Quiero dejar clara una cosa —no importa lo que hayas oído por ahí, y estoy segura de que has oído de todo—: yo no niego la existencia del Karma. Puede que exista y puede que no. ¿Cómo voy a saberlo? Lo único que estoy haciendo es dar mi versión de los hechos.

No obstante, si el Karma existe debo decir en su favor que posee una fantástica maquinaria publicitaria. Todos sabemos cómo funciona: el Karma lleva un gigantesco libro mayor en el cielo, donde anota todas las buenas obras hechas por cada ser humano, y más adelante en la vida —el momento lo elige él (el Karma es reservado en eso, juega con las cartas pegadas al pecho)— reembolsa esa buena obra. A veces hasta con intereses.

Así que creemos que si patrocinamos a unos jóvenes para que escalen una montaña a fin de recaudar fondos para el hospital de enfermos terminales del barrio o le cambiamos el pañal a nuestra sobrina cuando antes preferiríamos pegarnos un tiro en la cabeza, en algún momento futuro nos sucederá algo bueno. Y cuando efectivamente algo bueno nos sucede, decimos: «Ah, seguro que ha sido mi viejo amigo el Karma, que me está recompensando por aquella buena obra. ¡Gracias, Karma!».

El Karma posee una ristra de reconocimientos larga como el Amazonas, aunque en realidad sospecho que ha estado practicando la versión conceptual de repantigarse en el sofá en calzoncillos viendo Sky Sports.

Echemos un vistazo al Karma «en acción».

Cuatro años y medio atrás iba al volante de mi coche (un Hyundai todoterreno sencillito). Estaba avanzando en un tráfico lento pero fluido cuando vislumbré, más adelante, un coche que intentaba salir de una calle secundaria. Dos detalles me revelaron que el hombre llevaba un rato tratando de salir de esa calle. El primero: estaba inclinado sobre el volante en actitud de frustración cansina, implorante. El segundo: conducía un Range Rover, y por el mero hecho de conducir un Range Rover todo el mundo seguramente pensaba: «Ja, no pienso dejar salir al chuleta ese del Range Rover».

Así que yo pensé: «Ja, no pienso dejar salir al chuleta ese del Range Rover». Luego pensé —todo esto estaba sucediendo muy deprisa porque, como he dicho, el tráfico era lento pero fluido—: «Ni hablar, le dejaré salir, será —quédate con estas palabras— “buen karma”».

De modo que reduje la velocidad e hice luces para indicar al chuleta del Range Rover que podía salir; el tipo esbozó una sonrisa cansada y empezó a avanzar y, yo estaba experimentando ya una dulce sensación de beatitud y preguntándome qué maravillosa recompensa cósmica recibiría cuando el coche de detrás, que no se esperaba que yo redujera para dejar pasar al Range Rover —dado que era un Range Rover—, se estrelló contra la parte trasera de mi coche y me impulsó hacia delante con tanta fuerza que fui a empotrarme contra el costado del Range Rover (el término técnico de dicha maniobra es «impacto lateral»), y de repente tuvo lugar un idilio amoroso entre tres coches. Salvo que ahí, como es lógico, había de todo menos amor.

Para mí todo el suceso transcurrió a cámara lenta. En cuanto el vehículo de atrás empezó a espachurrarse contra el mío el tiempo casi se detuvo. Yo podía notar las ruedas de mi coche avanzando sin que yo se lo ordenara. Tenía mis ojos clavados en los del hombre que conducía el Range Rover, paralizados ambos por el espanto, unidos por la extraña intimidad de saber que nos disponíamos a hacernos daño mutuamente y que éramos incapaces de evitarlo.

Entonces llegó el terrible instante en que mi coche finalmente golpeó el suyo: el sonido del metal retorciéndose, el estallido de cristales, la violencia sísmica del impacto…

… seguido de silencio. Solo duró un segundo, pero un segundo que se me antojó una eternidad. Aturdidos y anonadados, el hombre y yo nos miramos. Lo tenía a solo unos centímetros: el impacto nos había desplazado de tal manera que nuestros coches estaban prácticamente el uno al lado del otro. Su ventanilla se había roto, y en sus cabellos pequeños fragmentos de vidrio titilaban y proyectaban una luz plateada del mismo color que sus ojos. Parecía aún más harto que cuando estaba aguardando a que le dejaran salir de la calle secundaria.

«¿Estás vivo?», le pregunté mentalmente.

«Sí —respondió—. ¿Y tú?».

«Sí».

La puerta del pasajero de mi coche se abrió de golpe y el hechizo se rompió.

—¿Está bien? —preguntó alguien—. ¿Puede salir?

Con las piernas temblando, me arrastré hasta la portezuela abierta y cuando ya estaba fuera y apoyada en un muro vi que el Hombre Range Rover también había conseguido salir. Comprobé, aliviada, que caminaba erguido, por lo que, de tenerlas, sus heridas probablemente eran leves.

Como caído del cielo, un hombrecillo corrió hacia mí mientras aullaba:

—¿Qué demonios hace? ¡Ese Range Rover es nuevo! —Era el conductor del tercer coche, el que había provocado el accidente—. Esto me costará una fortuna. ¡Es un coche completamente nuevo! ¡Todavía no le han puesto ni las matrículas!

—Pero…

El Hombre Range Rover se interpuso entre nosotros.

—Basta, tranquilícese.

—¡Pero es un coche nuevo!

—Sus gritos no cambiarán eso.

Los bramidos cesaron.

—Trataba de hacer una buena obra al dejarle pasar —dije al Hombre Range Rover.

—No se preocupe.

De pronto me di cuenta de que estaba muy enfadado y al instante le hice la radiografía: uno de esos hombres guapos y consentidos, con su coche caro y un abrigo elegante y la expectativa de que la vida le trataría bien.

—Al menos nadie se ha hecho daño —dije.

El Hombre Range Rover se limpió una mancha de sangre de la frente.

—Sí. Nadie se ha hecho daño…

—Mucho, quiero decir…

—Lo sé. —Suspiró—. ¿Está bien?

—Sí —respondí fríamente. No quería que se preocupara por mí.

—Disculpe si he estado un poco… ya sabe. He tenido un mal día.

—Ya.

La situación a nuestro alrededor era caótica. El tráfico estaba parado en ambos sentidos, transeúntes «serviciales» ofrecían versiones contradictorias y el hombre gritón empezó a gritar otra vez.

Una persona amable me ayudó a sentarme en el escalón de un portal mientras esperábamos a la policía y otra persona amable me dio una bolsa de caramelos.

—Necesita azúcar —dijo—. Ha sufrido un shock.

La policía llegó enseguida y procedió a redirigir el tráfico y tomar declaraciones. Hombre Gritón gritaba mucho y me apuntaba todo el rato con el dedo, Hombre Range Rover hablaba con calma y yo los observaba a ambos como si estuviera viendo una película. «Ahí está mi coche —pensé vagamente—. Hecho polvo. Siniestro total. Es un milagro que haya salido ilesa de él».

Hombre Gritón era el causante del accidente y su seguro tendría que aflojar la pasta, pero no me daría lo suficiente para sustituir mi coche por otro porque las aseguradoras siempre pagaban menos del valor real. Ryan se pondría furioso —aunque el trabajo le iba bien, siempre estábamos al borde de la quiebra—, pero ya me preocuparía de eso más tarde. Por el momento estaba bastante contenta comiendo caramelos en el escalón.

¡Un momento! Hombre Range Rover estaba acercándose a mí a grandes zancadas con el abrigo abierto ondeando al viento.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó.

—De maravilla. —Porque era cierto. El shock, la adrenalina, lo que fuera.

—¿Puede darme su teléfono?

Me reí en su cara.

—¡No! —¿Qué clase de pervertido era ese que intentaba ligar con mujeres en la escena de un accidente?—. ¡Además, estoy casada!

—Para el seguro…

—Oh. —«Qué vergüenza, qué vergüenza»—. Vale.

Y ahora examinemos el resultado kármico de mi buena obra: tres coches dañados, una frente herida, agresividad a mansalva, gritos, subidas de tensión arterial, preocupación económica y gran, gran humillación, de esa que te pone de color granate. Malo, todo muy malo.

Mi karma y yo
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