Lunes, 9 de junio
7.38
Me despierto y oigo la tele en la sala de estar. Jeffrey debe de estar levantado. Asustada, bajo y me siento a su lado en el sofá.
—Ya ha empezado —dice en un tono impasible.
Ireland AM está en antena y Alan Hugues está informando desde la calle de Ryan.
«En directo desde el Día Cero de Ryan Sweeney». Casi está gritando a causa de la emoción.
El Día Cero empezó anoche en realidad; unos pocos madrugadores llegaron en camionetas y durmieron frente a la casa de Ryan. Parece el primer día de rebajas.
Alan está entrevistando a algunos aspirantes y preguntándoles a qué le han echado el ojo. «A la mesa de la cocina», dice una mujer. «A la ropa», declara otra. «Tiene la misma talla que mi novio. Va mucho a los juzgados por delitos menores y no le irían mal unos cuantos trajes elegantes».
Al fondo hay un cordón de policías con chalecos reflectantes. Tras la deslumbradora aparición de Ryan en Saturday Night In —sí, al final la entrevista siguió adelante sin mí—, las autoridades, ante el temor de que se produjera una avalancha, habían establecido unas normas: la gente sería admitida en la casa en grupos de diez y podría permanecer en ella un máximo de quince minutos y coger únicamente aquello que pudiera transportar personalmente.
—¡Hay una gran animación! —Por detrás de la cabeza de Alan Hugues se ven tres hombres con un colchón de matrimonio sobre los hombros—. Hola, caballeros. Veo que han conseguido una cama.
—¡Sí, sí!
Los hombres se agachan para hablar por el micrófono. Pero el colchón es pesado e inestable, y como los hombres han detenido su impulso hacia delante, comienza a tambalearse y finalmente se inclina hacia un lado, golpeando a Alan Hugues y tirándolo al suelo en el proceso.
Esa parte tiene gracia.
7.45
—Soy Alan Hugues informando en directo desde debajo del colchón de Ryan Sweeney.
Se le oye pero no se le ve.
—Qué vergüenza. —Jeffrey suelta un gemido.
—¡Uno, dos, tres, ARRIBA! —Varios hombres aúnan fuerzas para levantar el colchón y liberar a Alan Hugues y a su micrófono.
El presentador se levanta despeinado pero sonriente.
—Ha sido flipante —comenta—. ¿Alguien tiene un peine?
—Jeffrey —digo—, el tuyo fue un parto muy difícil.
No responde, pero sus labios se tensan.
—Una auténtica agonía.
—¿Qué quieres?
—Duró mucho, veintinueve horas…
—Y se negaron a ponerte la epidural. Lo sé. ¿Qué quieres?
—Que vayas al Spar y me compres PIM’S.
Volveré a mi dieta rica en proteínas mañana. Pero ¿hoy? Imposible.
8.03 - 17.01
Jeffrey y yo permanecemos atentos mientras, a lo largo de todo el día, varias cadenas de radio y televisión emiten en directo desde Proyecto Karma. De tanto en tanto aparece Ryan, todo sonrisas y hablando de lo satisfecho que está con la manera en que se están desarrollando las cosas. Unas veces los entrevistadores lo alaban; otras, apenas pueden ocultar lo pirado que creen que está.
Es bochornoso, deprimente y, de hecho, muy aburrido. Y se va volviendo más aburrido conforme transcurre el día y la gente sale de la casa con cosas cada vez más pequeñas y cutres: cucharas deslustradas, móviles viejos, llaves de cobertizos que ya no existen.
Se intuye que el final está cerca. En torno a las cinco de la tarde una chica sale de la casa y sostiene un tarro de aceitunas ante la cámara.
—Es el último artículo. La fecha de caducidad es de hace dos años.
—Un momento —dice Jeffrey—. Papá está saliendo de la casa.
Efectivamente, por ahí aparece Ryan. Se detiene en la acera, delante de la casa que ya no le pertenece.
—Míralo —farfulla Jeffrey—. Hay que ser realmente gilipollas. Qué te apuestas a que suelta un discurso.
Ryan saborea el momento. Abre los brazos y anuncia a los medios de todo el mundo:
—Aquí estoy, ante vosotros, sin nada.
La gente aplaude y Ryan esboza una sonrisa tímida a la vez que hace un humilde gesto namasté; siento una rabia inmensa contra él.
Acto seguido alguien grita:
—Todavía llevas zapatos.
Ryan parece un tanto desconcertado.
—Es cierto —interviene otra voz del público—. Todavía llevas zapatos.
—Vale —dice efusivamente Ryan—. Tenéis razón.
Se quita los zapatos y estos desaparecen enseguida entre la multitud.
—Y ropa —señala alguien más.
—Y ropa —le secunda otra voz más fuerte—. No puedes decir que no posees nada si vas vestido.
Ryan titubea. Es evidente que no había contado con esto.
—Adelante —grita otro—. Quítate la ropa.
Ryan está empezando a parecer un conejillo acorralado, pero ha llegado hasta aquí, no le queda más remedio que ir hasta el final. Se desabrocha la camisa y la lanza hacia su público con gesto grandilocuente.
—¡Sigue!
Las manos de Ryan descienden hasta la cinturilla.
—Dios, no —susurro.
Se baja la cremallera y se sacude el tejano con un contoneo de cadera, luego se quita los calcetines y se los tira a la muchedumbre.
Solo le quedan los calzoncillos negros. Ryan se detiene. La gente está conteniendo la respiración. No se atreverá…
—No se atreverá —suplica Jeffrey.
Me llevo una PIM a la boca. No se atreverá. Engullo la PIM y me enchufo otra. Mi miedo es infinito. No se atreverá.
¡Se atreve! Provocativamente, empieza a bajarse los calzoncillos hasta desvelar su vello pubiano. La mitad de su pene asoma por el calzoncillo antes de que un espectador grite:
—¡Alteración del orden público!
Para ser precisos, es un delito contra la moral pública, y los agentes se abalanzan sobre Ryan antes de que emerjan los testículos.
Horrorizado, Jeffrey está gritando mientras la policía se lleva a Ryan envuelto en una manta. Un segundo después imágenes pixeladas de su pene están recorriendo el mundo. Gente de El Cairo, de Buenos Aires, Shangái, Ulán Bator, de todas partes, están contemplando el pene de mi exmarido. (Pero no en Turkmenistán, nos dice la voz en off. Por lo visto, allí tienen prohibido mirar penes por la tele).
17.45
Ryan pasa la noche en el calabozo y lo sueltan con una amonestación. Alguien considerado que estaba entre el público le deja la ropa y los zapatos en la comisaría.