11:00 h.
El Centro de Investigaciones Aplicadas del nivel B tenía el mismo aspecto de su viejo laboratorio en Carnegie-Mellon, pensó Warne, o el que habría tenido de haber contado con un presupuesto veinte veces mayor. Las habitaciones eran amplias, resplandecientes, luminosas. Pasaron por delante de una sala de informática llena de terminales y servidores; en otra sala, un grupo de técnicos con batas blancas se afanaban alrededor de un objeto que parecía ser un sistema de transmisión holográfico. Georgia caminaba a su lado, con un plano en una mano.
—¿Tienes que encontrarte con Sarah Boatwright ahora? —preguntó—. Solo hemos subido a dos montañas rusas.
«Gracias a Dios», pensó Warne. El Expreso de Brighton había sido duro, pero la segunda montaña —la Máquina de los Alaridos— había sido mucho peor. Aún tenía el estómago en la garganta y si cerraba los ojos continuaba viendo las vigas de madera que pasaban a unos centímetros de su rostro.
—No puede durar mucho. Habremos acabado antes de que te des cuenta. Además —aventuró—, ¿no sientes curiosidad de verla después de tanto tiempo? Será una sorpresa, no le dije que me acompañarías.
La única respuesta de Georgia fue un discreto bufido.
Warne miró el número de una de las puertas y luego el número que le había dado Amanda Freeman. Sala de Conferencias B23. «¿Por qué una sala de conferencias?», se preguntó. Un curioso lugar para una reunión de confianza con Sarah. La ayudante administrativa le había dicho que el tema de la reunión sería el desarrollo futuro de la metarred, el sistema informático que había diseñado para controlar los autómatas del parque. No le vendría nada mal que le encargaran ocuparse de la ampliación. Pero al principio había procurado no dejarse llevar por el entusiasmo. Después de todo, su desvinculación con la oficina central de Utopía no había sido precisamente amistosa. Luego, el jueves pasado, la ayudante lo había llamado de nuevo para adelantar la reunión una semana. Eso significaba que estaban ansiosos; era comprensible, dado que faltaba poco para la inauguración de Atlantis. Tendrían que ampliar la metarred para dar cabida a los robots del nuevo Mundo. Era lo más lógico. Sin duda esta primera reunión solo serviría para restablecer las relaciones y hablar en líneas generales sobre el proyecto. Acabada la visita, recorrería el parque con Georgia, regresarían a casa, y él prepararía una propuesta. A continuación, celebrarían muchas y más largas reuniones. Esa era la manera como trabajaba Utopía. Vio unas puertas dobles a la derecha.
—Es aquí —anunció.
Hizo girar el pomo. La mano húmeda de sudor resbaló en el metal pulido. Pensar en que vería de nuevo a Sarah le provocaba una sensación donde se confundían el deseo y la aprensión. Dejó que Georgia entrara primero. Cuando entró él, se detuvo sorprendido.
La sala era mucho más grande de lo que había imaginado. Cerró la puerta y avanzó a paso lento al tiempo que miraba en derredor. En el centro había una mesa rodeada por una docena de sillas. En un extremo había una gran pizarra electrónica blanca llena de diagramas. En el otro había un proyector. Varios terminales de ordenador montados en mesas rodantes estaban amontonados en un rincón. Georgia echó un vistazo a la sala y luego, atraída por la curiosidad, se acercó a la pizarra electrónica. Warne la observó con una expresión ausente.
Entonces se abrió la puerta y Sarah Boatwright entró en la habitación.
Warne se había preguntado qué sentiría al verla de nuevo. Había imaginado que se sentiría molesto, un poco irritado, quizá incluso furioso. Pero lo que nunca había imaginado era el puro deseo, y solo le bastó verla para que resucitara con toda su fuerza.
Habían pasado doce meses desde que ella había aceptado ser directora de operaciones. Había abandonado Carnegie-Mellon y acabado definitivamente su relación con Warne. Sin embargo parecía hasta cierto punto más joven, como si el aire helado de Utopía tuviese propiedades regenerativas. La intensa luz de la sala hacía que su pelo cobrizo brillara con un color canela, y resaltaba los reflejos dorados en los ojos verdes. Como siempre, se mantenía muy erguida, la barbilla levantada. Siempre había sido muy serena, muy segura de sí misma, sin duda la mujer más fuerte que había conocido. Ahora había algo más en su porte, en sus movimientos, que reconoció de inmediato: la autoridad. Sostenía en una mano la omnipresente taza de té y en la otra unas hojas de papel.
—Andrew, gracias por venir. —Dejó la taza en la mesa y le tendió la mano.
Warne se la estrechó. El apretón de Sarah fue breve, profesional, sin el más mínimo rastro de afecto. Entonces vio a Georgia, que los observaba en silencio desde el otro extremo, junto a la pizarra. Sarah bajó la mano. Por una fracción de segundo, en su rostro se reflejó el desconcierto, una expresión que Warne había visto muy pocas veces. Desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido.
—Hola, Georgia —dijo, con una sonrisa—. No sabía que vendrías. Es toda una sorpresa. Una bonita sorpresa.
—Hola —respondió Georgia.
Durante unos cinco segundos reinó un silencio incómodo.
—Has crecido por lo menos quince centímetros desde la última vez que nos vimos. También estás más bonita.
La respuesta de Georgia fue apartarse de la pizarra para ir junto a su padre.
—¿Qué tal la escuela? Recuerdo que tenías algunas dificultades con el francés.
—Ya no.
—Eso está muy bien. —Una pausa—. ¿Has ido al parque? ¿Has visitado alguna de las atracciones?
Georgia asintió, con la mirada baja.
Sarah miró a Warne. «¿Drew, qué hace aquí?», era la pregunta que reflejaba su rostro.
En aquel momento, otras dos personas entraron en la sala: un hombre alto y delgado de unos cuarenta años, y una joven asiática con una bata blanca. Sarah los miró.
—Pasad, por favor —dijo—. Os quiero presentar al doctor Warne. Andrew, Fred Barksdale, director de Información Tecnológica y Sistemas.
La sonrisa de Barksdale dejó ver sus dientes perfectos.
—Un placer. —Se adelantó para estrechar la mano de Warne—. Bienvenido a Utopía. Una visita que se ha hecho esperar.
—Ella es Teresa Bonifacio, que trabaja con Fred en robótica.
Warne miró a la joven con renovado interés. Había hablado con ella por teléfono infinidad de veces —más que suficientes para convertirse en buenos amigos à la distance—, pero nunca la había visto en persona. Teresa medía alrededor de un metro sesenta de estatura, tenía los ojos oscuros y el cabello corto negro azabache. Ella lo miró fijamente. Por un momento, Warne casi se sintió abrumado por su atractivo. Durante sus muchas conversaciones, nunca se le había ocurrido imaginar un rostro para la voz profunda en el teléfono.
—Teresa, finalmente nos conocemos.
—No puedo creerlo. Tengo la sensación de que nos conocemos desde hace años. —Su sonrisa era cálida y un poco traviesa; le hacía arrugar la nariz y las comisuras de los ojos.
—Esta es Georgia —añadió Sarah—. La hija de Andrew.
Barksdale y Teresa miraron a la niña, un tanto sorprendidos. Al verlo, Warne se inquietó. De pronto resultó evidente que aquel no era el encuentro entre amigos que había esperado. Había interpretado mal el significado de la cita. Se produjo otra pausa. Warne notó que Georgia se le acercaba un poco más.
—Bien, vale más que empecemos. —Sarah ordenó los papeles que había dejado en la mesa—. Georgia, escucha. Tenemos que hablar con tu padre durante unos minutos. ¿Te importaría esperar fuera?
Georgia no respondió; no era necesario. El entrecejo fruncido y los labios apretados bastaron.
—Se me acaba de ocurrir una idea —dijo Barksdale, al ver que los demás no hablaban—. ¿Qué os parece si Terri lleva a Georgia a una de las cafeterías del personal? Tenemos batidos de todos los sabores, y son todos gratis.
Esta vez fue Teresa quien se mostró agraviada, pero Warne dirigió a Barksdale una mirada de agradecimiento. El hombre se había dado cuenta del problema y había dado con una solución aceptable. Warne miró de nuevo a su hija.
—¿Qué te parece, cariño?
Casi veía los engranajes que giraban en la cabeza de Georgia. Ella era consciente de que no podía rechazar la cortés invitación de un adulto, y tampoco —al menos eso esperaba Warne— poner en una situación incómoda a su padre.
La expresión adusta de Georgia se suavizó.
—¿Batidos de cereza?
—Litros —afirmó Barksdale, sonriente.
—Vale.
Teresa Bonifacio miró a Barksdale, luego a Georgia y por último a Warne.
—Ha sido un placer haberlo conocido, doctor Warne —dijo, con un tono risueño—. Vamos, chica.
Se llevó a Georgia y cerró la puerta al salir.