13:09 h.

Cuando Warne ya había desaparecido de la vista, Sarah se demoró un momento para mirar el lugar donde había estado. La inquietud que había sentido durante la reunión previa a la apertura no se había disipado. En realidad no era tanto una inquietud, sino la idea de que había algo sin resolver en su mente. Nunca había sido dada al autoanálisis; siempre había preferido la acción por encima de la introspección. No obstante, sabía que estaba relacionado con el momento escogido para la visita de Andrew Warne. Había sido idea de Check Emory, por supuesto. «Adelanta la visita, haz que vaya allí ahora —le había insistido el director ejecutivo desde Nueva York—. Quiero ver desconectada la metarred antes de que ocurra algo peor. No le digas ni una palabra de por qué va hasta que esté allí. No podemos permitirnos ninguna filtración. Dile lo que sea, pero consigue que vaya». Por supuesto, le había molestado el engaño. Pero había algo más: se había sentido más tranquila porque ella estaría en San Francisco durante la mayor parte de la visita de Warne, y eso era una señal de debilidad, algo que detestaba. ¿Qué le preocupaba? Nunca había tenido miedo a las críticas de nadie, incluidas las de Warne. Quizá era compasión; los próximos días serían muy desagradables para él. Ya sería bastante duro presenciarlos, como para tener que participar en el proceso. Todos estos pensamientos pasaron por su mente en un segundo. Luego se volvió hacia el hombre que esperaba en el pasillo.

—Lo siento. Por favor, pase.

El hombre entró en el despacho, con una gran sonrisa.

—No recuerdo haber pedido hablar con usted, señor —dijo Sarah, mientras se sentaba.

El hombre asintió y se cruzó de brazos con un gesto elegante. Sarah advirtió, casi automáticamente, que el traje de lino era de un corte impecable, un traje muy caro. Había algo extraño en el visitante, aunque no acababa de saber qué era.

—A su memoria no le pasa nada, señorita Boatwright —replicó el hombre—. No pidió verme. Un pequeño engaño de mi parte.

Se acercó, y entonces Sarah descubrió qué era. Tenía los ojos de colores distintos. El izquierdo era castaño; el derecho, de un azul brillante.

No se alarmó. Era algo que ocurría con cierta frecuencia. Algunos de los fanáticos del parque se pasaban de la raya. Eran aquellos que visitaban el parque decenas de veces al año; los que se vestían de magos como Eric Nightingale; los que presentaban cientos de solicitudes de trabajo, incluso para las tareas más humildes, con el único fin de acceder a la trastienda. De vez en cuando encontraban la manera de colarse entre bambalinas y había que escoltarlos cortés pero firmemente fuera del recinto. Claro que ninguno de ellos había recurrido antes a valerse de su apellido. Así y todo, a pesar de la rareza del color de los ojos, el hombre no parecía trastornado ni peligroso. Tenía un rostro apuesto y digno, la sonrisa franca, y toda su persona parecía transmitir una serena compostura. Por un momento, le recordó a Fred Barksdale.

—¿Puedo preguntarle su nombre?

—Por supuesto, Sarah. ¿Le parece bien que la llame Sarah? —La voz era baja y melodiosa, con un muy leve acento que podía ser australiano—. Los nombres de pila ayudan a crear un trato más distendido. Soy el señor Doe, Sarah, pero puede llamarme John.

La presentación fue seguida de un breve silencio. Sarah consultó la agenda en la pantalla del ordenador.

—No hay ninguna entrada para un especialista externo llamado… John Doe que esté citado para hoy en Utopía.

—Así es. Otro engaño. Es molesto, lo siento. ¿Es té de jazmín lo que toma? Huele de maravilla.

El señor Doe continuaba sonriéndole con mucha naturalidad. Entonces hizo algo muy extraño. Se acercó para sentarse en el borde de la mesa, cogió la taza y bebió un sorbo. Después cerró los ojos mientras lo paladeaba.

—Ah, excelente. —Bebió otro sorbo—. Claro que tiene el sabor de la cosecha de primavera, la primera floración. Para esta hora del día, la segunda habría sido una elección más acertada.

Sarah acercó la mano derecha al teclado con un movimiento casual. Una secuencia de tres números haría que los Agentes de Seguridad se presentaran en el despacho en noventa segundos. Pero la chaqueta del hombre se abrió cuando se inclinaba para dejar la taza en la mesa, y quedó a la vista la culata de un arma en la pistolera sujeta bajo la axila. Apartó la mano.

—¿Qué quiere? —preguntó.

El hombre pareció dolido por la pregunta.

—¿A qué viene la prisa, Sarah? No tardarán en pasar muchas cosas, en cuestión de minutos. Así que vamos a tomarnos un momento para conocemos mejor. Como personas civilizadas.

Sara apartó un poco la silla, sin dejar de mirarlo atentamente.

—Muy bien. ¿Quién es usted?

El señor Doe pareció considerar la pregunta, como si nunca la hubiese escuchado antes.

—¿Se refiere a qué hago? —Hizo una pausa—. No sé, digamos que podría ser un expedidor, pero me desagrada la palabra; tiene un sonido efímero, aunque no sé cómo describir exactamente lo que hago. Consigo cosas que quieren otras personas. A mí me parece que «intermediario» suena como algo muy vulgar. Quizá lo mejor sería que me considerase sencillamente como un hombre con un don.

Metió la mano en un bolsillo de la chaqueta, y Sarah se preparó para moverse rápidamente, si era necesario. El hombre sacudió la cabeza, como si lo desilusionara su desconfianza. Luego dejó un pequeño radiotransmisor sobre la mesa y se inclinó hacia delante, como si fuese a revelarle un secreto.

—Sarah, tengo buenas noticias para usted. Ahora tiene el poder de asegurarse de que nadie muera esta tarde en el parque. —Le señaló la radio con los dedos largos y elegantes.

Sarah lo miró sin decir palabra.

—Sé lo mucho que este parque representa para usted. —Mientras hablaba, mantenía el contacto visual. En su rostro había una expresión de empatía, de profunda comprensión—. Sé que su objetivo principal es que todo vaya como una seda que los visitantes gocen en todo momento de la máxima seguridad. No es necesario que pase nada que pueda cambiar esa situación, nada en absoluto. Siempre y cuando siga unas pocas reglas básicas. —La mirada amable y comprensiva siguió clavada en sus ojos—. No deberá avisar a la policía local o federal, y no intentará evacuar el parque. La actividad continuará como es habitual. Los visitantes entrarán y se marcharán como en cualquier otro día del año. Todo el mundo se divierte y nadie resulta herido. Si lo piensa, ése es su trabajo, ¿no? Solo le pido que cumpla con las reglas, Sarah.

—¿Qué quiere? —repitió la directora.

El señor Doe se apartó de la mesa.

—Le pediré que haga varias cosas. Es muy importante que siga mis instrucciones al pie de la letra y sin demoras. Nos mantendremos en contacto con la radio. —Apretó un botón de la radio y se escuchó un discreto zumbido—. Pero primero quería que mantuviéramos esta pequeña charla personal. Ya sabe, para romper el hielo, para darle un rostro a todo esto. —Se arregló la chaqueta—. Espero que me perdone. Ahora llega la parte desagradable de la conversación.

—No respondo bien a las amenazas —afirmó Sarah, con un tono cortante.

—No nos llevará mucho tiempo, y tampoco son algo terrible, Sarah. Haga exactamente lo que le diga, cuando se lo diga. No intente detenerme, molestarme o engañarme, o tendrá que atenerse a las consecuencias. Descubrirá que sé mucho más de usted y del parque de lo que se imagina. Hay otros conmigo, todos mucho más intimidantes. Hemos tenido mucho tiempo para prepararnos. Estamos vigilando las entradas y las salidas. Si coopera, nos habremos marchado antes de que se entere, y podrá continuar con su trabajo de entretener a los visitantes. Bueno, ya está. No ha sido tan malo, ¿verdad? Siempre he dicho que cuando se amenaza a alguien ha de ser como ponerle una inyección. Si se hace rápido no duele tanto. —Se inclinó, y Sarah volvió a tensar los músculos. Doe se limitó a sonreír y le acarició la mejilla con los nudillos—. No tardaré en comunicarme. Disfrute del té, Sarah, es exquisito. Así y todo, recuerde lo que dije sobre la segunda floración.

Cuando se volvió para caminar hacia la puerta, Sarah acercó la mano de nuevo al teclado. Luego pensó en el arma y la calma sobrenatural en los ojos de John Doe, y esperó.

El hombre se detuvo un momento antes de salir.

—Una cosa más. Quizá se sienta tentada a poner en duda mis palabras, y es evidente que es una mujer que no se asusta fácilmente. Puede que decida cerrar el parque a los visitantes que llegan ahora o no cumplir con mis peticiones. Cualquiera de las dos cosas dará motivo a una represalia inmediata. Por lo tanto, en un esfuerzo por evitar cualquier complicación; he preparado una pequeña exhibición. Ya que usted ofrece tantas, me parece justo que disfrute de alguna de vez en cuando. Acabará con todas sus dudas. —Consultó su reloj—. Comenzará a la una y media en punto. Espero que le agrade.

Sin decir nada más, salió del despacho.