—Vayámonos de aquí. Hace frío. —Gilda me cogió del brazo—. Mannix, vete a casa. Te veremos luego.
Mannix titubeó.
—Vete —insistió Gilda—. En serio. Stella y yo tenemos que hablar. Haré que todo se arregle.
Suavemente, Gilda me condujo hasta el vestíbulo de Blisset Renown. Mannix seguía en la calle, indeciso.
El guardia de seguridad se mostró sorprendido al vernos regresar tan pronto después de haber entregado nuestros pases de visitante.
—No se preocupe —le dijo Gilda—, no necesitamos los pases. Enseguida nos vamos.
Vi a través de la puerta de cristal que Mannix se había ido.
—Va todo bien —me dijo Gilda en un tono tranquilizador—. Va todo bien.
La cabeza me daba vueltas. ¿Por qué seguía diciendo que todo iba bien cuando era evidente que no era así?
—Todo sigue como antes —continuó—, con la diferencia de que ahora yo soy la estrella.
Hablaba con tanto aplomo, con tanta seguridad en sí misma.
—¿Lo sucedido hoy con Bryce ha sido algo «espontáneo»? —pregunté—. ¿O lo tenías planeado?
Se sonrojó, luego se le escapó una risita.
—Me has pillado. Llevaba un tiempo planeándolo.
—¿Cuánto?
Se retorció con coquetería.
—No sé… un tiempo.
¿Cuánto tiempo era «un tiempo»?
Mi mente repasó todo lo sucedido hasta ese momento. Los acontecimientos de los últimos dieciocho meses empezaron a encajar como piezas de un rompecabezas y de pronto se me hizo la luz.
—¡Dios mío! —La cara me ardía—. ¿Aquella mañana que me encontré contigo en Dean & DeLuca no fue casualidad?
Sonrió como una niña traviesa.
—Vale, no lo fue. La noche anterior estuve prestando atención. Sabía que irías a la Academy Manhattan y pensé que existía una posibilidad de que me topara contigo en Dean & DeLuca. Pensé que podríamos ser… amigas.
—¿Amigas? —dije con un hilo de voz.
—¡No me mires así! Yo he sido tu amiga. Te he mantenido delgada. Te he vestido en tus giras. Hasta te he pasado el secador por el pelo.
—Pero…
—¿Es culpa mía que tu libro haya sido un fiasco y no quieran otro?
—No, pero…
—Tengo talento —continuó—. ¿Tienes idea de lo que duele que te devuelvan siempre lo que escribes? ¿Quieres que rechace esta oportunidad simplemente porque me la ha ofrecido la gente que no quiere publicarte?
—No…
—Todos tenemos que sobrevivir, ¿verdad?
Hablaba como si yo hubiera participado de buen grado en los extraños sucesos de ese día.
—Es solo trabajo —dijo.
—¿Qué me dices de tú y Mannix? ¿Qué está pasando?
Se puso más colorada aún.
—Vale, eso no es trabajo. Bueno, no es solo trabajo. Mannix y yo nos hemos acercado. Nuestra relación se ha estrechado en los últimos meses. Ahora tenemos una conexión que no existía antes.
—Pero tú me dijiste…
—Que no iría detrás de tu hombre, y lo decía en serio. Pero Mannix ya no es tu hombre. Mannix y tú ya no conectáis. A vosotros os unía el sexo, ¿y cuándo fue la última vez?
Enmudecí, horrorizada. Era cierto que Mannix y yo no habíamos tenido sexo desde antes del derrame cerebral de Roland, pero lo había achacado a mis largas jornadas de trabajo.
—Mannix es mi agente ahora, y supongo que también mi representante —declaró Gilda—. Hará las cosas que antes hacía para ti. Pasará todo su tiempo conmigo.
—Pensaba que solo te gustaban los hombres mayores.
—¿Bromeas? Me dan arcadas. Salía con ellos porque, en fin, me eran útiles. Pero yo deseo a Mannix.
—¿Y qué dice Mannix al respecto?
Gilda bajó la mirada.
—Sé que esto es doloroso para ti. —Levantó la vista y clavó sus ojos azules en mí—. Si le pides que me deje, te aseguro que no lo hará.
—¿Ha ocurrido algo entre vosotros?
—Sé que esto es difícil para ti, Stella. —Me dio unas palmaditas en el brazo—. Con el tiempo será más llevadero.
—¿Ha ocurrido algo?
—Stella, sé que esto es difícil para ti. Pero él quiere lo mismo que yo.
—¿Ruben?
—¿Stella? No tengo permitido hablar contigo.
—Necesito un favor… El número de Laszlo Jellico.
Titubeó.
—Me lo debes —dije.
—De acuerdo. —Lo recitó de un tirón—. Yo no te lo he dado, ¿entendido?
Sin perder un segundo llamé a Laszlo Jellico y, para mi sorpresa, contestó. Pensaba que me relegaría al buzón de voz.
—¿Señor Jellico? Soy Stella Sweeney. Nos conocimos en casa de Bryce Bonesman. Me preguntaba si podría hablar con usted de Gilda Ashley.
Tras una larga pausa, dijo:
—Hay un café en la esquina de Park con la Sesenta y nueve. Estaré allí dentro de media hora.
—De acuerdo. Hasta luego.
Crucé el centro a pie y encontré el café de Laszlo Jellico. Llevaba sentada a la mesa cinco minutos cuando lo vi entrar. No me pareció tan grande y peludo como aquella noche en casa de Bryce. Me levanté y le hice señas.
—Soy Stella Sweeney —dije.
—La recuerdo. —Su voz no era tan estentórea como me había parecido la primera vez. Se sentó frente a mí—. ¿De modo que quiere hablar de Gilda Ashley?
—Gracias por aceptar reunirse conmigo. ¿Puedo preguntarle dónde la conoció?
—En una fiesta.
—¿Y qué pasó? ¿Conectaron? ¿Usted le pidió el teléfono?
—No, apenas cruzamos dos palabras. No obstante, al día siguiente, cuando me dirigía al parque con mis perros, me la encontré en la calle justo delante de mi casa. Toda una coincidencia, ¿eh?
—Sí.
—Me extrañó verla allí —continuó—, porque ella vivía en otro barrio. Pero venía de…
—Ver a un cliente —terminé por él.
Sonrió con sarcasmo.
—A usted le hizo lo mismo, ¿verdad? Apareció de repente en mi camino, y menuda cara de sorpresa puso. Si se queda sin trabajo, podría ganarse la vida como actriz.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Me pareció encantadora y quedamos en que se ocuparía de mi dieta. Poco después me oyó quejarme de mi papeleo y me ofreció su ayuda. Enseguida se hizo… indispensable.
Me remonté a aquella mañana en Dean & DeLuca. Había agradecido tanto ver una cara amiga en esta ciudad grande y acelerada. La rapidez con que Gilda se había vuelto imprescindible para mí también era ciertamente asombrosa.
—Gilda y yo nos llevamos de maravilla hasta que un día me enseñó un manuscrito… —Laszlo agitó la mano en el aire—. No sé muy bien cómo describirlo, era como un gran listado de síntomas y soluciones simplistas para problemas de salud femeninos. Ella insistía en que era un libro, pero no lo era. Quería mi ayuda para conseguir que se lo editaran, pero el manuscrito no tenía el menor interés, no podía recomendarlo. Al poco tiempo de negarle mi ayuda me retiró su… amistad. No volví a pensar en ella hasta que empezó a pasearse por la ciudad con ese viejo fantasma, Joss Wootten. Joss hizo un intento deleznable de provocarme diciendo, si no recuerdo mal sus palabras, que estaba «tirándose» a mi chica, y mientras se pavoneaba de ello hizo alusión a la grandísima suerte que había tenido de encontrarse casualmente a Gilda en la sala de espera de su dentista, nada menos.
Sentí un fogonazo de miedo mezclado con algo parecido a admiración por Gilda.
—Aunque tarde, empecé a desconfiar. Hice algunas indagaciones y… —Laszlo se encogió de hombros—. Y nada. La universidad de Overgaard existe. Es una universidad online, pero no hay nada de malo en eso. Gilda consiguió su certificado. Sus títulos de nutricionista y entrenadora personal son auténticos. Y hoy voy y me entero de que mi viejo amigo Bryce Bonesman va a editar un libro escrito por ella, un… ¿Cómo lo he descrito?: «un listado de síntomas y soluciones simplistas para problemas de salud femeninos».
Asentí.
—Gilda tenía un objetivo —continuó Laszlo Jellico— y lo ha conseguido. Me utilizó, pero probablemente no fui el primero y dudo que sea el último. Por cierto —añadió—, he oído que su marido le hace de agente.
—No es mi marido.
—Ya. Y nunca lo será. No si Gilda lo quiere para ella.
—Gilda lo quiere para ella. —Creí que iba a desmayarme.
Laszlo Jellico meneó la cabeza.
—Entonces conseguirá que sea suyo. Lo siento, muchacha.
Mientras regresaba a casa el pánico se fue apoderando de mí conforme hacía frente al hecho de que había perdido a Mannix. Al miedo se sumaba la humillación cada vez que revivía la conversación en el despacho de Bryce. «No nos gustas, Stella. No habrá un segundo libro para ti, Stella».
Había sufrido múltiples traiciones: de Bryce, de Gilda y, la peor de todas, de Mannix. ¿Por qué no se había levantado y había plantado el puño en la mesa y había declarado que no aceptaría un libro escrito solo por Gilda?
Para cuando llegué al apartamento estaba tan aturdida que pensé que la cabeza iba a estallarme.
Mannix se encontraba en la sala, delante de su ordenador. Se levantó de un salto.
—¿Dónde estabas? Te he llamado un millón de veces.
Falta de aliento, pregunté:
—¿Realmente eres el agente de Gilda?
—Sabes que sí.
—¿Y su representante?
—No lo sé. Supongo que sí. Si me paga por ello.
—¿Cómo has podido? —Su traición me dolía tanto que me costaba respirar—. Deberías estar de mi lado. ¿Sabías que hoy iba a montar esa escena con Bryce?
—Naturalmente que no. Estaba tan sorprendido como tú. Pero… Te lo ruego, Stella, mírame. —Intentó cogerme por los hombros pero me aparté de él—. Ninguno de los dos tenemos ingresos. Gilda es lo único que nos queda.
—No quiero que trabajes con ella.
—Stella —imploró—, no tenemos otra opción.
—¿Ha ocurrido algo entre tú y ella?
—No.
—Gilda me ha dicho que os habéis acercado.
Mannix hizo una pausa.
—Puede que nuestra relación sea un poco más estrecha que antes.
El miedo me heló la sangre. Eso bastaba para confirmar todas las dudas e interrogantes que Gilda había suscitado.
—Stella, solo intento ser sincero.
—Mannix. —Clavé la mirada en él—. Te suplico que te alejes de Gilda. No es lo que parece. He hablado con Laszlo Jellico. Dice que utiliza a la gente.
—Es normal que lo diga, ¿no te parece?
—¿Por qué?
—Porque Gilda lo dejó y él se quedó hecho polvo. Desde entonces se ha portado con ella como un cabrón.
—Eso no fue lo que ocurrió. Gilda le enseñó su libro y… Oye, ¿cómo sabes todo eso?
—Gilda me lo contó.
—¿Cuándo?
—No lo sé. —Lo meditó—. Fue por teléfono, supongo que cuando estaba en Irlanda.
—¿Qué? ¿Tenías encantadoras conversaciones en las que os contabais vuestras cosas?
—Haces que parezca…
—Dios.
Sentí que me faltaba el aire. Estaba acabada. La belleza de Gilda y su absoluta certeza de que podía conseguir lo que quisiera… No podía competir con eso.
—Mannix, Gilda me ha robado mi vida.
—No me ha robado a mí.
—Sí lo ha hecho, solo que aún no lo sabes.
Apretó los labios.
—Mannix —dije—, te conozco bien.
—¿Tú crees?
—Sí. La polla te domina.
Se echó para atrás. Su cara era de asco.
—¿Alguna vez has confiado en mí?
—No. E hice bien. Tú y yo somos demasiado diferentes. Lo nuestro fue un error desde el principio.
—¿Eso crees? —espetó, y comprendí que estaba muy, muy enfadado.
—Sí. —Bueno, también lo estaba yo.
—¿En serio?
—Sí.
—Entonces, lo mejor será que me vaya.
—Sí, será lo mejor.
—¿Hablas en serio? Porque si me pides que me vaya, me iré.
—Vete.
Me miró con expresión amarga.
—Nunca me dijiste que me querías, así que supongo que nunca me has querido.
—No encontré el momento adecuado.
—Y es evidente que este tampoco lo es, ¿no?
—No.
Entró en nuestro dormitorio y sacó una maleta pequeña del armario. Le observé mientras la llenaba con algunas cosas. Estaba esperando que se detuviera, pero entró en el cuarto de baño, salió con una cuchilla y un cepillo de dientes y los añadió a sus demás cosas.
—No olvides la medicación. —Abrí el cajón de su mesilla de noche, encontré un blíster de pastillas y lo arrojé sobre la maleta.
Mannix cerró la cremallera en silencio y salió al recibidor, donde se puso el abrigo. Abrió la puerta e incluso entonces pensé que se detendría, pero siguió adelante. Cerró con un portazo y desapareció.