16:25 h.
Terri se paseaba como una fiera enjaulada en el pequeño vestíbulo de las dependencias de seguridad. Se dio cuenta de que, inconscientemente, abría y cerraba los puños. Se obligó a contenerse. ¿Dónde estaba Andrew? ¿Qué era lo que ocurría? La espera, la incertidumbre, era una tortura. Miró más allá de la mesa de la recepción, hacia la puerta que daba a los pasillos del nivel C. El médico la había dejado abierta de par en par cuando unos pocos minutos antes había aparecido a la carrera. De nuevo apretó los puños. Miró a Georgia, que se movía inquieta en la silla de ruedas.
Un minuto antes, quizá dos, había comenzado el llanto, sonaba débil, apagado por la distancia. A Terri le costaba imaginar que la directora de operaciones del parque fuese capaz de llorar por alguien, pero sabía que únicamente podía ser Sarah. Su inquietud fue en aumento y aceleró el paso.
Oyó que algo se movía detrás de ella y se volvió. Era Georgia, que se había levantado y se apoyaba en la silla. La niña parpadeaba con una expresión de desconcierto. «Todavía está atontada», pensó Terri, aunque no sabía si era por los efectos del sedante o por los acontecimientos del día.
Georgia dio un paso, después otro, caminaba hacia la puerta, hacia el sonido. Terri apoyó una mano en el brazo de la niña.
—¿Adónde vas, Georgia?
—Voy a buscar a papá. Me pareció oír su voz.
—Tu papá no está aquí.
Georgia la miró por primera vez. Su mirada era cada vez más clara, volvía a la realidad.
—¿Dónde está?
Terri se humedeció los labios.
—No estoy muy segura. Tuvo que ir a ocuparse de un asunto.
Georgia parpadeó sin dejar de mirarla.
—Dejó un mensaje para ti. Dijo que no tardaría en volver y que hasta entonces debemos cuidar una de la otra.
De pronto la voz de Sarah se oyó con toda claridad.
—Freddy, no puedes dejarnos. ¿Me escuchas? Aguanta, Freddy. Por favor.
Georgia levantó la cabeza, súbitamente alerta.
—¿Quién es? —preguntó.
Terri permaneció en silencio mientras se reanudaba el llanto.
—Sonó como la voz de Sarah —afirmó Georgia—. ¿Es Sarah? ¿Qué pasa?
Terri titubeó. «¿Qué puedo decirle?». No tenía idea de cómo habría respondido Warne, qué habría querido que ella dijese. «Si yo estuviese en su lugar, querría que me dijeran la verdad». Con una ligera presión en el brazo, hizo que Georgia se volviera hacia ella.
—¿Recuerdas la reunión de esta mañana?
Georgia asintió. Terri le sujetó el otro brazo.
—¿Recuerdas al hombre que hablaba con acento extranjero?
Georgia asintió de nuevo.
—Le han hecho daño, mucho. Sarah está muy preocupada. Intenta hacer lo posible por cuidarlo.
—¿No tendríamos que ayudarlos?
—Creo que ahora mismo Sarah necesita estar a solas con él. Es muy amable de tu parte ofrecerte. Sé que te lo agradecerá.
Desde el fondo de las dependencias, llegó el sonido de unos sollozos desgarradores, inconsolables. Georgia escuchó durante unos segundos. Luego se volvió para mirar a Terri, con una expresión que Terri no alcanzó a comprender del todo, y después agachó la cabeza.
Hasta ese momento, Georgia se había comportado con un notable estoicismo, incluso durante el espantoso episodio en el cuarto de la lavandería. Pero súbitamente la expresión en su hermoso rostro reflejó el sufrimiento interior. Le temblaban los labios, las lágrimas asomaron a sus ojos.
En un gesto instintivo, Terri abrazó a la niña de la misma manera que Warne había hecho con ella, en este mismo lugar, unos minutos antes. Entonces, bruscamente, Georgia se echó a llorar. Fue como si un dique hubiese cedido ante una presión insoportable. Durante un minuto, quizá dos, Terri la dejó llorar, sin hacer más que acariciarle los cabellos.
—Los adultos no lloran —afirmó la niña cuando se calmó un poco.
—Claro que los adultos también lloran —replicó Terri, sin dejar de acariciarle los cabellos—. ¿No has visto nunca llorar a tu papá?
—Una vez —respondió Georgia entre sollozos.
En el vestíbulo se hizo el silencio. Los únicos sonidos eran los sollozos de Georgia y el llanto de Sarah.
—¿Tienes hermanas? —preguntó Georgia.
La pregunta era tan sorprendente que, por un momento, Terri dejó de acariciarle los cabellos.
—No —contestó la joven—. Soy hija única. No es algo muy común en un país católico como Filipinas.
—Siempre he querido tener una hermana —murmuró Georgia.
La única respuesta de Terri fue acariciarle de nuevo los cabellos.
—¿Qué dijo papá que debíamos hacer? —preguntó Georgia.
—Dijo que debíamos quedarnos aquí, que debíamos cuidar la una de la otra. Proteger a Sarah. Montar guardia.
Georgia se apartó.
—¿Montar guardia? —El miedo apareció en sus ojos con una rapidez sorprendente—. ¿Crees que volverá el hombre con el arma?
Terri la abrazó de nuevo.
—No, cariño, no lo creo. Pero así y todo debemos montar guardia.
Georgia rebulló entre los brazos de la muchacha.
—¿No crees que deberíamos cerrar la puerta? —preguntó la niña.
Terri miró a través de la antesala. En su aturdimiento, se había olvidado de que el médico había dejado abierta la entrada principal.
—Sabes, creo que es una buena idea.
Se separó de Georgia suavemente y cruzó la antesala.
—Quizá… quizá también tendrías que echar el cerrojo.
Terri caminó por el resplandeciente suelo de mosaicos de la antesala y asomó cautelosamente la cabeza para mirar a ambos lados del pasillo. Estaba desierto. En la distancia se oía el sonido de una alarma. Cerró la puerta, echó el cerrojo y comprobó que estuviese bien cerrada.
Ya no se oía el llanto, y, mientras iba a reunirse de nuevo con Georgia, un manto de silencio se extendió por las dependencias de seguridad.