PRÓLOGO
Era el último triunfo, y Corey lo sabía. No solo había conseguido la camiseta de Jack el Destripador —aquella que su madre había jurado durante tres meses que nunca le compraría— sino que ahora toda la familia se disponía a participar en la Caza de Notting Hill. Todos sabían que era el viaje más alucinante, no solo en Luz de Gas sino en todo el parque. Dos de sus compañeros de clase habían estado allí el mes pasado durante las vacaciones, y a ninguno de los dos le habían permitido subir. Pero Corey estaba decidido. Había visto que sus padres también mostraban entusiasmo a pesar de sí mismos, tal como él había sabido que ocurriría. Después de todo, aquel era el mejor parque temático del mundo entero, y el más nuevo. Una tras otra, habían caído las pequeñas reglas familiares, hasta que al final él había ido por el Gran Kahuna. Media hora de lloriqueos había conseguido acabar con las resistencias. Ahora, a medida que la cola se hacía cada vez más corta, Corey tenía claro que se había salido con la suya.
Incluso desde esa distancia, veía que el viaje era realmente fantástico. Se encontraban en un sinuoso callejón con viejas casonas a ambos lados, y soplaba una muy ligera brisa que olía a moho. ¿Cómo lo harán?, se preguntó. Las farolas de gas estaban encendidas. Había bruma, por supuesto, como en todo el resto de Luz de Gas. Ahora ya alcanzaba a ver la plataforma de embarque. Dos mujeres con largos vestidos oscuros y unos sombreros ridículos ayudaban a un grupo a sentarse en una vagoneta con grandes ruedas de madera. Las mujeres cerraron las puertas y se apartaron. El vehículo se puso en marcha y desapareció debajo de un alero mientras aparecía otra vagoneta vacía que se detuvo delante de la plataforma. Subió otro grupo, la vagoneta desapareció de la vista, y una tercera vagoneta ocupó su lugar. Había llegado su turno.
Pasó cierta angustia cuando pensó que quizá era demasiado bajo para el viaje; pero, con un tremendo esfuerzo para erguirse al máximo, Corey consiguió que la frente le quedara por encima del listón de altura mínima. Se estremeció de emoción cuando una de las mujeres los acompañó hasta la vagoneta. Se lanzó como un rayo al asiento delantero y se sentó, muy decidido. Su padre frunció el entrecejo.
—¿Estás seguro de que quieres sentarte allí, Capitán?
Corey asintió vigorosamente. Después de todo, esto era lo que hacía que el viaje fuera espeluznante. Los asientos estaban encarados, lo cual significaba que los dos sentados adelante viajarían de espaldas.
—No me gusta —gimoteó su hermana, mientras se sentaba a su lado.
Él la hizo callar con un brutal codazo. ¿Por qué no tenía un hermano mayor, como tenía Roger Prescott? A él le había tocado una hermana quejica que leía libros de caballos y creía que los videojuegos eran espantosos.
—Por favor, no saquen en ningún momentos los brazos y las piernas fuera del birlocho —les advirtió la mujer con aquel extraño acento que Corey suponía que era inglés. No sabía qué era un birlocho, pero no le importaba. Estaba a punto de viajar en el Notting Hill, y ahora nadie podía detenerlo.
La mujer cerró la puerta, y la barra de seguridad bajó automáticamente por delante del pecho de Corey. La vagoneta se sacudió; su hermana chilló, asustada. Corey resopló.
En cuanto avanzaron, asomó la cabeza por un costado, y miró primero arriba, después abajo. Su madre se apresuró a reñirlo, pero no antes de que él viera que la vagoneta estaba colocada en algo parecido a una cinta transportadora, muy bien disimulada y casi invisible en la penumbra, y que las ruedas solo giraban para aparentar. No tenía importancia. La vagoneta avanzó en la oscuridad, mientras aumentaba el estruendo de los cascos de los caballos al galope. Corey contuvo el aliento, incapaz de reprimir la sonrisa de entusiasmo cuando notó que la vagoneta comenzaba a subir bruscamente. Ahora, en la oscuridad, vio la vaga silueta de una ciudad que se extendía a su alrededor: un millar de tejados, las luces y el humo en el aire nocturno, y, más lejos, un torre fantástica. Ni se dio cuenta de la pequeña cámara de rayos infrarrojos oculta en la ventana superior.
Quince metros más abajo, Allan Presley miraba aburrido el monitor, mientras el chico de la camiseta de Jack el Destripador subía en la vagoneta Alfa. La camiseta había sido el éxito de ventas en Luz de Gas durante los últimos cuatro meses, pese a que se vendían a veintinueve dólares. Era sorprendente ver cómo se abrían las carteras cuando la gente venía aquí. Y, hablando de cosas abiertas, el chico abría la boca como una caricatura: movía la cabeza de aquí para allá y dejaba un rastro verdoso en el monitor de infrarrojos a medida que la vagoneta subía por encima de los tejados del Londres victoriano. Por supuesto, el chico no se daba cuenta de que subía por una pantalla cilíndrica que mostraba la imagen digital transmitida por dos docenas de proyectores a las luces de fibra óptica del paisaje urbano. Era una ilusión, por supuesto. En Utopía, la ilusión lo era todo.
La mirada de Presley se fijó por unos segundos en la chica sentada junto al chico. Demasiado joven para tener algún interés. Además, los acompañaban los padres. Exhaló un suspiro.
En la mayoría de los entretenimientos más espectaculares había cámaras estratégicamente situadas al final de las espeluznantes bajadas que fotografiaban los rostros de los viajeros. Por cinco dólares uno se podía comprar en la salida su foto, donde aparecía sonriendo como un loco o aterrado. Pero se había convertido en una tradición clandestina entre las muchachas más atrevidas enseñar los pechos a la cámara. Por supuesto, las fotos nunca llegaban al público. Pero los empleados disfrutaban de lo lindo. Incluso se habían inventado una palabra para el caso: tetamen. Presley sacudió la cabeza. Los que trabajan en el tobogán acuático gigante del Paseo conseguían entre doce y quince fotos todos los días. Aquí en Luz de Gas era mucho menos común, sobre todo tan temprano.
Con otro suspiro, dejó a un lado las Geórgicas de Virgilio y echó un rápido vistazo al resto de los treinta y seis monitores instalados en la sala de control. Todo estaba tranquilo, como siempre. Para los niveles de Utopía, la Caza era una montaña rusa de baja tecnología, pero así y todo era casi automático. El único cambio en la rutina que disfrutaba Presley era cuando algún idiota se bajaba de la vagoneta en mitad del viaje. Pero también eso estaba previsto: Se activaban los sensores a lo largo de la cinta transportadora; él avisaba al operador de la torre que detuviera el viaje, y después enviaba a los de seguridad para que escoltaran al tipo fuera del parque.
Presley miró de nuevo la cámara 4. El chico se encontraba ahora en la cúspide de la primera subida. Dentro de un segundo, la poca luz que quedaba desaparecería, la vagoneta se inclinaría y se lanzaría por la primera caída; aquí comenzaba la diversión. Advirtió que estaba atento al entusiasmo reflejado en el pequeño rostro —visible incluso en la fantasmal imagen de los infrarrojos— e intentó recordar la primera vez que había hecho el recorrido. A pesar de los miles de viajes que hacía por trabajo, solo había una palabra para describirlo: mágico. Sonó el altavoz.
—Hola, Elvis.
No respondió. En Estados Unidos, ser un varón blanco y llamarse Presley tenía una carga inevitable. Era como apellidarse Hitler, o quizá Cristo, siempre y cuando alguien tuviera las pelotas de…
—¿Elvis, me recibes?
Reconoció la voz nasal de Cale, que llamaba desde la Carrera de Obstáculos.
—Sí, sí —respondió Presley.
—¿Alguna diversión por allí?
—No. Un muermo.
—Aquí también. Bueno, casi. Esta mañana tuvimos a cinco vomitando, uno tras otro. Tendrías que haberlo visto: cuando bajaron, esto parecía una zona de guerra. Tuvieron que cerrar durante diez minutos para que entrara el equipo de limpieza.
—Fascinante.
Se escuchó una profunda sacudida en la sala de control cuando una de las vagonetas bajó por la última caída vertical que ponía fin al recorrido. La mirada de Presley se dirigió automáticamente a los monitores mientras la vagoneta avanzaba hacia la plataforma de descarga. Rostros mareados y felices.
—Avísame si tienes algo bueno —prosiguió Cale—. Uno de los comisarios me dijo que esta noche esperan a un grupo de chicas estudiantes. Quizá me dé una vuelta cuando acabe el turno.
Una luz roja se encendió en el panel de circuitos que tenía delante.
—Te dejo —dijo Presley. Apretó un botón para comunicarse con el operador de la torre—. Tengo un fallo de freno en la Vuelta Omega.
—Sí, lo veo —respondió el operador—. ¿Dónde están los mecánicos?
—Haciendo trabajos de lubricación en el Estanque de los Fantasmas.
—Vale. Llamaré al taller.
—Recibido.
Presley se reclinó en la silla y miró los monitores una vez más. Los testigos de emergencia se encendían continuamente. Los viajes tenían tantos sistemas de seguridad que nunca había motivos para preocuparse de verdad. De todas maneras, la mayoría no eran más que falsas alarmas. El mayor peligro lo corrían los mecánicos, que tenían que mantener la cabeza y las manos bien apartadas de las vagonetas cuando había que hacer alguna reparación sin detenerlas.
Corey se aferraba con desesperación a la barra de seguridad al tiempo que gritaba a voz en cuello. Sentía la gravedad que le aplastaba el pecho, le tiraba implacablemente de las axilas, e intentaba arrancarlo del asiento. En lo más alto de la montaña —así por lo menos decía el guión—, una aparición fantasmal había espantado a sus caballos imaginarios, y ahora la vagoneta corría enloquecida. Se hallaba inmerso en un caos sonoro: el traqueteo de la vagoneta, los relinchos de los caballos aterrados y, por encima de todo esto, el agudo, constante y gratificante alarido de su hermana. Estaba pasando el mejor momento de su vida.
Ahora atravesaban a toda velocidad una serie de decorados sorprendentemente reales mientras bajaban por la pedregosa colina: un lago desierto, espectral; un laberinto de callejuelas oscuras; una zona de muelles ruinosos y veleros siniestros. La vagoneta dio un brinco, luego otro, con una fuerza descomunal. Corey se sujetó con todas sus fuerzas, porque había escuchado rumores de lo que le esperaba al final del camino: la vagoneta volaría por encima de la ladera y caería al vacío en la más total oscuridad.
—Estoy en el freno noventa y uno. Todo en orden. Eh, Dave, ¿sabes por qué, en la revisión, el médico te dice que vuelvas la cabeza cuando te revisa el miembro?
—No.
Presley escuchaba la charla de los mecánicos en la radio, sin apenas prestar atención. Miró los monitores, y después volvió a centrarse en la lectura de las Geórgicas. Había estudiado literatura clásica en la Universidad de Berkeley, siempre con la intención de ir a la escuela universitaria de graduados, pero ahora mismo era incapaz de hacer el esfuerzo de abandonar Utopía y volver a los estudios. Tal como estaban las cosas, probablemente era la única persona en todo el estado de Nevada que hablaba latín. Una vez había intentado usarlo para ligar. No había funcionado.
—Verás, alguien me lo explicó. Los doctores no quieren que les escupas en la cara cuanto toses.
—Caray. ¿Por eso? Yo siempre creí que debía de haber alguna razón anatómica, porque… Eh, diablos, el freno noventa y cuatro está fundido.
Presley se irguió en la silla. Ahora escuchaba con atención.
—¿Cómo que está fundido? No es una maldita bombilla.
—Te lo acabo de decir. Humea, huele a rayos. Ha tenido que ser una sobrecarga. Nunca lo había visto antes, ni siquiera en el simulador. Parece que el freno noventa y cinco también esta fundido.
Presley se levantó de un salto, la silla salió despedida. Miró el diagrama de frenos. Los frenos de seguridad 94 y 95 controlaban el descenso vertical desde la Vuelta Omega.
Esto tenía mala pinta. Estaba claro que los mecanismos de seguridad detendrían cualquier vagoneta que subiera. Pero nunca había oído que los frenos fallaran antes, sobre todo dos seguidos, y no le hizo ninguna gracia. Cogió el micro y llamó al operador de la torre.
—Frank, baja los interruptores. Páralo.
—Ya estoy en ello. Pero… oh, Dios mío, una vagoneta está pasando ahora mismo…
La mirada de Presley se fijó en los monitores. Lo que vio le heló la sangre en las venas.
Una vagoneta iniciaba el descenso final de Notting Hill. Pero no era el descenso regular y controlado que había visto infinidad de veces. La vagoneta se había separado de la guía vertical y el bastidor se bamboleaba enloquecido. Los ocupantes estaban aplastados contra las barras de seguridad, abrazados los unos a los otros, el blanco de los ojos y el rosa de las lenguas de un color verde claro en la pantalla del monitor. No había recepción de audio pero Presley veía cómo gritaban.
La vagoneta se ladeó todavía más a medida que cogía velocidad. Luego se produjo una tremenda sacudida y uno de los pasajeros cayó hacia delante. Se aferró desesperadamente, pero la fuerza de la gravedad era demasiado fuerte; las manos se soltaron de la barra de seguridad, escaparon de las manos de los adultos que intentaron sujetarlas, y, mientras el viajero salía volando hacia la cámara y caía a una velocidad de vértigo, Presley apenas si tuvo tiempo de ver el dibujo de Jack el Destripador antes de que el impacto cortara la transmisión de las imágenes.