«Mantente viva. A veces es todo lo que puedes hacer, pero debes hacerlo.»
Extracto de Guiño a guiño
El día después de su primera aparición, Cascarrabias Range Rover entró en mi cubículo.
—He vuelto.
«Ya lo veo».
—Mannix Taylor, tu neurólogo.
«Sé cómo te llamas. Sé a qué te dedicas».
—Veo que estás encantada con mi visita —dijo riendo.
Tenía unos dientes preciosos. Dientes de persona rica, pensé despectivamente. Dientes de neurólogo.
Acercó una silla a mi cama y levantó la tablilla.
—Veamos qué tal has dormido. Oh, aquí dice que has pasado una noche «excelente». No solo buena, sino excelente. —Me miró—. ¿Estás de acuerdo?
Lo miré con indiferencia y me negué a parpadear.
—¿No quieres hablar? En ese caso, me pondré a trabajar. Diez minutos, como ayer. —De pronto, me clavó una mirada imperiosa—. El doctor Montgomery te dijo que yo vendría cada día, ¿no?
Llevaba cerca de una semana sin ver al doctor Montgomery.
Guiñé el ojo izquierdo.
—¿No te lo dijo o no ha venido a verte? ¿Y ese pánfilo que lo sigue como un perrito?
Se refería al residente en prácticas del doctor Montgomery, el doctor DeGroot, quien me visitaba de tanto en tanto y que parecía tener terror a la UCI. Sus ojos eran grandes como huevos duros y se atascaba al hablar. Se aseguraba siempre de comprobar que mi respirador estuviera enchufado y después huía. Yo tenía la impresión de que se sentiría más realizado en otro tipo de trabajo. Quizá como verificador de enchufes.
—¿Tampoco te lo dijo? —Mannix Taylor cerró los ojos y murmuró algo—. Bien, por el momento vendré a verte cinco días a la semana. Las vainas de mielina crecen a un ritmo de unos trece milímetros por mes. Entretanto, necesitamos mantener activa la circulación de tus extremidades. Pero eso ya lo sabes.
No sabía nada. Desde que me dijeron que había contraído uno de los síndromes más raros que existían actualmente, nadie me había explicado nada, salvo que me mantuviese viva. («¡Aguanta ahí, Patsy, aguanta!»). Pero el tal Mannix Taylor acababa de comunicarme el primer dato cruel: que las vainas de mielina crecían a un ritmo de trece milímetros por mes. ¿Cuántos milímetros necesitaban crecer? ¿Y ya habían empezado a crecer?
—Hoy —dijo Mannix Taylor— voy a trabajar con tus pies.
Casi levité de la impresión. «¡Los pies no! ¡Cualquier cosa menos los pies!».
Gracias a toda una vida de tacones kilométricos tenía los pies más horrendos del mundo —juanetes, callos y dedos deformados—, y desde mi ingreso en el hospital nadie se había molestado siquiera en cortarme las uñas.
«No, no, no, señor Cascarrabias Range Rover, ni se le ocurra acercarse a mis pies».
Pero ya estaba levantando la sábana, y de pronto apareció mi pie derecho. Lo roció con algo —un desinfectante, esperé por su bien—, lo tomó entre sus manos y presionó el sensible arco con el pulgar. Mantuvo la presión unos instantes, caliente y firme, y comenzó a mover los dedos en círculos lentos y seguros, apretando y estirando los tendones bajo la piel de una manera casi dolorosa.
Cerré los ojos. Descargas eléctricas recorrían mi cuerpo. Notaba un cosquilleo en los labios y mi cuero cabelludo se retorcía de gusto.
Colocó la palma de la mano sobre la planta de mi pie y la apretó con fuerza hasta que todos los músculos se estiraron y los huesos crujieron felizmente aliviados.
Empleando la uña del pulgar, me dio pequeños y agradables pellizcos en la punta del dedo gordo. Los movimientos eran minúsculos, un martirio delicioso.
Dejaron de importarme los juanetes, las pieles secas, el extraño bulto en el meñique que podría ser un sabañón. Lo único que quería era que esas maravillosas sensaciones no acabaran nunca.
Noté que empezaba a entrar en calor, y entonces comprendí que no era yo, que era él.
Deslizó su dedo entre los dedos gordo y segundo de mi pie y, cuando lo encajó en el hueco, noté un estremecimiento en mi centro femenino. Sobresaltada, abrí los ojos de golpe. Mannix Taylor me estaba mirando fijamente y parecía sorprendido. Me bajó el pie con una prisa inesperada y lo acurrucó bajo la sábana.
—Suficiente por hoy.