El día anterior a las seis de la tarde, alrededor de la mesa de la cocina, Ryan y yo habíamos tenido la histórica charla que hizo trizas nuestra pequeña familia. Tras haber acordado que era el momento, pedimos a Betsy y a Jeffrey que apagaran sus aparatos electrónicos y que se sentaran con nosotros. Sin duda intuían que algo grave pasaba, porque obedecieron sin rechistar.
Empecé hablando yo.
—Vuestro padre y yo os queremos mucho.
—Pero… —dijo Ryan.
Esperé a que continuara, pero no lo hizo, por lo que me tocó seguir a mí.
—Vuestro padre y yo hemos decidido… —no era fácil soltar algo de semejante calibre— separarnos.
Se hizo el silencio. Jeffrey empalideció, pero Betsy se lo tomó con calma.
—Sabía que no estabais bien —dijo.
—¿De veras? ¿Por qué?
Me acordé entonces de las charlas alentadoras que solía darme cuando me hallaba en el hospital sobre el hecho de que mi enfermedad nos acercaría a Ryan y a mí.
—La culpa es tuya —me gritó Jeffrey—. No tendrías que haber pillado aquella enfermedad.
—¡Lo mismo le dije yo! —intervino Ryan.
—Las cosas estaban mal desde mucho antes —dijo Betsy—. Mamá nunca ha tenido la oportunidad de autorrealizarse. Este matrimonio siempre ha girado en torno a papá. Lo siento, papá, te quiero, pero mamá siempre ha estado en un segundo plano.
Yo la escuchaba atónita. Hacía solo unos días Betsy era una niña que se negaba a hablar de anticonceptivos y ahora se había transformado en una joven madura que entendía mi matrimonio mejor que yo.
—¿Vais a divorciaros? —preguntó.
—El divorcio lleva mucho tiempo, unos cinco años, pero hemos iniciado los trámites.
—¿Vais a contratar a abogados? —inquirió Jeffrey.
—Será un divorcio amistoso.
—¿Se marchará papá de casa? —preguntó Jeffrey.
Ryan y yo nos miramos. ¿Realmente estaba ocurriendo?
—Sí —acerté a decir—. Se instalará en la casa de Sandycove.
—¿Y con quién viviré yo?
—¿Con quién quieres vivir?
—No deberías preguntármelo, deberías decírmelo. ¡Vosotros sois los padres! —Parecía que fuera a llorar—. No quiero vivir con ninguno de los dos. Os odio, sobre todo a ti, mamá. —Apartó bruscamente la silla y se encaminó hacia la puerta.
De pronto decidí que no iba a separarme de Ryan. Me aterraba lo que habíamos desencadenado. No podíamos hacerles esto a nuestros hijos.
—Jeffrey, por favor, espera. Podemos repensárnoslo.
Ryan estaba empezando a sudar.
—No —espetó Jeffrey—. Ya lo habéis dicho. No podéis fingir que todo va bien si no es así.
—Exacto —ratificó Ryan, puede que demasiado deprisa—. Sé que esto es difícil para ti, muchacho, pero la vida está llena de momentos difíciles.
Jeffrey regresó despacio a su silla.
—Mamá y yo vamos a separarnos —dijo Ryan—, pero es muy importante que sepáis que os queremos.
—¿Cuándo te vas? —le preguntó Jeffrey.
—Esta noche. Pero no tengo por qué hacerlo, puedo esperar hasta que estés preparado.
—Si tienes que irte, prefiero que sea ya. —Parecía que Jeffrey estuviera sacando sus frases de un culebrón—. ¿Tienes novia?
Observé detenidamente a Ryan. También a mí me intrigaba la respuesta.
—No.
—¿Vas a casarte y a tener hijos con ella y a olvidarte de nosotros?
—¡No! Me veréis tanto como ahora.
—Que es prácticamente nunca.
A decir verdad, Jeffrey tenía razón.
—Seguimos siendo una familia —intervine—, una familia que se quiere. Betsy y tú sois lo más importante para nosotros y eso nunca cambiará. Siempre nos tendréis a vuestro lado, pase lo que pase.
—Exacto, siempre a vuestro lado, pase lo que pase. ¡En fin, eso es todo! —Ryan hablaba como alguien poniendo fin a una reunión demasiado larga—. Es una noticia triste pero la superaremos, ¿verdad?
Se puso en pie. Nuestra mesa redonda familiar había terminado.
—Esto… —me dijo Ryan—, ¿me ayudarías a guardar algunas cosas?
Le metí en su maleta de ruedas lo suficiente para tirar unos días. El plan era que se llevara sus cosas poco a poco a lo largo de las siguientes semanas. Habíamos decidido que no queríamos la dramática llegada de una camioneta de mudanzas.
Cuando salió por la puerta casi tuve la sensación de que solo se trataba de otro viaje de trabajo y que todo seguía como siempre, que en la vida de todos nosotros no se había producido un movimiento sísmico.
Jeffrey se metió en la cama. Podía oírle llorar, pero cuando llamé a su puerta me gritó que le dejara en paz con la voz ahogada por las lágrimas.
Finalmente me fui a la cama, pero no podía dormir.
Yo había pasado incontables noches sola en esa cama cuando Ryan estaba de viaje; en teoría, esa noche no debería ser diferente. Pero todo había cambiado y la tristeza me abrumaba. Rememoré a la muchacha que había sido cuando conocí a Ryan. Tenía diecisiete años, la edad de Betsy. Ryan y yo formábamos parte del mismo grupo de amigos, y aunque yo tuve un par de novios y él unas cuantas novias, siempre me había gustado. No solo porque era guapo, sino porque tenía talento, y cuando ingresó en Bellas Artes pensé que, rodeado de modernas universitarias, lo perdería para siempre.
Pero no fue así. Ryan mantuvo la relación con los viejos amigos y finalmente gravitamos el uno hacia el otro, y nos dio fuerte. Lo que había entre nosotros no tenía nada que ver con nuestros anteriores romances: era una relación real, seria, adulta.
Yo había estado loca por él, perdidamente enamorada, y mientras recordaba lo importantes que habían sido para mí mis votos matrimoniales, lloré desconsoladamente.
A eso de la una me sonó el móvil. Era Ryan.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Estoy triste…
—Solo quería confirmar algo. Hubo un tiempo en que tú y yo nos quisimos mucho, ¿verdad?
—Mucho.
—Y todavía nos queremos, ¿no es cierto? Aunque de otra manera.
—Sí. —Las lágrimas casi no me dejaban hablar—. De otra manera.
Colgamos y lloré con más desesperación aún.
—¿Mamá? —Betsy estaba en la puerta de mi dormitorio.
Cruzó la estancia de puntillas, se metió en mi cama y se acurrucó contra mí, y en algún momento de la noche me dormí.