar un proyecto.

Desde mi ingreso en el hospital no se había perdido una sola visita, pero la vida tenía que continuar.

—Lo siento —dijo.

«Tranquilo, no pasa nada».

—Tengo que seguir trabajando.

«Lo sé».

—Te echaré de menos.

«Y yo a ti».

—¡Ah! —Había recordado algo—. No encuentro mi maleta pequeña de ruedas. ¿Dónde crees…? —Su voz se apagó cuando cayó en la cuenta de que no podía contestarle.

«Debajo de la escalera. Está debajo de la escalera».

Yo siempre le hacía la maleta cuando salía de viaje. Esta era la primera vez en años que tendría que hacérsela él.

—No te preocupes —dijo—. Compraré una, algo barato. No pasa nada. Cuando recuperes la voz podrás decirme dónde está.

—¡Tiempo! —anunció la enfermera.

Ryan se levantó de un salto.

—Nos vamos, Betsy. —Me dio un beso fugaz en la frente—. Hasta dentro de dos días.

Nada de sentimentalismos. En los círculos donde nos movíamos las muestras de afecto marital estaban mal vistas. La norma era que los hombres se referían a sus esposas como «la mujer» o «el dolor de oídos», y las esposas se quejaban de que sus maridos eran unos vagos que no podían ni atarse los cordones de los zapatos. En tu aniversario de bodas decías cosas como: «¿Quince años? Si hubiese matado a alguien a estas alturas ya estaría libre».

Pero yo sabía que a Ryan y a mí nos unía un fuerte vínculo. No éramos tan solo una pareja, formábamos parte de una familia de cuatro, una unidad estrecha. Pese a lo mucho que discutíamos todos —porque discutíamos, éramos completamente normales—, cada uno de nosotros sabía que no era nada sin el resto.

Ryan me quería. Yo le quería. Esta era la prueba más difícil que la vida nos había puesto por delante en nuestros dieciocho años juntos, pero yo sabía que la superaríamos.

¿Habían sido los mejillones en aquel restaurante de Malahide? ¿O los langostinos del sándwich rebajado? Dicen que nunca debes jugártela con el marisco, pero no estaba caducado, simplemente había que comerlo ese día. Que fue lo que hice.

Ya estaba otra vez tratando de recordar todo lo que había comido las semanas previas al comienzo del hormigueo en los dedos, preguntándome cuál de esos alimentos contenía la bacteria que había desencadenado el síndrome de Guillain-Barré.

¿Tal vez fueron los productos químicos con los que trabajaba en el salón de belleza? ¿O había tenido un brote de gripe porcina y no me había dando cuenta? Los hormigueos solían preceder a la aparición del síndrome. Pero un brote de gripe porcina no era algo que pasaría inadvertido…

A lo mejor no había sido una intoxicación ni debido a los productos químicos ni a la gripe porcina. El Guillain-Barré era un síndrome tan raro que no podía por menos que preguntarme si la causa no sería algo diferente, algo más oscuro. A lo mejor —como había insinuado Betsy—, Dios me estaba castigando porque no era una buena persona.

Pero yo era una buena persona. ¿Recuerdas aquella vez que, debido a mi torpeza aparcando, rayé un coche en un aparcamiento y, después de forcejear con mi conciencia durante cinco largos minutos y comprobar si había cámaras de vigilancia —no las había—, dejé mi número de teléfono debajo del limpiaparabrisas?

(El dueño del coche rayado nunca me llamó, por lo que pude disfrutar de la agradable sensación de saber que había obrado correctamente sin que mi economía se viese afectada).

Quizá la razón por la que no había sido buena era que no había Desarrollado mi Verdadero Potencial. Eso parecía ser un crimen hoy día, de acuerdo con las revistas.

Pero como madre, esposa y esteticista sí lo había hecho. No tienes que hacer algo espectacular para Desarrollar tu Verdadero Potencial. No todo el mundo puede encontrar una cura para el cáncer. Alguien tiene que ordenar los calcetines y ocuparse de las comidas.

El dolor lacerante en la cadera había empezado y —miré el reloj— todavía tenía por delante cuarenta y dos minutos. Debía evitar pensar en ello. Volví a mis preocupaciones.

Siempre había procurado hacer las cosas lo mejor posible, me dije. Incluso cuando metía la pata hasta el fondo, como en aquella fiesta de cumpleaños en la que admiré a un bebé regordete diciendo: «¡Qué niño tan rico!», y lo mejoré añadiendo: «Es igualito que tú» al hombre que no era el padre sino el tipo del que todos sospechaban que había tenido un lío con la madre del bebé.

Pero por mucho que intentara racionalizarlo, sí había hecho algo mal…

Fue un delito de omisión más que de obra. Lo había apartado de mi mente, pero como en el hospital no tenía otra cosa que hacer salvo pensar, el recuerdo por fin había aflorado y la culpa me estaba matando.

Fue algo relacionado con el trabajo. Acababa de terminar una depilación brasileña completa y creía que lo había sacado todo, pero cuando Sheryl —fíjate, todavía me acuerdo de su nombre— cuando Sheryl estaba bajándose de la camilla vi que me había dejado un trocito sin depilar. Y no se lo dije.

Debo alegar en mi defensa que estaba agotada y que Sheryl tenía mucha prisa porque debía arreglarse para su tercera cita con un hombre, ergo, la cita del primer polvo. (Mis clientas me trataban como a un confesor, me lo contaban todo). Así que lo dejé pasar.

Y resulta que lo del hombre no salió bien. Alan, se llamaba. Sheryl acudió a la cita y Alan y ella hicieron sus cosas pero él no volvió a enviarle ningún mensaje, y siempre me he preguntado si ese trocito sin depilar había sido la causa.

El remordimiento me carcomía, pero una noche que me desperté a las cuatro y cuarto decidí que a la mañana siguiente buscaría a ese Alan y le suplicaría que lo reconsiderara. Me parecía una decisión de lo más acertada; sin embargo, para cuando se hizo de día mi determinación se había esfumado y la idea de intentar dar con Alan se me antojó una locura.

No me quedaba otra que vivir con aquello. Para sentirme en paz, me decía que todas las personas hacen cosas de las que nunca serán absueltas. La vida no consiste en convertirse en una persona perfecta, sino en aceptar que eres una persona mala. No mala de malvada, como Osama Bin Laden o un chiflado de esos, sino defectuosa y, por tanto, peligrosa, capaz de cometer errores que pueden provocar daños irreparables.

Había conseguido olvidarlo —hacía cinco años de eso—, pero ahora la culpa afloraba de nuevo y no me dejaba sola ni un minuto. ¿Y si hubiera dicho: «Sube de nuevo a la camilla, Sheryl, me he dejado un trocito»? ¿Estaría ahora Sheryl casada con Alan y tendría tres hijos? ¿Había alterado con mi desidia el curso de la vida de dos personas? ¿Tenía yo la culpa de que tres niños preciosos no hubieran nacido? ¿De que nunca hubieran sido concebidos?

¿O acaso Sheryl y Alan no eran compatibles? A lo mejor el hecho de que no se hubieran casado no tenía nada que ver con ese trocito de vello sin depilar. Tal vez él ni siquiera lo había visto. ¡Dios, qué horror! No podía ir a ninguna parte con mis pensamientos, solo hacían que girar y girar en círculos…

La cadera me ardía como si estuviera sobre un fuego; no podía seguir ignorando el dolor. Todavía tenía por delante veintiún minutos y estaba empezando a sentir náuseas. ¿Y si vomitaba? ¿Podía siquiera vomitar? ¿Y si mi estómago podía vomitar pero los músculos de mi garganta eran incapaces de expulsar el vómito? ¿Me ahogaría? ¿Se me rompería la garganta?

Dirigí una mirada implorante al mostrador de las enfermeras. Por favor, mirad hacia aquí, por favor, sacadme de este suplicio.

«Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete». El pánico se estaba adueñando de mí. No iba a poder aguantar. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete». No iba a poder resistirlo. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete».

Los números amarillos del monitor cardíaco estaban subiendo. A lo mejor cuando mi ritmo cardíaco sobrepasara cierta cifra se dispararía una alarma. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete».

—Buenos días. —Doctor Mannix Bata Ondeante Taylor entró en mi cubículo y se detuvo en seco—. ¿Qué ocurre?

«Dolor», transmití con los ojos.

—Eso ya lo veo —dijo—. ¿Dónde? ¡Maldita sea!

Se largó y regresó con Olive, una de las enfermeras.

—Tenemos que darle la vuelta para aliviarle el peso del costado izquierdo.

—El doctor Montgomery dijo que debíamos girar a la paciente cada tres horas —replicó Olive.

—La paciente tiene un nombre —señaló Mannix Taylor—. Y Montgomery será el especialista de Stella, pero yo soy su neurólogo y le digo que tiene un dolor muy fuerte. ¡Mírela!

Olive apretó la mandíbula.

—Si necesita la aprobación de Montgomery, llámele —dijo Mannix Taylor.

Yo contemplaba la escena envuelta en una neblina de dolor. No estaba segura de que fuera una buena idea tener a Mannix Taylor de paladín; parecía poseer el don de irritar a la gente.

—Aunque —continuó Mannix—, siempre desconecta el teléfono cuando está en el club de golf.

—¿Quién dice que está en el club de golf?

—Siempre está en el club de golf. Él y sus amigotes se pasan el día allí. Seguro que duermen en el edificio, dentro de sus bolsas de golf, todos alineados como cápsulas dentro de una nave espacial. Vamos, Olive, yo cogeré a Stella por la parte de arriba. Usted cójala por las piernas.

Olive titubeó.

—Écheme la culpa a mí —dijo Mannix—. Diga que la amenacé.

—Seguro que se lo creen —replicó Olive con tirantez—. Tenga cuidado con el respirador.

—Bien.

No podía creer que aquello estuviera ocurriendo de verdad. Me levantaron y me dieron la vuelta para tenderme sobre la otra cadera. Cuando el dolor se diluyó el alivio fue indescriptible.

—¿Mejor así? —me preguntó Mannix.

«Gracias».

—¿Con qué frecuencia necesitas que te muevan? ¿En qué momento empieza el dolor?

Lo miré en silencio.

—¡Joder! —Parecía tremendamente frustrado—. Esto es…

«No es culpa mía que no pueda hablar».

—¿Cada hora?

Guiñé el ojo izquierdo.

—¿No? ¿Cada dos? Bien, a partir de ahora te darán la vuelta cada dos horas.

Me puso la mano en la frente.

—Estás ardiendo. —Ya no parecía tan irritado—. El dolor debía de ser insoportable.

Volvió a desaparecer y, tras unas palabras acaloradas con Olive, regresó con un cuenco de agua y una toallita. Me pasó agua fría por mi rostro febril y utilizó los nudos del tejido para masajearme el contorno de los ojos, secarme los párpados y enjugarme la boca. Su misericordia se me antojaba bíblica.

Mi karma y yo
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