19.22

Oigo ruido abajo. Jeffrey debe de haber vuelto. Mi corazón celebra la presencia de otro ser humano en casa.

Bajo corriendo y la visión de mi hijo larguirucho y adusto despierta en mí tanto amor que me entran ganas de estrujarle.

Por una vez no acarrea su esterilla de yoga. Pero acarrea otra cosa, una cesta pequeña, algo así como una canastilla. La lleva colgada del brazo y le da un aire… muy poco viril. Un aire, sí, ridículo. Parece Caperucita Roja yendo a ver a su abuela.

—¿Qué tal? —Trato de sonar alegre.

—He estado recolectando.

—¿Recolectando?

Lo que faltaba.

—Cosas silvestres. —Saca de su cesta de Caperucita Roja un puñado de hierbajos—. Hierbas y plantas silvestres. ¿Tienes idea de la cantidad de comida que crece ahí fuera? ¿En los setos? ¿Incluso en las grietas de las aceras?

Voy a vomitar, en serio. Me obligará a comer eso. Mi hijo es un misántropo que quiere envenenarme.

Repara en las bolsas que descansan junto a la escalera.

—¿Has estado gastando dinero? —me acusa como un patriarca victoriano.

—Necesito ropa nueva. No tengo nada que ponerme.

—Tienes ropa a montones.

—Ya no me entra.

—¡No tenemos dinero!

Hago una pausa para elegir con cuidado mis palabras.

—Sí tenemos dinero. —Por ahora—. El suficiente para vivir un tiempo. Un tiempo largo —me apresuro a añadir. ¿Por qué no?—. Y cuando termine mi nuevo libro estaremos de fábula. —Eso si consigo una editorial y gente que lo compre—. No hay razón para agobiarse, Jeffrey. Siento mucho que estés preocupado.

—Estoy muy preocupado.

Habla como una vieja quisquillosa. Y sin embargo, ni una palabra de buscarse un trabajo. Pero no se lo digo. Un punto a mi favor. Muchos padres lo habrían hecho.

—Me he encontrado en la calle a Roddy, el padre de Brian —le comento—. ¿Te acuerdas de Brian? Podrías llamarle.

—¿Quieres que haga amigos?

—Buenooo, ahora vivimos aquí.

Maldita sea, tengo ganas de decirle. Yo tampoco estoy contenta con la situación, pero estoy haciendo lo posible por seguir adelante.

Nuestro enfrentamiento verbal es interrumpido por mi móvil. Betsy me está llamando desde Nueva York. A principios de año se prometió con un abogado rico y guapo, de treinta y seis años llamado Chad, otro de los legados de Gilda. Cuando Betsy terminó el instituto y no encontraba trabajo ni doblando jerséis en Gap, Gilda le consiguió un empleo en una galería de arte puntera del Lower East Side. Un día Chad entró en la galería, le echó el ojo a mi hija y le dijo con todo el descaro que compraría una obra si aceptaba cenar con él.

Se enamoraron al instante, y, pese a la fortuna que Ryan y yo habíamos invertido en su educación, Betsy dejó el «trabajo» de un día para otro y se mudó al enorme apartamento de Chad. Tienen previsto casarse el año que viene, y aunque Betsy parece feliz, me aterra su falta de ambición.

—¿Tanto te cuesta entenderlo? —me preguntó en una ocasión—. No quiero tenerlo todo. Me parece agotador. Quiero quedarme en casa, tener hijos y aprender patchwork.

—Pero eres tan joven…

—Tú me tuviste a los veintidós.

—Hay una gran diferencia entre diecinueve y veintidós.

Lo que más me preocupaba era su incapacidad para apañárselas sola en el caso de que Chad se largara. Y la situación tenía «Chad largándose» escrita en la frente. Encajaba en el prototipo: cargado de dinero y creyéndose con derecho a todo. Se casaría con ella pero transcurridos cinco o diez años la dejaría por una versión más joven y Betsy se sentiría perdida.

Por otro lado, quizá le fuera bien. Se reciclaría como agente inmobiliaria, que es lo que parecían hacer todas las exesposas trofeo. Espabilaban y se independizaban. Se compraban un brioso TransAm y se iban de vacaciones a lugares soleados y tenían novios más jóvenes que ellas, sin responsabilidades e insulsamente guapos, de los que sospechabas que en el fondo eran gays.

—¡Betsy! —gritó—. ¡Cariño!

Aunque hablamos casi todos los días, esta vez temo que me esté llamando para darme una mala noticia. Si el estúpido proyecto de Ryan ha llegado a sus oídos, entonces tenemos un problema de verdad. O a lo mejor ha salido algo en el New York Times sobre Gilda…

Pero solo me habla del bolso que se ha comprado.

—De Michael Kors —dice—. Y me he comprado tres vestiditos sueltos de Tory Burch.

Durante los últimos seis meses la imagen de Betsy, financiada por Chad, ha experimentado una profunda transformación.

—Voy a aclararme el pelo dos tonos —me cuenta—. Estaré completamente rubia.

—Eh… ¡qué bien!

—¿Y si no me favorece?

—Puedes volver a tu color natural.

—Pero tendré el pelo muy estropeado.

—Puedes hacerte tratamientos.

—Es cierto —trina—. Y tú ¿cómo estás?

—¡Bien, muy bien! —Porque eso es lo que debes decir cuando eres madre.

—¿Estás segura?

—¡Segurísima! En fin, cariño, hablamos pronto. Y… hum… recuerdos a Chad.

—Se los daré —responde riendo.

Oigo a mi espalda el tintineo de un tenedor contra un vaso.

Me doy la vuelta. La mesa de la cocina está puesta con dos platos repletos de hierbajos.

—¡A cenar! —dice Jeffrey—. ¡Espero que tengas hambre!

Mi karma y yo
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