—Georgie quiere conocerte.

—Mannix, no quiero conocer a Georgie. Me da miedo.

—Es importante que lo hagas. Si queremos hacer las cosas bien, debemos conocer a todo el mundo.

Reservó una mesa en Dimants. Para dos.

—¿Cómo que para dos? —le pregunté, asustada—. ¿Tú no vienes?

—Quiere verte a solas —dijo Mannix.

—No tenemos que hacer todo lo que ella quiera.

—Hazme caso, cena con ella.

La mesa estaba reservada para las ocho, así que me personé en el restaurante a las ocho en punto.

—Es la primera en llegar —me informó la camarera.

Me senté a la mesa. Los minutos pasaron y a las ocho y dieciocho decidí largarme para conservar la poca dignidad que me quedaba.

Y en ese momento la vi.

Karen diría que no existe tal cosa, pero Georgie estaba excesivamente delgada. Más delgada aún que el día en que la vi en el hospital. Llevaba un bolso del tamaño de un Nissan Micra y vestía de color negro salvo por un fabuloso pañuelo-collar con una piedra verde en el centro.

Se acercó presurosa y me dio dos besos que me envolvieron con el aroma de un perfume extraño y picante. Se sentó frente a mí, y, aunque tenía el contorno de los ojos algo hundidos, me pareció preciosa.

—No te enfades conmigo por haber llegado tarde, por favor —suplicó—. Ya sabes cómo son estas cosas. El tráfico, buscar aparcamiento…

Yo también había tenido que lidiar con el tráfico y buscar aparcamiento y había conseguido llegar a la hora, pero a estas alturas ya sabía que Georgie se regía por otras reglas.

Me miró fijamente y dijo:

—No debes sentirte culpable por lo de Mannix.

—Mmm…

—Deja que me explique —prosiguió—. Mannix y yo nos estábamos haciendo daño el uno al otro. Él puede ser una pesadilla. Y también yo.

Expresé mi desacuerdo para no ofenderla.

—Lo soy —insistió—. Tengo muy mal genio, tiendo al pesimismo y caigo en estados terriblemente depresivos. Pierdo fácilmente los estribos. Soy muy susceptible.

Asentí tímidamente. Era la primera vez que oía a alguien describirse de esa forma.

Tenía algo que hipnotizaba. Era muy larga. Todo en ella —las extremidades, el pelo, las pestañas, incluso los nudillos— parecía estirado. Me recordaba un poco a Iggy Pop.

De pronto ahogó una risita.

—Lo siento —dijo—, no puedo dejar de mirarte y de compararnos.

—Yo tampoco.

Y en ese momento nos hicimos amigas.

—¿Tu perfume…? —De pronto lo entendí—. Es una fórmula personalizada, ¿verdad?

—Pues claro. —Su tono era de sorpresa, como si fuera de lo más extraño que un perfume no estuviera hecho a medida—. Hay un hombre en Amberes. Es un mago, no hay otra palabra para describirlo. Tienes que ir. Hay una lista de espera como de seis años, pero si le dices que vas de mi parte ten por seguro que te recibirá.

—¿Vas mucho a Bélgica a comprar ropa para tu boutique?

—Unas cinco veces al año.

—Me encanta lo que llevas en el cuello —dije—. ¿Es de uno de tus curiosos diseñadores belgas?

Antes de que pudiera darme cuenta estaba desenroscándoselo.

—Toma —dijo—. Te lo regalo.

—No, no. —La espanté con las manos—. No pretendía… Georgie, te lo ruego, no.

Pero fue imposible razonar con ella. Se levantó, enrolló el pañuelo en mi cuello y me recolocó el pelo. Luego regresó a su silla para admirar su obra.

—¿Lo ves? Está hecho para ti. Como mi marido.

—Lo siento —susurré.

—¡Es broma! No me importa lo más mínimo. En serio, Stella. Mannix y yo nunca hicimos buena pareja. Yo soy una persona muy nerviosa, como un caballo de carreras, mientras que tú… tú eres estable. Eres sensata y, por Dios no me malinterpretes, sólida. Mannix necesita una mujer como tú. —Me observó el rostro—. A tu manera ordinaria, eres muy bonita.

Acaricié el pañuelo-collar. Estaba muerta de vergüenza. No quería que Georgie pensara que mi intención había sido que me lo regalase. Solo estaba admirando el maldito pañuelo, solo estaba siendo amable.

—No se te puede describir como una belleza clásica —caviló—, pero tienes una cara adorable.

—¿Es muy caro? —pregunté, angustiada.

—Depende de lo que entiendas por caro. No tanto como para encerrarlo en una caja fuerte. ¿Tienes caja fuerte? ¿No? No te preocupes, guárdalo en el joyero. Prométeme que te lo pondrás a menudo. Cada día. El jade ofrece protección, y presiento que vas a necesitarla. —Antes de que pudiera preguntarle por qué, siguió hablando—. Siento mucho lo que dije aquel día de Navidad en el hospital. Insinué que no eras gran cosa. En aquel entonces Mannix y yo nos dedicábamos a ser crueles el uno con el otro. Estaba perdiendo a mi marido… y me dolía.

—No te preocupes —dije—. Además, no lucía mi mejor aspecto. No iba maquillada y llevaba meses sin teñirme.

—Y en aquel entonces yo estaba tirándome a mi profesor de meditación —dijo—. Un auténtico peñazo, para serte franca. La gente espiritual suele serlo, ¿no crees? No tenía derecho a burlarme del idilio de Mannix. Pero dime, ¿cómo os va? He oído que tu hijo no aprueba lo vuestro.

—No.

—¿Y no puedes decirle «Pues ya te puedes ir acostumbrando»?

—Es mi hijo. He hecho trizas su mundo y ahora debo estar aún más pendiente de él.

—¿Y qué hay de tu ex? ¿Te ayuda?

—No. —Sentí unas repentinas ganas de llorar.

Ryan y yo habíamos acordado que para que los niños tuvieran una sensación de seguridad viviesen conmigo durante la semana. Pasarían con Ryan fines de semana alternativos, y eso dos días inestimables de cada catorce conseguía ver a Mannix como es debido: tener sexo con él, irme a la cama con él y despertarme con él.

—A veces Ryan se escaquea el fin de semana que le toca —dije.

—¿Y qué ocurre cuando no puedes ver a Mannix? ¿Cómo os lo hacéis con el sexo?

Me subieron los colores. ¿Era asunto de Georgie Dawson?

—Ostras, Stella, lo siento —exclamó—. Debería pensar antes de hablar.

Pero Georgie tenía razón. Aunque hacía más de dos meses que salíamos, Mannix y yo llevábamos mal lo de tener tan poco tiempo para nosotros y a veces flaqueábamos. Hubo aquel miércoles que le dije a Karen que tenía hora con el dentista y crucé la ciudad como una flecha para reunirme con Mannix en su sórdido apartamento de soltero para un polvo desenfrenado. En otra ocasión Mannix apareció cuando yo estaba cerrando el salón de belleza y dijo: «Sé que debes volver a casa junto a tus hijos, pero concédeme solo diez minutos». Y nos sentamos en el salón, cogidos de la mano, mientras yo lloraba porque lo deseaba desesperadamente y no podía tenerle.

La privación crónica resultaba agotadora. Peor aún, no obstante, eran las reuniones cuidadosamente orquestadas y exasperantemente torpes en las que intentaba mezclar mis dos mundos.

Con cautela, Georgie dijo:

—Entiendo que debas estar por tu hijo.

Me removí incómoda en la silla.

—Pero no te olvides de cuidar también de Mannix.

Era una advertencia bienintencionada y provenía de una buena fuente, pero me asustó.

—¿Y qué opinas de Roland? —me preguntó Georgie—. ¿No te parece un hombre increíble? Eso es lo más triste de las rupturas, que tienes que romper con toda la familia.

—¿Los echas de menos? ¿No te sientes sola?

—Yo siempre me siento sola. —Pese a sus lúgubres palabras, casi parecía satisfecha consigo misma—. Es cierto, Stella. Soy la mujer que más sola se siente en este planeta.

—Yo seré tu amiga —le dije de corazón.

—Ya eres mi amiga —repuso—. Y yo soy tu amiga. Pero aunque tenga un millón de amigos, el dolor que siento aquí no desaparecerá. —Se llevó la mano al plexo solar—. Es casi tangible. Lo siento como un bulto negro. Como un bulto y al mismo tiempo como un vacío enorme. ¿Sabes de lo que hablo?

—No.

Estaba fascinada. Nunca antes había conocido a una persona deprimida. Bueno, a una persona deprimida con un egocentrismo tan grande. Y sin embargo, me encantaba.

—Podríamos vivir los tres juntos —sugerí.

Soltó una carcajada y rechazó la idea con un ademán de la mano.

—Me alegro tanto de no tener que seguir viviendo con Mannix Taylor. —Enseguida añadió—: No es una crítica. Mannix es un tío genial. ¿Sabes que toma antidepresivos?

—Sí, me lo ha dicho.

—En realidad no está deprimido. Él simplemente es así, un tipo con el vaso medio vacío. A veces incluso dice que ni siquiera le dieron un vaso. Pero sus padres te encantarán.

—¿Tú crees?

—Son muy divertidos.

—¿Y el juego y los cuadros que no pueden permitirse y todo eso?

Se encogió de hombros.

—Lo sé, lo sé. Pero es solo dinero, ¿sabes?

No.

Mi karma y yo
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