17.17

Irrumpo en casa impaciente por olvidar mi desastrosa salida de compras. Jeffrey está dentro y mi corazón salta de alegría al verlo. Pese a su constante insolencia, le quiero con una ternura que casi me duele.

—Lo siento —digo.

—¿Qué sientes?

—No me encogiste la ropa.

Me mira con cara de miedo.

—¿Siempre has estado tan chiflada?

Enderezo la espalda, dispuesta a hacerme la ofendida, cuando me suena el móvil. Es Zoe. Dudo un instante —no me siento con fuerzas, en serio— pero puede que esté llamando para cancelar la reunión de esta noche del Club de Lectura de Mujeres Amargadas. Además, es mi mejor amiga, así que obviamente contesto.

—Hola, Zoe.

—No vas a creer lo que me ha hecho ahora ese pedazo de capullo.

No necesito preguntar quién es el pedazo de capullo: es Brendan, su exmarido.

—Tenía que recoger a su hija a las cinco y aún no ha llegado. ¿Y qué hora es? ¡Exacto! ¡Las cinco y veinte! Que me trate a mí como una mierda vale, pero hacerle eso a sangre de su sangre… Ah, por ahí viene el muy cabrón. ¡Por Dios, tendrías que ver lo que lleva puesto! ¡Pitillos amarillo limón! ¿Se cree que tiene diecisiete años? Oye, vente antes. No, vente ahora. Ya estoy con el vino.

Cuelga abruptamente y me siento acorralada, casi atemorizada.

—Quizá deberías buscarte otra mejor amiga —señala Jeffrey.

Durante una milésima de segundo estoy completamente de acuerdo con él, luego cambio de onda.

—No digas tonterías —digo—. Es mi mejor amiga desde que teníamos seis años.

Zoe y yo fuimos al colegio juntas. De adolescentes, nos intercambiábamos los novios —de hecho, Ryan fue su novio antes de que empezara a salir conmigo—, y cuando crecimos y nos casamos, nuestros maridos se hicieron grandes amigos. Tuvimos a nuestros hijos casi al mismo tiempo y muchas veces íbamos todos juntos de vacaciones. Zoe y yo siempre seremos amigas.

Por muy difícil que me resulte últimamente.

La culpa la tuvo Brendan, pienso con tristeza. Zoe y él estaban felizmente casados, hasta que hace unos tres años él lo estropeó todo al acostarse con una chica del trabajo. El resultado fue devastador. Zoe dijo que estaba dispuesta a perdonarle si él prometía dejar a esa chica, pero Brendan nos horrorizó a todos diciendo que en realidad no quería volver con Zoe, gracias.

Pensábamos que eso sería el final de Zoe, que se vendría abajo y se convertiría en una triste sombra de su alegre ser. Pero nos equivocábamos. La traición de Brendan provocó en ella una transformación, y no precisamente positiva.

¿Sabes qué ocurre cuando una mujer de lo más corriente se aficiona de repente al culturismo? Las demás mujeres se dedican a mariconear con pesas de color rosa de dos kilos, mientras que ella empieza a darle a los batidos de proteínas y se despega del pelotón. De pronto la tienes engullendo esteroides y participando en competiciones y bronceándose de marrón caoba. El cuerpo le cambia por completo: las tetas se convierten en pectorales y los brazos se hinchan y se llenan de venas. Está en el gimnasio todos los días, resoplando y levantando pesas, entregando su vida y su alma a esta nueva versión de sí misma.

Pues bien, Zoe ha hecho eso mismo con su personalidad. Se ha remodelado y reinventado en alguien casi irreconocible. Y antes era encantadora, y muy divertida…

—¿Qué? —pregunta Jeffrey en un tono casi sarcástico—. ¿Esta noche toca reunión del Club de Lectura de Mujeres Amargadas?

Me muerdo el labio, me lo muerdo y me lo muerdo y me lo muerdo, mientras mi mente busca una salida y las encuentra todas bloqueadas. Finalmente me vuelvo hacia Jeffrey con una ira inesperada.

—¿Qué club de lectura se reúne un sábado por la noche? ¡Los clubes de lectura son cosas de entresemana, para que tengas una excusa para pulirte una botella de vino un martes!

—La primera regla del Club de Lectura de Mujeres Amargadas es que nadie hable del Club de Lectura de Mujeres Amargadas —dice Jeffrey.

Incorrecto. La primera regla del Club de Lectura de Mujeres Amargadas es que todas beban vino tinto y sigan bebiendo hasta que se les pongan los labios agrietados y los dientes negros.

—Segunda regla —prosigue él—: todos los hombres son unos cabrones.

Correcto.

—Tercera regla: todos los hombres son unos cabrones.

También correcto.

—Y dime… —pregunto—. ¿Qué te ha parecido el libro?

—Mamá… —Jeffrey se remueve incómodo.

—¡No lo has leído! —le acuso—. ¡Nunca te pido nada! Solo que leas un maldito libro y…

—Mamá, la del club de lectura eres tú, no yo. Se supone que te gustan los libros…

—¿Cómo pueden gustarle a alguien los libros elegidos por el Club de Lectura de Mujeres Amargadas?

—En ese caso, deberías pensar en dejarlo.

Esta noche tendré que pillar una curda, una buena curda. No bebo mucho, pero es la única manera de que pueda aguantarlo. Eso significa que el coche queda descartado, pero también el transporte público. Desde su separación, Zoe vive lejos, muy lejos, en una urbanización donde los autobuses generan la misma consternación que los eclipses de sol en la Edad Media. (Cuando estaba casada tenía su domicilio en el corazón vibrante de Ferrytown, cerca de sus numerosos servicios, y su exilio actual en los confines de Dublín oeste es un motivo de amargura más en su larga lista).

—¿Cena con las amigas? —me pregunta el taxista.

—Club de lectura.

—¿Un sábado por la noche?

—Lo sé.

—Entonces ¿empinarán el codo?

Lanzo una mirada a mi botella de vino.

—Sí.

—¿Qué libro toca hoy?

—Una cosa francesa. La invitada, se titula. Lo escribió Simone de Beauvoir. Solo lo he leído por encima, pero es muy triste. Autobiográfico. Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre eran gente auténtica, escritores…

—Sé quiénes son. —Parece molesto—. Existencialistas.

—Tenían una relación abierta.

—Unos guarros. —El hombre chasquea la lengua—. Así son los franceses.

—Y hay otra chica con la que… —¿Cómo puedo expresar un ménage à trois de forma delicada?—. Se hacen amigos y la chica provoca su ruptura.

—Ellos se lo han buscado. Las reglas están para algo. ¿Adónde demonios vamos?

—Gire la próxima a la izquierda. Y la que viene a la derecha. Y la segunda a la izquierda. —Estamos en la enorme urbanización de casas clonadas—. Vaya hasta el final, gire a la izquierda, a la derecha, sí, continúe. La segunda a la izquierda, otra vez a la izquierda. Derecha. Izquierda. Siga, siga, lo está haciendo muy bien.

—Mi GPS se ha vuelto loco.

—Izquierda. Izquierda al final de todo. Una más a la derecha y… pare aquí.

Cuando voy a pagarle, el taxista me mira angustiado.

—Puede que nunca consiga salir de aquí.

De repente tomo conciencia de lo acorralada que estoy en esta prisión residencial. Noto como si los ojos me treparan hasta la coronilla y salieran disparados hacia arriba, lejos, muy lejos, por encima del laberinto de callecitas, de la gruesa red de autopistas, la cepa viral de Dublín, la costa de Irlanda, la masa continental de Europa, hasta el espacio exterior. Soy diminuta, estoy atrapada y asustada, e impulsivamente digo:

—Venga a buscarme dentro de una hora y media.

—No puede largarse a la hora y media. —El taxista parece estupefacto—. Pórtese como es debido. Dos horas y cuarto.

Titubeo.

—Un poco de educación.

—Ah, está bien, dos horas y cuarto. Para entonces —siento que debo añadir— puede que esté borracha. No armaré ningún escándalo, pero a lo mejor me da por llorar. Le pido que no se burle de mí.

—¿Por qué iba a burlarme de usted? Ese no es mi estilo. Ha de saber que soy muy respetado en mi comunidad. Tengo fama, debo de añadir que bien merecida, de persona cortés. Los animales acuden instintivamente a mí… Ah, mire, su amiga la está esperando.

Zoe tiene abierta la puerta de la calle y, a juzgar por sus dientes negros y su pelo alborotado, ya está pedo.

—¡Bienvenida al Club de Lectura de Mujeres Amargadas! —grita.

Corro a su encuentro.

—Será cerdo —dice observando al taxista—. Se me está comiendo con los ojos. ¿No lo ves? ¡Y lleva anillo de casado! Viejo verde.

—¿Soy la primera? —Entro en la sala de estar.

—¡Eres la única!

—¿Qué?

—¡Lo que oyes! ¡Pandilla de impresentables! Se han rajado todas. Deirdre tiene una cita. Con un hombre. ¡Lo que oyes! ¡Y se ha rajado así, por la cara! —Zoe intenta chasquear los dedos pero no lo consigue—. Menuda hija de la gran P.

—¿Y dónde está Elsa? ¿Me das una copa?

Mi vino, por suerte, tiene tapón de rosca. Necesito empezar a beber ya. Ojalá hubiera empezado en el taxi.

—La madre de Elsa se ha caído de una escalera de mano y se ha roto la clavícula, así que Elsa está… —Zoe hace una pausa y pronuncia la siguiente frase con un sarcasmo feroz—. En urgencias.

—Eso es terrible. —Estoy sirviendo el vino. Empiezo a beber y siento un gran alivio.

—Lo que oyes. Qué. Jodidamente. Oportuno. Que su madre se rompa la clavícula justo la noche del Club de Lectura de Mujeres Amargadas.

—Dudo que se la haya roto a propósito… ¿Y dónde está Belén?

—No pronuncies ese nombre en mi casa. Esa impresentable está muerta para mí.

—¿Por qué?

Zoe se lleva los dedos a los labios.

—Chis. Es un secreto. Otro día. ¿Alguna novedad?

Podría contarle muchas: que la economía irlandesa está dando muestras de una modesta recuperación, que los científicos han conseguido tratar con éxito el cáncer de huesos en ratones. Podría incluso hablarle del demencial concepto del arte de Ryan. Sin embargo, las únicas novedades que le interesan a Zoe son las rupturas; las necesita tanto como el aire que respira. Prefiere que sean de conocidos cercanos, pero las de los famosos también le valen.

—No —digo con tono de disculpa.

—¿Ryan sigue soltero?

—Sí.

—Pero no por mucho tiempo, ¿eh? Cualquier día de estos una Barbie de diecinueve años con cerebro de mosquito se enamorará de su rollo de artista atormentado. Y dime, ¿qué te ha parecido el libro?

—Bueno… —Respiro hondo e intento animarme. Estoy aquí. Estoy en mi club de lectura. Me he tomado la molestia de leerme el libro por encima, así que por qué no hacer el esfuerzo—. Sé que son franceses y que los franceses son diferentes, que llevan bien lo de la infidelidad y todo eso, pero me pareció muy triste.

—Esa Xavière es un poco hija de P.

Quiero expresar mi acuerdo, pero no puedes hacer eso en un club de lectura. Debes «analizar» el libro. Así que, algo cansinamente, digo:

—¿Es tan sencillo?

—¡Dímelo tú! Françoise y Pierre eran felices. ¡Ellos invitaron a Xavière a su casa!

Un tanto sorprendida por la ira de Zoe, pregunto:

—Entonces ¿fue culpa de ellos?

—Fue culpa de ella, de Françoise.

Trago saliva.

—No sé si es justo culpar a Françoise de que Pierre se haya enamorado de Xavière.

Zoe me mira fijamente a los ojos.

—Es autobiográfica, ¿sabes? Ocurrió de verdad.

Me desconcierta su trasfondo de resentimiento, pero Zoe siempre lo tiene, simplemente empeora cuando está borracha.

—Lo sé, y por eso…

—Stella, Stella. —Zoe me está agarrando fuertemente del brazo, y de repente pone cara de tener algo muy importante que decirme—. Stella.

—¿Sí? —balbuceo.

—Ya sabes lo que voy a decirte. —Me clava una mirada a la vez intensa e inestable.

—Eh…

Una inesperada oleada de una emoción nueva la inunda.

—Mierda —dice—. Tengo que acostarme.

—¿Qué? ¿Ahora?

—Lo que oyes. —Sale de la sala y se dirige a la escalera dando bandazos—. Estoy muy borracha —dice—. Esas cosas pasan. Si bebes mucho. —Sube trabajosamente y entra en su dormitorio—. No voy a vomitar. No voy a llorar. Me encuentro genial. —Se quita el vestido y luego se mete debajo del edredón—. Solo quiero dormirme y, a ser posible, no despertar nunca. Pero me despertaré. Vete a casa, Stella.

La muevo hasta colocarla de costado y murmura:

—Para de una vez. No voy a vomitar, ni a llorar, ya te lo he dicho. —Es una mezcla extraña de borrachera y lucidez.

Empieza a roncar flojito y me tumbo a su lado y pienso en lo triste que es todo. Zoe es una de las personas con mejor corazón que conozco, un alma desenfadada que ve lo bueno en todo el mundo. O por lo menos lo veía. La traición de Brendan afectó a todos los ámbitos de su vida: no solo fue públicamente humillada, sino que le destrozó el corazón. Zoe amaba a Brendan de verdad.

Para colmo, Brendan desmanteló en secreto la empresa de limpieza que dirigía con Zoe y se quedó con las compañías grandes y lucrativas; a ella le dejó los trabajos pequeños, inestables y a corto plazo. Zoe se estaba dejando la piel intentando sacar el negocio adelante.

Y las dos hijas de Zoe, Sharrie, de diecinueve años, y Moya, de dieciocho, la desprecian. Fueron ellas las que idearon el nombre del Club de Lectura de Mujeres Amargadas, y Zoe lo adoptó en un acto de desafío tipo si-no-puedes-con-el-enemigo-únete-a-él.

Contemplo su cuerpo tendido. Incluso dormida parece enfadada y decepcionada. ¿Me ocurrirá a mí lo mismo? Aunque mi vida no ha ido como esperaba, no quiero ser una amargada. Pero ¿y si no depende de uno?

Suena el timbre de la puerta y pegamos un bote.

—¿Quién es? —farfulla Zoe.

—Mi taxista. Había olvidado que volvería. Le diré que se vaya.

—No te quedes, Stella. —Se incorpora.

—Por supuesto que me quedo.

—No. Estoy bien, en serio. Olvidaremos esta noche y mañana empezaremos de cero, ¿vale?

Titubeo.

—¿Estás segura?

—Te lo prometo.

Bajo y salgo al aire de la noche. El taxista me lanza una mirada cauta por el retrovisor.

—¿Lo ha pasado bien?

—Genial.

—Bien. ¿A casa entonces?

—Sí, a casa.

Mi karma y yo
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