16:15 h.
En Nueva York, Charles Emory III, presidente y director ejecutivo de Utopía Holding Company, cogió el teléfono y comenzó a marcar el número de la delegación del FBI en Las Vegas. Sus movimientos eran lentos, y su rostro mostraba un color ceniciento. Parecía haber envejecido en un abrir y cerrar de ojos.
En la meseta desértica que se extendía al sur de la base aérea de Nellis, en lo alto del risco que rodeaba a Utopía, el hombre conocido como Búfalo de Agua descansaba a la sombra. Había visto el camión blindado cuando subía por la carretera y entraba en el aparcamiento a la hora exacta. Apartó la mirada del horizonte para observar la montaña de acero y cristal que se elevaba en una perfecta curva logarítmica. Los lugares donde había colocado las cargas no se veían a esta distancia, pero reconstruyó mentalmente el orden de los explosivos y buscó en el diagrama algún error oculto o fallos estructurales. La cúpula estaba muy bien construida y el reparto del peso perfectamente equilibrado en los soportes. Por lo general, prefería los diseños en tres etapas escalonadas a intervalos de un cuarto de segundo. Siempre había conseguido excelentes resultados a la hora de demoler puentes de hormigón armado o de acero cuando trabajaba para los rebeldes chechenos o los congoleños. Pero, dadas las dimensiones de este trabajo y la cantidad limitada de explosivo plástico que podía cargar, había tenido que buscar el diseño óptimo. Un único anillo de veinte cargas colocadas a intervalos regulares en la base rompería la espina dorsal de la cúpula; una segunda serie de cargas elípticas, colocadas en un anillo más pequeño a media altura, haría explosión al mismo tiempo, para que se hundiera la corona, y hacer que toda la cúpula se desplomara hacia dentro.
Bebió un sorbo de agua de la cantimplora, mientras repasaba la secuencia de la explosión y la caída de la cúpula una y otra vez, desde el principio hasta el final y a la inversa. La demolición era un arte, con su propia belleza, algo así como la contraposición de la arquitectura. Y, como el del francotirador, un arte solitario, ideal para personas solitarias.
Dejó de mirar la cúpula y buscó la radio. John Doe lo llamaría de un momento a otro. Guardó la cantimplora en la bolsa, y luego el libro de Proust. Después se acomodó mejor en la sombra y observó de nuevo el horizonte a la espera de los acontecimientos.
Mucho más abajo, en la amplia extensión del Puerto Espacial de Calisto, Bob Allocco estaba delante de una de las mesas de caballetes que formaban el puesto de mando avanzado. En una mano sostenía un teléfono; en la otra, una radio. Hablaba por ambos aparatos. A medida que avanzaba la tarea de recuperación de cadáveres, iba en aumento el personal médico, de seguridad y técnico reunido. Sin embargo, a pesar de las docenas de personas agolpadas junto a las entradas y salidas de la Estación Omega, el vasto Puerto Espacial parecía desierto. Allocco acabó de hablar por teléfono y colgó. Al instante, comenzó a sonar otro.
En medio de todo el trajín, se había olvidado por completo de Sarah Boatwright.
No muy lejos, apoyado en una de las columnas luminosas que bordeaban la entrada a Atmósfera, se encontraba John Doe. Aquí las colas se habían hecho mucho más largas a partir del momento en que se había cerrado sin más el Puerto Espacial. Con los brazos cruzados, se inclinó un poco hacia la cola para escuchar los comentarios de los visitantes.
—Dicen que estalló una bomba —afirmó alguien—. Una bomba de neutrones colocada por un grupo terrorista.
—Pues a mí alguien me habló de un ataque con gases —dijo otro—. Como en aquel lugar en la India. Han muerto trescientos. Todavía están allí.
—Todo eso no son más que tonterías. Estamos en Utopía. Aquí no muere nadie. Si hubiese ocurrido algo, ¿creen que tendrían funcionando las atracciones, que aún nos dejarían estar aquí?
—No lo sé. Miren a aquel grupo que va hacia la salida. Parecen preocupados, poco les falta para correr. Quizá saben algo. Yo creo que deberíamos marcharnos. Son casi las cuatro, y tenemos un viaje de más de una hora hasta el hotel.
—Ni hablar. Llevo todo el día esperando para ver esta película holográfica. Todo esto no son más que estupideces. Seguro que son los propios empleados de Calisto quienes se encargan de difundir los rumores.
John Doe sonrió complacido mientras escuchaba. Las bombas y las explosiones tenían un gran efecto: no había nada como el estruendo de una bomba, el súbito espectáculo de cuerpos destrozados y llamas, para provocar el pánico. Pero el rumor podía ser mucho más insidioso. Era fantástico ver cómo funcionaba. Era como dejar una única gota de sangre en la plácida superficie de un estanque. Las ondas se propagaban, lentas pero imparables. Tal como se pretendía.
Miró a un grupo de guardias que avanzaban a paso rápido por la calle en dirección a la cortina estrellada que cerraba la entrada al Puerto Espacial. Vestían de paisano, por supuesto, pero para el ojo de un experto destacaban como eunucos en un harén turco. ¿Qué turistas fruncían el entrecejo de esa manera o marchaban en pelotón? También había visto a unos cuantos de Relaciones Públicas; se movían entre los visitantes, escuchaban, tomaban notas. A medida que los rumores continuaran extendiéndose y los visitantes se fueran inquietando cada vez más, ya no darían abasto. Eso era lo que lo hacía absolutamente perfecto. Se puede contener una explosión, pero ¿contener un rumor? Era como querer sujetar un rayo de luna.
Desde la primera prueba —el encuentro con el guardia cuando había entrado en el subterráneo—. Seguridad había respondido de la manera típica. En cada uno de los incidentes posteriores —la explosión en Aguas Oscuras, la pérdida de las cámaras de vigilancia, el atentado en la Estación Omega—; su confianza en que Seguridad seguía al pie de la letra las normas del manual había ido en aumento. Consultó su reloj. Al cabo de unos pocos minutos, los subordinados de Allocco estarían ocupados al máximo, cosa que le permitiría marcharse con absoluta tranquilidad.
Se apartó de la columna y se mezcló con la muchedumbre. De nuevo lo asaltó aquel sentimiento cercano a la desilusión. Al final, todo había funcionado exactamente como se esperaba. Había realizado una investigación exhaustiva, actuado de una manera impecable y enseñado un rostro diferente por lo menos a media docena de personas. Sonrió para sus adentros. Si llegaran a saber la verdad, si conocieran al verdadero John Doe… Bueno, esa sí que sería toda una sorpresa.
Acortó el paso. En realidad no todo había funcionado como se esperaba. Miró hacia el puesto de helados, donde la ausencia de Currante continuaba decepcionando a los visitantes. El doctor Warne le había causado muchos problemas, sin duda él era el responsable, directa o indirectamente, de que hubieran pillado a Cascanueces. Y la manera como había aparecido de la nada para llevarse a Sara Boatwright de la sala de los espejos holográficos había sido muy irritante.
John Doe había llegado a considerar a Sarah Boatwright como una digna rival. En el transcurso de sus numerosas conversaciones, Fred Barksdale le había facilitado, sin darse cuenta, un muy detallado análisis de la personalidad de la directora de operaciones del parque. John Doe conocía el tipo: testaruda, ambiciosa, un tanto posesiva, llena de celo profesional. Estaba seguro de que si la pinchaba en los puntos precisos, conseguiría provocarla para que actuara de forma prematura. No se había equivocado. Los guardias que había apostado en el Viaje Galáctico le habían permitido mostrarse indignado, dejar el disco en blanco y llevarse el bueno. Y, lo que era más importante, le habían evitado tener que inventarse razones para justificar el retraso que necesitaban. Convencidos de que no tenía el disco, no se les había ocurrido rechazar una segunda entrega, con el añadido de que Sarah, al considerarse responsable de lo sucedido, había aceptado realizar la segunda entrega personalmente.
John Doe había contado con que la mataría en los oscuros pasillos de la sala de los espejos holográficos para añadir un toque final a la confusión, una crisis de liderazgo que facilitaría aún más su fuga del parque. Pero Andrew Warne, el factor inesperado, había dado al traste con este perfecto ejemplo de manipulación.
Por supuesto, en el esquema general no tenía mayor importancia. Ahora que Cascanueces se había reincorporado al equipo, las bajas volvían a ser cero. Era verdad que Fred Barksdale había muerto un poco antes de lo esperado, pero eso sencillamente le había evitado el trabajo de matarlo en la carretera. John Doe no era dado a compartir aquello que tanto le había costado ganar. Además ya tenían dos discos, dos valiosísimos discos originales que, gracias a las protecciones Antipiratería de Información Tecnológica, no se podían copiar. Eso le permitiría vender dos veces la tecnología del Crisol y obtener el doble de beneficio. Por cierto, ahora que hablaba de beneficios, el camión blindado estaba entrando en la cámara acorazada en este mismo momento.
John Doe miró a lo largo de la calle y exhaló otro suspiro. Se dio cuenta de que no deseaba abandonar este lugar. Después de tantos preparativos, el buen final de una operación siempre le sabía a poco. La diferencia en este caso, por supuesto, consistía en que —por primera y última vez— él era su propio cliente. Y la consecución de todo este dinero que le aseguraría un cómodo retiro era su último trabajo.
Claro que, si el retiro acababa resultándole aburrido, siempre podía volver a la actividad para hacerle una visita a Andrew Warne y recompensarlo por su indeseada participación en los acontecimientos de ese día. El tiempo lo diría.
Se demoró un momento más para contemplar a la multitud, los actores y la perfecta recreación de un mundo del futuro. Después entró en los lavabos más cercanos.
Se lavó las manos concienzudamente mientras esperaba que saliera el único ocupante. Luego se acercó a la puerta que había en la pared del fondo y tecleó el código de acceso. Sacó del bolsillo un pase y otro distintivo —cortesía del ahora difunto Tom Tibbald— y se los enganchó en la solapa. Entonces abrió la puerta y pasó al otro lado.
La temperatura en el pasillo con paredes de cemento era fresca y olía a desinfectante. John Doe se detuvo cuando llegó a un cruce, y miró a izquierda y derecha antes de sacar la radio del bolsillo y marcar la frecuencia.
—Búfalo de Agua, aquí Factor Primario. Adelante.
Esperó a que llegara la respuesta.
—Aquí Búfalo de Agua.
—¿Qué tal el panorama?
—Fantástico. Entró a la hora exacta.
—Eso me han dicho. ¿Alguien más desde entonces? ¿Quizá alguna llegada de un carácter más oficial?
—Negativo, solo las entregas habituales.
—Muy bien. Tu trabajo allí ha concluido. Nos reuniremos en el punto de encuentro.
—Recibido —respondió Búfalo de Agua.
Cualquier llegada a partir de este momento, y sin duda no tardarían mucho en aparecer, no afectaría para nada el plan. Transcurridos diez minutos estarían fuera de Utopía, en el más seguro de los transportes y circulando a ciento diez kilómetros por hora.
John Doe guardó la radio. Entonces se dio cuenta de que se le habían arrugado los pantalones. Seguramente había sido en la sala de los espejos holográficos. Le molestó, aunque no tenía mayor importancia. Aquella noche quemaría el traje en el incinerador del hotel.
Echó otro vistazo al pasillo y luego se alejó a paso vivo en dirección a la escalera que llevaba al nivel A.