14:40 h.

Norman Pepper estaba cómodamente sentado en un sillón de cuero en la sala para especialistas externos del nivel B. Tenía a mano un vaso de refresco y leía la edición nacional del New York Times. Había pasado una deliciosa media hora con la Sección A, y tenía la intención de pasar otra media hora igual de placentera con el resto.

La visita había sido incluso mejor de lo que esperaba. El personal de Utopía le había parecido inteligente, capacitado, dispuesto a colaborar. Habían aceptado su propuesta para los macizos de Orquídeas en el ateneo de Atlantis sin hacer preguntas, y habían aprobado un presupuesto mayor del que había presentado. Atlantis era algo espectacular. Estaba seguro de que cuando lo inauguraran se convertiría en el más concurrido de los Mundos. Calificarlo de parque acuático no le hacía justicia. Era casi como un mar interior, o algo así, con todas aquellas lanchas que trasladarían a los visitantes desde la ciudad semisumergida hasta las diferentes atracciones. El mejor detalle era la entrada al Mundo. Incluso inacabada era fantástica, sobresaliente, sin duda el mejor portal de Utopía, y él, Norman Pepper, lo había visto antes que nadie. Sus chicos se retorcerían de envidia cuando se lo contara. Sentía un orgullo especial, como si lo hubiesen hecho partícipe de unos secretos de Estado. Se rio por lo bajo.

Estar en aquella sala era la guinda final. Comida y bebida gratis, vídeos de todos los espectáculos de Nightingale, mesa; de billar, una pequeña biblioteca, habitaciones privadas con televisión y teléfono. Lo mejor de todo era que nadie parecía usarlo. El lugar se encontraba desierto. Pepper se dijo que probablemente era por el nombre. «Sala para especialistas externos» evocaba las imágenes de una estación de autocares; sillas de plástico, revistas viejas, máquinas de café. Nada podía estar más lejos de la realidad, pero ¿qué otra razón podía explicar que estuviese desierto? Solo había otra persona, y acababa de entrar hacía cinco minutos. Quizá los otros especialistas visitantes estaban recorriendo el parque. Pero Pepper se quería tomar las cosas con calma. Tenía que ir a Luz de Gas a las seis, para ocuparse del problema de las flores nocturnas. Al día siguiente, más reuniones para acabar los detalles de diseño y el programa de colocación. Finalmente, el miércoles recorrería el parque. Lo haría bien, desde la nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, de Camelot a Calisto. Suspiró satisfecho y dejó el periódico a un lado para llenar el vaso con el resto de la lata de Dr. Pepper.

Desde la infancia, Pepper había soportado bromas por su gaseosa favorita. No podía evitarlo: le encantaba. Ninguna broma había conseguido hacerlo cambiar. Ahora le gustaba decirle a la gente que el doctor había sido su tatarabuelo. Solo era una broma, por supuesto, y por cierto le había sacado un gran partido. Se bebió medio vaso de un trago y cogió el periódico sin abandonar la copa. Sí, señor, esto era vivir bien.

Mientras pasaba las páginas, vio al otro visitante. El tipo iba vestido de una manera estrafalaria: un abrigo con capa, un traje de lana con unas solapas muy pequeñas y muchísimos botones. En una mano llevaba un sombrero de copa, la otra sujetaba la empuñadura de un bastón. El hombre había estado recorriendo la sala. Ahora se acercó a Pepper.

—Un lugar muy tranquilo —comentó el hombre.

—Parece un cementerio. Usted es el único al que he visto entrar.

—Entonces ¿lleva aquí rato?

—Claro que sí —respondió Pepper.

«¿Qué pasa si llevo rato o no?», pensó Pepper. No le gustó el tono del hombre. Después de todo, él era un especialista externo, ¿no? Tenía todo el derecho a estar allí. Que era más de lo que podía decir de este tipo. Con esa pinta no podía ser más que uno de los actores. ¿Qué estaba haciendo en esta sala? Seguramente había ido a aprovecharse de la comida gratis.

Ahora el hombre miraba el techo. Tenía los ojos almendrados y muy separados en un rostro con forma de corazón.

Con un movimiento delicado, el hombre dejó el sombrero de copa en una mesa cercana y luego se volvió hacia Pepper. Ahora sostenía el bastón con la mano derecha y golpeaba el puño de latón contra la palma de la izquierda, Pepper se fijó en el brillo de la bola al reflejar la luz fluorescente. Bajó el periódico.

—Es usted un hombre difícil de encontrar, señor Warne —dijo el hombre mientras se acercaba a Pepper. Solo que por alguna razón no se detuvo a tiempo. Continuó caminando hasta que sus piernas tocaron las rodillas de Pepper.

El especialista estaba tan inmerso en el tranquilo y amable ambiente de la sala que, por un momento, solo sintió curiosidad. Entonces se dio cuenta de la realidad y se aplastó contra el sillón. Aflojó los dedos y se le cayó el vaso; la gaseosa y los cubitos de hielo se derramaron sobre el periódico. ¿Qué era aquello? El hombre estaba violando su espacio personal. Todavía más: su voz —¿qué era aquel acento? ¿Francés? ¿Israelí?— era claramente amenazadora. Pepper se asustó de una forma tan repentina que tardó unos segundos en comprender las últimas palabras.

—¿Warne? —tartamudeó. Notó cómo el líquido frío se le colaba por la entrepierna—. Yo no soy Warne. Ése no es mi nombre.

El hombre dio un paso atrás. Bajó el bastón.

—¿Ah, no?

—No. ¡Espere, espere! Ahora lo recuerdo. Warne, seguro. Era el tipo que viajó conmigo en el monorraíl esta mañana. Yo no soy Warne. Soy Pepper. Norman Pepper.

La mirada del hombre pasó del rostro de Pepper a la lata de gaseosa.

—Por supuesto que sí —dijo con una sonrisa, y después se acercó más.