Con el trajín de preparar el viaje a Irlanda la tensión entre Gilda y yo se disipó. Solo hubo un momento, el día después de nuestra conversación, en que al abrirle la puerta para la clase de Pilates nos miramos con recelo.

—Oye, en cuanto a lo de ayer… —dijo.

—Por favor, Gilda, mi reacción fue exagerada…

—No, soy una idiota. Tendría que haber pensado antes de hablar.

—Soy muy susceptible en todo lo referente a Mannix. Pasa. Lo siento.

—Yo también lo siento. —Entró en el recibidor.

—Yo lo siento más.

—No, yo lo siento más.

—No, yo.

Nos echamos a reír y de repente las cosas volvieron a estar bien. Como había dicho Mannix, el mundo estaba lleno de mujeres jóvenes y guapas. Si las veía a todas como una amenaza, acabaría por destruirme.

—Quiero que sepas que te aprecio mucho —dijo.

Me di cuenta de que le creía. Aunque le pagaba, Gilda era mi amiga. Me transmitía su optimismo y entusiasmo y me proporcionaba soluciones a problemas que quedaban fuera de sus atribuciones. Demostraba una y otra vez lo mucho que yo le importaba.

—Tranquila, todo está bien —dije.

—Buf. ¿Y qué me dices de tu viaje a Irlanda? ¿No es genial? Puedo organizarte la ropa.

—La verdad es que solo iré una semana y no me moveré de Dublín, donde hace un tiempo estable, horriblemente estable, quiero decir, pero… Oh, lo siento, Gilda, no quería parecer desagradecida. Gracias, sería genial que me organizaras la ropa.

—Dinos —los ojos de Ned Mount brillaron—, ¿rezabas mucho cuando estabas en la cama del hospital?

—Ya lo creo. —Clavé la mirada en sus ojos astutos e inteligentes—. ¡Igual que rezo antes de consultar mi tarjeta de crédito!

Ned Mount rio, yo reí, los de producción rieron, y los veinte hombres o más que habían insistido en acompañarme a la entrevista, y que miraban ávidamente por el cristal insonorizado, también rieron.

—Fuiste muy valiente —dijo Ned Mount.

—No es cierto —repuse—. Hay que seguir adelante, eso es todo.

—Hemos recibido una avalancha de tuits y correos positivos —dijo—. Leeré algunos. «Stella Sweeney es una mujer muy valiente». «El año pasado tuve una apoplejía y la historia de Stella me ayuda a tener fe en mi recuperación». «Me encanta la actitud humilde y práctica de Stella. Nos convendrían más personas como ella en este país de quejicas y llorones». Hay literalmente cientos de mensajes como esos, y debo decir que comparto su opinión.

—Gracias —murmuré, cohibida—. Gracias.

—Aquí termina nuestra entrevista con Stella Sweeney, queridos oyentes. Su libro, que seguro ya conocéis, se titula Guiño a guiño, y su autora estará firmando ejemplares el sábado a las tres en la librería Eason de la calle O’Connell. Volvemos después de una pausa.

Se quitó los auriculares y dijo:

—Gracias, has estado genial.

—Gracias a ti. Y gracias… —me volví hacia Mannix, Ryan, Enda, Roland y tío Peter, que estaban apretujados contra el cristal con la mirada implorante— por haber accedido a saludar a mis amigos.

—Es un placer. —Ned Mount se levantó—. Y te felicito de nuevo. No sé cómo pudiste aguantar todo ese tiempo en el hospital. Debes de ser una persona muy especial.

—Qué va, soy una persona de lo más corriente. —Me ruboricé—. Y ahora, prepárate —dije cuando abrió la puerta y la turba de hombres descendió sobre él.

Yo no podía dejar de sonreír mientras Enda Mulreid intentaba transmitir a Ned Mount lo mucho que The Big Event había significado para él; por lo visto, había perdido la virginidad al ritmo de «Jump Off a Cliff». Demasiada información.

Dejando a un lado los detalles de la vida sexual de Enda Mulreid que no pude evitar oír, fue un viaje maravilloso. La gente acudía en masa allí donde iba y me felicitaba por haber sobrevivido. En una de las críticas me llamaban la «inesperada gurú». «Nos das esperanza —me decían constantemente—. Tu historia nos llena de esperanza».

Fui a Saturday Night In, donde Maurice McNice me describió como «la mujer que está arrasando en Estados Unidos», lo cual era del todo falso, pero por un rato me sumé a la ficción y declaré que sí, que era maravilloso triunfar.

Mannix y yo nos alojábamos en el Merrion, donde bebí y comí lo que me dio la gana y el único deporte que practiqué fue entrechocar copas de vino con Mannix. Durante una semana hice ver que Gilda no existía.

No todo era bueno, naturalmente. Un periódico publicó una crítica mordaz con el titular: «¿Pobre Paulo Coelho? Más bien pobre mujer en quiebra». Y una de las frases más despiadadas decía: «Tardé yo más en leer el libro que la autora en escribirlo».

Luego mi aparición en el programa de Maurice McNice fue atacada ferozmente por un periodista televisivo llamado William Fairey, que dijo: «Otra mujer victimista que utiliza su “triste” historia para intentar vender un par de sus libros infumables a otras mujeres victimistas».

Roland —que había venido a vernos a Mannix y a mí al hotel— echó un vistazo a la crítica y rio.

—William Fairey es un capullo amargado. Ha fracasado en todo salvo en ser un amargado. No te llega ni a la suela del zapato, Stella. No nos llega a ninguno de nosotros. Es un tipo despreciable.

Mi karma y yo
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