§ 12. La idea del bien como idea suprema: capacitación del ser y del no-ocultamiento
En la interpretación del tercer estadio, esta cuestión quedó intencionada y expresamente sin resolver,[54] y se reservó para la consideración conclusiva de la parábola. Ahora hay que llevar a cabo esta tarea. Ahora podemos preguntar qué aporta la interpretación de la idea suprema y la referencia de la ἀλήθεια a la idea del bien para la esencia de la verdad misma.
¿Por qué camino hemos topado con tal cosa como las ideas? Investigando cómo quiere Platón que se entienda el lugar descrito en la parábola fuera de y por encima de la caverna. Acerca de ello informa en el pasaje donde él mismo da una interpretación de la parábola de la caverna (517 a-c). El ascenso desde la caverna a la luz es, diciéndolo sin parábola, ἡ εἰς τὸν νοητὸν τόπον τῆς ψυχῆς ἄνοδος, «el camino hacia arriba que el alma recorre en su conocer, en tanto que llega al lugar donde se encuentra con lo que se hace accesible mediante el νοῦς». Platón habla de un τόπος νοητός. El νοῦς es la facultad del ver y del percibir no-sensibles, una comprensión de en tanto qué es en cada caso lo ente, de la esencia (ser-qué), del ser de las cosas. τὰ νοητά, esto perceptible en el νοεῖν, lo vislumbrado en el mirar no-sensible, el aparecer, lo dado-como… (por ejemplo libro, mesa), son, como sabemos, las ἰδέαι. Con τὸ νοητόν se equipara aquí τὸ γνωστόν. Y ahora dice Platón:
ἐν τῷ γνωστῷ τελευταία ἡ τοῦ ἀγαθοῦ ἰδέα καί µόγις ὁρᾶσθαι.
«En el campo de lo propiamente y en verdad así cognoscible, lo último que puede vislumbrarse es la idea del bien, y apenas se la puede vislumbrar, sólo con fatiga, con un gran esfuerzo».
Es decir, sólo con ella llega a su final el ascenso a la luz. Pero el τέλος (final), lo vislumbrado en último lugar, no se concibe sólo como algo con lo que algo cesa, donde ya no sigue adelante, sino como límite circunscriptivo, acuñante, determinante. Sólo aquí se culmina la liberación, en la medida en que ella, en el «hacerse libre para», tiene que ser un vincularse al ser. Al fin y al cabo, entre tanto ya hemos aprendido a entender más claramente la conexión entre liberación y no-ocultamiento.
De este modo, somos conducidos ante la pregunta: ¿qué es esta idea que puede vislumbrarse en último lugar, la ἰδέα τοῦ ἀγαθοῦ? Gracias a ella y a la aclaración de su esencia, ¿qué aprendemos sobre la esencia de la ἀλήθεια? Ya he mencionado que Platón trató sobre la idea del bien ya antes de la exposición de la parábola de la caverna, con la que comienza el Libro VII, a saber, inmediatamente antes, en la parte final del Libro VI (506 - 511). Este fragmento y nuestro pasaje al final de la parábola de la caverna (517 a-c) son las dos bases textuales principales, y en el fondo las únicas, para averiguar en concreto qué entiende Platón por la idea del bien, es decir, por el vértice de su filosofía en general.
Ya hemos escuchado que esta idea es µόγις ὁρᾶσθαι, que sólo se la puede vislumbrar con esfuerzo. Eso significa que todavía es más difícil decir algo sobre ella. En consecuencia, en ambos pasajes Platón habla sólo indirectamente de la ἰδέα τοῦ ἀγαθοῦ, mediante una imagen simbólica, de modo que apremia una y otra vez a atenerse a las correspondencias de la imagen, a seguirlas estrictamente hasta lo último y a aprovecharlas del todo. Esta imagen simbólica de la idea del bien ya la conocemos: es el sol.
Después de todo lo dicho, hay que pensar si estamos preguntando legítimamente en el sentido platónico cuando exigimos saber directamente por medio de una frase qué sea, pues, esta idea suprema del bien. Cuando preguntamos así, ya nos hemos desviado de la dirección del auténtico comprender. Pero el preguntar por la idea del bien casi siempre está orientado en tal dirección. Uno querría saber en un santiamén para el uso doméstico qué sea, pues, lo bueno, como cuando preguntamos cuál es el camino más próximo para la plaza del mercado. En este sentido no debe preguntarse en modo alguno por la idea del bien. Tal preguntar es ya confuso. Esto significa ya que no ha de extrañarnos si no obtenemos ninguna respuesta a preguntas tales, es decir, si nuestra pretensión —que con tanta obviedad llevamos con nosotros y planteamos— de una comprensibilidad de esta idea del bien según las medidas de lo obvio que nos gobierna, aquí es rechazada de entrada y resueltamente. Aquí advertimos —como sucede a menudo— que también el preguntar tiene su jerarquía.
Ciertamente, esto no significa que esta idea del bien sea un «secreto» (poniendo esta palabra entre comillas), es decir, algo «tras de lo cual» sólo se llega aplicando unas técnicas y prácticas ocultas, por ejemplo mediante alguna facultad extraordinaria y enigmática de «visión», mediante un sexto sentido, o algo similar. En contra de ello habla la sobriedad del preguntar platónico. Más bien, la convicción fundamental de Platón, que él todavía pronunció de nuevo a una edad madura en la llamada Carta VII (342 e - 344), es que lo único que conduce a vislumbrar la idea suprema es el serio camino de ir abriéndose paso preguntando, de modo gradual y filosofante, a través de lo ente (de descender preguntando a la profundidad esencial del hombre). El vislumbrar se logra, si es que se logra, sólo en la actitud inquiriente y de aprendizaje. Pero, aún entonces, lo vislumbrado sigue siendo algo de lo que Platón dice (341 c 5): ῥητὸν γὰρ οὐδαµῶς ἐστιν ὡς ἄλλα µαθήµατα, «no es decible como lo otro que podemos aprender». Pero lo indecible sólo lo entendemos sobre la base de lo decible que previamente fue bien dicho: dicho en y desde el trabajo del filosofar. Sólo quien sabe decir bien lo decible, es capaz de ponerse ante lo indecible, pero no aquel hombre confuso que sabe de mucho y no sabe de nada y para quien ambas cosas son igual de importantes e igual de irrelevantes, y que sólo por casualidad topa por una vez con lo que se da en llamar un enigma. Sólo con el rigor del preguntar llegamos a la cercanía de lo indecible.
Ahora bien, ¿qué camino debemos emprender para entender en general en qué dirección hay que buscar esta idea del bien? Pues ahora no podemos pretender alcanzar más. Se ofrecen dos caminos. Por un lado, podemos llevar a cabo una interpretación extensa y formal del apartado principal al final del Libro VI. Pero, dentro de la tarea de esta asignatura, este procedimiento es demasiado prolijo. Y sobre todo, así nos saldríamos por completo del curso de nuestra consideración anterior, aun cuando el final del Libro VI guarde la relación más estrecha con la parábola de la caverna. Escogemos el segundo camino, que es el único adecuado: tratamos de mantenernos en el cauce del suceso que expone la parábola de la caverna, y recorrer hasta el final el ascenso iniciado del tercer estadio al cuarto. Eso significa: proseguir desde las ideas hasta la idea que es visible en último lugar, dar el paso a algo que reside más allá de las ideas como lo último y supremo. Para ello, aduciremos como aclaración lo dicho en el Libro VI sobre la ἰδέα τοῦ ἀγαθοῦ.
Es fácil de ver que el presupuesto para el paso desde las ideas hasta la idea visible en último lugar sigue siendo una comprensión suficiente de la esencia de la idea en cuanto tal. Pero tenemos que entender ya qué significa «idea» en general para captar la idea última y su ultimidad. Sólo así podemos calibrar qué significa: τελευταία ἰδέα. Decimos también idea «suprema», y con razón, porque, al fin y al cabo, es la última en un ascender. Pero no es sólo la suprema en tanto que lo alcanzado en último lugar, sino, al mismo tiempo, conforme al rango. Ciertamente, todo depende de ver con relación a qué son esenciales aquí las diferencias de rango. La «idea suprema» significa eso que es idea en medida suprema. τελευταία significa aquello en lo que se consuma la esencia de la idea, es decir, desde donde se determina inicialmente.
Pues bien, ahora recordamos que, al explicar la idea en cuanto tal, dimos ya con determinaciones supremas (superlativos): la idea es ya algo supremo, a saber, lo más ente y lo más desoculto. Las ideas son lo más ente porque dan a entender el ser, «a cuya luz», como todavía decimos hoy, el ente individual es por vez primera ente y es el ente que es. Las ideas son al mismo tiempo lo más desoculto, es decir, lo originalmente no-oculto (surgido en el no-ocultamiento), en la medida en que, a través de ellas (en tanto que lo vislumbrado), lo ente puede mostrarse por vez primera. Pero si hay una idea suprema, que todavía puede hacerse visible por encima de todas las ideas, entonces tiene que residir más allá del ser (que es ya lo más ente) y más allá del no-ocultamiento original (el no-ocultamiento por antonomasia). Sin embargo, a esto que reside más allá de las ideas, el bien, se le llama también idea. ¿Qué puede significar esto? Única y simplemente esto: que la idea suprema desempeña del modo más original y auténtico lo que, de todos modos, es ya el cargo de la idea: hacer surgir conjuntamente el no-ocultamiento de lo ente, y, en tanto que lo vislumbrado, dar a entender el ser de lo ente[55] (ninguna cosa sin la otra). La idea suprema es aquello apenas ya vislumbrable, que posibilita conjuntamente tal cosa como el ser y el no-ocultamiento, es decir, que capacita al ser y al no-ocultamiento en cuanto tales para lo que ellos son. Es decir, la idea suprema es esto capacitante, la capacitación para el ser, para que se dé en cuanto tal, y, al mismo tiempo, la capacitación del no-ocultamiento, para que suceda en cuanto tal. De este modo, es un esbozamiento previo de la αἰτία («poder», «maquinación»).
Lo que decimos aquí sobre la «idea suprema», está desarrollado —atiendan a esto— puramente a partir de lo que reside en la esencia universal de la idea anteriormente explicada, y que puede resultar aún en un ir más allá de ella. Enfaticémoslo de nuevo: tenemos que apartarnos de entrada de toda noción sentimental de esta idea del bien, pero también de todas las perspectivas, concepciones y determinaciones tal como las ofrecen la moral cristiana y sus variaciones secularizadas (o, por lo demás, alguna ética), donde el bien se concibe como opuesto al mal y el mal como lo pecaminoso. No se trata en modo alguno de algo ético o moral, en la misma medida en que tampoco se trata de un principio lógico ni menos aún gnoseológico. Todo esto son diferenciaciones para eruditos de la filosofía, de los que ya hubo también en la Antigüedad, pero no para la filosofía.