16:00 h.

Angus Poole estaba sentado en una de las mesas de la gran sala de Información Tecnológica, con los brazos cruzados, entretenido en silbar la melodía de «Knock me a Kiss». A su alrededor había por lo menos tres docenas de mesas, la mayoría de ellas ocupadas. Cada una disponía de un teclado y una pantalla plana, colocados en el mismo ángulo. A pesar del número de empleados, no se oía más que el tecleo, la campanilla de los teléfonos y el murmullo de las conversaciones, y el silbido de Poole sonaba con toda claridad.

Al otro extremo de la sala había unas puertas verdes y, encima, un cartel cuyo mensaje de advertencia era legible, incluso desde donde se encontraba Poole: «Entrada solo autorizada al personal de Sistemas, previa verificación de los escáneres de retina y huellas dactilares». Más allá de las puertas estaban las enormes computadoras que eran el cerebro de Utopía: una metrópolis de silicio y cobre que controlaba las atracciones, los robots, los efectos pirotécnicos, la vigilancia, las operaciones de los casinos, el suministro eléctrico, la recogida de basura, los detectores de incendio, el monorraíl, el suministro de agua fría y caliente, y muchísimos más sistemas necesarios para el funcionamiento del parque. Parecía incongruente que semejante maravilla pudiese estar oculta detrás de una fachada absolutamente anodina como esta oficina exterior.

Mientras Poole esperaba, se levantó alguien de una mesa cercana para ir a su encuentro. Él la observó: mujer blanca, veinte y tantos años, un metro sesenta y cinco, cincuenta y cinco kilos, ojos verdes, lentes de contacto. Continuó silbando.

La joven se acercó, un tanto insegura, y lo primero que hizo fue mirar el pase de Warne que llevaba en la solapa. Era obvio que no estaba acostumbrada a ver a un especialista externo en las sagradas salas de Sistemas.

—¿Puedo ayudarlo, señor?

Poole sacudió la cabeza y sonrió.

—No, gracias. Ya me han atendido —respondió, y continuó silbando.

La mujer lo miró durante unos segundos. Luego asintió y sin decir nada más volvió a su mesa.

Poole la observó mientras se alejaba. Después consultó su reloj. Las cuatro en punto. Un canturreo reemplazó al silbido.

Mientras canturreaba, su mente trabajaba a gran velocidad. Aquella era una operación desagradable y le estaba requiriendo más tiempo de lo previsto. Así y todo, dadas las circunstancias, tendría que apañárselas con lo que había.

El plan de Warne, aunque para Poole no merecía ese nombre, estaba plagado de puntos criticables. Para empezar, la acusación de Warne contra Fred Barksdale parecía basada solo en pruebas indiciarias. Además, Poole no tenía idea de dónde encontrarlo o cuál era su aspecto. Afortunadamente, había una guía de teléfonos internos y, también afortunadamente, la llamada de Poole —hecha desde un despacho vacío al final del pasillo vecino— había sido atendida a la primera. Ahora, mientras esperaba, Poole vio un pequeño maletín negro debajo de una de las mesas desocupadas. Miró en derredor, se bajó de la mesa, caminó con toda naturalidad hasta la otra mesa y recogió el maletín. Lo ayudaría a completar el disfraz.

Algo se movía dentro de su campo de visión periférica. Poole se volvió. Un hombre delgado, de ojos azules y una abundante cabellera rubia se acercaba entre las mesas.

Venía del lado donde estaban las puertas verdes. A pesar de su inmaculado traje de corte impecable y el irreprochable nudo de la corbata, para la mirada experta de Poole tenía el aspecto de un hombre de éxito que estaba viviendo un día muy estresante. Poole le tendió la mano.

—El señor Barksdale, ¿no?

El hombre rubio le estrechó la mano automáticamente. El apretón fue fuerte y rápido.

—Así es. —Poole reconoció el mismo acento británico que había escuchado unos pocos minutos antes en el teléfono—. Tendrá que perdonarme, pero estoy muy ocupado. ¿Qué es eso sobre…?

Barksdale se interrumpió bruscamente al ver el pase enganchado en la solapa de la chaqueta de Poole. Frunció el entrecejo.

—Espere un momento. Por teléfono dijo…

—Perdone que lo interrumpa —dijo Poole—. ¿Le importaría si hablamos en otro lugar?

—Mientras hablaba, apoyó una mano debajo del codo de Barksdale y comenzó a guiarlo hacia la salida; no con la fuerza suficiente para empujarlo contra su voluntad, pero sí para hacer que la resistencia resultara embarazosa. Era importante sacar a Barksdale de su terreno y llevarlo a otro neutral.

Poole, con el maletín hurtado en la otra mano, sacó a Barksdale de la sala de Información Tecnológica y caminaron por el amplio pasillo del nivel B. Barksdale se dejó llevar, sin decir palabra aunque su irritación era evidente. Era uno de los jefazos de Utopía; en circunstancias normales, pensó Poole, ya habría montado un escándalo por esta insólita interrupción. Pero si Warne tenía razón —si Barksdale estaba complicado—, el hombre no se arriesgaría a una demora a estas alturas del juego. No era un profesional en este tipo de trabajo; no había dejado de preocuparse ante la posibilidad de que se produjeran nuevas complicaciones. Su única alternativa era plegarse, y eso hacía. El escepticismo instintivo de Poole comenzó a disminuir.

Unos minutos antes, mientras echaba una ojeada al entorno, Poole había encontrado una sala de descanso a unos treinta metros de Información Tecnológica. Abrió la puerta y entraron. Con una sonrisa, le señaló a Barksdale los sillones que había junto a una pared azul.

Barksdale apartó la mano de Poole.

—Oiga, ¿a qué viene todo esto? Usted dijo que era uno de los técnicos de Camelot.

Poole asintió.

—Mencionó un problema en los frenos de una de las montañas rusas. Dijo que habían modificado los sistemas. Un posible sabotaje. Que quería hablar únicamente conmigo.

Poole asintió de nuevo. Aquel había sido el cebo necesario para atraer a Barksdale, decirle algo que no podía pasar por alto. Barksdale señaló la tarjeta.

—Ahora resulta que es un especialista externo. No es un empleado de Utopía. ¿Se puede saber qué está pasando?

Poole volvió a asentir.

—Tiene usted razón. No soy un empleado de Utopía. Tendrá que disculparme por lo que dije por teléfono, pero es muy difícil llegar a usted. Me fue imposible conseguirlo por los canales habituales.

Barksdale entrecerró los ojos. Poole vio las emociones que se reflejaban en ellos: enfado, incertidumbre, ansiedad.

—¿Quién es usted? —preguntó Barksdale.

Poole sonrió con mucha humildad.

—Soy un asesor de ventas de una empresa externa. Mi jefe me dijo que debía hablar con usted y que no reparara en los medios para conseguirlo.

—¿Usted no es más que un maldito vendedor?

Poole asintió con una sonrisa.

Esta vez en el rostro de Barksdale solo se reflejó una profunda indignación.

—¿Cómo consiguió entrar aquí?

—Eso no tiene importancia. El hecho es que estoy aquí, y que he venido para ayudarlo. —Poole palmeó el maletín—. Sí tiene la bondad de sentarse, quisiera hacerle una pequeña demostración de nuestro…

—Ni lo sueñe. Ahora mismo llamaré a Seguridad —replicó Barksdale, que se volvió.

—Si tiene la bondad de sentarse solo un momento… —insistió Poole al tiempo que apoyaba una mano en el hombro del inglés y lo obligaba a sentarse en el sofá más cercano.

El rostro de Barksdale se ensombreció de rabia, pero no se levantó.

—Muchas gracias. Le prometo que no será más que un minuto. —Cogió el maletín y simuló que se disponía a abrirlo—. Como director de Información Tecnológica de este fantástico parque, usted conoce muy bien los riesgos de una infiltración exterior.

Barksdale permaneció en silencio.

—Cuanto más informatizadas son las infraestructuras, más vulnerables son a los ataques. —Poole hablaba con la cantinela típica de un vendedor—. Es una de las nuevas lacras que debemos soportar, y, por lo tanto, la protección de nuestros sistemas informáticos es algo imprescindible. Estoy seguro de que son muchos los que intentan penetrar en sus sistemas, señor Barksdale. Es en este punto donde lo podemos ayudar.

El rostro de Barksdale cambió de color.

—La firma que represento puede hacer un diagnóstico de sus sistemas, descubrir los puntos débiles y sugerir las soluciones. Hoy, y solo por hoy, estamos haciendo una oferta especial. ¿Qué me dice? ¿Firmamos el contrato? —Poole hizo como si buscara una estilográfica.

—¿Cuál es la firma que dijo que representaba? —preguntó Barksdale con una voz que parecía estar a punto de quebrarse.

—¿Cómo, no se lo dije? Keyhole Intrusion Systems.

Barksdale se transformó bruscamente en un hombre acosado. Miró a izquierda y derecha como si buscase un camino para huir.

Las dudas de Poole se disiparon en el acto. Cogió el pase y lo acercó al rostro de Barksdale para que leyera el nombre de Andrew Warne.

—Te pillé —dijo.

Barksdale se levantó de un salto y corrió hacia la puerta con la intención de alcanzar el pasillo.

—¡Señor Barksdale! —gritó Poole.

Algo en la voz de Poole hizo que Barksdale se detuviese en el acto. Se volvió lentamente. Poole mantenía abierta la chaqueta de pana y se veía la culata de la pistola que le había quitado al pirata.

—Será mucho menos complicado si lo hacemos a mi manera, Señor Barksdale.

Después, con una sonrisa amable, se abrochó la chaqueta y la pistola desapareció de la vista.