16:28 h.

Heladero, sentado al volante del camión blindado, mantenía una mano apretada contra los auriculares. En su rostro había una expresión de intriga. Al cabo de unos segundos, bajó la mano y sacudió la cabeza.

—¿Qué pasa? —le preguntó Earl Crowe, que ocupaba el asiento del pasajero.

—No lo sé, pero juraría que he oído a alguien que reía.

Crowe miró a Béisbol y Cascanueces, y después se encogió de hombros como una manifestación de que no tenía ninguna importancia.

John Doe, que se había quedado solo en el compartimiento de carga, había cogido un fajo de unos de los cofres y se entretenía en hacer palomitas de papel con los billetes. Tenía el transmisor de infrarrojos a su lado. Consultó su reloj.

—¿Alguna noticia de Búfalo de Agua?

Heladero sacudió la cabeza.

—Le daremos otros sesenta segundos.

Se hizo el silencio en el interior del camión. John Doe acabó de hacer la palomita, la dejó a un lado con mucha delicadeza, cogió otro billete y empezó una segunda. Pasó el minuto. Doe miró al conductor.

—Muy bien, nos vamos —anunció—. Búfalo de Agua puede volver caminando a Las Vegas.

Heladero apretó el botón del micrófono.

—Utopía Central, aquí Nueve Eco Bravo. Problema resuelto. Nos vamos.

—Utopía Central confirma —respondió una voz—. Ya era hora. Informe cuando llegue a la carretera. Cambio y fuera.

Heladero puso en marcha el escáner que sintonizaba las emisoras de la policía. Después miró el panel que tenía en el tablero a la derecha y apretó un interruptor señalado como controlador de carga. El motor aumentó de revoluciones. Heladero quitó el freno de mano y pisó el acelerador.

—Caballeros, estamos en marcha —anunció.

El sonido del motor cambió en el momento en que Warne y Peccam corrían para reunirse con Smythe. Sonó más fuerte. Después se oyó un chistido de los frenos de aire, el ruido del cambio de marchas y el de los engranajes de la transmisión. Warne y Peccam intercambiaron una mirada.

Durante una fracción de segundo solo se oyó el rugido del motor y los jadeos de Peccam.

—¿De verdad lo conseguiremos? —preguntó el técnico.

—No lo sé. Eso espero. —Warne miró a Smythe—. Bueno, ¿cómo lo disparamos?

Smythe movía los labios, pero las palabras eran inaudibles. Warne se acercó.

—No hay apoyo —decía el experto—. No hay un equipo contra incendios. No hay personal de carga. No hay observadores, no hay monitores. —Parecía estar contando algo con los dedos; quizá eran todas las normas locales, estatales y federales que iban a saltarse.

Todo el pasillo pareció vibrar con el estruendo del camión que se acercaba. En cualquier momento aparecería.

—¡Smythe! ¡Enséñeme cómo!

Smythe lo miró, sobresaltado.

—Tiene que quitar el capuchón protector de la mecha.

Warne arrancó los protectores de las mechas que salían de los morteros.

—Se enciende la mecha con el bastoncillo. Con el brazo extendido. Hay una demora muy corta, quizá de medio segundo, para apartarse a una distancia segura. Protéjase la vista del fogonazo. Es probable que lo ciegue…

—¿Se enciende la mecha con qué?

—Con el bastoncillo. —Smythe le señaló un manojo de varillas rojas que se parecían a las largas cerillas para encender las chimeneas.

Warne cogió una y la observó.

—No está encendido —dijo, como un tonto.

Smythe lo miró.

—¡No está encendido! —gritó Warne, para hacerse oír sobre el ruido del motor.

—Por supuesto que no. A nadie se le ocurre encenderlo hasta no estar preparado para disparar el proyectil.

—Entonces deme las cerillas. Yo lo encenderé.

Smythe lo miró, desconcertado.

Warne sintió que un sudor helado le corría por la espalda.

—Las cerillas, señor Smythe.

Smythe parpadeó. Levantó las manos como si quisiera decir: «¿Por qué debo tener cerillas?».

Warne se quedó de una pieza. «Oh, Dios. Después de todo…».

Se sentó en el suelo. Le pareció que le fallaba la vista. Entonces sintió que le ponían algo en la mano.

Era un encendedor de plástico.

Levantó la cabeza y vio que Peccam volvía a situarse junto a Tuercas. El técnico se encogió de hombros y soltó una risita nerviosa.

—De vez en cuando me fumo un puro —dijo.

Warne acercó el extremo del bastoncillo a la llama del encendedor. El bastoncillo se encendió en el acto con un chisporroteo. Le devolvió el encendedor a Peccam y se volvió hacia la hilera de morteros en el momento en que aparecía el morro del camión blindado.

Contra el fondo del pasillo parecía enorme, invulnerable. Planchas de acero pintadas de rojo rodeaban los guardabarros, las troneras, los cristales antibalas de las ventanillas. Unas varillas de acero con la parte superior pintada de blanco se elevaban del parachoques reforzado. Las luces ámbar del techo y el rugido del motor llenaban el pasillo de luz y sonido. Con el bastoncillo en la mano, Warne vio aparecer la cabina, bañada en una luz verdosa, y contuvo el aliento mientras esperaba. Ahora la mole del vehículo ocupaba toda la intersección. Por un instante tuvo miedo de que algo hubiese salido mal, que el camión continuara la marcha. Pero entonces, con un sonoro frenazo, el camión se detuvo.

—¿Lo enciendo? —gritó Peccam, que aguardaba junto a Tuercas.

Warne miró al técnico. Tuercas era la pieza fundamental del ataque, con sus cuatro grandes cargas de pólvora negra. Tendría que adivinar cuál era la longitud correcta de la mecha; bien podía ser que las cargas estallaran antes de lo previsto. Pero ahora ya no tenía tiempo para entretenerse en cálculos. Asintió. Peccam encendió la mecha y apretó el interruptor en el panel de control de Tuercas. La cabeza del robot se movió en derredor y para buscar la señal del ecolocalizador. En cuanto la captó, las cámaras apuntaron directamente al camión blindado.

Warne miró al autómata. A pesar de todo, le dolía tener que sacrificar al robot de esta manera.

—Adiós, Tuercas —murmuró—. Lo siento.

Tuercas permaneció inmóvil durante un par de segundos, con las cámaras enfocadas en el camión. Warne pensó por un instante que quizá sabía lo que estaba a punto de pasar, que en un algún nivel muy profundo había algo que le impedía obedecer una orden equivalente a un suicidio. Luego, con un zumbido de sus potentes motores, salió disparado en persecución del parachoques. Cuando no había recorrido más que unos metros, se detuvo bruscamente, iluminado por el fulgor de la llama de la mecha.

Warne miró al robot con una expresión de horror, mientras intentaba adivinar qué había salido mal. ¿Era posible que Tuercas se negara a aceptar la orden? Entonces, cuando miró hacia el final del pasillo, encontró la explicación.

En el suelo, debajo del parachoques trasero del vehículo, vio los trozos de algo que parecía un gran reloj de plástico negro. La sacudida del camión en la frenada había hecho que se desprendiera el ecolocalizador y se rompiera en la caída. Tuercas había quedado paralizado en el pasillo, con una carga de cinco kilos de pólvora y sin instrucciones.

—¿Qué es eso? —preguntó John Doe desde el compartimiento trasero. Estaba apoyado en uno de los cofres, con las manos cruzadas detrás de la cabeza. La chaqueta entreabierta dejaba ver el forro de seda y la pistolera a un lado.

—Hay alguien en el pasillo —respondió el conductor—. Apareció cuando salí de la curva.

—Pues dale un minuto para que se aparte.

—No se mueve.

—Toca la bocina.

Heladero hizo sonar la bocina.

—Sigue allí. Por lo visto no tiene intención de moverse.

John Doe bajó los brazos y se inclinó hacia el conductor.

—¿Está sordo?

—El tipo nos mira.

—¿Es un guardia?

—No. Es un civil.

John Doe frunció el entrecejo.

—Es posible, es siquiera concebible, que… —Se sujetó del respaldo del asiento y se inclinó para mirar por el parabrisas—. He visto a ese hombre antes —murmuró. Una fracción de segundo después, su rostro se contorsionó con una expresión de rabia y sorpresa—. ¡Es Warne! —gritó—. ¡Pisa el acelerador! ¡Venga, atropéllalo, vamos, vamos!

En cuanto oyó que el conductor ponía la marcha y aceleraba, Warne dejó de mirar a Tuercas y se volvió hacia los morteros. Acercó el bastoncillo a la mecha del sauce dorado. A la vista de que Tuercas, carente de instrucciones, no se movía, no podía sino disparar él mismo una bengala contra el camión. Sin embargo, una extraña laxitud se apoderó de sus miembros. Por un momento, el tiempo pareció detenerse.

Una sucesión de imágenes desfiló por su mente como la acelerada proyección de una linterna mágica: Norman Pepper en el monorraíl, gesticulando ampulosamente con una gran sonrisa; Sarah, con los ojos desorbitados en la sala de los espejos holográficos; Terri Bonifacio abrazada a él hecha un mar de lágrimas en la sala de guardia; Georgia observándose a sí misma en Metamorfosis convertida en una anciana, y más tarde, en el cubículo del centro médico.

Con un rápido movimiento, Warne acercó la llama del bastoncillo a la mecha.

La mecha se encendió con un fugaz destello blanco, y en seguida la llama corrió por el papel retorcido con una velocidad sorprendente, acompañada de un sonoro chisporroteo. Warne desvió la mirada en el último momento. Se oyó un ruido extraño, como un súbito escape de aire comprimido debajo del agua. Luego, con un siseo feroz, la bengala salió del mortero. Warne la siguió con la mirada mientras el proyectil volaba a una velocidad tremenda, un cometa de luz con una cola de humo que rebotaba de pared a pared hasta que se estrelló en el techo del pasillo, encima del camión blindado.

Durante una milésima de segundo, no pasó nada. Después el mundo se volvió blanco.

El resto de la carga propulsora estalló con un ruido atronador. Un millar de lenguas de fuego dorado se extendieron por el pasillo como serpientes furiosas que trepaban por las paredes y el techo y envolvían al camión con una caricia ardiente. Luego comenzaron los estallidos, como si lanzaran una lluvia de granadas. La luz blanca fue seguida por una fantástica y aterrorizadora corona dorada. Warne se agachó cuando las lenguas de fuego pasaron por encima de su cabeza, cada vez más brillantes, para luego apagarse al otro extremo del pasillo.

Al extinguirse los ecos de las explosiones, se oyó otro sonido: el lejano aullido de las sirenas de alarma. La humareda comenzaba a disiparse, y Warne intentó ver cuál había sido el resultado.

El morro del camión se había desplazado como consecuencia de la explosión y el conductor luchaba con desesperación para recuperar el control del vehículo.

Había apuntado demasiado alto, y la bengala había estallado encima del camión.

Miró por encima del hombro. Smythe estaba tumbado en el suelo, hecho un ovillo, con los brazos sobre la cabeza. Peccam, acurrucado un poco más allá, contemplaba la escena con una expresión de incredulidad.

Warne se despreocupó de ambos. El mortero humeaba junto a sus pies. Tuercas continuaba inmóvil en el pasillo, la mecha cada vez más corta. Vio cómo el robot giraba las cámaras hacia él, como si quisiera preguntarle qué debía hacer. Al final del pasillo, el conductor seguía empeñado en su lucha frenética por recuperar el control. Un par de segundos más y se habría ido.

Echó una ojeada a los morteros. El tubo pequeño que había servido de apoyo había volado por los aires con la violencia del disparo y el resto de los tubos estaban dispersos. No tenía tiempo para cargar un mortero y efectuar un segundo disparo. Aun cuando lo consiguiese, era prácticamente imposible hacer puntería. Miró a Tuercas. ¡Si hubiese una manera de llegar hasta él para modificar el programa! Tampoco disponía de tiempo para ello, y mientras tanto allí estaba el robot, con la carga que necesitaban para detener el vehículo a punto de estallar, sin la orden necesaria para realizar su cometido.

Delante, en la intersección, la boca de un fusil asomó por una de las troneras del camión.

Warne se agachó. Se le había ocurrido una idea. Quizá había una directiva que Tuercas obedecería. No era una orden que hubiese dado antes; en realidad, iba en contra de su programa. Así y todo…

—¡Tuercas! —gritó al tiempo que le señalaba el camión blindado—. ¡Perseguir!

Tuercas permaneció inmóvil.

—¡Tuercas! —repitió Warne—. ¡Perseguir!

El robot titubeó, como si estuviese intentando procesar esta orden desconocida. Luego comenzó a moverse, primero lentamente, pero después aceleró. Warne se incorporó a medias, sin decir palabra. La mecha resplandecía entre las ruedas traseras del robot. Mientras Warne lo miraba, Tuercas pareció comprender del todo la orden y aceleró al máximo, dispuesto a alcanzar al camión.

Warne cerró los ojos y se volvió.

Vio el fogonazo incluso a través de los párpados, y siguió un trueno que pareció sacudir los cimientos de Utopía. La violencia de la onda expansiva lo tumbó de espaldas y le arrebató el aire de los pulmones. Jadeó al tiempo que intentaba levantarse. Por un segundo, los músculos no le respondieron. Después, con un esfuerzo, consiguió arrodillarse.

El camión había volcado y la parte delantera se había incrustado en la pared del pasillo. Las ruedas giraban como alocadas peonzas y un humo negro emanaba de los ennegrecidos paneles laterales. Parte del pesado blindaje de la parte inferior había desaparecido como si hubiese sido papel de aluminio. Los rociadores del pasillo se habían puesto en marcha, y las cortinas de agua se mezclaban con la densa humareda de la pólvora.

Warne permaneció arrodillado, todavía atontado por los efectos de la brutal explosión. Durante unos momentos que le parecieron eternos solo oyó los jadeos de su respiración, el estrépito del agua contra el metal y el cemento, y el aullido de las alarmas de incendio.

Entonces se movió una puerta del camión blindado.

Warne forzó la mirada. Se preguntó si no había sido una ilusión óptica, si las cortinas de agua y las nubes de humo no le estarían gastando una jugarreta. Pero luego la puerta se movió de nuevo, como si la empujaran por abajo.

Alguien intentaba salir.

Se le aceleró la respiración. Miró los morteros que estaban en el suelo, las dispersas bengalas con las mechas como colas e intentó concentrarse. Vio el doble crisantemo, con las pesadas bolsas de las cargas impulsoras. ¿Qué había dicho Smythe? Equivalían a varios cartuchos de dinamita.

La puerta del camión se abrió del todo y golpeó contra la pared del pasillo. Warne vio asomar la cabeza de un hombre, luego los hombros de una cazadora de cuero. El hombre, que empuñaba una metralleta, trataba de elevarse a fuerza de brazos, pero sus esfuerzos se veían dificultados por la inclinación del vehículo.

Warne retrocedió, al tiempo que miraba en derredor con desesperación. El bastoncillo continuaba ardiendo con un siseo, y la luz roja de la llama iluminaba el suelo de cemento.

No había tiempo para pensar, para considerar otras alternativas. Recogió el bastoncillo y, cogiendo el mortero más cercano, introdujo una carga impulsora, luego otra más, y colocó las mechas en posición. El hombre levantó el arma, se apoyó en el marco de la puerta. Se vio el fogonazo y un proyectil silbó por encima de la cabeza de Warne.

Dejó caer el doble crisantemo en el mortero, lo inclinó y con mano torpe acercó el bastoncillo a las mechas. El hombre volvió a disparar, y las esquirlas de cemento le rozaron el rostro, pero ahora las mechas estaban encendidas y, con el mortero lo más apartado posible, apuntó directamente a su agresor.

Se oyó otro furioso siseo, y después una nube de humo escapó por la boca del mortero y el brutal retroceso lo tumbó en el suelo. Otro cometa de luz, más brillante que el primero, voló a lo largo del pasillo con un movimiento ondulatorio, un rayo de fuego que buscaba la puerta abierta del camión blindado. Warne levantó los brazos para protegerse la cabeza.

Durante una milésima de segundo, silencio. Después llegó un terrible estruendo doble, una tremenda bola de fuego que se esparció en un millón de puntos de luz incandescentes, rojos, amarillos y turquesa, un millón de diminutos soles refulgentes que era imposible mirar. Warne casi se sintió sacudido por la intensidad de la luz. Intentó levantarse, pero la potencia de la onda expansiva lo derribó como un pelele. Luego sintió —o creyó sentir— que estaba bajo una lluvia de confeti que caía suavemente sobre el suelo de cemento. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, asustado a más no poder.

Por unos momentos, no oyó nada más que un zumbido atronador en los oídos. A medida que éste se disipaba, le llegaron otros sonidos: el retumbar del estallido por los pasillos del nivel C, las alarmas de un centenar de coches en el aparcamiento.

—¡No puedo ver! —gritaba Peccam a su espalda—. ¡No veo!

Ahora se habían disparado los rociadores de todo el pasillo, y el agua le caía a Warne sobre la cabeza, el cuello y los hombros. Por fin, fue capaz de moverse. Se levantó, abrió, los ojos y miró al frente.

El camión continuaba en la misma posición, con las ruedas girando lentamente, y el agua chorreaba por los costados como una telaraña. El hedor de la pólvora y el fósforo flotaba en el aire. El dinero, convertido en confeti, se había desperdigado por todas partes; cubría los costados del camión, el suelo y las paredes, y se iba oscureciendo a medida que se empapaba. El hombre de la metralleta había desaparecido. La puerta abierta estaba bañada en sangre y restos humanos, y en la pared detrás de la puerta había una enorme mancha de sangre en forma de abanico. Warne contempló absorto cómo el agua de los rociadores abría surcos en la mancha roja.

Se sentó con la espalda apoyada en la pared, demasiado aturdido para ser consciente de cualquier otra cosa que no fuera una molesta sensación en las manos. Se las retiró como si fuesen las manos de otra persona; las tenía desolladas, pues el calor del disparo le había quemado la piel. Las dejó caer a los lados y, moviéndose lentamente, como en un sueño, miró hacia atrás. Vio a Peccam sentado contra la pared opuesta, con las manos sobre los ojos. Smythe había desaparecido.

Warne exhaló lentamente y apoyó la cabeza contra la fría superficie de la pared. Sobre el regazo tenía el bastoncillo apagado. El dolor en las manos era cada vez más fuerte, pero mucho peor era el cansancio. El sonido de las alarmas, el agua que le chorreaba por la cara le parecían cosas muy distantes. Quizá, si cerraba los ojos, conseguiría dormir.

Su mirada se posó de nuevo en el camión blindado. Entonces, como si hubiese recibido una descarga eléctrica, se sentó con tanta brusquedad que el bastoncillo rodó por el suelo.

John Doe caminaba por encima del capó del camión. Tenía el rostro tiznado y los cabellos quemados, le humeaban los hombros de la chaqueta, y la sangre le manaba de la nariz y los oídos. No pareció darse cuenta de la presencia de Warne, de los billetes destrozados, ni de nada de lo que lo rodeaba. Su mirada se mantenía fija en la salida del pasillo.

Warne se levantó tambaleante, sin apartar los ojos de las manos de Doe. En una empuñaba una pistola, y en la otra, el transmisor de infrarrojos.

Miró en derredor. Las quemaduras le impedían utilizar las manos e, incluso de haber podido usarlas, el agua había empapado las bengalas. No tenía nada a su alcance para impedir la fuga, no podía hacer nada.

Miró de nuevo hacia el camión. John Doe ya había alcanzado al suelo y había desaparecido de la vista, camino de la salida.