A finales de noviembre, coincidiendo con Acción de Gracias, Nueva York inició la temporada de las fiestas navideñas. Blisset Renown tuvo la suya el diez de diciembre, pero la organizó en sus oficinas porque, como la gente no dejaba de repetirme, «el negocio editorial está agonizando» y sería una indecencia gastarse una fortuna en una comilona en un restaurante.
Estaba dando conversación a dos correctoras cuando noté un pinchazo en el trasero. Me di la vuelta. Era Phyllis Teerlinck, a quien no había visto literalmente desde el día en que consiguió mi contrato editorial en agosto.
—Hola —dijo blandiendo el bolígrafo que me había clavado en el trasero—. Dios mío, ¿qué te han hecho? ¡Te han «neoyorquizado»! ¡Estás flaca y radiante!
—Me alegro de verte, Phyllis.
—¡No me toques! —Rechazó mi conato de abrazo poniéndome delante la palma de su mano—. Odio estas fiestas. Todos besando el culo de todos. Hola, chicas —dijo a las dos correctoras—. Voy a agenciarme unas cuantas magdalenas para mis gatos. Exacto, soy la chiflada que vive sola con sus gatos. Pásame esa bandeja. —Volcó una bandeja de minimagdalenas glaseadas en una gran fiambrera que a continuación guardó en una bolsa con ruedas—. ¿Dónde está ese hombre tan sexy que tienes de novio, Stella?
—Allí.
A pocos metros, apoyado en una estantería, Mannix estaba hablando con Gilda. En ese momento ella dijo algo que le hizo reír.
—Magníficos dientes —comentó Phyllis—. Muy blancos. ¿Quién es el bombón que está hablando con él?
—Se llama Gilda Ashley.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hace aquí?
—Preguntó si podía venir y pensé: ¿por qué no?
—¿Te fías de Mannix y ella?
Para divertirla negué con la cabeza.
—Noooooo.
Phyllis rio.
—Haces bien, Stella.
Como si hubiera notado nuestro escrutinio, Mannix se volvió hacia mí y me preguntó con los labios: «¿Todo bien?».
Asentí. Sí, todo bien.
Al reparar en Phyllis se acercó, seguido de Gilda.
—He oído que has cerrado un trato con una editorial irlandesa de tres al cuarto —le dijo Phyllis—. ¡Felicidades! Confiemos en que no haya omitido más territorios en nuestro contrato sin querer. Serías un buen agente.
Mannix se lo agradeció con una inclinación de cabeza.
—Viniendo de ti es todo un cumplido. ¿Te veremos en el nuevo año?
—¿Por qué? ¿Quieres que os lleve a un restaurante elegante y pague yo? Cuando Stella haya escrito su segundo libro y llegue el momento, les propondré un nuevo acuerdo y os haré ganar mucho dinero. Hasta entonces, ¡Felices Fiestas!
Se abrió paso entre los invitados, cogió una bandeja de magdalenas de las manos de un becario sorprendido y la vació en una de sus fiambreras.
—¿Es tu agente? —me preguntó Gilda—. Es… horrible.
El 21 de diciembre Mannix, Betsy, Jeffrey y yo volamos a Irlanda para pasar allí las Navidades. Era todo un poco extraño porque no teníamos dónde vivir. Mi casa estaba alquilada y Mannix carecía de hogar. En casa de mis padres no cabíamos los cuatro. Por muy supercompetente que fuera Karen, no me parecía justo que cayéramos todos sobre ella y sus dos hijos pequeños. La casa de Rosa estaba llena porque los padres de Mannix habían venido de Francia. Hero y su familia habían tenido que mudarse a un pisito de dos dormitorios después de que Harry fuera despedido del banco donde trabajaba, de modo que tampoco había espacio para nosotros allí.
Finalmente, Betsy y Jeffrey se quedaron con Ryan, Mannix se instaló en el pequeño apartamento de Roland y yo iba y venía entre las dos casas.
Me inquietaba conocer a los padres de Mannix, Norbit y Hebe, y no me equivocaba. Pese a su fama de gente animada y alegre, era evidente que no me consideraban lo bastante buena para Mannix. Su madre me clavó una mirada gélida y me dio un lánguido apretón de manos.
—De modo que tú eres Stella —dijo. Seguidamente reparó en Georgie, que se había pasado un rato por la reunión familiar de los Taylor, y ahogó un gritito—. Georgie, mi querido ángel, deja que te cubra de besos.
El padre de Mannix ni siquiera me dio la mano. En lugar de eso, correteó alrededor de Georgie como un perro agitando la cola y buscando un hueco para lamerla. Me tragué el dolor y decidí reaccionar como una persona adulta. Pero eso no hizo sino confirmar mis sospechas de que yo era una intrusa en el mundo de Mannix.
Norbit y Hebe no eran los únicos a los que no les gustaba. Ryan también estuvo de lo más desagradable, si bien eso no era ninguna novedad. Un día llegó a casa totalmente borracho y dijo:
—Aquí está. La mujer que me robó mi vida.
—Cállate, Ryan, estás borracho.
—Tendría que haber sido yo —dijo—. ¡Tu contrato con Harp apareció en todos los periódicos! No quiero ni imaginar lo que será cuando saquen tu chorrada de libro a la venta. Saldrás en la tele. A partir de ahora me niego a llamarte Stella. Para mí serás La Mujer Que Me Robó Mi Vida.
Al día siguiente declaró:
—Recuerdo lo que dije anoche y no me arrepiento.
—Genial. Me voy a ver a Zoe. Ella me trata bien.
Pero Zoe me dijo que estaba en «proceso de transformación».
—Estoy pasando de la tristeza a la amargura.
—No, por favor —le supliqué.
—Quiero hacerlo. Hasta tengo un mantra: «Cada día, en cada aspecto, me vuelvo más y más amarga».
No todo en Irlanda fue desagradable. Karen y yo salimos una noche con Georgie y lo pasamos en grande. Y me alegré mucho de ver a Roland. Seguía con sus trapos chillones pero había adelgazado un poco.
—¡Lo sé! —dijo bamboleando su panza todavía enorme—. Como una tabla, ¿verdad? ¿Estás preocupada? ¿Crees que tengo una tenia o algo parecido?
Me tronchaba con él.
—He estado haciendo marcha nórdica —dijo muy orgulloso—. Dentro de poco me confundirán con Kate Moss.