EPÍLOGO
El sol de la mañana reverberaba en las paredes del cañón, y la piedra arenisca resplandecía en una profusión de rojos, amarillos y ocres. Warne ocupaba un asiento junto a la ventanilla y disfrutaba con el calor en el rostro. En esta ocasión había recordado traer las gafas de sol. El suave balanceo del vagón era reconfortante, como el recuerdo del mecer de la cuna en la infancia. Las palabras de bienvenida que sonaban en el altavoz las decía la misma voz educada que en su viaje anterior, solo que ahora habían añadido una referencia a Calisto, que había reabierto las puertas dos semanas antes con nuevas atracciones.
Alguien le hablaba por encima del hombro. Salió de su ensimismamiento y se volvió. Su interlocutor era un hombre de unos cuarenta años, con una calvicie incipiente y una expresión amable.
—¿Decía? —preguntó Warne.
—Decía si esta es su primera visita.
Warne sacudió la cabeza. Recordó la última vez que había visto estas laderas rojas: desde un helicóptero de salvamento que volaba a toda velocidad hacia Las Vegas, con las manos metidas en bolsas de hielo, y un hombre de uniforme que no dejaba de hacerle preguntas. Por un momento, el balanceo del vagón fue menos reconfortante.
—Pues para mí es mi primera visita, y no puedo creerlo —añadió el hombre de carrerilla—, y todo por un artículo que escribí.
Desapareció la sensación, y Warne apartó los recuerdos.
—¿Un artículo?
—Efectivamente. Para el Epicurean Quarterly Review. Sobre cocina medieval. Mi especialidad es la historia de la cocina.
—La historia de la cocina —repitió Warne.
—Sí —dijo el hombre, con un tono de entusiasmo—. La semana pasada me llamó Lee Dunwich, el jefe del servicio de Restauración de Utopía, ¿qué le parece? Nada menos que Lee Dunwich en persona, que renunció a su restaurante de tres estrellas en París para venir aquí. El caso es que me invitó a venir para que revisara algunos de los menús que ofrecen. Han abierto dos nuevos restaurantes, y las encuestas señalan que los clientes no están muy conformes con algunos de los platos. Vera, la comida medieval suele ser un poco… ¡Oh, Dios mío, allí está!
El monorraíl había pasado por un curva del cañón, y delante se alzaba la impresionante fachada color cobre de Utopía, que, iluminada por el sol, parecía un monumental espejismo. El hombre había callado bruscamente y solo tenía ojos para el fantástico espectáculo.
Al ver la expresión de asombro en el rostro del experto en cocina medieval, Warne no pudo evitar una sonrisa.
—Que disfrute de la visita —dijo.
En el Nexo todos los relojes marcaban las 00.50. Las largas galerías vacías parecían estar esperando, como si contuviesen el aliento ante la invasión que no tardaría en llegar. Warne se quedó en el andén, entretenido en contemplar la estructura de acero y madera del inmenso recinto, los restaurantes y comercios vacíos, la grácil curva azul de la cúpula. Respiró lenta y profundamente. El experto. —Warne ya ni recordaba su nombre— bajaba la rampa para dirigirse hacia la fila de recepcionistas, vestidos con americanas blancas y formados como si se tratara de una revista militar. La fila comenzó a deshacerse a medida que los recepcionistas iban al encuentro de los especialistas externos y las personalidades. Warne vio a una joven que saludaba al historiador. Le pareció que era Amanda Freeman, la recepcionista que lo había recibido nueve meses antes.
Luego, cuando se disponía a bajar, vio inesperadamente que Sarah Boatwright subía la rampa con paso enérgico.
En un primer momento se sorprendió, como siempre, de las líneas de su rostro, puras y fuertes. Pero, al acercarse, vio algo más: la leve inclinación hacia abajo de las comisuras de los labios y unas sombras debajo de los ojos que parecían delatar un profundo e íntimo pesar.
En las semanas que siguieron a su regreso a Pittsburgh, se había entrevistado con una legión de investigadores de diversos Organismos de Seguridad estatales y federales, y con agentes de relaciones públicas de Utopía. Después había mantenido innumerables conversaciones telefónicas con los diseñadores y los técnicos de sistema del parque. Pero esta era la primera vez que tendría la ocasión de hablar con Sarah. La última vez que la había visto, Sarah estaba sentada en el suelo de una celda con el moribundo Fred Barksdale entre sus brazos. Pensó en si correspondía saludarla con un abrazo, y acabó por tenderle la mano.
—Sarah, que agradable sorpresa.
Ella le estrechó la mano, un apretón firme pero breve.
—Vi tu nombre en la lista de los especialistas visitantes y me pareció correcto darte la bienvenida.
—¿No tendrías que estar en otra parte? En la reunión matinal, ¿cómo se llamaba?
—¿La reunión previa a la apertura? Creo que por una vez podrán apañárselas sin mí.
Bajaron la rampa tras los especialistas y sus acompañantes, que los conducían a los lugares donde necesitaban de sus servicios. Warne vio otro reloj: marcaba las 0.48.
—La verdad es que resulta agradable alejarse de vez en cuando —comentó Sarah—. Todo el mundo está como loco con los preparativos del segundo aniversario, y después tenemos que atender a un sinfín de nuevas normas. Cuando no es un funcionario, es otro. El Departamento de Salud y Seguridad Pública de Nevada, la Dirección de Medio Ambiente, la Agencia de Seguridad Laboral. A veces tengo la sensación de que nos han convertido en burócratas.
—¿Tan malo es?
—Peor. Pero no ha perjudicado al negocio. La asistencia al parque ha subido un quince por ciento en el último trimestre. Ahora somos los terceros en el ranking de parques temáticos.
Warne era consciente de que había algo reconfortante en esta charla, en la mención de cifras y porcentajes. Había algo diferente en Sarah, algo en el fondo de su mirada agridulce, pero fue incapaz de definirlo.
Pasaron entre un grupo de fuentes, y dejaron atrás las atracciones holográficas y el portal de entrada de Camelot. Los actores y los empleados pasaban a toda prisa, entraban y salían de puertas ocultas, todos muy ocupados en los detalles de última hora. Más adelante, cerca de la entrada de Calisto, un músico vestido con un mono color mercurio cargaba con un instrumento que parecía un violonchelo futurista.
—Vamos —dijo Sarah, cuando el silencio amenazaba con hacerse incómodo—. Hay algo que creo que querrás ver.
Caminaron por la calle de los negocios, pasaron frente a la galería del Ojo de la Mente, al fin llegaron al Nexo, donde había un enorme portal hexagonal. La palabra «Atlantis» aparecía en el frontispicio escrita con unas letras que se ondulaban como si estuviesen hechas de agua. «Por supuesto», pensó Warne al verla.
Al ver que se acercaban, un grupo de acomodadores reunidos delante del portal saludaron a Sarah y se apartaron. Ambos recorrieron un pasillo de techo bajo y salieron a lo que a Warne le pareció una playa tropical. Al parecer, estaban llevando a cabo una gran excavación arqueológica; miró sorprendido la multitud de herramientas, las zonas acotadas, los estratos del terreno. Todo tenía el aspecto de ser una excavación realizada por profesionales. A esta hora todavía temprana, se encontraba desierta.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Warne.
Sarah lo miró, un tanto sorprendida.
—¿Es que no has visto las representaciones virtuales?
—Solo vi unos bosquejos. Estaba muy ocupado con las especificaciones técnicas.
—Sigue el modelo de las excavaciones que se están realizando en la actualidad en Akrotirti. Es una excavación arqueológica en toda regla, donde no falta detalle, incluidos los registros fotogramétricos. La idea es que los visitantes pasen por una excavación de Atlantis en marcha. Será la «descompresión». Después el portal los llevará a través del tiempo, hasta la edad dorada de la ciudad. Hemos intentado que esta inmersión sea lo más real posible. La construcción ya está terminada; hemos demorado un mes la inauguración para hacer un par de… refinamientos. —La directora del parque lo miró con viveza.
—La demora no fue culpa mía —señaló Warne.
—No he dicho que lo fuese. Estamos completando las pruebas de la tercera fase, y los informes que recibimos no pueden ser más entusiastas. —Le hizo un seña—. Ven, te mostraré el Mundo. Si ni siquiera has visto las imágenes virtuales, lo pasarás de fábula.
Cruzaron la excavación hasta el otro extremo y entraron en uno de varios compartimientos cilíndricos. Cuando las puertas se cerraron, se hizo la oscuridad por un momento. Después se abrieron unos paneles laterales, y Warne vio que estaban rodeados de agua. La luz se reflejaba en el suelo y el techo con unos tonos verdeazulados. Se oyó un zumbido, seguido por una leve sacudida, y las burbujas acariciaron el cilindro cuando comenzaron a descender. Warne miró a Sarah.
—En realidad no nos movemos, ¿verdad?
—Calla. Estropearás la ilusión.
Muy abajo, en lo que parecía ser el lecho marino, Warne vio aparecer unas siluetas. Apretó el rostro contra la pared de plexiglás. Eran las cúpulas y los minaretes de una ciudad fantástica. Las luces brillaban como diminutos diamantes, distorsionadas por las corrientes de las profundidades. Las luces se fueron apagando y la imagen se desvaneció. Warne se apartó de la pared transparente.
Entonces, con una suave sacudida, el cilindro se detuvo. Se oyó el siseo del aire comprimido y se abrió la puerta en el otro extremo.
—Adelante. —Sarah hizo un gesto acompañado con una pequeña sonrisa.
Warne cruzó la puerta y entró en el Paraíso.
Eso al menos fue lo que creyó. Si alguna vez le hubiesen pedido que imaginara cómo sería el Paraíso, esta habría sido su visión.
Habían salido a un gran espigón de un blanco translúcido. A su alrededor, casi tocándoles los pies, se hallaba el mar en calma; un mar de un color azul tan intenso que Warne habría querido mojar un pincel. Unas amplias y gráciles pasarelas del mismo material translúcido se desplegaban en todas las direcciones, cruzaban las vías de agua para dirigirse a varios grupos de edificios con esbeltas torres y rodeados con terraplenes plateados, que se extendían hasta perderse en el horizonte. Palmeras y plantas exóticas bordeaban las calles. Una flotilla de embarcaciones de madera estaba anclada un poco más allá, las esbeltas y altas proas talladas como cuellos de cisnes. Aquí y allá se veía saltar a los peces como chispazos cuando el sol se reflejaba en las escamas. Por encima de todo esto se alzaba la cúpula y el límpido cielo al otro lado del cristal.
Sin decir palabra, Sarah lo llevó hasta un banco de mármol, a la sombra de una palmera.
Warne se sentó, hechizado por la visión que los rodeaba. Soplaba una leve brisa, fresca y vigorizante, que parecía traer el perfume de grandes promesas. Se le antojó que esta ciudad eterna había surgido del mar como un regalo personal.
—¿Qué te parece? —oyó que le preguntaba Sarah.
—Es magnífico, es absolutamente perfecto.
Sarah sonrió, muy complacida por el elogio.
—Me alegra, dado que pasarás aquí la mayor parte de la semana. No se ha reparado en gastos. Algunos de los efectos acuáticos que han desarrollado nuestros ingenieros hay que verlos para creer. Una de las atracciones, «Los últimos momentos de Pompeya», será seguramente la que tenga más éxito en Utopía. Quizá hayas oído algún comentario. Han utilizado la tecnología de los hologramas portátiles para poner una imagen de Eric Nigthingale en cada una de las vagonetas, y…
Se produjo una súbita conmoción en el agua que tenían delante, como si de pronto hubiese comenzado a hervir, y después emergió una larga y afilada cabeza cubierta de brillantes escamas. Unos ojos amarillos sin párpados los miraron fijamente. Warne sonrió.
—Hola, has aparecido —dijo.
La criatura marina lo miró con atención, al tiempo que continuaba elevándose por encima del agua, palmo a palmo, alta y delgada como una enorme serpiente. Brillaba con una pátina iridiscente que reflejaba la centelleante superficie de la agalla. Las gotas como gemas caían del tejido de aletas mecánicas a lo largo de sus costados. Permaneció inmóvil durante unos segundos, en equilibrio sobre la espuma, y luego se volvió con la velocidad del rayo y comenzó a hacer caracolas en la superficie.
Warne sacudió la cabeza. Solo había podido hacer un ensayo con la criatura en la piscina de Carnegie-Mellon, que doblaba en longitud a las olímpicas, debido a las protestas del entrenador del equipo de natación. Verla ahora aquí, en esta vasta extensión acuática, era algo fantástico. Construir un robot marino digno de estar en Atlantis —con la inteligencia de un delfín y la agilidad de una anguila— había sido el mayor desafío de su carrera hasta el momento. Al menos había contado con la ayuda de un excelente especialista. Así y todo, había tenido que resolver un sinfín de problemas, robarle horas al sueño para corregir los fallos en la programación. Pero el resultado final —lady Macbeth, como habían bautizado al prototipo— había sido su más exitosa demostración del aprendizaje de las máquinas. Al verla en este entorno, comprendió que los esfuerzos habían valido la pena.
De pronto, el robot cesó en sus piruetas y desapareció debajo de la superficie. Durante unos segundos, todo estuvo en calma. Después salió del agua bastante más lejos, con la fuerza de un misil, las mandíbulas abiertas para dejar a la vista dos hileras de dientes como diamantes. Con un tremendo rugido, escupió una larga lengua de fuego. A continuación se sumergió y salió varias veces hasta volver a aparecer delante del banco, y los miró como si esperara que le dieran su aprobación. Dos delgadas columnas de humo escapaban de los orificios nasales.
—¿Qué sería Atlantis sin serpientes marinas? —murmuró Warne. Miró a Sarah—. ¿Qué tal se comporta?
—Está sometida a la prueba beta desde que la enviaste. Por lo que me han dicho, todas las actuaciones horarias las ha hecho sin el menor fallo. Solo han detectado un mal hábito.
—¿Un mal hábito? ¿A qué te refieres?
Sarah inclinó la cabeza hacia la serpiente.
—Tú mírala. No tardarás en descubrirlo.
—Vaya. —Warne frunció el entrecejo—. En cualquier caso, los dos primeros modelos ya están en el aeropuerto. Los trajeron ayer, en un avión de carga. Después de instalarlos, me llevará a lady Macbeth al laboratorio, buscaré cualquier orden errónea o un comportamiento anómalo.
Guardó silencio. Ahora que lo pensaba, le parecía imposible estar de nuevo allí, en Utopía, junto a Sarah. La última vez, lo habían llamado para que quitase la metarred, que hiciera una lobotomía a los robots que se comportaban de una forma anormal. Pero los acontecimientos habían seguido otro curso. Ahora, por una ironía del destino, se había cerrado el círculo. Había hecho considerables progresos en su trabajo sobre el aprendizaje de las máquinas. Sus teorías, en un tiempo consideradas radicales, eran aceptadas sin problemas, y ese día estaba de nuevo allí para instalar unos robots mucho más inteligentes. Carraspeó e hizo un gesto que abarcaba el soberbio panorama.
—Esto es realmente fabuloso, Sarah. Tendrías que estar orgullosa.
La directora del parque asintió.
—Hemos creado un sistema de circulación de agua que purifica y distribuye ochocientos mil litros de agua por minuto. La ciudad de Venecia nos ha pedido una monografía. Cuando inauguremos Atlantis el mes que viene, todos los demás parques acuáticos del mundo quedarán obsoletos. —Hizo una pausa para mirar en derredor, La brisa le agitó los cabellos castaños—. Todo irá bien —añadió en voz baja.
Warne se volvió para mirarla. La sonrisa continuaba en su rostro, la mirada de los ojos tristes era clara. Entonces comprendió cuál era el cambio. Desde el día que se habían conocido, Sarah siempre había mostrado una seguridad casi agresiva. Aún podía sentirla, como el calor de un brasero; pero parecía haber sido atemperada, velada, por alguna amarga experiencia.
En el viaje desde Pittsburgh se había preguntado qué diría cuando llegase este momento. Ahora, delante de este paraíso acuático, solo las palabras más sencillas salieron de sus labios.
—¿Tú cómo estás, Sarah?
Ella continuó mirando las torres de Atlantis.
—Estoy bien. Al principio no, pero ahora sí.
—Cuando no tenía noticias tuyas, cuando no me devolvías las llamadas, tuve miedo… —Se interrumpió por un instante—. Tuve miedo de que no pudieras perdonarme. Por lo que le pasó a Barksdale.
—No podía, Drew. Ahora sí. —Por fin se decidió a mirarlo—. Tú ayudaste a salvar todo esto. Ahora el parque es mi vida. Tendría que estar agradecida. Pero es duro, ¿sabes? Algunas veces es muy duro.
Volvió la cabeza. Warne la observó por un momento y después miró de nuevo a lady Macbeth, que continuaba con sus zambullidas.
—¿Sabes? —dijo en voz muy baja—, al final no fui yo quien salvó a Utopía. Fue Tuercas. —Hizo una pausa mientras recordaba la escena final en el pasillo del nivel C.
Sarah lo interrogó con la mirada.
—Peccam seguramente le explicó la situación a tu gente. Los explosivos sujetos en el cuerpo de Tuercas, el ecolocalizador que colocamos en el camión blindado para que lo siguiera…
La mujer asintió.
—Pero el ecolocalizador dejó de transmitir, y Tuercas se detuvo en cuanto perdió la señal. Todo el plan corría el peligro de irse al garete. Casi sin pensarlo, le di a Tuercas la orden de perseguir, y eso fue lo que hizo. Persiguió al camión blindado y lo detuvo.
Sarah asintió de nuevo.
—Sarah, Tuercas no estaba programado para aceptar la orden de «perseguir». Todo lo contrario. Lo había programado para obedecer la orden de «no perseguir». Sin embargo, fue capaz de procesar la orden por sí mismo y determinar la acción que debía realizar. No podía explicármelo. ¿Había sido el tono? ¿Mis gestos? ¿Es que la capacidad había estado allí desde siempre, a la espera de un precipitante desconocido? Así que me entró la curiosidad. Cuando me enteré de que no volverían a activar a Currante, le pedí a Terri que me enviara la unidad lógica a Pittsburgh. Verás, estaba seguro de que el motivo por el que se había vuelto peligroso era el virus introducido por John Doe, que sin darme cuenta había activado prematuramente. Para el bien de todos, conseguí desconectarlo antes de que me lesionara o lesionara a alguno de los visitantes que se encontraban en el mostrador. Eso era lo que creía.
—Continúa —le pidió Sarah.
—Cuando revise los archivos internos, descubrí que había acertado en lo del virus. Estaba allí y se había activado prematuramente. En cambio, me equivoque en otra cosa. Sarah, yo no llegue a desconectarlo. El interruptor no se había activado. Pero aquello no tenía sentido. Currante no se podía desconectar solo. No tenía la capacidad para hacerlo.
—Pero sí que podía sobrecargar su red neuronal —replicó Sarah—. Forzar el cierre. Comprendió que estaba haciendo algo malo, que no respondía a la programación original, y adoptó una acción correctiva. En otras palabras, aprendió.
—¿Lo sabías? —preguntó Warne, sorprendido.
—Leí el informe confidencial que nos enviaste sobre el tema, y el artículo «El aprendizaje de las máquinas en situaciones de estrés». —Señaló a lady Macbeth—. Por eso nunca le habríamos encargado a nadie más que la construyera.
—Vaya, y yo que creía que había sido por mi foto en la portada del Robotics Journal.
Sarah esbozó una sonrisa.
Warne estiró las piernas y metió las manos en los bolsillos. Vio a unos peces que nadaban a flor de agua. Lady Macbeth escupió una llamarada y se lanzó detrás de los peces, que se dispersaron en todas las direcciones.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Warne, atónito—. No es parte de su programación.
—Es el único fallo que han observado los técnicos —respondió Sarah—. El mal hábito que te mencioné. Le gusta perseguir a los peces.
El interior de madera y cromo de la estación de embarque comenzaba a llenarse de visitantes que se apresuraban a ponerse en las colas formadas delante de las taquillas, a la espera de que abrieran a las nueve en punto. Warne, en compañía de Sarah, caminaba entre la multitud, atento a la presencia de Georgia. Entonces la vio, de pie junto a una columna cerca de las puertas de salida. Balanceaba una pierna y movía la cabeza al compás de la música que sonaba en los auriculares, mientras miraba en derredor.
A su lado estaba Terri Bonifacio. El sol que entraba por el techo de cristal daba un brillo satinado a sus cabellos oscuros.
Por el rabillo del ojo, vio que Sarah se detenía. Acababa de verlas.
Sarah se acercó a Georgia con su paso rápido y decidido.
—Hola, Georgia —dijo, y apoyó una mano en el hombro de la adolescente—. ¿Qué tal estás?
—No muy bien —respondió la jovencita.
—¿Por qué no?
—Porque estoy aquí. Papa no me deja entrar.
Sarah miró a Warne, extrañada.
—Me pareció que debíamos tomarnos las cosas con tranquilidad en nuestro primer día —respondió Warne—. Lo que se dice tantear el terreno. La verdad es que no hacía falta tanta precaución. Así que volveremos mañana, y lo haremos bien.
—Si te queda algo de tiempo libre, búscame —le dijo Sarah a Georgia—. Si no estoy reunida, te mostraré Atlantis.
Georgia la miró con un súbito interés.
—Papá me ha contado algunas cosas. Parece algo fantástico.
Sarah no apartó la mano del hombro de Georgia mientras miraba a Terri.
—Me alegra verte. ¿Qué tal el nuevo trabajo?
—Carnegie-Mellon me da más trabajo del que puedo hacer —contestó Terri, con una sonrisa que le iluminó el rostro—. Me encanta. Andrew me tiene metida hasta el cuello en investigación y desarrollo. —Warne sintió el rápido e íntimo apretón de la mano de la muchacha en la suya—. Sí hubiese un par de casinos y un buen restaurante, estaría en el séptimo cielo.
—Bueno, no se puede tenerlo todo.
—Lo sé. Así que me conformaré con tres pases libres para mañana.
—Hecho.
Warne siguió atentamente la interacción. No vio el menor rastro de tirantez entre las mujeres.
Sarah se volvió hacia él con una gran sonrisa.
—Tendría que soltarte los perros por ayudar a Carnegie-Mellon a que nos robaran a Terri.
—Siempre se la puedes robar tú a ellos.
—Lo tendré presente —dijo Sarah, que los miró a los dos—. Solo dame tiempo.
En el aparcamiento delante de la estación de recepción, los encargados ya se ocupaban de indicar las zonas de aparcamiento a un centenar de coches por minuto. Una flota de tranvías amarillos circulaban entre las hileras para trasladar a los alborozados visitantes hasta la estación. Sarah los acompañó hasta donde tenían aparcado el coche de alquiler, muy entretenida en charlar con Georgia. Aquel era uno de los pocos días en Nevada en que la temperatura era fresca. Warne atrajo a Terri a su lado mientras caminaban.
—Tú le añadiste a lady Macbeth la orden de perseguir cuando yo no estaba mirando, ¿no es así? Niña mala. Te espera una azotaina cuando regresemos al motel.
—Promesas, promesas. Además, Tuercas no habría aceptado otra cosa.
Warne miró a Sarah.
—¿Sabes? —dijo en voz alta—. Nunca más he vuelto a saber nada de Poole.
—Yo sí.
¿Sí?
—Recibí una tarjeta postal hace unos meses. Sin nombre ni dirección, solo un matasellos de Juarez. Quería saber si la oferta del pase perpetuo aún era válida.
Warne se echó a reír.
—Será mejor que te sientes atrás —le avisó Georgia a Terri cuando llegaron al coche—. Aún no he acabado.
—¿Acabado qué? —quiso saber su padre.
—De convencer a Terri para que suba con nosotros a la Máquina.
—Ni hablar —replicó Terri en el acto.
—Tienes que hacerlo. No será divertido si no lo haces.
—Te lo he dicho. No soporto las montañas rusas.
—Venga.
Terri vaciló, miró de reojo a la jovencita.
—¿Me devolverás el disco de Brubeck que me pediste prestado hace tres meses?
—Vale.
—¿También el de Art Tatum?
Georgia hizo una mueca.
—Vale.
—Pues lo pensaré.
Sarah se echó a reír y le abrió la puerta a Georgia. Esperó a que se abrochara el cinturón para inclinarse hacia ella y darle un fuerte abrazo.
—Adiós, Georgia.
—¿Lo dijiste de verdad? —preguntó Georgia—. Me refiero a la visita a Atlantis.
—Por supuesto. Ve a una sala de servicios. Tu padre tiene mi extensión. —Sarah dio la vuelta y se apoyó en la ventanilla de Warne. No llevaba maquillaje, y con la luz del sol sus ojos tenían el color del jade—. Buena suerte con la instalación.
Warne le dio un beso en la mejilla.
—Mañana nos veremos en el parque.
Sarah asintió.
Mientras salía del aparcamiento para dirigirse a la autopista de regreso a Las Vegas, Warne la vio por el espejo retrovisor, inmóvil como una sombra dorada contra el fondo Art Deco de la estación, con un brazo en alto en señal de despedida.