El piso de Mannix estaba en la segunda planta de un gigantesco bloque de obra nueva. Tuve que recorrer un pasillo desnudo y cruelmente iluminado sobre mis mortificantes zapatos durante lo que me parecieron kilómetros.
Finalmente llegué al 228. Llamé a la anodina puerta de DM con los nudillos y Mannix abrió al instante. Llevaba una camisa holgada, tejanos gastados y el pelo alborotado.
—Me siento como una prostituta —dije—. Y no es agradable.
—¿Alguna vez lo es? —Me tendió una copa de vino y cerró la puerta.
Miré nerviosa por encima de mi hombro.
—Hazme sentir acorralada.
—¿Qué?
—Karen dice que hay una manera agradable de hacer de prostituta. —No podía dejar de hablar—. En plan juego de roles, ya sabes…
—¿Qué te parece si esta noche somos nosotros mismos? —Me tomó de la mano e intentó tirar de mí—. No he tenido tiempo de comprar pétalos de rosa. No esperaba esto…
—Olvídate de los pétalos. —Bebí un largo trago de vino—. ¿Dónde está el dormitorio?
—Te veo muy lanzada.
—No creas —dije—. Lo que estoy es asustada. Muerta de miedo. —Me estaba acelerando—. No he estado con otro hombre aparte de mi marido desde hace veinte años. Esto es muy importante para mí. Estoy en un tris de echarme atrás.
Desde el recibidor eché un vistazo a la cocina, al cuarto de baño y a la sala de estar, todos pintados con colores neutros. Tenían un aspecto inacabado, hueco, como si Mannix no se hubiese molestado en mudarse del todo.
—¿Eso de ahí es el dormitorio? —Abrí tímidamente la puerta.
Mannix me señaló la cama con la mirada, una cosa anónima cubierta con un edredón blanco.
—Sí.
—Aquí hay demasiada luz. ¿Qué pasa con las luces? ¿No tienes nada más tenue?
—No… Stella, te lo ruego, vamos a la sala a sentarnos y a relajarnos un poco.
—Tendremos que hacerlo a oscuras.
Negó con la cabeza.
—No pienso hacerlo a oscuras.
—¿Tienes una lámpara? Ve a buscar una lámpara. Tiene que haber una lámpara. —Había visto una en la sala—. Hay una en la sala. Ve a buscarla.
Mientras él desenchufaba la lámpara de la mesa y la trasladaba al dormitorio, yo permanecí en el pasillo bebiendo vino y martilleando el suelo con el pie. Cuando encendió la lámpara y apagó la bombilla del techo, el dormitorio se sumió en una indulgente luz rosada.
—Mucho mejor. —Le tendí la copa vacía—. ¿Hay más?
—Sí, claro. Iré a…
Entró en la cocina y a su vuelta me encontró sentada en la cama, hecha un manojo de nervios.
Me tendió la copa y preguntó:
—¿Estás segura de que quieres hacer esto?
—¿Lo estás tú?
—Sí.
—Pues venga. —Bebí un gran sorbo de vino—. Por cierto —dije tumbándome en la cama con los zapatos todavía puestos—, no suelo beber mucho. No dejes que me emborrache más de la cuenta.
—No te preocupes.
Me quitó la copa y la dejó en el suelo. Alargué rápidamente el brazo y le di otro sorbo. Le tendí la copa y volví a tumbarme.
—Dicen que la primera vez es la peor. —Levanté la vista buscando su mirada tranquilizadora—. ¿Verdad?
—Debería ser algo placentero —dijo.
—Lo sé, lo sé. No me refería a eso. Necesito que actúes como lo hacías en el hospital.
—¿Y eres tú la que teme que solo me gustes muda y paralizada?
—Me refiero a que necesito que lleves la batuta.
Tras unos segundos preguntó en voz baja:
—¿Quieres que yo lleve la batuta?
Asentí.
Procedió a desabrocharse lentamente la camisa.
—¿Te refieres a esto?
Dios mío. Mannix Taylor estaba desabotonándose la camisa delante de mí. Me disponía a tener sexo con Mannix Taylor.
Se quitó la camisa en medio de un frufrú de algodón y le acaricié la piel, deslizando mi mano desde el cuello hasta la clavícula.
—Tienes los hombros anchos —dije maravillada. También tenía los pectorales duros y un estómago envidiablemente plano.
Quise aligerar el ambiente diciendo «no está mal para un cuarentón», pero no podía hablar.
—Ahora tú. —Mannix me estaba quitando los zapatos.
—No —dije, nerviosa—. Necesito que me dejes los zapatos puestos. Para crear la ilusión de unas piernas largas.
—Chis.
Me asió el pie derecho y lo colocó sobre su regazo. Apretó ambos pulgares contra el arco y mantuvo la presión unos instantes, produciéndome un dolor extrañamente agradable. Hecho esto, procedió a deslizar las manos por todo el pie, estirando los tendones bajo la piel. Estremecida, cerré los ojos.
—¿Recuerdas esto? —Le oí decir.
Por supuesto que lo recordaba: la única vez que Mannix había trabajado con mis pies siendo mi médico. Algo poderoso había sucedido entre nosotros aquel día, y Mannix nunca volvió a hacerlo.
Mientras él me apretaba y masajeaba los pies, empecé a sentir un hormigueo en los labios, y los pezones se me pusieron tensos y duros.
Con la uña del pulgar me dio pequeños y placenteros pellizcos en la punta del dedo gordo. Los movimientos eran minúsculos bocados de placer. Colocó el dedo corazón sobre los dedos gordo y segundo de mi pie y lo friccionó hasta que empezaron a abrirse, luego lo deslizó hasta el hueco y una descarga de deseo viajó directamente hasta mi centro femenino.
Abrí los ojos de golpe y vi que me estaba mirando.
—Lo sabía —dijo—. Tú también lo sentiste aquel día, ¿verdad?
Asentí.
—Dios —susurré. Ardía de deseo y ni siquiera nos habíamos besado.
Entonces lo hicimos. Doblé la pierna derecha, lo atraje hacia mí y nos besamos un buen rato. Mi pie seguía en su regazo, en contacto con algo muy duro. Apreté con fuerza y Mannix ahogó un gemido.
—¿Eso es…? —pregunté.
Asintió.
—Enséñamelo —dije.
Se levantó, se desabrochó el botón del tejano y bajó lentamente la cremallera hasta dejar salir su erección.
Desnudo, se plantó delante de mí sin el menor rubor.
—Ahora tú —dijo.
Empecé a subirme el vestido por los muslos.
—¿Estás seguro de que no podemos apagar la luz?
—Nunca he estado tan seguro de algo —dijo con un destello en los ojos—. Llevo mucho tiempo esperando esto.
Me quité el vestido con suaves contoneos mientras él me observaba como un halcón. Había tanto descaro y admiración en la expresión de su cara, y su sonrisa torcida era tan sexy, que para cuando me deshice del sujetador ya había perdido toda la vergüenza.
Mannix me había dicho que quería cubrirme entera de besos, y eso hizo: el cuello, los pezones, detrás de las rodillas y las muñecas, y donde más importaba. Cada nervio de mi cuerpo estaba encendido. Un pensamiento penetró en mi mente —yo era como la centralita en Jerry Maguire— y enseguida volvió a salir.
—Es la hora del condón —susurré.
—Vale —dijo, su aliento caliente en mi oreja.
Se puso un condón con suma destreza y en cuanto me penetró tuve un orgasmo. Le agarré las nalgas y lo apreté contra mí, casi paralizada por la intensidad del placer. Había olvidado lo fabuloso que podía ser el sexo.
—Dios —jadeé—. Dios.
—Y esto es solo el principio —dijo.
Bajó el ritmo hasta convertirlo en una tortura deliciosa. Apoyado en los brazos, entraba y salía lentamente de mí mientras me observaba con esos ojos de color gris.
Me sorprendía su control. Este no era un hombre que llevaba varios meses de sequía. Pero no iba a pensar en eso ahora.
Sin apartar sus ojos de los míos, me penetró hasta provocarme un orgasmo más intenso aún que el anterior. Y otro, y otro.
—No puedo más. —Estaba bañada en sudor—. Creo que voy a morirme.
Aumentó el ritmo, moviéndose cada vez más deprisa, hasta que finalmente, retorciéndose y gimiendo, se corrió.
Se quedó tumbado sobre mí hasta que sus jadeos amainaron, luego rodó sobre la cama, me envolvió con sus brazos y descansó mi cabeza sobre su pecho. Se quedó dormido al instante. Yo permanecí despierta, presa del asombro. Mannix Taylor y yo juntos en la cama. Quién lo diría.
Media hora después se despertó y me miró con una cara de sueño adorable.
—Stella —dijo en un tono de asombro—. ¿Stella Sweeney? —Bostezó—. ¿Qué hora es?
Había un despertador en el suelo.
—Poco más de medianoche —dije.
—¿Quieres que te pida un taxi?
—¿Qué? —Me levanté de un salto.
—Pensé… que a lo mejor preferías irte a casa.
Agarré un zapato y se lo tiré.
—¡Joder! —gritó.
Recuperé los dos zapatos y me puse las bragas y el vestido muerta de vergüenza. El sujetador lo metí en el bolso.
—Pensé que querrías irte a casa por tus hijos —dijo.
—Fantástico.
Abrí la puerta del piso con los zapatos en la mano. No tenía intención de calzarme esas putas máquinas de tortura.
Esperaba que me detuviera, pero no lo hizo, y mientras me dirigía a los ascensores por el anónimo pasillo iluminado con lámparas de sodio me sentí realmente como una prostituta.
Busqué el móvil en el bolso y, a punto de echarme a llorar, llamé a Zoe.
—¿Estás despierta? —pregunté.
—Sí. Los chicos están con Brendan y su putilla, y yo estoy aquí con mis colecciones y mi botella de vino.
Veinte minutos más tarde llegaba a su casa.
Me abrazó.
—Stella, tu matrimonio se ha roto, es normal que te sientas perdida y…
Me aparté.
—Zoe, ¿puedo preguntarte cuáles son las reglas que rigen las citas hoy en día?
—Son las mismas de siempre. Te follan una vez y no vuelven a llamarte.
«Mierda».
—Pero es un poco pronto para preocuparte por eso. Ryan y tú acabáis de tomar la decisión. Puede que volváis…
Yo meneaba la cabeza.
—No, Zoe, no. ¿Te acuerdas de Mannix Taylor?
—¿El médico?
—El lunes vino a verme al trabajo.
—¿El lunes pasado? ¿El lunes de hace menos de cinco días? ¿Y no me lo contaste?
—Lo siento, Zoe, fue todo un poco extraño.
Zoe encajó rápidamente las piezas.
—¿Y has dejado que te follara? ¿Esta noche? Dios mío.
—Y luego, después de… me preguntó si quería que me pidiera un taxi.
Su cara era la viva imagen de la compasión.
—Lo siento, Stella, así son los hombres. Llevabas fuera del juego demasiado tiempo. No podías saberlo.
Me sonó el móvil y miré la pantalla.
—Es él.
—No contestes —dijo Zoe—. Solo busca otro polvo.
—¿Tan pronto?
—Es de los que consiguen levantarla cuatro veces en una noche. El supermacho, el hombre alfa. Apaga el teléfono, Stella, te lo ruego.
—Vale.
Pese a sus denodados esfuerzos, Zoe no conseguía consolarme, de modo que me fui a mi casa vacía y me enfrenté a los hechos: mi matrimonio estaba acabado, mis hijos estaban traumatizados y todo el mundo me odiaba. No podía imaginarme un desenlace peor. Mi historia con Mannix ni siquiera había durado tres semanas; solo había obtenido una noche.
En el fondo siempre había sabido que acabaría humillándome. Todos lo sabían, por eso no lo veían con buenos ojos.
Hastiada, pensé en Ryan y en mí. ¿Podríamos arreglar las cosas y seguir como antes? No era una mala vida; Ryan no era mal hombre, solo egoísta y, en fin, egocéntrico. Pero existía el pequeño detalle de que ya no me atraía lo más mínimo. Aunque había sido capaz de engañarme a mí misma hasta ahora, mi noche con Mannix se había cargado el sexo con Ryan para siempre.
Pero el sexo no lo era todo en el matrimonio. Y a lo mejor, si conseguía que Ryan se pusiera una máscara de látex para parecerse a Mannix…
Me llevó casi toda la noche dormirme. Probablemente eran más de las seis cuando finalmente me sumergí en un sueño inquieto y extraño, y a las nueve volvía a estar despierta. Lo primero que hice fue encender el móvil, porque no podía no encenderlo. Además, había una buena razón para ello: los niños tenían que poder ponerse en contacto conmigo.
Ninguno de ellos me había llamado, sin embargo había ocho llamadas perdidas de Mannix. Zoe habría borrado los mensajes sin dejarme escucharlos, pero ella ya no estaba aquí.
«Stella». En el primer mensaje Mannix sonaba conmovedoramente contrito. «Me equivoqué. Tienes hijos y solo pretendía que supieras que eso no representa un problema para mí. Llámame, por favor».
Su segundo mensaje decía: «Lo siento mucho. ¿Podemos hablarlo? ¿Me llamarás?».
Su tercer mensaje decía: «La he cagado y lo siento mucho. Llámame, por favor».
Luego: «Vuelvo a ser yo. Empiezo a sentirme como un acosador».
Y: «Siento mucho haberlo hecho tan mal. Ya sabes dónde encontrarme».
En los tres últimos colgaba sin dejar mensaje. El más reciente tenía siete horas, y supe que no volvería a llamar. No era la clase de hombre que se arrastraba; había hecho todo por su parte, no insistiría más. En ese momento me sonó el móvil y casi saco el corazón por la boca.
Era Karen.
—He hablado con Zoe —dijo—. Me ha contado lo ocurrido.
—¿Llamas para regodearte?
—No exactamente. Pero tienes que entrar en razón, Stella. Mannix no es hombre para ti. Ha estado casado con Georgie Dawson. ¡Georgie Dawson! ¿Me oyes? Comparada con ella tú eres solo… en fin, ya sabes. —Muy seria, añadió—: No te estoy subestimando, Stella, pero ella sabe de arte y esas cosas. Seguramente habla italiano. Es probable que sepa rellenar codornices. Y tú ¿qué sabes hacer aparte de depilar totos?
—Leo libros —espeté.
—Únicamente porque papá te obliga. No lo llevas en la sangre. Georgie Dawson sí. —Suspiró—. Esta es la situación, Stella: la has jodido hasta el fondo. He hablado con Ryan y se niega a volver contigo…
¡Tendrá cara mi hermana!
—Pero tienes a Zoe. Podéis hacer cosas juntas. Relajaros, ir planas, despreocuparos de la barriga. Piensa en todos los dulces que podrás comerte… —Su tono era casi de envidia—. Y ahora escúchame bien, Stella. —Estaba siendo sumamente sincera—. Sé que ahora tus hijos te odian, pero te perdonarán. Vamos —me cameló—, nadie podría aguantar a Ryan más de dos días seguidos. ¿Vale?
Colgó. Llamé a Betsy. El móvil sonó dos veces y saltó el buzón de voz; había rechazado mi llamada. Telefoneé a Jeffrey y tres cuartos de lo mismo. El dolor era afilado como un cuchillo.
Me obligué a llamar de nuevo y dejé un mensaje entrecortado a cada uno: «Siento todo el trastorno que os he causado, pero podéis contar conmigo día y noche, pase lo que pase».
Cuando terminé de hablar, decidí poner una lavadora, pero cuando fui a buscar la cesta de la ropa sucia la encontré prácticamente vacía: solo había ropa mía. Ryan y los niños se habían llevado su ropa sucia. Conmocionada, caí en la cuenta de que no tenía nada que hacer, yo, que nunca disponía de un momento libre. Pero no había nada para lavar o planchar, no tenía que llevar a Betsy y a Jeffrey a sus diferentes compromisos de fin de semana. En circunstancias normales, constituía una batalla constante estar al tanto de la enorme montaña de tareas que había que hacer en un día. Sin Ryan y los niños, era como si mi vida careciera de andamio.
Bajé a la sala, me tumbé en el sofá y reflexioné sobre mi situación: como Karen decía, la había jodido hasta el fondo.
Pero puede que, visto desde una perspectiva más amplia, las cosas hubiesen ocurrido por algo. Puede que Mannix Taylor fuera solo un catalizador, una estratagema cósmica para hacerme ver que ya no quería a Ryan. A veces las cosas se desmoronan para dejar lugar a otras mejores. Eran palabras de Marilyn Monroe. Aunque mira cómo acabó…
O puede que estuviera perdiendo el tiempo intentando encontrar sentido a las cosas: a veces las cosas no ocurren por una razón, a veces ocurren porque sí.
Hacía siglos que no disponía de tanto tiempo para mí. Me recordaba a mi estancia en el hospital, cuando mis pensamientos daban vueltas y vueltas en mi cabeza sin poder salir, como ratas atrapadas en un corral.
En un momento dado llamé a Zoe, que contestó al primer tono.
—¿Le has llamado?
—No.
—Escúchame bien: nada de pasar por delante de su casa, nada de enviar mensajes de texto o de sexo, nada de llamar o tuitear. No puedes emborracharte, porque es cuando estás más vulnerable.
Pero nada de eso iba a ocurrir. Tenía mi orgullo.
El día pasó y ya había anochecido cuando llamaron a la puerta. Decidí no hacer caso y seguir tumbada en el sofá, pero volvieron a llamar. Me levanté de mala gana y cuando vi a mamá y a papá en la puerta, me negué a reconocer mi decepción.
—«Nunca preguntes por quién doblan las campanas» —dijo papá—. «Doblan por ti».
—Traemos bagels —dijo mamá.
—¿Bagels?
—¿No es lo que hacen en las películas para demostrar que se preocupan?
—Gracias. —Para mi gran sorpresa, rompí a llorar.
—Oh, vamos. —Papá me abrazó—. Estás genial. Estás genial. Estás genial.
—Vamos a la cocina. —Mamá encendió las luces y encabezó la marcha por el pasillo—. Tomaremos té con bagels.
—¿Cómo se comen? —preguntó papá.
—Tostados —contestó mamá—. ¿No, Stella?
—No es necesario. —Arranqué dos hojas de papel de cocina y lloré en ellas.
—Pero tostados están más ricos —dijo mamá—. Seguro que están más ricos. Las cosas calientes siempre saben mejor. Estamos aquí para decirte que lo sentimos, Stella. Yo lo siento, tu padre lo siente, los dos lo sentimos.
Papá estaba junto a la tostadora.
—Son demasiado gordos, no cabrán.
—Primero tienes que cortarlos —dijo mamá—. Por la mitad.
—¿Tienes un cuchillo?
—En el cajón —respondí con un hilo de voz.
—Yo estoy de tu parte —declaró mamá—. Y también tu padre. El otro día simplemente nos asustamos. Todos nos asustamos.
—No lo esperábamos —dijo papá metiendo bagels en la tostadora—. Y te fallamos. Tu madre te falló.
—Y tu padre te falló.
—Y los dos lo sentimos.
—Todo irá bien —aseguró mamá—. Los niños lo superarán. Y Ryan también.
—Con el tiempo, todo se solucionará.
—¿Mannix Taylor es tu novio? —preguntó mamá.
—No.
De la tostadora empezó a salir un hilillo de humo negro.
—¿Volverás con Ryan?
—No.
El hilillo de humo negro se estaba hinchando.
—Bueno, pase lo que pase, nosotros te queremos.
Estalló un pitido ensordecedor: la alarma contra incendios se había disparado.
—Somos tus padres —dijo mamá.
—Y creo que nos hemos cargado tu tostadora, pero te queremos.
Pese a las invitaciones de Zoe, de Karen y de mamá y papá, pasé el domingo sola. Decidí que la casa necesitaba una limpieza —una limpieza a fondo, como no se había hecho en una década— y me entregué a la tarea con alivio. Restregué afanosamente los armarios de la cocina y arañé el horno y me concentré en las juntas del cuarto de baño con tal vigor que los nudillos se me pusieron colorados y luego se agrietaron. Pese al dolor, seguí fregando, y cuanto más me escocían las manos mejor me sentía.
Sabía por qué lo hacía: era como si me estuviese pasando a mí misma el estropajo y la lejía.
Eran pasadas las siete cuando Betsy me llamó. Me abalancé sobre el teléfono.
—Cariño.
—Mamá, no tenemos ropa limpia para mañana.
—¿Por qué no?
—… No lo sé.
Buscando una solución, pregunté:
—¿Será porque nadie la ha lavado?
—Supongo.
—Pues lavadla.
—No sabemos poner la lavadora.
—Pregúntale a tu padre.
—Él tampoco sabe. Me pidió que te lo preguntara.
—Ah. Pásamelo.
—Dice que no quiere hablar contigo nunca más. ¿Podrías venir y poner tú la lavadora?
—Está bien. —¿Por qué no? No tenía nada mejor que hacer.
Quince minutos después Betsy me abrió la puerta. Nerviosa, entré en el vestíbulo preparándome para recibir la ira de Jeffrey y Ryan.
—Han salido —dijo Betsy—. Me han dicho que les llame cuando te hayas ido.
Me tragué el dolor.
—Bien, vamos al lavadero y te lo explicaré todo.
En menos de treinta segundos Betsy había pillado el funcionamiento de la lavadora y la secadora, que eran idénticas a las que teníamos en casa.
—¿Realmente es tan fácil? —me preguntó escéptica—. Quién iba a decirlo.
Había algo que no me encajaba.
—Si ninguno de vosotros sabe poner la lavadora, ¿cómo os las apañasteis todo el tiempo que estuve en el hospital?
Betsy lo meditó.
—Creo que la ponían tía Karen, la abuela y tía Zoe.
Pero Ryan se había llevado el mérito. Y ahora sus carencias en cuanto a sus habilidades estaban saliendo a la luz… Y una parte pequeña y vergonzosa de mí se alegró. Tal vez eso les hiciera ver a Jeffrey y a Betsy que yo servía para algo.
—Será mejor que te vayas, mamá.
—Sí. —Me arrojé sobre ella y empecé a llorar—. Lo siento mucho —dije una y otra vez—. Llámame si necesitas algo. ¿Lo prometes?
Subí al coche y puse rumbo a casa, y bajo la luz proyectada por una farola vislumbré a Ryan y a Jeffrey, de pie en una esquina con la mirada torva. Sabía que era fruto de mi imaginación, sabía que era imposible que estuvieran sosteniendo horcas en llamas y agitando los puños mientras me veían partir, pero esa fue mi sensación.